VI. MONTAJE PROHIBIDO [25]
«Crin blanca», «El globo rojo»,
«En un país lejano»
Ya con Bim, A. Lamorisse había puesto de manifiesto la originalidad de su inspiración. Bim es quizá, junto con Crin blanca y el único film verdaderamente para niños que el cine haya producido hasta el momento. Es cierto que existen otras películas —no muy numerosas— adecuadas para diversas etapas de la edad juvenil. Los soviets han hecho en este aspecto un serio esfuerzo, pero me parece que films como Au loin une voile se dirigen ya a muchachos. La tentativa de producción especializada intentada por J. A. Rank ha fracasado por completo, económica y estéticamente. De hecho, si se quisiera hacer una cinemateca o un catálogo de programas aptos para un público infantil, no se podrían agrupar más que unos cuantos cortometrajes, filmados con este fin, aunque con éxito desigual, y un cierto número de films comerciales, entre ellos los de dibujos animados, en los que la inspiración y el tema tienen la suficiente puerilidad; en particular algunos films de aventuras. Pero no se trata de una producción específica, sino simplemente, de films inteligibles para un espectador de una edad mental inferior a los catorce años. Es sabido que los films americanos no sobrepasan con frecuencia ese nivel virtual. Lo mismo sucede con los dibujos animados de Walt Disney.
Pero es fácil darse cuenta de que tales films no son realmente comparables con la verdadera literatura infantil (tampoco muy abundante). Jean Jacques Rousseau, antes que los discípulos de Freud, se había ya dado cuenta de que no era en absoluto inofensiva: La Fontaine es un moralista cínico y la condesa de Ségur una diabólica abuela sadomasoquista. Es ya una cosa admitida que los cuentos de Perrault esconden los símbolos más repugnantes y hay que reconocer que la argumentación de los psicoanalistas es difícilmente refutable. Por lo demás, no es necesario recurrir a su sistema para advertir en Alicia en el país de las maravillas o en los Cuentos de Andersen la profundidad deliciosa y aterradora que constituye la piedra angular de su belleza. Los autores tienen una capacidad de ensueño que iguala por su naturaleza e intensidad a la de la infancia. Ese universo imaginario no tiene nada de pueril. Es la pedagogía la que ha inventado para los niños los colores inocentes, pero basta fijarse en el uso que hacen de ellos para quedarse asombrado ante sus verdes paraísos poblados de monstruos. Los autores de la literatura verdaderamente infantil son sólo educativos de manera accesoria y en raros casos (quizá Julio Verne sea el único). Normalmente son poetas cuya imaginación tiene el privilegio de mantenerse en la onírica longitud de onda de la infancia.
El globo rojo es quizá más intelectual y, por tanto, menos infantil. El símbolo aparece más netamente en la filigrana del mito. El haberla unido a En un país lejano sirve para hacer resaltar la diferencia entre la poesía válida para los niños y para los adultos, y la puerilidad que sólo podría satisfacer a los primeros.
Pero no es ése el terreno que me interesa explorar. Este artículo no es una verdadera crítica y tan sólo incidentalmente evocaré las cualidades artísticas que atribuyo a cada una de esas obras. Mi propósito será únicamente analizar, partiendo del ejemplo asombrosamente significativo que nos ofrecen, ciertas leyes del montaje en su relación con la expresión cinematográfica e incluso más esencialmente su ontología estética. Desde este punto de vista la reunión de El globo rojo y En un país lejano podría ser premeditada. Una y otra demuestran a maravilla, en sentidos radicalmente opuestos, las virtudes y los límites del montaje.
