XXV. CABIRIA O EL VIAJE AL FINAL DEL NEORREALISMO [79]
Todavía no sé, en el momento de escribir este artículo, cuál será la acogida reservada al último film de Fellini. Se la deseo a la medida de mi entusiasmo, pero tampoco pretendo ignorar que podrá encontrarse con dos categorías de espectadores reticentes. La primera, surgirá entre la parte popular del público, entre aquellos que se sentirán sencillamente desorientados ante la historia por la mezcla de lo insólito con una aparente ingenuidad casi melodramática. La prostituta de corazón noble sólo les parecerá aceptable como producto de la serie negra. El otro grupo pertenecerá a la élite, que, a pesar suyo, ha tenido que hacerse un poco felliniana. Obligados a admirar La Strada y más aún Almas sin conciencia, por su austeridad y su condición de film maldito, me figuro que van a reprochar a Las noches de Cabiria el ser un film demasiado bien hecho, donde casi nada se ha dejado al azar; el ser un film astuto y hábil. Dejemos a un lado la primera objeción cuya sola repercusión cae del lado de la taquilla. La segunda merece ser rebatida con más empeño.
Es cierto que una de las mayores sorpresas experimentadas ante Las noches de Cabiria es la de que, por vez primera, Fellini ha sabido construir un guión con mano maestra, creando una acción sin fallos, sin repeticiones y sin lagunas, donde no se podrían hacer los terribles cortes y las modificaciones en el montaje a que fueron sometidos La Strada y Almas sin conciencia[80]. Es cierto que Lo Sceico bianco e incluso I Vitelloni no estaban mal construidos, pero también es cierto que en ese momento la temática específicamente felliniana se expresaba todavía en el cuadro de unos guiones relativamente tradicionales. Con La Strada, Fellini abandona ya esas últimas muletas, y la historia deja de estar determinada por los temas y los personajes; no tiene ya nada que ver con el concepto habitual de intriga, y cabría ver si puede aplicársele aún la palabra «acción». Lo mismo sucede con Almas sin conciencia.
Pero esto no significa que Fellini haya querido volver a las coartadas dramáticas de sus primeros films, sino todo lo contrario. Las noches de Cabiria se sitúa en el más allá de Almas sin conciencia; pero esta vez, las contradicciones entre lo que yo llamaría la temática vertical del autor y las exigencias «horizontales» del relato han sido perfectamente resueltas. Es en el interior del sistema felliniano, y sólo en él, donde hay que buscar las soluciones. Pero siempre es posible equivocarse y tomar esta brillante perfección por facilidad o hasta por traición. No pretendo negar, sin embargo, que, al menos en un punto, Fellini ha jugado poco limpio consigo mismo: ¿no ha introducido un factor de sorpresa con el personaje de François Périer, cuya inclusión en el reparto me parece, por lo demás, un error? Ahora bien, es evidente que todo efecto de «suspense», o incluso todo efecto «dramático», es esencialmente heterogéneo con el sistema felliniano, en el que el tiempo no podría servir de soporte abstracto y dinámico, de cuadro a priori de la estructura del relato. En La Strada como en Almas sin conciencia el tiempo existe sólo como medio amorfo de los accidentes que modifican, sin necesidad externa, el destino de los héroes. Los acontecimientos no «llegan», sino que caen o surgen, es decir, siguiendo siempre una gravitación vertical y nunca de acuerdo con las leyes de una causalidad horizontal. En cuanto a los personajes, sólo existen y cambian con referencia a una pura duración interior, que ni siquiera me atrevería a calificar de bergsoniana en la medida en que los Données immédiates de la conscience está impregnada de psicologismo. Evitemos, ése es al menos mi propósito, los vagos términos del vocabulario espiritualista. No digamos que la transformación de los héroes se verifica al nivel del alma. Pero hace falta al menos situarla a esa profundidad del ser donde la conciencia no envía más que muy escasas raíces. Tampoco el nivel del inconsciente o del subconsciente, sino más bien allí donde se desarrolla eso que Jean-Paul Sartre llama el «proyecto fundamental»: al nivel de la ontología. Así, el personaje felliniano tampoco evoluciona: madura o, en el caso extremo, padece una metamorfosis (de ahí la metáfora de las alas del ángel, sobre la que volveré en seguida).
Un falso melodrama
Pero limitémonos, por el instante, a la factura del guión. Abandono y repudio el golpe teatral de Óscar, bidonista retrasado en Las noches de Cabiria. Fellini, por lo demás, debe haberse dado cuenta, porque, para consumar hasta el final su pecado, no ha dudado en ponerle a François Perier unas gafas negras cuando se va a convertir en «malvado». En realidad se trata de una concesión muy pequeña, y se la perdono de todo corazón al realizador, preocupado esta vez por evitar los peligros extremos a que le había conducido la planificación sinuosa y demasiado liberal de Almas sin conciencia.
