19

1914 dio la cara con un enero inusitadamente gélido. Pero ni siquiera la lluvia fría y aquella temperatura polar eran óbice para que Dolores dejara sin acabar de colocar los manteles que había recibido y asomara a la puerta de su colmado para cerciorarse de que aquello que sus ojos habían visto a través de los llorosos cristales era cierto. Una figura alta caminaba por la plaza hacia la posada, con paso lento pero seguro de su dirección. Llevaba la cabeza cubierta con un mantón que cobijaba también sus hombros de la lluvia; en la mano derecha, portaba un pequeño hatillo.

Cuando la figura llegó a la puerta de la posada, se paró delante de ella sin entrar. Levantó entonces un poco la cara y aquel perfil le dio a Dolores Mirañar la respuesta que esperaba. Tenía las facciones más duras y afiladas por la delgadez, la mirada algo más torva y llena de amargura y unas cuantas canas comenzaban a aflorar por sus sienes, pero aquella mujer conservaba sin duda la belleza de Mariana Castañeda. Algunos visillos se abrieron y se cerraron rápidamente, y aquella plaza, desierta a causa de la lluvia, comenzó a vibrar con una inusitada actividad. De repente, todo el mundo tenía algo que hacer en Puente Viejo; en particular, en la plaza o en la posada.

Alfonso no tardó en aparecer y tras él, Emilia. Mariana recibió el abrazo de su hermano, pero no le correspondió.

—Mi hermana, mi hermana —musitaba Alfonso con lágrimas en los ojos.

Emilia veía que la plaza iba llenándose de habitantes del pueblo y acertaba a interpretar las miradas de desconfianza y a atisbar en algunos labios ciertas exclamaciones y comentarios. Alfonso también se dio cuenta de todo esto, pasada la emoción de los primeros segundos, e invitó a entrar a Mariana al interior de la posada.

—¿Qué? ¿Tomando el sol todo el mundo? —preguntó al tiempo que daba unas palmadas parar espantar a los curiosos que andaban por la plaza—. Cada mochuelo a su olivo, que llueve gordo, rediez.

—Déjame que te traiga un caldito —ofreció Emilia—. Debes de estar helada. Y empapada. Dame ese mantón, te lo voy a colgar cerca de la lumbre para que se seque.

Mariana dejó, abandonada, que Emilia le quitara su mantón, bajo el que apareció su pelo recogido y efectivamente encanecido y un cuerpo que había perdido sus formas para ceder paso a una delgadez que marcaba huesos donde antes ni se intuían.

Hacía más de diez años que Mariana no se encontraba en un ambiente como aquél. Una luz dorada, procedente del fuego de la chimenea, iluminaba el ambiente y lo aislaba de la helada lluvia exterior. Aquel caldo que Emilia le había traído olía a hogar y a infancia. La cara de su hermano, emocionado, le recordaba un tiempo feliz, que había preferido dejar empaquetado en alguna parte de su memoria y que ahora pugnaba por salir a la luz.

Alfonso no sabía cómo empezar. Quería saber, pero quizá no fuera el momento de hacer ninguna pregunta. Tan solo era el momento de mirar a su hermana para cerciorarse de que realmente era ella la que aún latía bajo aquel velo de amargura que la cubría.

Tampoco Mariana quería dar explicaciones. Solo dijo que había pagado su culpa y que la habían liberado. Sin más detalles. Pero su hermano sabía que aquel silencio escondía unos años oscuros y de dolor profundo. Mariana no preguntaba nada. Ni siquiera por su madre Rosario, la persona a la que más quería en el mundo. Y Alfonso se aventuró.

—Acábate ese caldo, que te llevo a ver a madre. Está en El Jaral —informó Alfonso.

—Mañana iré, hermano —respondió su hermana lacónicamente—. Quiero descansar.

—Te prepararé un cuarto —ofreció Emilia con la mejor disposición.

—No, cuñada. Dime dónde puedo pasar la noche y yo misma me lo prepararé.

—De ninguna manera.

—Emilia… —comenzó Mariana con sequedad.