Empezaré por el film de Jean Tourane para constatar que es de cabo a rabo una extraordinaria ilustración de la famosa experiencia de Kulechof sobre el primer plano de Mosjukin. Es sabido que la ambición de Jean Tourane es —lo ha confesado con la mayor ingenuidad— imitar a Walt Disney utilizando animales verdaderos. Es evidente, sin embargo, que los sentimientos prestados a los animales son (al menos en lo esencial) una proyección de nuestra propia consciencia. Sólo leemos en su anatomía o en su comportamiento los estados de ánimo que les atribuimos más o menos inconscientemente a partir de ciertas semejanzas exteriores con la anatomía o el comportamiento del hombre. No hay por tanto que desconocer y subestimar esta tendencia natural del espíritu humano que sólo ha sido nefasta en el dominio de la ciencia. Y hay que resaltar de todas formas que la ciencia más moderna redescubre, con precisos medios de investigación, una cierta verdad del antropomorfismo: el lenguaje de las abejas, por ejemplo, probado e interpretado con precisión por el entomologista Von Fricht, supera con mucho las más descabelladas suposiciones de un antropomorfismo impenitente. El error científico está en todo caso más cerca de los animales máquinas de Descartes que de los semiantropomorfos de Buffon. Pero, más allá de este aspecto primario, es evidente que el antropomorfismo procede de un modo de conocimiento analógico que la simple crítica psicológica no puede explicar ni mucho menos enjuiciar. Su dominio se extiende desde la moral (las fábulas de La Fontaine) al más alto simbolismo religioso, pasando por todas las zonas de la magia y de la poesía.
El antropomorfismo no es por tanto algo condenable a priori independientemente del nivel donde se sitúe. Desgraciadamente hay que reconocer que en el caso de Jean Tourane ese nivel es el más bajo. Siendo a la vez el más falso científicamente y el menos conseguido estéticamente, si inclina a la indulgencia es porque gracias a su importancia cuantitativa permite una asombrosa exploración de las posibilidades del antropomorfismo comparativamente con las del montaje. El cine puede en efecto multiplicar las interpretaciones estáticas de la fotografía por las que nacen de la conjunción de los planos.
Porque es muy importante hacer notar que los animales de Tourane no han sido amaestrados sino sólo domesticados. Y que prácticamente nunca realizan las cosas que se les ve hacer (cuando lo parece, es un truco: una mano fuera del cuadro dirige al animal o se trata de unas falsas patas movidas como marionetas). Todo el ingenio y el talento de Tourane consiste en hacer permanecer a los animales casi inmóviles durante la duración de la toma en el lugar donde les ha situado; el decorado, la disposición y el comentario bastan para dar a la postura del animal un sentido humano que la ilusión del montaje precisa y amplifica de manera tan considerable que llega a veces a crearlo casi totalmente. Toda una historia se construye así con numerosos personajes y complejas relaciones (tan complejas por lo demás que el guión resulta a menudo confuso), dotados de características variadas, sin que los protagonistas tengan casi nunca que hacer nada más que mantenerse tranquilos en el campo de la cámara. La acción aparente y el sentido que la película adquiere prácticamente nunca han preexistido al film, ni siquiera en cuanto fragmentos de escena, es decir, en la unidad mínima del plano.
Yendo más lejos, me atrevo a afirmar que en esta ocasión no era sólo suficiente sino necesario hacer este film mediante el montaje. Si los personajes de Tourane fueran animales sabios (como por ejemplo el perro Rintintín) capaces de realizar la mayor parte de las acciones que el montaje les atribuye, el sentido del film habría cambiado radicalmente. Nuestro interés ya no se dirigiría a la historia sino a la proeza. En otros términos, pasaría de lo imaginario a lo real, del placer de la ficción a la admiración de un número de music-hall bien ejecutado. Es el montaje, creador abstracto del sentido, quien mantiene el espectáculo en su necesaria irrealidad.
En cuanto a El globo rojo, por el contrario, hago notar y quiero demostrar que no debe y no puede deber nada al montaje. Lo que no deja de ser paradójico, teniendo en cuenta que el zoomorfismo atribuido al objeto es todavía más imaginario que el antropomorfismo de los animales. El globo rojo, de Lamorisse, ha realizado efectivamente ante la cámara los movimientos que le vemos realizar. Quede claro que se trata de un truco, pero que nada debe al cine en cuanto tal. La ilusión nace aquí, como en la prestidigitación, de la realidad. Es algo concreto que no resulta de los prolongamientos virtuales del montaje.
