XXII. «LADRÓN DE BICICLETAS» [73]
Lo que actualmente me parece más asombroso en la producción italiana son los claros indicios de que podrá salir del atolladero estético al que podía pensarse que le conducía el neorrealismo. Pasado ya el esplendor de los años 1946 y 1947, se había podido temer que esta útil e inteligente reacción contra la estética italiana de la puesta en escena sobrecargada y, más aún, contra el estetismo técnico que padecía el cine del mundo entero, no pudiera ir más allá del interés de una especie de superdocumentales, o de reportajes novelados. Todo el mundo ha querido hacer constar que el éxito de Roma , città aperta , de Paisa o de El limpiabotas era inseparable de una cierta coyuntura histórica, que participaba del sentido mismo de la Liberación y que su técnica estaba en cierta manera engrandecida por el valor revolucionario del tema. Al igual que ciertos libros de Malraux o de Hemingway encuentran en una especie de cristalización del estilo periodístico la forma de relato más apropiada para la tragedia actual, de la misma manera los films de Rossellini o de De Sica deberían a un simple acuerdo accidental de la forma con la materia el hecho de ser obras mayores, «obras maestras». Pero, una vez que la novedad y sobre todo lo hiriente de esta crudeza técnica, hayan agotado su efecto de sorpresa, ¿qué quedará del neorrealismo italiano, cuando la fuerza de las cosas le haga volver a los temas tradicionales: policíacos, psicológicos o incluso costumbristas? Puede que se siga utilizando la cámara en las calles; pero y esa admirable interpretación no profesional, ¿no se condena a sí misma a medida que sus revelaciones vienen a engrosar las listas de las estrellas internacionales? Y si generalizamos este pesimismo estético, el «realismo» no puede tener en arte más que una posición dialéctica; sería más una reacción que una verdad. Queda el integrarlo después a la estética que habría venido a verificar. Los italianos, por su parte, no son los últimos en renegar de su «neorrealismo». Creo que no hay un solo director italiano, comprendidos los más «neorrealistas», que no plantee, y con firmeza, la necesidad de una renovación.
También el crítico francés se siente lleno de escrúpulos —sobre todo porque el famoso neorrealismo ha dado en seguida evidentes signos de agotamiento—. Algunas comedias, por lo demás bastante simpáticas, han servido para continuar utilizando con visible facilidad la fórmula de Cuatro pasos por las nubes y de Vivir en paz. Pero lo peor ha sido quizá la aparición de una especie de superproducción «neorrealista» donde la búsqueda del escenario verdadero, de la acción costumbrista, la pintura de un medio ambiente popular, y de segundos planos «sociales», llegaba a ser un lugar común puramente academicista y por tal título todavía más detestable que los elefantes de Escipión el Africano. Porque si hay algo absolutamente claro es que un film neorrealista puede tener todos los defectos, salvo el de ser académico. Así, hemos visto este año en Venecia II patto col diavolo , de Luigi Chiarini, sombrío melodrama de amor campesino, que intentaba a todas luces encontrar en la historia de un conflicto entre ganaderos y leñadores un asunto de acuerdo con los gustos actuales. Aunque conseguido desde algunos otros puntos de vista, Nel nome de la legge , que los italianos han intentado hacer sobresalir en Knokkele-Zoute, no escapa del todo a los mismos reproches. Se puede hacer notar de pasada, con estos dos ejemplos, que el neorrealismo se orienta actualmente hacia problemas rurales, quizá por prudencia con relación al éxito del neorrealismo urbano. A las «ciudades abiertas» les suceden las campiñas cerradas.
Sea como sea, las esperanzas que habíamos puesto en la nueva escuela italiana llevaban hacia la inquietud, si no al escepticismo. Añádase a esto el que la estética misma del neorrealismo le prohíbe por esencia repetirse o plagiarse a sí mismo, como es estrictamente posible y, a veces, incluso normal en algunos géneros tradicionales (policíaco, western, films de ambiente, etc.). Empezábamos ya a volvernos hacia Inglaterra, cuyo renacimiento cinematográfico es también en parte fruto del realismo: el de la escuela de documentalistas que, antes de la guerra y durante ella, han profundizado en los recursos ofrecidos por las realidades sociales y técnicas. Es probable que un film como Brief encounter hubiera sido imposible sin el trabajo de diez años de Grierson, Cavalcanti o Rotha. Pero los ingleses, en lugar de romper con la técnica y la historia del cine europeo y americano, han sabido integrar al esteticismo más refinado las adquisiciones de un cierto realismo. Nada más construido, nada más pensado que Brief encounter; nada menos concebible sin los modernos recursos del estudio, sin actores hábiles y flexibles; ¿puede, sin embargo, imaginarse una pintura más realista de las costumbres y de la psicología inglesa? Es cierto que David Lean no ha ganado nada haciendo este año una especie de nuevo Brief encounter: The passionate friends (presentada en el Festival de Cannes). Pero es la repetición del tema lo que merece recriminaciones, y no la técnica, que podría ser utilizada indefinidamente [74].