—Bueno está. Te acompaño al menos a la puerta.

Mariana no dijo una palabra. Emilia tampoco. Cuando volvió con Alfonso, ambos coincidieron en que todo aquel comportamiento era extraño. Mariana no había preguntado por nadie de la familia y dilataba el encuentro con su madre.

—¿Qué le habrán hecho, Emilia? Es ella, pero ya no es ella.

Al día siguiente, en los cristales de la ventana de Mariana aparecieron escritas cuatro palabras que la lluvia de la noche no había conseguido borrar: «Fuera del pueblo, asesina». Era un mensaje claro. Como quien acepta algo que ya había previsto, Mariana recogió sus cosas y le comunicó a su hermano que se iba.

—No puedo quedarme aquí, hermano. No quiero perjudicar vuestro negocio.

—Eso no va a pasar.

—Sí, hermano. Ya lo ves. Eso es lo que soy para ellos —dijo sonriendo a la desgracia—. Iré a ver a madre y le pediré que me aloje en El Jaral hasta que encuentre faena.

—Aquí es donde debes hacer la faena, Mariana. Necesitamos manos.

—No os traería más que desgracias. Y habéis trabajado duro para hacer esto —Alfonso fue a contestar, pero Mariana suplicó—: No insistas, hermano.

La lluvia de la noche anterior había dejado un cielo claro y despejado. Mariana caminaba bajo aquella luz fría, por los caminos que, muchos años atrás, había hollado tantas veces. Vio a lo lejos La Casona y aquella visión no le trajo sino malos recuerdos.

Aprovechando que la lluvia había cesado, Rosario tendía unas sábanas en el patio trasero de El Jaral. Una leve ráfaga de viento levantó el lienzo y vio, como si se tratara de una visión, la figura de su hija que se acercaba. Sí, aquella figura alargada, que caminaba como un espectro, era su hija del alma. Su Mariana. Corrió hacia ella con lo poco que daban sus cansadas piernas y la abrazó. Le dio tantos besos que tardó en darse cuenta de que no era correspondida.

—Mi amor, mi niña pequeña —le decía—. ¡Cuánto me has faltado, Señor!

Cuando Mariana vio los ojos de su madre anegados en lágrimas de emoción, descansó la cabeza en su hombro y, por fin, la besó en la mejilla. Rosario abandonó toda tarea y la hizo pasar a la cocina.

—¿Cuándo llegaste? ¿Cómo estás? ¿Tienes hambre? ¿Estarás cansada? —preguntaba sin descanso Rosario, mientras acariciaba la cara de su hija. Pero Mariana respondió con otra pregunta:

—¿Podría dormir esta noche en las cuadras, madre?

—¿En las cuadras? Tu estás mal de la cabeza, muchacha. Dormirás conmigo, en mi cuarto. Faltaría más. —Rosario acercó su silla a la de su hija y volvió a indagar—: ¿Cómo has estado todo este tiempo, hija?

Pero de nuevo Mariana eludió responder.

—¿Cómo está usted, madre? ¿Cómo están todos?

—Pero tú eres la que importa ahora, cariño.

—Yo ya contaré, madre. Hágame saber.

Rosario le habló de la soledad en la que Tristán vivía sumido desde que Pepa había fallecido y nadie había podido encontrar su cadáver. De que la hija de ambos estaba desde que tenía seis años en un internado en Suiza. De los progresos de Emilia y Alfonso en su nuevo negocio. De la partida de Raimundo a tierras americanas. Mariana no hacía ningún gesto para acompañar todas estas novedades que su madre desgranaba.

—¿Y María?

—María… —Rosario hizo una pausa, a sabiendas de que a Mariana no le iba a gustar lo que le tenía que decir, aunque, en el fondo, empezaba a temer que tampoco ante esta noticia hubiera reacción.

Pero sí la hubo. El nombre de Francisca Montenegro relacionado con su sobrina demudó aquel rostro cerúleo que, hasta aquel momento, parecía carecer de músculos.

—¿Mi sobrina vive con la Montenegro? Pero ¿por qué? ¿Mi hermano consiente?