Y ¿qué importancia —se dirá— puede tener si el resultado es el mismo?: hacernos admitir en la pantalla la existencia de un globo capaz de seguir a su dueño como un perrillo. Pero es que, precisamente, con el montaje el globo mágico no existiría más que sobre la pantalla mientras que el de Lamorisse nos devuelve a la realidad.
Conviene quizá abrir aquí un paréntesis para hacer notar que la naturaleza abstracta del montaje no es absoluta, al menos psicológicamente. De la misma manera que los primeros espectadores del cinematógrafo Lumière se asustaban con la entrada del tren en la estación de La Ciotat, el montaje, en su ingenuidad original, no es advertido como un artificio. Pero el hábito del cine ha sensibilizado poco a poco al espectador y una buena parte del público sería hoy capaz, si se le pide que mantenga un poco su atención, de distinguir las escenas «reales» de las que son tan sólo sugeridas por el montaje. Es cierto que otros procedimientos, como la transparencia, permiten reunir en el mismo plano dos elementos, por ejemplo el tigre y la protagonista, cuya contigüidad plantearía en la realidad algunos problemas. La ilusión es aquí más perfecta, pero no indiscernible y en todo caso lo importante no es que el truco sea invisible, sino el que haya truco o no, de la misma manera que la belleza de un falso Vermeer no podría prevalecer contra su inautenticidad.
Se me objetará que los globos de Lamorisse están sin embargo trucados. Es algo evidente, porque si no, estaríamos en presencia de un documental sobre un milagro o sobre el faquirismo y eso sería un film completamente distinto. El globo rojo es un cuento cinematográfico, una pura invención del espíritu, y lo importante es que esta historia lo debe todo al cine justamente porque de una manera esencial no le debe nada.
Es muy posible imaginar El globo rojo como una narración literaria. Pero por muy bien escrito que se le suponga, el libro no podría compararse con el film porque su encanto es de una naturaleza completamente distinta. Sin embargo, la misma historia, por muy bien filmada que estuviera, podría no haber tenido sobre la pantalla más realidad que en el libro, y esto sucedería en la hipótesis de que Lamorisse hubiera decidido recurrir a las ilusiones del montaje (o eventualmente de las transparencias). El film pasaría entonces a ser una narración por la imagen (como el cuento lo sería por la palabra) en lugar de ser lo que es, es decir, la imagen de un cuento o, si se quiere, un documental imaginario.
Esta expresión me parece, en definitiva, la que define mejor el propósito de Lamorisse; propósito parecido —aunque también diferente— al de Cocteau realizando con Le sang d'un poète un documental sobre la imaginación (es decir, sobre el sueño). Hemos llegado así por la reflexión a plantearnos una serie de paradojas. El montaje, del que se nos dice con tanta frecuencia que es la esencia del cine, se convierte en esta ocasión en el procedimiento literario y anticinematográfico por excelencia. La especificidad cinematográfica, alcanzada por una vez en estado puro, reside por el contrario en el simple respeto fotográfico de la unidad de espacio.
Pero hace falta llevar más lejos el análisis porque puede señalar muy justamente que si El globo rojo no debe nada esencialmente al montaje, recurre a él accidentalmente. Porque si Lamorisse se ha gastado 500.000 francos en globos rojos ha sido para que no le faltaran los dobles. El mismo Crin blanca era doblemente mítico puesto que de hecho muchos caballos del mismo aspecto, pero más o menos salvajes, componían sobre la pantalla un único caballo. Esta constatación nos va a permitir precisar más una ley esencial de la estilística del film.
Considerar los films de Lamorisse como obras de pura ficción comparándolos, por ejemplo, con Le rideau cramois, sería, muy probablemente, traicionarlos. Su credibilidad está indudablemente ligada a su valor documental. Los sucesos que presenta son parcialmente verdaderos. En Crin blanca, el paisaje de Camargue, la vida de los domadores y de los pescadores, las costumbres de las manadas, constituyen la base de la fábula, el punto de apoyo sólido e irrefutable del mito. Pero sobre esta realidad se funde precisamente una dialéctica de lo imaginario del que el desdoblamiento de «Crin blanca» es el símbolo más interesante. Así «Crin blanca» es a la vez el verdadero caballo que mordisquea todavía la hierba salada de Camargue y el animal fantástico que nada eternamente en compañía del pequeño Folco. Su realidad cinematográfica no podía prescindir de la realidad documental, pero para que ésta llegara a ser también verdad ante nuestra imaginación hacía falta que se destruyera y renaciera de la misma realidad.
