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Dicen que la fortuna favorece a los valientes. Francisca Montenegro había sido osada al cambiar la conservera por una empresa textil. Y ahora estaba viendo cómo esa decisión le reportaba pingües beneficios económicos. Basados, era cierto, en la desgracia ajena.
El mundo estaba en guerra. En el mes de junio de aquel 1914, el heredero del Imperio austro-húngaro había sido asesinado en un atentado en Sarajevo. Este hecho desencadenó una guerra en Europa que acabó extendiéndose a todo el mundo. Así que la Montenegro decidió poner su fábrica al servicio de ambos bandos contendientes como proveedora de uniformes militares.
Todas las ovejas eran pocas para la lana que necesitaba, y sus rebaños cada vez iban ganando más terreno a los antiguos campos de cultivo. Y aquella empresa textil empezó a verter sus ponzoñas en el río que bañaba Puente Viejo.
Los niños ya no podían combatir los rigores del verano infernal en sus aguas y el lugar habitual de las mujeres para lavar quedó desierto, pues tuvieron que buscar otro, más arriba de la fábrica, donde las aguas no estuvieran sucias. Lo que expulsaba aquel edifico infernal había traído riqueza a la Montenegro, pero la desgracia al resto de los habitantes de Puente Viejo.
Los vecinos elevaron sus quejas al alcalde y Pedro Mirañar, por primera vez en su vida, alzó la voz contra Francisca Montenegro. La población había apelado a su cargo para que impidiera que la Montenegro envenenara la sangre del pueblo: sus aguas. Pedro Mirañar intentó hablar con ella y convencerla, pero al encontrar, como era previsible por otra parte, un muro de desprecio, recurrió a su hijo Hipólito, que andaba en Madrid metido en política.
Madrid envió un inspector que detectó que, efectivamente, las aguas estaban emponzoñadas e informó cumplidamente de ello a sus superiores. Pero el informe del hecho que Pedro Mirañar recibió, aunque le daba la razón y confirmaba que las aguas estaban envenenadas, decretaba que era aquél un mal menor, en aras del progreso del pueblo y en vista de la contribución que doña Francisca Montenegro hacía al conflicto que asolaba Europa.
Francisca, como no podía ser menos, contraatacó, pues no estaba del todo segura de que Pedro Mirañar no fuera a seguir incordiando con esa fruslería de los vertidos al río. Al fin y al cabo, Mirañar era alcalde porque a ella le convenía y, tal y como lo había puesto, lo podía remover del cargo. Así que convocó elecciones y las ganó. Con todo el pueblo en contra, el candidato de Francisca Montenegro, Mauricio Godoy, salió elegido como nuevo alcalde de Puente Viejo.
Si falseó votos, si coaccionó a sus braceros y ciertos habitantes del pueblo para condicionar su decisión o si fue todo a la vez, no importa. El caso es que Mauricio era ahora el alcalde y el azote de los habitantes de Puente Viejo. Los Mirañar, hundidos, se dedicaron a su colmado y contemplaban dolidos cómo Mauricio hacía y deshacía a su antojo, cómo sacaba lustre a sus botas y se paseaba por la villa como un verdadero rey. Rey que no movía un dedo sin la aprobación de su ama, Francisca. La empresa textil siguió contaminando el río… y la Montenegro enriqueciéndose a costa de una guerra cruel.
Los años pasaron en Puente Viejo. Aquella guerra, que en un principio se esperaba corta, duraba ya casi cuatro años. Y María crecía. Se estaba convirtiendo en una preciosa joven. Culta, educada, siempre impecablemente vestida, feliz en su mundo de algodones de La Casona. Su única relación con la realidad la tenía los domingos en que iba a visitar a sus padres.
Pero aquellas visitas eran cada vez menos agradables para ambas partes. Tanto los padres como la hija percibían la enorme brecha que se había abierto entre ellos. La distancia era especialmente crítica entre María y Alfonso. María hablaba de cosas que Alfonso desconocía: Emilia la escuchaba admirada, aunque tampoco entendía, pero Alfonso dejaba patente que los temas de conversación de «alta alcurnia», como él decía, lo traían sin cuidado.
María hablaba de las pirámides de Egipto, del museo del Louvre, de la Capilla Sixtina. Todo aquello lo había leído en libros, pues apenas si había ido a la capital un par de veces. Su mundo era Puente Viejo, aunque su imaginación volara cada vez que leía sobre lugares lejanos. Alfonso sentía una pena tan grande por haber perdido a su hija que ya ni fuerzas tenía para echarle en cara a Emilia lo errado de su decisión. Aquella señorita empingorotada, bonita y que no paraba de desplegar sus conocimientos poco tenía que ver con su hija.