—No, Mariana. No consiente. Pero cada vez que saca el tema con Emilia, ella le pone encima de la mesa que se marcha y se lleva a la niña. Y tu hermano teme perderlas como a su vida.

—Pero mi cuñada ¿por qué consiente eso? No lo entiendo. Emilia es una mujer cabal.

—Nadie lo entiende, pero ella dice que la Montenegro le brindará una educación que ellos no pueden darle.

De todas las noticias que había recibido, aquélla era la más triste para Mariana. María era la hija que el destino aún no le había dado y que, llegadas estas alturas de la vida, dudaba que le fuera concedida. Y estaba en manos de aquella odiosa mujer de la que había luchado por separarse y que tantas veces había humillado a los Castañeda. Mariana volvió a sumirse en el silencio.

Rosario pidió permiso a Tristán para alojar a Mariana y él accedió de buen grado sin preguntar. Él nunca preguntaba, pero Rosario debía obtener su autorización. Mariana dedicó sus días a intentar conseguir un trabajo, pero por toda la comarca ya se sabía que había vuelto «la asesina Castañeda» y, cuando una historia así pasa de boca en boca, se exagera de tal manera que Mariana aparecía ante los ojos de la gente como un animal sádico y peligroso, capaz de las mayores monstruosidades. Y ella, viendo aquello, se negaba a recibir ayuda de su madre y su hermano, por no perjudicarles ante los ojos del pueblo. Con sus pobres ahorros menguados y sin posibilidad alguna de conseguir ingresos, se veía abocada a abandonar Puente Viejo y a los suyos sin remedio.

Aquel domingo, Puente Viejo amaneció lluvioso. Había que caminar con cuidado por los adoquines de la plaza, resbaladizos como plata pulida. La plaza se estaba llenando de gente que salía de misa y se dirigían corriendo a sus casas o a guarecerse bajo algún techado. Mariana había ido a coger agua a la fuente, cubriendo su cabeza con su mantón, cuando una niña morenita pasó corriendo hacia la posada y resbaló, casi a los pies de Mariana, con sus merceditas de charol negro. Aquel llanto era la desolación disuelta en lágrimas. Mariana acudió a socorrer a la pequeña.

—Seguro que no ha sido nada —le dijo mientras la levantaba y le examinaba las rodillas—. Ven a la fuente, que te lave esos arañazos. Cuando yo era pequeña, siempre tenía un par de rasguños en las rodillas.

La niña levantó entonces la mirada hacia Mariana y asintió con la cabeza, amagando un nuevo puchero.

—¿María?

—Sí, soy María —dijo sonriendo—. ¿Y ya no tienes heridas en las rodillas?

—No, ya no. Ahora me caigo menos. ¡Ya soy mayor! Alguna vez me caigo, pero pocas —bromeó Mariana por primera vez en muchos años.

María sonrió y una invisible cúpula se cerró sobre ellas. Tía y sobrina respiraron el aire de ese entorno seguro y tranquilo que por un momento construyeron entre ambas, mientras una curaba las heridas de la otra.

—¡María! Si miraras por dónde vas, no te pasarían estas cosas —aquella voz había roto la cúpula, y el viento y la lluvia entraron súbitamente en aquel suave mundo.

Francisca Montenegro había llegado, escoltada por Mauricio, que sostenía un paraguas para protegerla de la lluvia.

—Si no me he hecho casi nada, madrina. —María levantaba la falda para enseñar sus raspones—. Esta chica me ha curado. —María sonrió, tomó la mano de Mariana y la miró con agradecimiento.

—Suelta esa mano, niña. A saber lo que habrá tocado —dijo la Doña propinando a María un manotazo seco.

—Lo que han tocado estas manos ha sido su porquería. Y durante años, señora —dijo Mariana.

—¡Mariana Castañeda! —exclamó Francisca, que se quedó helada.

—¿Eres mi tía Mariana? —quiso saber María inocentemente—. Papá dice que me quieres mucho, ¿es verdad?