¿Me he convertido acaso en el abogado del diablo? Porque, puedo confesarlo ahora, mis dudas sobre el cine italiano jamás han ido tan lejos, aunque es cierto que todos los argumentos que he invocado han sido utilizados por buenos entendidos —sobre todo en Italia— y que, desgraciadamente, no carecen de verosimilitud. También es cierto que me han intranquilizado con frecuencia y que suscribiría muchos de entre ellos.
Pero existe Ladrón de bicicletas y existen otros dos films que espero veremos pronto en Francia. Porque con Ladrón de bicicletas, De Sica ha conseguido salir del atolladero y justificar de nuevo toda la estética del neorrealismo.
Ladrón de bicicletas es sin duda una película neorrealista, puesto que está de acuerdo con todos los principios que pueden sacarse de los mejores films italianos desde 1946. Intriga «popular» e incluso populista: un accidente de la vida cotidiana de un trabajador. Y ni siquiera uno de esos acontecimientos extraordinarios como los que acontecen a los obreros predestinados al estilo Gabin. Nada de crimen pasional, de grandiosas coincidencias policíacas, que no hacen más que transportar en el exotismo proletario los grandes debates trágicos reservados antiguamente a los familiares del Olimpo. Un incidente insignificante en verdad, banal incluso: un obrero pasa todo un día buscando en vano, por Roma, la bicicleta que le ha sido robada. La bicicleta se había convertido en su instrumento de trabajo, y si no la encuentra, volverá a ser un obrero parado. Al llegar la noche, después de horas de pesquisas inútiles, intenta a su vez robar una bicicleta; atrapado y puesto de nuevo en libertad, se encuentra tan pobre como antes pero con la vergüenza además de haberse colocado en el nivel de quien le había robado.
Puede verse que falta hasta la materia para la sección de sucesos; toda la historia no merecería más allá de dos líneas de la rúbrica de perros aplastados. Hay que tener cuidado, sin embargo, de no confundirla con la tragedia realista a lo Prévert o a lo James Cain, donde el «suceso» inicial es, en realidad, una verdadera máquina infernal depositada por los dioses entre los guijarros de la carretera. El acontecimiento no posee en sí mismo ninguna valencia dramática. Sólo adquiere su sentido en función de la coyuntura social (y no psicológica o estética) de la víctima. No sería más que una desgracia banal sin el espectro del paro, que la sitúa en la sociedad italiana de 1948. Igualmente, la elección de la bicicleta como objeto llave del drama es característico de las costumbres urbanas italianas y, a la vez, de una época en la que los medios de transporte mecánicos son todavía escasos y costosos. No insistamos más: otros cien detalles significativos multiplican las anastomosis entre guión y actualidad y lo sitúan como un acontecimiento de la historia política y social, en tal lugar y en tal año.
La técnica de la puesta en escena satisface, también las exigencias más rigurosas del neorrealismo italiano. Ni una escena en el estudio. Todo ha sido realizado en la calle. En cuanto a los intérpretes, ni uno solo tenía la menor experiencia del teatro o del cine. El obrero sale de la casa Breda; el niño ha sido descubierto en la calle entre los golfillos, y la mujer es una periodista.
He aquí, por tanto, los datos del problema. No parece que sean capaces de renovar absolutamente en nada el neorrealismo de Cuatro pasos por las nubes, Vivir en paz o El limpiabotas. A priori, había incluso más bien razones para desconfiar. El lado sórdido del relato se orientaba en el sentido más rechazable de la historia italiana: un cierto miserabilismo y la búsqueda sistemática del detalle sucio.
Si Ladrón de bicicletas es una obra maestra, comparable por su rigor a Paisa, se debe a un cierto número de razones bien precisas que no aparecen en el simple resumen del guión ni tampoco en una exposición superficial de la técnica de la puesta en escena.