Todo esto era cierto, pero no lo era menos que María también era una chiquilla sociable y alegre, y absolutamente inocente. Y por mucho saber que atesorara, al fin y al cabo, no dejaba de ser una chiquilla de pueblo con un universo vital muy restringido. Sus amigas eran Mariana y su prima Aurora, con la que mantenía una relación epistolar. La fascinaba la historia de su huraño tío Tristán, al que visitaba de tanto en tanto, y se deleitaba tomando chocolate en la cocina de El Jaral, mientras su abuela Rosario le narraba la historia de amor más romántica y triste de que jamás se hubiera oído hablar en Puente Viejo: la de su tío y Pepa, la partera. Lloraba de emoción cuando oía que la Balmes había encontrado a su hijo Martín para perderle de nuevo a manos de su cruel padre, Carlos Castro. Y se estremecía al escuchar que, por amor a su primer marido, el difunto Juan Castañeda, su bella tía Soledad se había recluido en un convento cuando estaba a punto de celebrarse su boda con el apuesto Olmo Mesía.
Como no iba al colegio, María tenía pocas relaciones con jóvenes de su edad, salvo alguna visita que acudía a La Casona y traía a sus hijas. Ninguna de ellas podía decirse que fuera amiga de María. Tampoco lo era ninguna de las hijas de los braceros con las que se la prohibía relacionarse. María era un pez fuera del agua en el mundo de sus padres, pero tampoco podía ser completamente feliz en su estrecho universo de La Casona.
Dos cosas persistían desde su infancia: las pesadillas y el visceral rechazo al género masculino. Pese a ser la muchacha más bonita de toda la región, a sus quince años ya cumplidos, no se le conocía pretendiente. A Francisca el tema no le preocupaba lo más mínimo, pues para María picaba más alto. No pensaba casarla con ningún pelagatos de la comarca. María se casaría con un joven de buena cuna y, sobre todo, de cuantiosa fortuna.
A punto de cumplir los dieciséis, María soñaba con conocer y experimentar cosas nuevas. Las novelas y las imágenes de las revistas de sociedad en las que aparecían reseñas sobre lujosas puestas de largo de jovencitas distinguidas alimentaban sus sueños. Vaporosos vestidos, bailes sobre suelos brillantes, gente elegante… Esto era lo que desfilaba por su cabeza. María quería una fiesta así en La Casona. Poco a poco fue convenciendo a la Montenegro, que convino en que una puesta de largo con la flor y nata de la alta sociedad sería muy recomendable para la joven María. El pueblo se enteró de los planes que se fraguaban en La Casona y muchos de los habitantes se implicaron en el evento, ya fuera llevando flores de sus jardines, productos de sus huertas o prestando servicio adicional. Se invitó a todas las personas destacadas de España y María buscaba ansiosa inspiración para su vestido. Y la encontró. Para complacer a su ahijada, y para que no perdiera la costumbre de leer en francés e inglés, lenguas que hablaba con bastante corrección, la Montenegro recibía en La Casona revistas extranjeras. Una de ellas era Harper’s Bazaar. Allí encontró María su vestido. Un artículo hablaba de una modista que tenía su atelier en el 31 de la Rue Cambon de París. Coco Chanel, la llamaban. Decían que estaba revolucionando el mundo del vestido femenino y, entre las fotografías que acompañaban el artículo, María encontró un precioso vestido blanco, con cintura baja y flecos hasta los pies del que se enamoró.
Al menos la Montenegro tuvo la deferencia de contar con Emilia para la organización de la fiesta. O bueno, si no contó con ella, al menos sí que la informó de sus intenciones. Y aquella fiesta que parecía encantar a todo el mundo a Emilia solo le traía preocupaciones.
—¿Y si conoce a un apuesto joven y empieza relaciones? —Emilia confesaba sus cuitas a la Montenegro en el jardín de La Casona—. Ya sé que he perdido a mi hija, aunque al menos la tengo cerca. Pero si conoce a un forastero, se irá y eso sí será definitivo.
—¡Qué dramática te estás poniendo, Emilia! —rió Francisca—. Se nota que conoces poco a María. Es una niña. Es mucho más niña de lo que debería.
—Pero cuando encuentre el amor, madurará y lo seguirá adonde él la lleve.
—No padezcas. El que la quiera deberá cortejarla y vivir con ella en La Casona. Así de simple.
—No se puede encerrar a un pájaro por siempre, señora. Por muy dorada que sea la jaula. Y a María le están saliendo alas. En breve volará.
La noche de la fiesta llegó a La Casona. María estaba radiante, con su vestido de Chanel acompañado de unos zapatos blancos con la puntera negra. La Montenegro había invitado a lo más granado de la sociedad, prohombres, nobles y burgueses de renombre. Y además a algunos vecinos. Los Mirañar y don Anselmo paseaban por el jardín, que estaba profusamente adornado con jazmines y ramilletes de azahar. Emilia y Alfonso permanecían sentados en un rincón apartado. Emilia viendo disfrutar a su hija. Alfonso, huraño, tomaba una copa de coñac y temía que aquella fiesta acabase igual que la del décimo cumpleaños de su hija. Es decir, con un detalle de la Montenegro que los pusiera en evidencia.
