9

A finales de 1903, Valladolid era una ciudad vestida de gala. No era aquel su estado habitual, pero, en los días en que Martín llegó por vez primera a la capital pucelana, sus habitantes esperaban una egregia visita. Nada más y nada menos que la del rey, Alfonso XIII. No es que aquella ciudad, que había sido en su día capital del reino, no estuviera acostumbrada a las visitas insignes. Muchos reyes habían pasado por ella anteriormente, Fernando VII, María Cristina, Isabel II y Alfonso XII la habían tenido en algún momento en su agenda de viaje. Pero en aquellas circunstancias, cualquier acontecimiento que revitalizara su vida industrial, y desde luego social, era importante.

Valladolid había sido una ciudad pujante y próspera gracias al comercio de la harina, de la que era la principal proveedora para las colonias de ultramar. Pero tras la guerra de 1898 y con la pérdida de aquellas tierras, había comenzado a decaer.

Sin embargo, Martín no podía percibir nada de su pasado. Solamente podía absorber extasiado toda la barahúnda de ruidos, de imágenes, de personas y luces que se presentaba ante sus ojos. Aquellas calles anchas, transitadas por una multitud heteróclita y apresurada, no tenían nada que ver con las de su pueblo. Por la calle de Santiago, repleta de tiendas con bonitos escaparates iluminados, señoras con sombreros elegantes paseaban del brazo de señores repeinados, despreciando la petición de ayuda de mendigos: ambas clases sociales convivían por sus aceras, probablemente en proporciones muy parecidas.

Martín no se sentía seguro en aquel entorno. Era demasiado grande para él. Y él era aún muy pequeño. Cierto era que nadie había notado su presencia. A nadie le llamaba la atención un niño de seis años, que caminaba solo por las calles. Pero él necesitaba preguntar a alguien para averiguar cómo llegar a su pueblo.

Se dirigió a una de aquellas señoras empingorotadas, que miraba el escaparate de una tienda de sombreros. Tiró de su vestido suavemente para llamar su atención.

—Señora, por favor —dijo con una voz tan pequeña como él.

—¡Niño! ¡No hay limosna! —replicó la señora con voz aguda mientras retiraba su falda bruscamente.

Martín se dirigió entonces a un señor con bombín y un poblado bigote, que, sin darle tiempo a que hablara, profirió un tajante: «No hay nada».

Otras cinco veces lo intentó y otras tantas fracasó. Martín no pedía limosna. Pero como no le escuchaban, no lo sabían. Quizá había equivocado su estrategia y debía buscar a alguien de clase social inferior. Una mujer rubia y joven, que iba cubierta con un mantón alfombrado que sujetaba un niño a su cadera, le pareció más accesible.

—¡A buen sitio fuiste a dar, zagal! —le espetó sin darle tiempo a abrir la boca. Y siguió caminando apresurada como camina el que conoce perfectamente su destino.

Descorazonado, se sentó en el escalón de la entrada de una tienda de paños, pero, rápidamente, el aprendiz —un niño que no debía de tener más de doce años— le dijo que se levantara y se fuera.

—Estos días no necesitas de la caridad de los ricos, zagal —dijo una voz de mujer a su espalda—. Como viene el rey, a los pobres nos llenan el coleto gratis en los albergues de misericordia.

—No busco caridad. ¡Tengo mi dinero! —replicó Martín ofendido. Aquella afirmación despertó el interés de la mujer.

—Y si no buscas caridad, ¿a qué andas tironeando las levitas de los señores?

—Quiero que alguien me diga cómo llegar a mi casa.

—¿Acaso te has perdido? ¿Dónde están tus padres?

A Martín le dio mucha pereza contar su triste historia, así que optó por dar la información justa respecto a su destino.

—Quiero llegar a Puente Viejo —dijo a la defensiva—. ¿Usted sabe cómo se va?

—No sé dónde está eso, zagal. Te hacía de aquí. De Valladolid.

—No. Puente Viejo es pequeño. Mis padres están allí.

Olvido, que así se llamaba la mujer, tuvo claro, desde la primera frase de Martín, que aquel niño no se le podía escapar. Ya había barruntado ella que algo de dinero debía de llevar encima, pues, aunque estaba flacucho y ojeroso, las ropas que llevaba eran de buen paño, a pesar de sus arrugas. Olvido era una mendiga de las muchas que pululaban por las calles de la ciudad. Había venido a trabajar en la fábrica de harina, pero, desde que aquel comercio se hundió, había ido sobreviviendo con salarios miserables como sirvienta en casas de la burguesía. No debía de ser muy mayor, pero unos cuantos meses en las calles corroen la piel más lozana, y eso era lo que le había sucedido a Olvido. Su pelo revuelto y prematuramente encanecido, sumado a unos dientes que escaseaban, le daban un aspecto de mujer de cincuenta, aunque lo más probable era que tuviera muchos menos.

—Pues no sé cómo se llega a Puente Viejo, pero, si quieres, te ayudo a averiguarlo.

—No, no —Martín comenzó a desconfiar.