Además, resulta ser la última, y en todo el resto, Fellini ha sabido dar a su film la tensión y el rigor de una tragedia, sin recurrir a categorías extrañas a su universo. Cabiria, la cortesana de alma simple enraizada en la esperanza, no es un personaje del repertorio melodramático; los motivos de su deseo de «salir» no tienen nada que ver con los ideales de la moral o de la sociología burguesa, al menos en cuanto tales. Ella no desprecia su oficio. Y si existieran chulos de corazón puro, capaces de comprenderla y de encarnar no ya el amor, sino una simple confianza en la vida, Cabiria no vería ninguna incompatibilidad entre sus secretas esperanzas y sus actividades nocturnas. Una de sus grandes alegrías, seguida de una todavía más amarga decepción, ¿no la debe al encuentro con un célebre actor de cine que, por estar borracho y por un despecho amoroso, la lleva a su lujoso apartamento? Eso solo bastaría ya para hacer morir de envidia a todas sus compañeras. Pero la aventura acabará bien tristemente; y es, en el fondo, porque a la larga, el oficio de cortesana no reserva más que decepciones, por lo que desea, más o menos conscientemente, salir de él gracias al imposible amor de un buen chico que no le pida nada a cambio. De manera que si, aparentemente, llegamos a la misma conclusión de un melodrama burgués, es, en todo caso, por unos caminos bien distintos.
Las noches de Cabiria, como La Strada, como Almas sin conciencia (y en el fondo como I Vitelloni), son la historia de un proceso ascético, de un progresivo desprendimiento y —entiéndase como se quiera— de una salvación. La belleza y el rigor de su construcción proceden esta vez de la perfecta economía de los episodios. Cada uno de ellos, como ya he dicho antes, existe por y para sí mismo, en su singularidad y en su pintoresquismo de suceso, pero esta vez participan de un orden cuya absoluta necesidad siempre llegamos después a comprender. En el camino de la esperanza humana hacia la verdadera esperanza, Cabiria necesita pasar por la traición, la burla y el despojamiento, tiene que seguir una senda en la que cada parada la prepara para la etapa venidera. Cuando se reflexiona, hasta el encuentro con el bienhechor de vagabundos, cuya intrusión no parece a primera vista más que un admirable virtuosismo felliniano, se revela necesaria para poder después hacer caer a Cabiria en la trampa de la confianza; si tales hombres existen, todos los milagros son posibles y, junto a ella, aceptaremos sin desconfianza la aparición de Périer.
No quiero repetir una vez más todo lo que ya se ha dicho acerca del mensaje felliniano. De hecho, ha sido sensiblemente el mismo desde I Vitelloni, sin que esta repetición sea de ninguna manera el signo de la esterilidad. La variedad es, por el contrario, lo propio de los «directores», mientras que la unidad de inspiración es el signo de los verdaderos «autores». Pero sí puedo quizá intentar, a la luz de esta nueva obra maestra, elucidar un poco más la esencia del estilo felliniano. »
Un realismo de las apariencias
En primer lugar, resulta absurdo y ridículo pretender excluirlo del neorrealismo. Sólo se puede efectivamente pronunciar esta condenación en nombre de criterios puramente ideológicos. Es cierto que aunque el realismo de Fellini es social en su punto de partida, no lo es por su objeto, ya que resulta siempre tan individual como el de un Chejov o un Dostoievski. El realismo, hay que afirmarlo todavía una vez, no se define por los fines sino por los medios, y en el caso particular del neorrealismo, por una cierta relación de los medios al fin. Lo que De Sica tiene de común con Rosellini y Fellini no es la significación profunda de sus films —incluso cuando esa significación llega más o menos a coincidir—, sino la primacía que dan, tanto los unos como los otros, a la representación de la realidad sobre las estructuras dramáticas. Más concretamente: el cine italiano ha sustituido un «realismo» que procedía del naturalismo novelístico por su contenido, y del teatro, por sus estructuras, por otro realismo que podríamos calificar escuetamente de «fenomenológico», donde la realidad no se ve corregida en función de la psicología y de las exigencias del drama. La relación entre el sentido del relato y las apariencias se hace en cierta manera inversa; estas últimas se nos proponen como un descubrimiento singular, como una revelación casi documental que conserva todo su peso de pintoresquismo y todos sus detalles. El arte del director consiste entonces en su capacidad para hacer surgir el sentido, el valor profundo de ese acontecimiento (al menos el que él quiere darle) sin hacer por ello desaparecer sus ambigüedades. El neorrealismo así definido no es en absoluto propiedad de una determinada ideología, ni incluso de un determinado ideal, como tampoco excluye ningún otro; de la misma manera que la realidad no pertenece a nadie en exclusiva.