Ni María ni Emilia habrían entendido lo que pensaba Alfonso al ver a su hija. Para él era una chica flacucha y desgarbada que no aguantaría ni el peso de una hoja. Aquella María no era una Castañeda. Tampoco una Ulloa. Desgraciadamente para Alfonso, María era una Montenegro. En eso la había convertido la Doña. En una de ellos. Montenegro…
Pero María estaba tan bonita, tan radiante, que los muchachos la rondaban como las polillas rondan la luz. La noche fue progresando y, de todos aquellos moscones, uno empezó a ganar terreno y a hacer que la nube que rodeaba a María se fuera dispersando. Era Arturo Valledor.
Hijo de unos acaudalados banqueros catalanes, con los que Francisca tenía tratos desde que había iniciado el negocio textil, Arturo rondaba los veintidós años. Era un tipo simpático y dicharachero y sobre todo un joven con mucho mundo. Hablaba a María de sus viajes, de sus veladas en la ópera y le decía que la iba a llevar a montar en la noria del Tibidabo. Además, le encantaban los caballos. Y si algo era la debilidad de María eran aquellos animales. Charlaron, bailaron una danza tras otra y María reía feliz. Había tenido miedo, mientras se preparaba la fiesta, de que hubiera demasiados individuos del sexo masculino desconocidos. No sabía cómo iba a responder. No sabía si sus miedos rebrotarían. Pero aquella noche era tan mágica que nada la inquietaba. María sentía que sus temores estaban conjurados. Se relajó y dio vueltas en el vals con Arturo. Al girar se fueron desplazando a un rincón frondoso del jardín. Entre risas, cayeron sobre un banco de piedra, debajo de la higuera más frondosa de la casa. Y Arturo interpretó aquello como una señal de que tenía el camino franco para llegar al corazón de María. Y se acercó. Fue un intento inocente, pero el corazón de María empezó a latir con fuerza. Aquella presión, la oscuridad, ese lugar… María entró en pánico. De un empujón se quitó de encima a Arturo y salió corriendo, huyendo de unos miedos que no podía dejar atrás, pues estaban anclados en lo más profundo de su cerebro.
Arturo salió tras ella y Francisca vio aquella persecución.
—¡Mariana, ve por la niña! —ordenó a la doncella, la cual soltó inmediatamente la bandeja y salió en pos de su sobrina.
Tras esa orden la Montenegro se fue como una locomotora hacia Arturo, que, muerto de vergüenza, no sabía dónde meterse. El bofetón que le propinó Francisca Montenegro fue tan sonoro que las miradas de los invitados se volvieron hacia ellos.
—Yo no quería… —balbuceaba Valledor tocándose la mejilla enrojecida.
—¿Qué no querías? ¡Fresco! —dijo Francisca amenazadora—. ¡Se acabó la fiesta, señores! Fuera todo el mundo de mi casa.
Ya en su cuarto, Emilia y Francisca trataban de tranquilizar a María. Pero ella, entre llantos, reveló lo que realmente le dolía. Lo había callado hasta entonces, pero no entendía por qué no soportaba el contacto con un hombre, con la excepción de su padre. No comprendía por qué no podía ser como las heroínas de las novelas románticas, que se enamoraban hasta el desmayo. Ellas suspiraban por el roce de su amado y a ella, en cambio, esa idea la aterraba. Emilia y Francisca se miraron en silencio. Las dos sabían qué le pasaba a María, pero no podían, bajo ningún concepto, explicarle la verdadera razón de sus miedos y de sus pesadillas. Lo que las dos mujeres temían había llegado. Aquel bastardo había destrozado la vida de María como mujer. Si ese pánico seguía atenazando a María, la joven nunca podría casarse y tener hijos.
Y llegó el invierno. Era una estación que María siempre había odiado. Se le hacía largo y duro, tanto era el tiempo que pasaba encerrada en La Casona. Los días en los que podía salir a cabalgar con su yegua Miopía eran escasos. Tampoco podía escaparse al pueblo si no era con la calesa. Bajo la apariencia de señorita, algo quedaba aún en ella de la niña que gustaba de correr aventuras. El tiempo pasaba lentamente en Puente Viejo y María no sabía en qué entretener las horas. Solo las novelas que devoraba mitigaban su tedio, pero le hacían anhelar aún más la libertad y el encuentro con un gran amor que la vida parecía negarle.
¿Sería siempre así su vida? ¿Ir a misa los días de guardar, montar a caballo, tocar el piano en las reuniones vespertinas, leerle a su madrina y visitar a sus padres los domingos? ¿Y el amor? ¿Y la aventura? ¿Y la pasión? María se sentía encerrada en una ratonera, en una jaula de oro de la que, ciertamente, no sabía por dónde salir. Y dudaba mucho de que a Puente Viejo, a aquel lugar olvidado del mundo, fuera a llegar algún Fitzwilliam Darcy para rescatarla de su monotonía. Y sentada tras la ventana, veía cómo el sol se ponía y ponía fin a otro aburrido día de su vida.