—Como gustes. Pero, por la noche, la calle no es buen sitio para un crío de tu edad. Y no tardará en oscurecer —aseveró mientras se giraba para marcharse. Martín vio desvanecerse su oportunidad de escapar. Al fin y al cabo, aquella mujer era la única que le había prestado algo de atención.

—¡Espere! —Olvido sonrió triunfante. Su pez había picado el anzuelo.

—No, quita, quita. No me gusta que desconfíen de mí —articuló la mujer para asegurar que el pescado tragaba bien el señuelo.

—Por favor, ayúdeme —suplicó Martín.

—Bien está. Nos vamos entendiendo —dijo la otra con voz falsamente tranquilizadora—. Ven conmigo, anda. Tendrás hambre, ¿no?

—Un poco —dijo Martín agachando la cabeza.

—Vayamos a comer algo caliente a la casa de beneficencia, anda. Ya que nos lo regala el rey, habrá que llenar la andorga. ¿No te parece? —Martín asintió con la cabeza—. Y luego averiguaremos cómo llegar a tu pueblo. ¿Cómo te llamas?

—Martín.

—Yo Olvido. Encantada —dijo sacudiendo la mano del niño con una fingida solemnidad que consiguió arrancar de Martín la primera sonrisa en muchos días. Martín percibió, ahora que la tenía cerca, el olor acre de una suciedad de días.

Ya la luz de la tarde iba perdiendo su brillo a favor de la oscuridad de la noche mientras Martín y Olvido caminaban por la calle de Santiago. A Martín le llamó poderosamente la atención que todas las farolas de la ciudad se encendieran a la vez y, en un momento determinado, sin que nadie llevara una llama a su cima. Él estaba acostumbrado a que las luces se encendieran una a una con una llama. No sabía lo que era la luz eléctrica, y Valladolid, como la gran ciudad que era, la tenía ya desde hacía años gracias a La Electra, la central eléctrica de la ribera del río Esgueva.

Cenaron en el albergue, junto con otros muchos desharrapados; ya con la barriga llena, Olvido le pidió que la acompañara. Martín la seguía a unos metros de distancia, pues iba mirando los edificios, cuya altura llamaba poderosamente su atención. Tan distraído iba que caminaba por en medio de la calle y no vio venir el tranvía que hacía su último recorrido del día. Olvido se dio cuenta y giró sobre sus pasos para apartarlo de los raíles. El tranvía pasó muy cerca de ellos, creando un remolino de aire.

Olvido lo había salvado por segunda vez, así que Martín fue confiando más y más en ella.

—Mira, Martín. Ya va cayendo la noche y, como bien sabes, ninguna diligencia viaja con semejante oscuridad. Hagamos una cosa. Yo no tengo casa. No puedo ofrecerte un techo. Los pobres nos juntamos para dormir y protegernos. Pasa la noche conmigo y mañana buscamos el medio de llegar a tu pueblo.

Martín dudaba.

—No es bueno que estés solo. Cualquiera podría hacerte cosas que no quiero ni imaginar. Esto no es un pueblo. Hay mucho y muy malo —hizo una pausa cargada de intención—. Podrían robarte tu dinero. Si es que no lo has perdido ya. Y entonces, ¿cómo llegarías a tu pueblo?

—Está bien. Iré con usted.

Olvidó comenzó a caminar y Martín se retrasó para asegurarse de que su dinero estaba donde lo había puesto. En su calcetín derecho. Se agachó y palpó; en ese momento, Olvido se giró y el gesto de Martín le reveló la información que necesitaba. Aunque ya sospechaba que era allí donde el niño guardaba su tesoro.

Llegaron al parque de Campo Grande y cruzaron su alameda. Pasaron tras unos castaños de indias cargados de castañas y lo que Martín descubrió tras aquella frontera arbórea lo dejó estupefacto. Entre los árboles había varios grupos de personas diseminados. Algunos conversaban en torno a hogueras. Otros, hechos ovillos, intentaban conciliar el sueño a pesar de las risotadas y las voces de los que aún estaban despiertos.

—No te juntes con ellos —le advirtió Olvido—. Quédate pegadito a mí. ¿Estamos?

Olvido anduvo buscando por entre unos matorrales y volvió con un hatillo. Dentro había una manta que extendió un tanto alejada de las de los demás mendigos. Le dijo a Martín que descansara mientras ella averiguaba cómo llegar a su casa. La vio sentarse en el grupo que reía en torno a la hoguera y conversar con ellos. Pero no pudo discernir de qué hablaban. Cuando volvió, Martín aún estaba despierto.

—Ya está. Tu pueblo está cerca de La Puebla, ¿verdad?

—¡Sí! —exclamó Martín incorporándose, loco de alegría.

—Pues mañana te acerco a la diligencia que va para allá. Ahora duerme, zagal.

Por primera vez en muchas noches, el sueño de Martín fue tranquilo. Aquella mujer de la que tanto había desconfiado iba a ser la que lo ayudara a llegar a su casa. Y una vez allí, toda su pesadilla habría acabado. Por puro instinto de supervivencia, Martín buscó el calor del cuerpo de Olvido en aquella noche fría con viento de nieve cercana. Igual que buscaba el de su madre cuando era pequeño y tenía la suerte de que estuviera a su lado.