10
La Quebrada ya comenzaba a ser un lugar de leyenda. El Rubio había ido contando a los habitantes del pueblo cómo se había salvado de morir ahogado en el río. Cierto era que lo exageraba, pero estaba cada vez más convencido de que en su salvación había habido una mano mágica. Y el pueblo enseguida puso nombre de pila a aquella mano. Uno de cuatro letras: Pepa.
Así que cuando Tristán contó lo que deducía que había sucedido la noche anterior en aquel mismo lugar, maldito para él, aquella leyenda no hizo más que aumentar, y la salvación de Tristán se atribuyó a la misma mano mágica. Claro que un caballo podía reventar las entrañas de un lobo, pero que reventase dos ya se veía menos factible; y, desde luego, hacer huir al tercero rozaba lo milagroso. Así que alguna fuerza extraña debió de actuar, pensaron todos.
Los muy allegados a Tristán también interpretaron aquellas señales. El que más, Raimundo. Pero como era un hombre pragmático, huía de cualquier explicación divina y prefería ver la aplicación humana de aquel hecho. Esperaba que aquella forma inesperada de haber salvado la vida hiciera reaccionar a su hijo Tristán y lo ayudara a sobrellevar el dolor de forma más digna. Raimundo podía no creer en el dios que su buen amigo don Anselmo representaba y al que todos en el pueblo adoraban, pero no era tan soberbio como para creer que estaba en posesión de una explicación racional para todas las cosas que ocurren sobre la faz de la tierra. Sabía que a veces sucedían hechos extraños que excedían a la ciencia y al empirismo, y que para los católicos tenían la simple explicación de la intervención divina, mientras que para él eran misterios que permanecían sin resolver. Pero en lo que sí creía firmemente es en que las cosas suceden para algo. Y, en este sentido, prefería buscar en lo sucedido a Tristán alguna utilidad.
Pero Tristán no parecía querer aprender la lección y seguía sumido en el dolor y en el licor. No lo hizo voluntariamente, pero consiguió alterar las vidas de todos. Rosario renunció definitivamente a abandonar el pueblo e irse a Sevilla con su hijo Ramiro, para ocuparse de El Jaral y de Aurora. Y también de Tristán, aunque, para su frustración, sacara de él escaso partido. Emilia echaba también una mano, preocupada por su hermano, y pasaba por su casa tan a menudo como podía, llevándose con ella a María y desatendiendo la casa de comidas, que Alfonso sacaba adelante sin la ayuda de su mujer.
Muchos días, Tristán oía que Rosario lloraba, pero poco le importaban aquellos sollozos que pensaba que eran por él. No encontraba qué problema había en que él llevara la vida que quería llevar o en que buscara la muerte de la manera que más le conviniera. A veces, pensaba para sí, su familia sobreactuaba.
Por mucho que penara por Tristán, aquellas lágrimas de la buena de Rosario no eran exclusivamente por él. Lloraba por Mariana. Lloraba a su hija encarcelada, de la que no había sabido nada en meses. Tristán debería haber sido consciente de que ésta y no otra era la razón, pero en su nube etílica a menudo perdía la noción del bien y del mal.
En un primer momento, Alfonso le había ocultado a su madre la noticia del encarcelamiento de su hermana. Por lo menos, hasta que supiera más al respecto y viese si se podía hacer algo para librarla del castigo. Supo que aquel tipo de crímenes se pagaba con la prisión en Melilla y, efectivamente, allí fue enviada Mariana. Cuando Alfonso averiguó su paradero, le escribió y esperó pacientemente una respuesta que, pese a todo, no llegaba.
Alfonso recurrió incluso a Hipólito Mirañar, por ver si las relaciones políticas que su puesto le proporcionaba en Madrid podían facilitar algo. Aunque Hipólito hubiera estado encantado de hacer algo por su adorada y bella Mariana, sus agarraderas políticas estaban lejos de ser lo suficientemente fuertes. Alfonso le pidió a Mirañar que mantuviera toda la discreción del mundo respecto a este tema y la obtuvo. Hipólito no era como su madre, Dolores. Pero mantener un secreto de tanta enjundia en un pueblo tan pequeño no es tarea fácil y Rosario acabó por enterarse del asunto de la forma más inusitada.
Aquella mañana sonó la escala del silbato del afilador y Rosario salió en su busca, pues necesitaba vaciar la herramienta de la cocina.
—¡Pepe! —le llamó desde la puerta de El Jaral.
El afilador salió del camino empujando su rueda cuesta abajo hacia Rosario.
—¡Buenas, rapaza! —dijo con su fuerte acento gallego.
—Tente aquí, que voy a buscar los cuchillos y las tijeras de cocina, que no cortan ni el agua.
El afilador aprestó su tarazana, humedeciéndola ligeramente, y se sentó a esperar en el banco de piedra de la puerta de la cocina. Llevaba, por su oficio, muchas leguas caminadas y no pocos años a sus espaldas, así que un momento de descanso era una bendición para sus piernas. Tenía las uñas de las manos ennegrecidas y comidas por la piedra y en su labio inferior una cicatriz corría paralela al mentón, bajo su labio inferior. Pepe contaba que se la había hecho afilando unas enormes tijeras de sastre. Uno de los ojos de la herramienta se enganchó en la piedra y le saltó a la cara. Su labio casi quedó colgando, pero don Pablo, el médico de La Puebla, hizo un trabajo fino, como siempre le gustaba decir a Pepe. Desde entonces, agradecido, le hacía la herramienta gratis.