El guión, por de pronto, es de una habilidad diabólica, ya que maneja, a partir de la coartada de la actualidad social, numerosos sistemas de coordenadas dramáticas que lo despliegan en todos los sentidos. Ladrón de bicicletas es el único film comunista válido de estos últimos años, y lo es porque tiene un sentido, incluso si se hace abstracción de su significación social. Su mensaje social no es algo añadido, sino inmanente en el acontecimiento, pero al mismo tiempo resulta tan claro que nadie puede ignorarlo, ni recusarlo, ya que no se explícita jamás como mensaje. La tesis implicada es de una maravillosa y atroz simplicidad: en el mundo en el que vive este obrero, los pobres, para subsistir, tienen que robarse entre ellos. Pero esta tesis no es presentada jamás como tal, ya que el encadenamiento de los hechos es siempre de una verosimilitud a la vez rigurosa y anecdótica. A decir verdad, el obrero podía haber encontrado su bicicleta a mitad del film; pero entonces no habría film. (Perdonad la molestia, diría el director; nosotros estábamos convencidos de que no encontraba la bicicleta, pero ya que la ha encontrado, todo se arregla; mucho mejor para él; la sesión ha terminado, pueden volver a encenderse las luces de la sala.) En otros términos: un film de propaganda trataría de demostrarnos que el obrero no puede recuperar su bicicleta y que está necesariamente preso en el círculo infernal de su pobreza. De Sica se limita a mostrarnos que el obrero puede no encontrar su bicicleta y que, sin duda, tan sólo por ese motivo va a ser de nuevo un parado. Pero, ¿quién no ve que es el carácter accidental del guión lo que crea la necesidad de la tesis, mientras que la más leve duda sobre la necesidad de los acontecimientos en el guión propagandístico convierte la tesis en hipotética?
Pero si a nosotros no nos queda más remedio que deducir de la desgracia del obrero la condena de un cierto modo de relación entre el hombre y su trabajo, el film no reduce jamás los acontecimientos y los seres a un maniqueísmo económico o político. Se abstiene de falsear la realidad, no sólo por dar a la sucesión de los hechos una cronología accidental y como anecdótica, sino por tratar a cada uno de ellos en su integridad fenomenológica. Que el chaval, justo en la mitad de una pesquisa, tiene bruscamente ganas de orinar: orina. Que un chaparrón obliga al padre y al hijo a refugiarse bajo una puerta cochera; entonces, como ellos, debemos renunciar a la investigación para esperar el fin del aguacero. Los acontecimientos no son esencialmente signos de alguna cosa, de una verdad de la que hemos de convencernos necesariamente; conservan todo su peso, toda su singularidad, toda su ambigüedad de hechos. De manera que si no tenéis ojos para ver, es fácil atribuir sus consecuencias a la mala suerte o al azar. Lo mismo pasa con los seres. El obrero está tan inerme y solo en el sindicato como en la calle, o en esa inenarrable escena de «cuáqueros» católicos donde se perderá en seguida, porque el sindicato no está hecho para recuperar bicicletas, sino para modificar un mundo donde la pérdida de una bicicleta condena un hombre a la miseria. También es cierto que el obrero no ha venido a quejarse «sindicalmente», sino a encontrar unos amigos que podrán ayudarle a encontrar el objeto robado. Resulta así que una reunión de proletarios sindicados se comporta de la misma manera que un grupo de burgueses paternalistas a la vista de un obrero desgraciado. En esta desgracia privada, nuestro hombre está tan solo (dejando a un lado los amigos, que son un asunto privado) ante el sindicato como ante la Iglesia. Pero esta similitud es una suprema habilidad que hace resaltar el contraste. La indiferencia del sindicato es normal y justificada, ya que los sindicatos trabajan para la justicia y no para la caridad. Pero el paternalismo molesto de los «cuáqueros» católicos es intolerable, ya que su «caridad» permanece ciega ante esta tragedia individual, sin hacer además nada por cambiar este mundo que la motiva. La escena más expresiva a este respecto es la de el chaparrón bajo el porche, cuando un corro de seminaristas austríacos rodea al obrero y a su hijo. No tenemos ninguna razón válida para reprocharles el que sean tan parlanchines y, por añadidura, el que se expresen en alemán. Pero sería difícil crear una situación objetivamente más anticlerical.