Seguramente para realizar el film han sido necesarias muchas proezas. El niño escogido por Lamorisse nunca se había acercado a un caballo. Hizo falta, sin embargo, que aprendiera a montar a pelo. Más de una escena, entre las más espectaculares, ha sido rodada casi sin trucos y, siempre, con desprecio de peligros ciertos. Sin embargo, basta reflexionar para comprender que si lo que se muestra en la pantalla tuviera que ser verdadero y hubiera sido efectivamente realizado delante de la cámara, la película dejaría de existir, porque instantáneamente dejaría de ser un mito. Ése es el límite del trucaje, el margen de subterfugio necesario a la lógica de la narración, que permite a lo imaginario el integrarse con la realidad y sustituirla a la vez. Si no hubiera más que un solo caballo salvaje, penosamente sometido a las exigencias de la toma de vistas, el film no sería más que una prueba de destreza, un número casi de circo, como el caballo blanco de Tom Mix; no es difícil entender que se saldría perdiendo. Lo que hace falta, para la plenitud estética de la empresa, es que podamos creer en la realidad de los acontecimientos, sabiéndolos trucados. Al espectador no le hace ninguna falta, ciertamente, saber expresamente que se han utilizado tres o cuatro caballos[26] o que había que tirar del hocico del animal con un hilo de nylon para hacerle volver la cabeza cuando hacía falta. Lo que importa es que la materia prima del film es auténtica y a la vez, y sin embargo, «aquello es cine». Entonces la pantalla reproduce el flujo y reflujo de nuestra imaginación que se alimenta de la realidad, sustituyéndola; la fábula nace de la experiencia que la imaginación trasciende.
Pero, recíprocamente, hace falta que lo imaginario tenga sobre la pantalla la densidad espacial de lo real. El montaje no puede utilizarse más que dentro de límites precisos, bajo pena de atentar contra la ontología misma de la fábula cinematográfica. Por ejemplo, no le está permitido al realizador escamotear mediante el campo-contracampo la dificultad de hacer ver dos aspectos simultáneos de una acción. Albert Lamorisse lo ha entendido perfectamente en la secuencia del conejo, en la que permanecen simultáneamente en campo el caballo, el niño y el animal perseguido; pero no está lejos de cometer una falta en la escena de la captura de «Crin blanca» cuando el niño se hace arrastrar por el caballo al galope. No importa entonces que el animal que vemos desde lejos arrastrar al pequeño Folco sea el falso «Crin blanca», como tampoco el que para esta peligrosa operación Lamorisse haya doblado incluso él mismo al niño; pero sí me molesta el que al final de la secuencia, la cámara no me muestre irrefutablemente la proximidad física del caballo y del niño. Hubiera bastado una panorámica o un travelling hacia atrás. Esta simple precaución hubiera autentificado retrospectivamente todos los planos anteriores, mientras que los dos planos sucesivos de Folco y del caballo, escamoteando una dificultad que en ese momento ha dejado ya de tener importancia, rompe la bella fluidez espacial de la acción. [27]
Si nos esforzamos ahora en definir la dificultad, me parece que se podría plantear como ley estética el siguiente principio: «Cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido». Y vuelve a recuperar sus derechos cada vez que el sentido de la acción no depende de la contigüidad física, aunque esté implicada. Por ejemplo, Lamorisse podía mostrar, como lo ha hecho, en primer plano la cabeza del caballo volviéndose hacia el niño como para manifestarle sumisión, pero debería haber ligado dentro del mismo cuadro a los dos protagonistas en el plano precedente.