Pepe era parlanchín. Cómo no iba a serlo un hombre que viajaba siempre solo de pueblo en pueblo; además, gustaba, como buen gallego, de contar historias, con esa habilidad que tienen los pueblos celtas para hacer épicos los hechos cotidianos. Tenía una muller, decía él en gallego, en su pueblo de Lugo, Candamil, pero apenas la veía. Lo justo para preñarla y volver a recorrer los caminos en busca del condumio para la prole.
—Tenga, Pepe. Con esto tiene para un buen rato. —Rosario salía de la cocina con la herramienta en la mano—. Ahora le traigo un vinito y unos trocitos de queso para hacer la tarea más liviana.
Rosario entró en la cocina y Pepe accionó con su pie derecho el pedal de la tarazana e hizo girar vivamente la piedra. Al poner el primer cuchillo para afilar, un chirrido se coló hasta la cocina. Las chispas saltaban de aquella hoja que rápidamente comenzó a perder la apariencia de una sierra mellada. Sus dedos quemaban por el calor del acero, pero Pepe, acostumbrado, lo aguantaba perfectamente. Rosario salió con un platillo y un vaso; los dejó sobre el poyo de piedra y se sentó a charlar con el afilador.
—Da gusto encontrarse con buena gente como usted, Rosario —decía mientras palpaba el chaflán con su dedo pulgar para comprobar cómo iba el filo. El chaflán era la firma por la que un afilador reconocía su trabajo. Aquél era delgado y perfectamente paralelo al filo del cuchillo. Era la firma de Pepe en la herramienta que había vaciado. Nadie podía engañarle diciéndole que una herramienta había pasado por su mano si no era verdad. En cuanto veía la forma en que estaba afilada, Pepe sabía si era cierto o no.
—Mucha gente buena hay por el mundo, Pepe. Afortunadamente.
—No tanta, Rosario. Hay mucha mala sangre. Se lo digo yo. Pero las cosas malas le pasan a la gente buena.
—A sufrir que hemos venido, dicen —suspiró Rosario.
—Mire que quería yo hablar con usted. Pero pasé por La Casona y no la hallé. Agustina me dijo que se había ido.
—¿Y para qué quería usted hablarme, Pepe? Ya sabe que siempre que lo necesito me tiene de clienta.
—¡Quia! De eso no. Quería hablarle para decirle que sentía lo de su hija —dijo mientras tomaba otro cuchillo tras dar por terminado el primero.
—Pepa no era hija mía, aunque la quisiera como a tal.
—Una lástima también lo de Pepa. Me gustaba encontrarla por los caminos cuando iba a atender algún parto. Pero yo hablo de Mariana.
—¿Mi Mariana? ¿Sentir? ¿El qué, Pepe? —Rosario comenzó a inquietarse y Pepe tragó saliva. Aquella mujer no sabía nada del destino de su hija.
—Nada, nada. Pudiera ser que estuviera errado.
—Pepe, no me deje así con este reconcome. ¿Qué sabe de mi hija?
El hombre dejó de accionar el pedal, consciente de que estaba ante una situación delicada. A medida que el afilador iba contando la desgracia de Mariana, Rosario iba perdiendo el color. Pepe la informó de que se lo había dicho el sargento Novo, con el que tenía buena relación, pues era de un pueblo cercano al suyo.
Emilia veía la escena de lejos. Rosario lloraba y el afilador estaba sentado a su lado. Aquella situación la extrañó y aceleró el paso todo lo que le permitía la carga de María y una cesta de provisiones del colmado.
—¿Tú también lo sabías? —preguntó Rosario a Emilia cuando esta hubo llegado a su altura.
Pero Emilia tampoco sabía nada. Dejó caer la cesta cuando Rosario comenzó a relatarle lo que había acontecido con Mariana, y las primeras naranjas de aquel otoño prematuramente frío rodaron por las baldosas de granito de la entrada. Pepe se levantó y le cedió el sitio al lado de Rosario. Emilia la abrazó fuerte mientras intentaba reprimir las lágrimas y mantenía a María, ajena a la tragedia de su familia, en su regazo.
—Vamos dentro, madre. Déjeme que le haga una tila —dijo por fin Emilia invitando a Rosario a levantarse.
—Vayan, vayan. Yo acabaré esta faena y dejo la herramienta en el poyete —dijo Pepe lleno de tribulaciones—. Madre mía, filla. ¿Por qué no me habré quedado calladito?
Le llevó un buen rato terminar y, cuando lo hubo hecho, dejó todo sobre el poyete y se marchó, en silencio. Hasta que se hubo alejado de El Jaral, no comenzó a tocar la escala con su silbato.
—¡El afiladoooooor! —comenzó a pregonar cuando ya se iba acercando al pueblo, anunciando a las mujeres su llegada.