Como puede verse —y podría encontrar veinte ejemplos más— los acontecimientos y los seres no son jamás forzados en el sentido de una tesis social. Pero la tesis aparece con toda claridad y tanto más irrefutable en cuanto que sólo nos es dada como por añadidura. Es nuestro espíritu quien la decanta y la construye, no el film. De Sica se lleva toda la banca en una mesa de juego donde… no había apostado.
Esta técnica no es absolutamente nueva en los films italianos, y hemos insistido ampliamente sobre su valor, aquí mismo, a propósito de Paisa , y más recientemente, de Germania, año cero[75]; pero estos dos últimos films se emparentaban con los temas de la resistencia o de la guerra. Ladrón de bicicletas es el primer ejemplo decisivo de la posibilidad del trasplante de este «objetivismo» a otros temas. De Sica y Zavattini han hecho pasar el neorrealismo de la resistencia a la revolución.
Así, la tesis del film se eclipsa detrás de una realidad social perfectamente objetiva, pero ésta, a su vez, pasa al segundo plano del drama moral y psicológico que bastaría por sí solo para justificar el film. El hallazgo del niño es un golpe de genio, y da lo mismo que sea del guionista o de la puesta en escena, puesto que esa distinción pierde aquí su sentido. Es el niño quien da a la aventura del obrero su dimensión ética, y crea una perspectiva moral individual en este drama que podría no ser más que social. Si se le suprime, la historia permanece sensiblemente idéntica; la prueba es que se resumiría de la misma manera. El niño se limita de hecho a seguir a su padre, trotando a su lado. Pero es el testigo íntimo, el coro particular atribuido a su tragedia. Supone una suprema habilidad el haber prácticamente esquivado a la mujer para encarnar el carácter privado del drama en el niño. La complicidad que se establece entre el padre y el hijo es de una sutileza que penetra hasta las raíces de la vida moral. Es la admiración que en tanto que niño le demuestra y la conciencia que su padre tiene de esto lo que confieren al fin de la película su grandeza trágica. La vergüenza social del obrero descubierto y abofeteado en plena calle no supone nada ante el hecho de haber tenido a su hijo por testigo. Cuando le viene la tentación de robar la bicicleta, la presencia silenciosa del chaval que adivina el pensamiento de su padre es de una crueldad casi obscena. Su tentativa de librarse de él enviándole a tomar el tranvía es el equivalente de lo que pasa en los apartamentos demasiado pequeños cuando se le dice al niño que se esté una hora en el rellano de la escalera. Hay que remontarse a los mejores films de Charlot para encontrar situaciones de una profundidad más conmovedora en su condición. Con frecuencia se ha interpretado mal el gesto final del niño, que vuelve a dar la mano a su padre. Sería indigno del film ver en ello una concesión a la sensibilidad del público. Si De Sica ofrece esta satisfacción a los espectadores es porque está en la lógica del drama. Esta aventura marcará una etapa decisiva en las relaciones entre el padre y el hijo, algo así como una pubertad. El hombre, hasta entonces, era un dios para su hijo; sus relaciones se producían bajo el signo de la admiración. El gesto del padre las ha comprometido. Las lágrimas que derraman andando juntos, con los brazos caídos, son de desesperación ante el paraíso perdido. Pero el niño vuelve al padre a través de su fracaso; ahora le querrá como a un hombre, con su vergüenza. La mano que desliza en la suya no es ni el signo de un perdón ni de un consuelo pueril, sino el gesto más grave que puede marcar las relaciones entre un padre y un hijo: el que las pone en un plano de igualdad.
Sería, sin duda, demasiado largo enumerar las múltiples funciones secundarias del niño en el film, tanto en lo que se refiere a la construcción de la historia como a la misma puesta en escena. Habría, sin embargo, que hacer notar al menos el cambio de tono (casi en el sentido musical del término) que su presencia introduce en el centro del film. El callejeo del chaval y el obrero nos devuelve del plano social y económico al de la vida privada; y la falsa alarma del niño ahogado, haciendo de golpe comprender al padre la insignificancia relativa de su desventura, crea, en el corazón de la historia, una especie de oasis dramático (la escena del restaurante), oasis naturalmente ilusorio, porque la realidad de esa felicidad íntima depende, en definitiva, de esa famosa bicicleta. Así, el niño constituye una especie de reserva dramática que, según el caso, sirve de contrapunto, de acompañamiento, o pasa, por el contrario, al primer plano melódico. Esta función interior a la historia es además perfectamente sensible en la orquestación de la marcha del hombre y del niño. De Sica, antes de decidirse por este chaval, no le ha hecho pruebas de interpretación; sólo de su manera de andar. Quería, al lado del paso largo del hombre, el trotecillo del niño; la armonía de ese desacuerdo era por sí sola de una importancia capital para la comprensión de toda la puesta en escena. No sería excesivo decir que Ladrón de bicicletas es la historia del paseo que un padre y un hijo hacen por las calles de Roma. Por eso no es nunca insignificante que el niño esté delante, detrás, al lado o, por el contrario, como en el enfurruñamiento después del sopapo, a una distancia vengativa. Sirve, por el contrario, para darnos la fenomenología del guión.