No se trata en absoluto de volver obligatoriamente al plano secuencia ni de renunciar a los recursos expresivos ni a las facilidades que eventualmente proporciona un cambio de plano. Estas anotaciones actuales no se refieren a la forma sino a la naturaleza del relato o más aún a ciertas interdependencias entre la naturaleza y la forma. Cuando Orson Welles trata ciertas escenas de El cuarto mandamiento en plano único y cuando fragmenta por el contrario extraordinariamente el montaje de Mr. Arkadin, no se trata más que de un cambio de estilo que no modifica esencialmente el asunto. Diría incluso que The rope (La soga), de Hitchcock, podría indistintamente estar realizada de la manera clásica, cualquiera que sea la importancia artística que se puede legítimamente conceder al procedimiento empleado. Por el contrario, sería inconcebible que la famosa escena de la caza de la foca de Nanouk no nos mostrara en el mismo plano, primero el cazador y el agujero y más tarde la foca. Después ya no importa que el resto de la secuencia esté planificado a gusto del director. Tan sólo hace falta que la unidad espacial del suceso sea respetada en el momento en que su ruptura transformaría la realidad en su simple representación imaginaria. Es esto algo que generalmente Flaherty ha comprendido, excepto en algunos lugares en los que el film pierde buena parte de su consistencia. Si la imagen de Nanouk acechando su presa en el borde del agujero hecho en el hielo es uno de los más bellos momentos del cine, la pesca del cocodrilo en Louisiana Story, realizada a base del montaje, carece de fuerza. Por el contrario, en el mismo film, el plano secuencia del cocodrilo atrapando una garza, filmado en una sola panorámica, es simplemente admirable. Pero la recíproca es verdadera. Es decir, para que la narración reencuentre la realidad, basta con que uno solo de sus planos, convenientemente escogido, reúna los elementos previamente separados por el montaje.
Es sin duda difícil definir a priori los géneros o incluso las circunstancias en las que hay que aplicar esta ley. Para ser prudente, no me arriesgaré a dar más que algunas indicaciones. Ante todo, es naturalmente válida para todos los films documentales cuyo objeto es hacer un reportaje de hechos que pierden todo su interés si el suceso no ha tenido realmente lugar delante de la cámara; es decir, el documental emparentado con el reportaje. En último término, también las actualidades. El hecho de que la noción de «actualidades reconstruidas» haya podido ser admitida en los primeros tiempos del cine, demuestra con claridad la evolución del público. La regla no es necesaria en los documentales exclusivamente didácticos, en los que el propósito no es la representación sino la explicación de un acontecimiento. Naturalmente, estos últimos pueden tener alguna secuencia o algún plano que pertenezcan a la primera categoría. Sería ése el caso, por ejemplo, de un documental sobre la prestidigitación. Si su finalidad es mostrarnos las extraordinarias proezas de un célebre virtuoso, será esencial el procedimiento del plano único, pero si el film debe después explicar uno de sus números, la fragmentación de la escena se hace necesaria. La cosa está clara.
Mucho más interesante es, evidentemente, el caso del film de ficción que tiende a la fábula, como Crin blanca, o el del documental apenas novelado, como Nanouk. Se trata entonces, como lo hemos dicho antes, de una ficción que tan sólo cobra su sentido o, más aún, que no tiene valor más que en cuanto la realidad se integra con lo imaginario. La planificación viene entonces exigida por los aspectos de esta realidad.
Finalmente, en los films de pura narración, equivalentes de la novela o de la obra de teatro, es también probable que ciertos tipos de acción requieran la desaparición del montaje (es algo que ilustran muy bien Citizen Kane y El cuarto mandamiento). Pero sobre todo, algunas situaciones sólo existen cinematográficamente cuando su unidad espacial es puesta en evidencia, de manera muy particular las situaciones cómicas fundadas sobre las relaciones del hombre con los objetos. En estos casos, como en El globo rojo, todos los trucos están entonces permitidos, pero no las comodidades del montaje. Los burlescos primitivos (especialmente Keaton) y los films de Charlot están a este respecto llenos de enseñanzas. Si el género burlesco ha triunfado antes de Griffith y del montaje, es porque la mayor parte de los gags ponían de manifiesto una comicidad del espacio, de la relación del hombre con los objetos y el mundo exterior. Chaplin, en El circo, se halla efectivamente en la jaula del león y los dos están encerrados juntos en el cuadro de la pantalla.