Por mi parte no estoy muy lejos de pensar que Fellini es el realizador que va más allá en la estética neorrealista; tan lejos que la atraviesa incluso y vuelve a encontrarla del otro lado.
Consideremos, en primer lugar, hasta qué punto la puesta en escena felliniana se ha desembarazado de toda secuela psicológica. Sus personajes no se definen jamás por su «carácter», sino exclusivamente por sus apariencias. Evito de manera voluntaria un término que se ha quedado demasiado estrecho: el de «comportamiento», porque la manera de obrar de los personajes es sólo un elemento más del conocimiento que llegamos a tener de ellos. Los captamos también por otros muchos signos: el rostro, la manera de andar, todo lo que hace del cuerpo la corteza del ser; e incluso gracias a indicios todavía más exteriores, en la frontera del individuo con el mundo, como los cabellos, el bigote, los trajes, las gafas (el único accesorio del que Fellini ha llegado a abusar, convirtiéndolo en un truco). Pero, todavía más allá, es el decorado el que cuenta, no en un sentido expresionista, sino por la continuidad o el desacuerdo que establece entre el personaje y su medio. Pienso especialmente en las extraordinarias relaciones de Cabina con el cuadro inhabitual donde Nazzari la sitúa: el cabaret y su lujosa residencia…
Del otro lado de las cosas
Al llegar aquí puede decirse que estamos tocando la frontera del realismo; pero Fellini nos empuja todavía más lejos y nos arrastra hasta el otro lado de esa frontera. Todo sucede en efecto como si, llegados a este grado de interés por las apariencias, comenzáramos a ver los personajes no ya en medio de los objetos sino a través de ellos. Quiero decir que, insensiblemente, el mundo ha pasado de la significación a la analogía y de la analogía a la identificación con lo sobrenatural. Me excuso por emplear esta palabra equívoca que el lector puede reemplazar a su gusto por poesía, surrealismo, magia o cualquier otro término que sirva para expresar la concordancia secreta de las cosas con un doble invisible del que no son, en cierta manera, más que el borrador.
Un ejemplo, entre otros, de este proceso de «sobrenaturalización» puede ser el de la metáfora del ángel. Desde sus primeros films, Fellini está obsesionado por la angelización de sus personajes, como si el estado angélico fuera la referencia última del universo felliniano, la medida del ser. Se puede seguir su trayectoria explícita al menos a partir de I Vitelloni: para el carnaval, Sordi se disfraza de ángel de la guarda; un poco más tarde, y como por azar, Fabrizzi roba una estatua de ángel tallada en madera. Pero estas alusiones son directas y concretas. Más útil, y tanto más interesante cuanto que probablemente inconsciente, es el pasaje en el que vemos cómo el fraile que ha bajado del árbol donde estaba trabajando se echa a la espalda un buen montón de ramas pequeñas. Este gesto no era probablemente más que un simpático detalle realista, quizá incluso para Fellini, hasta que la escena final de Almas sin conciencia, en la que Augusto agoniza al borde del camino, nos reveló todo su sentido: a la pálida luz de la aurora descubre un cortejo de niños y de campesinas que llevan sobre sus espaldas hatos de leña: son ángeles que pasan. Hay que acordarse también en el mismo film de la manera como Picasso recorre una calle imitando un aleteo con su impermeable. Y es el mismo Richard Basehart quien aparece a Gelsomina como una criatura sin peso, como una forma centelleante sobre la cuerda tensa, a la luz de los proyectores.
La simbología felliniana es inagotable y toda su obra podría probablemente ser estudiada desde ese único punto de vista[81]. Pero hace falta situarla en la lógica neorrealista, porque no es difícil ver que estas asociaciones de objetos y de personajes por las que se constituye el universo felliniano son estáticamente válidas precisamente por su realismo o, para decirlo quizá con más exactitud, por la objetividad de la anotación. El buen monje, al echarse al hombro su carga, no pretende en absoluto parecerse a un ángel, pero bastará ver el ala en las ramas para que se produzca la metamorfosis. Resulta así posible decir que Fellini no contradice ni el realismo ni el neorrealismo, sino más bien que le da su total cumplimiento en una reorganización poética del mundo.