Resulta difícil imaginar que para este éxito de la pareja del obrero y su hijo De Sica hubiera podido recurrir a actores conocidos.
La ausencia de actores profesionales no es una novedad, pero también aquí Ladrón de bicicletas va más allá que los films anteriores. La virginidad cinematográfica de los intérpretes no significa ya una proeza, ni es atribuible a la suerte o a una especie de feliz ensamblaje entre el asunto, la época y el pueblo. Es probable incluso que se haya atribuido una importancia excesiva al factor étnico. Es cierto que los italianos forman, junto con los rusos, el pueblo más naturalmente teatral. El golfillo más insignificante vale lo que Jackie Coogan, y la vida cotidiana es una perpetua commedia dell'arte; pero me parece difícilmente verosímil que ese don de comediante sea compartido al igual por milaneses, napolitanos, campesinos del Po o pescadores sicilianos. Además de las diferencias de razas, bastarían los contrastes históricos, lingüísticos, económicos y sociales para comprometer esta tesis, si se quisiera atribuir a las solas cualidades étnicas la naturalidad de los intérpretes italianos. Es inconcebible que films tan diferentes por su argumento, por su tono, por su estilo, y hasta por su técnica, como Paisa, Ladrón de bicicletas, La térra trema e incluso Cielo sobre el pantano, tengan en común esta cualidad suprema de la interpretación. Todavía podría admitirse que los italianos de ciudad sean particularmente diestros para este jugueteo espontáneo; pero los campesinos de Cielo sobre el pantano son verdaderos hombres de las cavernas al lado de los habitantes de Farrebique. La sola evocación del film de Rouquier a propósito del de Genina basta para relegar —al menos bajo este aspecto— las experiencias del francés al rango di* intento conmovedor. La mitad de los diálogos de Farrebique están en off porque los campesinos comenzaban a reír en cuanto el plano se prolongaba un poco. Genina en Cielo sobre el pantano, Visconti en La térra trema, manejan decenas de campesinos o de pescadores, les confían papeles de una complejidad psicológica extrema, les hacen decir textos muy largos en el curso de escenas en las que la cámara escruta los rostros tan despiadadamente como en unos estudios americanos. Ahora bien, no se puede decir que esos actores improvisados sean buenos o incluso perfectos: lo que hacen es borrar hasta la idea misma del actor, de interpretación, de personaje. ¿Cinema sin actores? ¡Sin duda! Pero el sentido primario de la fórmula queda superado: habría que hablar de un cine sin interpretación, de un cine donde no se puede ni siquiera hablar ya de que un figurante trabaje más o menos bien; hasta tal punto el hombre se ha identificado con el personaje.
No nos hemos alejado, a pesar de las apariencias, de Ladrón de bicicletas. De Sica ha buscado mucho tiempo sus intérpretes y los ha escogido en función de unos caracteres precisos. La nobleza natural, esa pureza popular del rostro y de la manera de caminar… Durante meses ha dudado entre uno u otro, ha hecho centenares de ensayos antes de decidirse finalmente, en un segundo, por intuición, ante una silueta encontrada al doblar una esquina. Pero no se trata de un milagro. No es la excelencia particular de ese obrero y de ese niño lo que explica la calidad de su interpretación, sino todo el sistema estético en el que han venido a insertarse. De Sica, buscando un productor, había terminado por encontrarlo, a condición de que el personaje del obrero fuera interpretado por Cary Grant. Basta plantear el problema en estos términos para resaltar lo absurdo de la posición. Cary Grant, en efecto, podría haber hecho este tipo de papel, pero se comprende en seguida que aquí se trata precisamente no de «hacer un papel», sino de borrar hasta la misma idea de interpretación. Hacía falta que ese obrero fuera a la vez tan perfecto, anónimo y objetivo como su bicicleta.