—No seas insolente, María —disparó la Montenegro tomando a la niña de la mano y colocándola detrás de ella—. No adivino cómo te han dejado salir. Las de tu calaña deberíais pudriros en las mazmorras.

María asomaba su carita tras las faldas de la Montenegro y miraba a su tía con ojos grandes y cómplices.

—Prefiero la más sucia celda a la mejor habitación de su casa, señora.

—Tranquila: nunca habrás de pisarla de nuevo. —La Montenegro tomó la mano de su ahijada y se giró dando la espalda a Mariana.

María se alejaba, arrastrada por su madrina, pero no dejaba de mirar a su tía y de sonreírle.

—Adiós, cariño —vocalizó Mariana, levantando su mano en un leve gesto de saludo, al que María respondió con la manita que Francisca le dejaba libre.

Llegadas a La Casona, María no podía evitar la curiosidad que su tía había despertado en ella. Mientras almorzaban, no cesó de hacer preguntas sobre Mariana.

—María, no la llames tía delante de mí —le ordenó la Doña.

—¿Por qué? Pero si lo es —protestaba la niña.

—Porque no lo es.

—Sí lo es. Es la hermana de mi padre.

—Pero es una mujer mala. Así que como si no lo fuera.

—¿Por qué es mala? A mí me ha curado.

—Esa mujer que te ha curado ha estado en la cárcel.

—¿Por qué ha estado en la cárcel?

—Porque se lo merecía.

—¿Por qué…?

—¡Chitón! Come y calla. Se acabaron las preguntas. ¡Y punto redondo! —dijo advirtiendo con el dedo índice—. En esta casa no se vuelve a hablar de esa mujer. ¿Estamos?

María calló. Ya sabía cómo se ponía su madrina cuando estaba al borde del enfado y no le gustaba nada. Aquél era uno de esos momentos. Pero María tenía muchas más armas para ganar aquella batalla. Fundamentalmente, dos: era tesonera y además conocía a la perfección los resortes que había que pulsar para ablandar el corazón de su madrina.

Su primer objetivo fue Agustina. No tenía nada contra ella, pero poner en entredicho su labor era un daño colateral para conseguir lo que se había propuesto. Primero dijo que le tiraba del pelo al peinarla. Luego, que el baño estaba demasiado caliente o demasiado frío. Y así, un rosario de doncellas fueron pasando por La Casona; la que más aguantó estuvo un día. Daba igual lo que hicieran. Para María siempre lo hacían mal porque no eran su tía Mariana.

Pero la Doña, consciente del manejo de la niña, buscó la solución en Barcelona, de donde trajo, a través de una prestigiosa institución, a la doncella perfecta para una niña de clase acomodada. Pero María la rechazó.

—Yo solo quiero una doncella, madrina. Mi tía Mariana —le dijo cuando Francisca le contó las gestiones que había hecho en la Ciudad Condal.

—No puede ser, María.

—¿Por qué?

—Ya empezamos con los porqués. Porque lo digo yo.

—Pero es que no sé qué hay de malo en tener a alguien de mi familia conmigo.

—Ya me tienes a mí. Soy tu familia —respondió Francisca sobreponiéndose al aguijonazo que María acababa de soltar.

—Ya, madrina. Y la quiero mucho, pero… —María hizo una pausa con toda la intención del mundo.

—Pero ¿qué? —preguntó Francisca temerosa de la respuesta.

—La verdad es que echo de menos a mis padres —dijo María bajando la vista y poniendo gesto triste—. Mucho. Cada vez más.

Aquél era el peor fantasma de Francisca. La había rondado desde el día en que María llegó a casa. Tenía miedo, lo cual era absolutamente razonable por otra parte, de que la sangre fuese más fuerte que los privilegios. Y el peor escenario posible empezaba a tomar cuerpo.

Pero Francisca no era mujer de vacilaciones y, a grandes males, grandes remedios. Como aquella situación ya estaba prevista, lo estaba también la solución.

Mariana cargaba leña para el fogón de El Jaral cuando escuchó a su espalda una voz grave. El susto hizo que soltara la carga.