Revolución del relato
Fellini ha logrado también hacer esta renovación al nivel del relato. Desde este punto de vista, el neorrealismo supone también, sin duda, una revolución de la forma orientada hacia el fondo. La primacía del hecho sobre la intriga ha conducido por ejemplo a De Sica y a Zavattini a sustituir esta última por una microacción, lograda gracias a una atención infinitamente dividida ante la complejidad del suceso más banal. La consecuencia inmediata era rechazar toda jerarquía de procedencia psicológica, dramática o ideológica entre los sucesos representados. No es que el director tenga que renunciar a escoger lo que ha decidido mostrarnos, sino que esta elección no obedece ya a una organización dramática apriorística. La secuencia importante puede ser muy bien, por tanto, en esta nueva perspectiva, una larga secuencia «que no sirve para nada» de acuerdo con los criterios del guión tradicional[82].
Pero incluso en Umberto D, que representa quizá el experimento extremo de esta nueva dramaturgia, la evolución del film sigue un hilo invisible. Me parece que Fellini ha completado la revolución neorrealista en el sentido de construir sus guiones sin ningún encadenamiento dramático, fundándose exclusivamente en la descripción fenomenológica de los personajes. En Fellini, las escenas que dan la continuidad lógica, las peripecias «importantes», las grandes articulaciones dramáticas del guión, sirven únicamente de referencias, mientras que las largas secuencias de la «acción» pasan a ser importantes y reveladoras. Así sucede en I Vitelloni con los vagabundeos nocturnos y los paseos estúpidos por la playa; en La Strada con la visita al convento; en Almas sin conciencia con la velada en el cabaret y la fiesta en el piso del antiguo compinche. Y es que los personajes fellinianos mejor que por su «obrar» se revelan al espectador por su «agitación».
Si a pesar de eso los films de Fellini presentan tensiones y paroxismos que nada tienen que envidiar al drama y a la tragedia, es porque los acontecimientos producen, a falta de la causalidad dramática tradicional, fenómenos de analogía y de eco. El héroe felliniano no llega a la crisis final, que le destruye y le salva, por el encadenamiento progresivo del drama, sino porque las circunstancias que de cierta manera le golpean se acumulan sobre él como la energía de las vibraciones en un cuerpo en resonancia. No evoluciona, sino que se convierte dando la vuelta sobre sí mismo, a la manera de esos icebergs cuyo centro de flotación se ha desplazado de manera invisible.
Los ojos en los ojos
Quisiera, por último, para concentrar en una sola consideración la inquietante perfección de Las noches de Cabiria, analizar la última imagen del film, que me parece al mismo tiempo la más audaz y la más fuerte de toda la obra felliniana. Cabiria, despojada de todo, de su dinero, de su amor y de su fe, se encuentra, vaciada de sí misma, en un camino sin esperanza. Aparece un grupo de chicos y chicas que cantan y bailan mientras caminan y Cabiria, desde el fondo de su aniquilamiento, vuelve dulcemente hacia la vida: empieza a sonreír y en seguida se pone a bailar. Se adivina lo que este final podría tener de artificial y de simbólico si, pulverizando las objeciones de la verosimilitud, Fellini no supiera, gracias a una idea de puesta en escena absolutamente genial, hacer pasar su film a un plano superior, identificándonos de golpe con su heroína. Se ha evocado a menudo a Chaplin hablando de La Strada, pero nunca me ha convencido esa comparación, demasiado abrumadora, de Gelsomina con Charlot. La primera imagen, no ya sólo digna de Chaplin, sino equivalente a sus mejores hallazgos, es la última de Las noches de Cabiria, cuando Giulietta Massina se vuelve hacia la cámara y su mirada se cruza con la nuestra. Yo creo que sólo Chaplin, en toda la historia del cine, ha sabido hacer un uso sistemático de este gesto condenado por todas las gramáticas cinematográficas. Y estaría sin duda desplazado si Cabiria, fijando sus ojos en los nuestros, se convirtiera en mensajera de una verdad. Pero el hallazgo final, y lo que me hace hablar de genialidad, es que la mirada de Cabiria pasa varias veces ante el objetivo sin llegar jamás a detenerse por completo. Cuando las luces de la sala vuelven a encenderse, todavía no se ha desvanecido esta ambigüedad maravillosa. Cabiria es, sin duda, la heroína de las aventuras que ha vivido delante de nosotros, dentro del marco de la pantalla, pero es también, ahora, quien nos invita con la mirada a seguirla por ese camino que ella vuelve a empezar. Invitación púdica, discreta, suficientemente incierta como para que podamos fingir que iba dirigida a otra parte; pero lo suficientemente clara y directa también como para arrancarnos de nuestra posición de espectadores.