Una tal concepción del actor no es menos «artística» que la otra. La interpretación de este obrero implica tantas dotes físicas, de inteligencia, de comprensión de las directivas del realizador, como pueda tener un actor experto. Hasta el momento, los films total o parcialmente sin actores (por ejemplo, Tabú, Tempestad sobre México, La madre) presentaban más bien el carácter de éxitos excepcionales o limitados a algún género preciso. Nada impediría, por el contrario, a De Sica (a no ser una sabia prudencia) el hacer 50 films como Ladrón de bicicletas. Sabemos ya que la ausencia de actores profesionales no obliga a ninguna limitación en la elección de los temas. El cine anónimo ha conquistado definitivamente su existencia estética. Lo que no quiere decir de ninguna manera que en el futuro el cine deba ser sin actores —De Dica sería el primero en negarlo, él, que es, además, uno de los más grandes actores del mundo—; simplemente, que ciertos sujetos tratados con un cierto estilo no pueden ya hacerse con actores profesionales, y que el cine italiano ha impuesto definitivamente estas condiciones de trabajo tan simplemente como los decorados verdaderos. Es este paso, balizado de manera admirable' aun que quizá precaria, a una técnica precisa e infalible, lo que marca una fase decisiva de crecimiento en el neorrealismo-italiano.
A la desaparición de la noción de actor en la transparencia de una perfección tan natural aparentemente como la vida misma responde la desaparición de la puesta en escena. Entendámonos. El film de De Sica ha necesitado mucho tiempo de preparación y todo ha sido tan minuciosamente previsto como en una superproducción en el estudio (lo que permite, por lo demás, las improvisaciones del último momento), pero yo no recuerdo ningún plano en el que el efecto dramático nazca de la «planificación» propiamente tal. Los encuadres son tan neutros como los de un film de Charlot. Sin embargo, si se analiza el film, se descubre que el número y las variaciones de los planos no distinguen sensiblemente Ladrón de bicicletas de un film ordinario. Pero su elección no busca nunca más que realzar con toda limpidez el acontecimiento, con el mínimo índice de refringencia por el estilo. Esta objetividad es bastante diferente de la de Rossellini en Paisa, pero se inscribe en la misma estética. Se la podría emparentar con lo que Gide, o sobre todo Martin de Gard, dicen de la prosa novelesca: que debe tender a la transparencia más neutra posible. De la misma manera que la desaparición del actor es el resultado de una superación del estilo de interpretación, la desaparición de la puesta en escena es igualmente el fruto de un progreso dialéctico en el estilo del relato. Si el acontecimiento se basta a sí mismo sin que el director tenga necesidad de esclarecerlo gracias a los ángulos o las posturas de la cámara, es que ha obtenido esa luminosidad perfecta que permite al arte mostrarnos una naturaleza que finalmente se le parece. Por eso la impresión que nos deja Ladrón de bicicletas es de constante «verdad».
Si la naturalidad suprema, si ese sentimiento de estar ante acontecimientos observados por casualidad en momentos perdidos, es el resultado de todo un sistema estético presente (aunque invisible), todo ello se debe en definitiva a la previa concepción del guión. ¿Hay que hablar por tanto de desaparición del actor y de la puesta en escena? Sin duda, pero porque en el origen de Ladrón de bicicletas estaba ya la desaparición de la historia.
La frase es equívoca. Está claro que hay una historia, pero su naturaleza es diferente de las que vemos ordinariamente sobre las pantallas; por eso, De Sica no ha encontrado ningún productor. Cuando Roger Leenhardt, con una fórmula crítica profètica, preguntaba «si el cine era un espectáculo» quería oponer el cine dramático a una estructura novelesca del relato cinematográfico. El primero alquila al teatro sus resortes escondidos; su intriga, por muy específicamente concebida que haya sido para la pantalla, sigue siendo la justificación de una acción que es idéntica en su esencia a la acción teatral clásica. En ese caso el film es un espectáculo, como la representación sobre la escena; pero por otro lado, a causa de su realismo y de la igualdad que otorga al hombre y a la naturaleza, el cine se emparenta estéticamente con la novela.