—Mariana Castañeda, la Doña ordena que vengas conmigo a La Casona —había dicho Mauricio.

—La Doña ya no le da órdenes a ésta que está aquí —replicó Mariana mientras recogía la leña que había dejado caer.

—Entonces te las da este otro que también está aquí —repuso Mauricio asiéndola con fuerza del brazo y arrastrándola hacia las afueras de El Jaral.

El hecho fue que Mariana se vio de nuevo en aquella odiada cocina de La Casona, en la que tanto tiempo había pasado trajinando con su madre y a la que había jurado no volver. Mauricio la custodiaba para asegurarse de que no hiciera lo que sabía que más deseaba en aquel momento: salir corriendo de allí.

—Sé que no quieres estar aquí, Mariana Castañeda —dijo con sequedad la Montenegro al entrar en la cocina—. A mí tampoco me hace gracia, créeme. Los odios suelen ser mutuos, ¿no es así?

—Lo son —asintió Mariana.

—Pero sucede que, en ocasiones, hay que tragarse el odio en aras de la felicidad de alguien. Para mí ese alguien es María. Y sucede que, por ese sentido del humor enfermizo que tiene el destino, la felicidad de María pasa, en este momento, por ti.

—Será que es más feliz con alguien de su sangre.

—Sin duda, necesita que sea alguien de su sangre quien cuide de ella. Alguien que esté dispuesta a dar su vida por defenderla —afirmó Francisca obviando el dardo de Mariana—. Volverás a La Casona en calidad de doncella de María.

Mariana no daba crédito a lo que acababa de escuchar de aquella boca. Miró fijamente a su antigua ama y habló impregnando cada sílaba del odio acumulado durante años de humillaciones:

—Escúcheme bien, Francisca Montenegro. Jamás volveré a trabajar en esta maldita casa. Usted ha despreciado y vejado a mi familia desde que tengo uso de razón. Cuando salí de esta casa, me dije que no volvería a trabajar para usted y le juro por lo más sagrado que pienso cumplirlo.

Mariana dio la espalda a doña Francisca y, cuando puso la mano en el pomo de la puerta para salir de allí, escuchó:

—Ahora me vas a escuchar tú bien a mí, Mariana Castañeda. Por la cuenta que te trae. —Mariana se paró, pero ni retiró la mano del pomo de la puerta ni se giró para mirar a la Montenegro—. Sé que has recorrido la comarca entera en busca de un trabajo que nadie te ha dado. Tu hermano no puede ayudarte si quiere mantener su negocio. Todos escupen a tu paso en leguas a la redonda, Mariana. Resumiendo, no tienes donde caerte muerta.

Tras una breve pausa para evaluar el calado de su precisa disección de la situación de Mariana, la Montenegro prosiguió:

—Y tu desgracia es que quieres permanecer junto a tu madre, a la que ya ves mayor, y te aterra pensar que pueda morir estando tú lejos de ella. —Mariana acusó este golpe, pero no movió ni un solo músculo—. Puedes fingir que tienes el corazón de pedernal, pero tú y yo sabemos que no es así. Y como tonta del todo no eres, sabes que la única oportunidad que te queda para permanecer entre los tuyos es aceptar el trabajo que te estoy ofreciendo tan generosamente. O eso o yo misma me encargaré de que te expulsen para siempre de Puente Viejo, como se expulsa a una zorra del gallinero.

Mariana soltó el pomo que había estado apretando mientras Francisca pronunciaba estas últimas palabras. Se giró y miró a la Doña a los ojos. Era una mirada dura. El dolor le partía el corazón, pero no podía vivir bajo el yugo de la cacique de Puente Viejo. Ya no.

—Me iré, pues, de Puente Viejo.

Francisca, atónita, no podía creer lo que la que había sido su sirvienta le acababa de decir.

—¿Acaso desprecias mi techo y mis cuartos?

Mariana la miró fijamente antes de contestar:

—La desprecio a usted.

Sin más, la joven abrió la puerta y se fue, dejando plantada a Francisca y muy preocupada por cómo iba a contarle a María su fracaso.

A la mañana siguiente, Mariana hizo de nuevo su hatillo. La Montenegro le había dado el fustazo que necesitaba. No podía continuar viviendo en El Jaral, sin oficio ni beneficio, siendo una paria en su propio pueblo. Marcharía lejos. No le quedaba otra opción. Sin que su madre lo supiera, dejó atrás la que había sido la casa de Pepa, la partera, cuando todos eran felices y la vida les sonreía. Cuando llegaba al puente que daba nombre a su amado pueblo, le pareció ver a alguien sentado sobre la piedra. Caía el sol y tuvo que entrecerrar los ojos para tratar de descubrir quién era. No esperaba una banda de despedida del pueblo, y menos aún una despedida cara a cara. ¿Quién sería?

Al acercarse, su sorpresa fue mayúscula. Era la pequeña María, que la miraba con infinita tristeza.

—¿Qué haces aquí, cariño? —le preguntó su tía.

—No quiero que te vayas, tía Mariana. —María no dejó que su tía contestara y prosiguió—. Sé que todos son malos contigo en el pueblo. Y que por eso quieres irte. Pero yo te quiero.

—No puede ser, cariño. Tengo que marchar.

—Mi madrina me quiere mucho, lo sé. Pero yo quiero a alguien de mi familia conmigo. —Los ojos de la pequeña empezaban a ponerse vidriosos por las lágrimas—. Por favor, quédate conmigo.

Mariana dejó su hatillo y se acuclilló para hablarle a María.

—Mira, pequeña —empezó a decir con toda la ternura que había creído perdida—, aún eres joven para entenderlo, pero no puedo volver allí. Tú quieres mucho a tu madrina, pero para mí nunca fue buena, María. No puedo volver a estar bajo el mismo techo que esa mujer. Yo te querré aunque esté muy lejos. Te lo prometo.

Mariana tomó su hatillo y partió sin mirar a su sobrina. Avanzando por el puente, escuchaba los sollozos de la niña, que balbuceaba…; al poco, unos pasitos rápidos se acercaron y María se agarró a la falda de su tía.

—No te vayas, tía —decía llorando—. Yo te voy a querer siempre. No me importa que hayas estado en la cárcel. Los que dicen que eres mala son unos mentirosos. Yo sé que eres buena. No me dejes sola, por favor.

Mariana, a la que nadie había dado muestras de amor desde hacía muchos años, la Mariana que ya no creía en el género humano, creyó en aquella niña de diez años que decía verdades como puños y en cuyos ojos había verdad. Y por fin, desde que llegó a Puente Viejo, permitió que las lágrimas afloraran a sus ojos.

Abrazó a su sobrina, se secó las lágrimas y, sujetando su hatillo con una mano y aferrando la mano de María con la otra, puso rumbo a La Casona.

Tras un árbol, alguien había contemplado toda la escena. Era la propia Francisca Montenegro, que ahora sonreía ladina. Sabía que todo el orgullo de Mariana Castañeda no se resistiría a las lágrimas de su sobrina. Satisfecha, partió a su hogar, seguida del fiel Mauricio.

Y así, Mariana volvió a La Casona. Puente Viejo entero no daba crédito a la noticia. Ni siquiera podían creerla los más allegados a Mariana. La Castañeda regresaba al que había sido su sitio desde siempre. El hecho trajo varias consecuencias: en primer lugar, en Puente Viejo se le devolvió el saludo; la primera en hacerlo fue Dolores, a la que ya veía con asiduidad, porque ahora compraba en el colmado acompañada de la pequeña María. Y ya se sabe que para Dolores no hay cliente malo, siempre y cuando pague. Además, Mariana volvió a vestir el uniforme de La Casona y a acatar sus reglas: jamás llamaría sobrina a María ni la tutearía; jamás relataría a la niña lo sucedido en el pasado; y jamás desobedecería una orden de la Montenegro. Lo que ésta le exigía era fidelidad eterna y agradecimiento sin fin. Y Mariana cedió. Por su sobrina.