Sin extenderme sobre una teoría de la novela, que por lo demás sería siempre discutible, se puede decir grosso modo que el relato novelesco, y todo lo que con él está emparentado, se opone al teatro por la primacía del acontecimiento sobre la acción, de la sucesión sobre la causalidad, de la inteligencia sobre la voluntad. Si se quiere, la conjunción teatral es el «por consiguiente», y la partícula novelesca «entonces». Esta definición escandalosamente aproximativa tiene quizá de bueno que caracteriza bastante bien los dos movimientos del pensamiento del lector y del espectador. Proust puede aniquilarnos en una magdalena, pero el autor dramático falta a su misión si cada una de sus réplicas no impulsa nuestro interés hacia la siguiente. Por eso la novela puede cerrarse y volver a abrirse, mientras que la obra teatral no puede cortarse. La unidad temporal del espectáculo forma parte de su esencia. Por cuanto realiza las condiciones físicas del espectáculo, el cine no parece poder escapar a sus leyes psicológicas, pero dispone también de todos los recursos de la novela. Por eso, sin duda, el cine es congénitamente un híbrido: encierra una contradicción. Pero también es evidente que la vía progresiva del cine va en el sentido de la profundización de sus virtualidades novelescas. No estamos en absoluto contra el teatro filmado, pero hay que estar de acuerdo en que si la pantalla puede, en determinadas ocasiones, desarrollar y como desplegar el teatro, es necesariamente a expensas de ciertos valores específicamente escénicos y, ante todo, a expensas de la presencia física del actor. La novela, por el contrario, no tiene nada (idealmente al menos) que perder con el cine. Puede concebirse el film como una super-novela cuya forma escrita no sería más que una versión debilitada y provisional.
Todo esto que ha sido expuesto demasiado brevemente, ¿qué puede significar en las condiciones actuales del espectáculo cinematográfico? Resulta prácticamente imposible ignorar en la pantalla las exigencias espectaculares y teatrales. Queda saber cómo resolver la contradicción.
Constatemos para empezar que el cine italiano es el único en el mundo que ha tenido la valentía de abandonar deliberadamente los imperativos espectaculares. La térra trema y Cielo sobre el pantano son films sin «acción», cuyo desarrollo (de tonalidad un tanto épica) no hace ninguna concesión a la tensión dramática. Los acontecimientos surgen en su momento, unos después de otros, pero cada uno de ellos tiene el mismo peso. Si algunos están más cargados de sentido, lo sabemos sólo a posteriori. Siempre tenemos la libertad de sustituir mentalmente el «por consiguiente» por el «entonces». La térra trema sobre todo, es, en este sentido, un film «maldito», casi inexplotable en un circuito comercial, si no es después de numerosas mutilaciones que lo harían irreconocible.
Ése es el mérito de De Sica y de Zavattini. Su Ladrón de bicicletas está construido como una tragedia, con cal y arena. No hay una imagen que no esté cargada con una fuerza dramática extrema, pero tampoco ninguna por la que no nos podamos interesar independientemente de su continuación dramática. El film se desarrolla sobre el plano de lo accidental puro: la lluvia, los seminaristas, los «cuáqueros» católicos, el restaurante… Todos estos acontecimientos parecen intercambiables; no parece que ninguna voluntad los haya organizado según un espectro dramático. La escena en el barrio de los ladrones es significativa. Ni siquiera estamos muy seguros de que el tipo perseguido por el obrero sea realmente el ladrón de la bicicleta y no sabremos jamás si su crisis de epilepsia era simulada o auténtica. En tanto que «acción», este episodio sería un contrasentido, ya que no lleva a ninguna parte, si su interés novelesco, si su valor de hecho no le restituyera por añadidura un sentido dramático.
Es, en efecto, más allá y paralelamente, como la acción se construye, menos como una tensión que como «suma» de acontecimientos. Espectáculo si se quiere y ¡qué espectáculo», Ladrón de bicicletas no depende, sin embargo, en nada de las matemáticas elementales del drama; la acción no preexiste como una esencia, sino que brota de la existencia previa del relato, es la «integral» de la realidad. El logro supremo de De Sica, al que otros no habían hecho hasta el presente más que aproximarse más o menos, consiste en haber sabido encontrar la dialéctica cinematográfica capaz de superar la contradicción de la acción espectacular y del suceso banal. Por ello, Ladrón de bicicletas es uno de los primeros ejemplos de cine puro. La desaparición de los actores, de la historia y de la puesta en escena desemboca finalmente en la perfecta ilusión estética de la realidad; en una más completa aparición del cine.