3
Martín apretaba con fuerza su hatillo. Lo llevaba en la mano izquierda mientras su tía Calvario le tiraba de la mano derecha. Tenía serias dificultades para seguir el paso de aquella mujer por aquel camino irregular. Y ella, enfurecida, no caía en la cuenta de que un niño de la estatura de Martín no podía, por mucho que quisiera, seguir su ritmo. Tropezó y cayó, pero Calvario ni siquiera se giró para saber cómo estaba su sobrino. Siguió caminando, tirando de la mula y del niño, y durante unos metros Martín se arrastró sobre las rodillas, que acabaron desolladas. Calvario se giró por fin, para regañarle por poner tantas dificultades y, al verlo en el suelo, detuvo su marcha. Aquellas rodillas en carne viva la enternecieron ligeramente, pero, cuando se dirigió al niño, no era ternura lo que traslucía su discurso.
—¿Ves? Si caminaras más vivo, no habría pasado esto —dijo sacudiendo la gravilla que se había incrustado en la piel de Martín—. Anda, bajemos a ese río y te lavo un poco.
—Pero, tía, llevamos caminadas muchas leguas. Me duelen las piernas —se quejaba el pequeño.
—Pues aún quedan unas cuantas hasta llegar a Soria a tiempo para la diligencia —contestó la tía con voz agria—. Siéntate en esa roca y mete los pies en el río.
El agua helada de aquel arroyo proveniente de una montaña cercana alivió en un primer momento los doloridos pies del muchacho. Su tía frotaba las heridas sin ninguna consideración y Martín se quejaba.
—El dolor es una prueba que nos manda el Señor, Martín. Hay que aprender a soportarlo.
—¿Soria está cerca de Puente Viejo, tía? —preguntó el chiquillo mientras apretaba los dientes para aguantar el dolor.
—Realmente, no sé para qué quieres ir a Puente Viejo, Martín. Ya te he dicho que allí ya no hay nadie. Yo soy toda la familia que te queda en el mundo —mintió Calvario, que no tenía ninguna intención de acercar a su sobrino a aquel lugar que ella consideraba infame.
Estaba convencida de que había salvado al pequeño de un entorno que no lo iba a favorecer en absoluto. Ella se había ocupado de investigarlo. Dejar a Martín en manos de una mujer con tan poco respeto por la religión habría sido un pecado. Se le figuró, pues, que la única forma de salvar a Martín era alejarlo de Puente Viejo y de su entorno. Y la base de su plan era hacer creer al niño que toda su familia había desaparecido y que, en consecuencia, no había ninguna razón para volver a aquel pueblo. Ella era la única familia que le quedaba en el mundo.
Calvario Hernando rondaba la treintena. Era una mujer enjuta y poco cariñosa con su sobrino. Su único y verdadero amor era Dios. Realmente, no había tenido otra opción. Educada en una estricta moral católica, no era de extrañar aquel fervor que podría calificarse de enfermizo. Y aspiraba a que su sobrino accediese a una educación con las mismas restricciones. Tenía claro que el futuro de Martín era la carrera eclesiástica y no pararía mientes hasta conseguirlo. Dedicaría su vida y su fortuna a ello. Calvario era la hermana de Angustias Hernando, la primera esposa de Tristán Ulloa, quien, en su locura, había robado a Martín a Pepa, su verdadera madre, y lo había hecho pasar por su hijo. Angustias se creyó su propia mentira y se la hizo creer a todos, incluso a Tristán.
Y como primer paso iniciático de la carrera sacerdotal de Martín, lo había metido en el frío seminario de Teruel, en el que fue profundamente infeliz. Alejado de su familia, todas sus energías se concentraban en escapar de aquella férrea disciplina, demasiado dura para un niño de seis años. Varias veces intentó escapar y otras tantas fue capturado por el padre Fermín. Y con cada captura, la disciplina se tornaba más y más agobiante. Por fin, Calvario, que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber sobre la familia del niño y sobre Puente Viejo, fue a recogerlo para que prosiguiera su educación en otro entorno, lejos del pueblo de origen del niño. El destino elegido era América. En concreto, una misión en la selva de Colombia: La Guajira.
—Si estás cansado, puedes ir a lomos de la mula —dijo la mujer cuando acabó de lavar las heridas de las rodillas de Martín—. Iremos más prestos.
No sabía realmente a qué distancia estaban de la población más cercana, pero tampoco importaba. Calvario sabía que la familia del niño andaría buscándolo y consideraba más prudente viajar por caminos poco transitados hasta que llegaran a su destino en La Coruña, donde se embarcarían rumbo al Nuevo Mundo. Así las cosas, Calvario prefería pernoctar en casas abandonadas o en pajares a alojarse en una posada de un pueblo, pues temía que en sitios como ése pudiera haber algún cartel anunciando la desaparición y la búsqueda de Martín. Pero ella confiaba siempre en que el Señor les proporcionaría un cobijo para la noche. Y era cierto que lo conseguía. El Señor siempre proveía. Y aquella tarde, que ya comenzaba a decaer y a proyectar las largas sombras de los árboles en el camino, no fue una excepción. Al subir un repecho, vio a lo lejos una agrupación de casas que, por su tamaño, no pertenecían a un pueblo pequeño. Sin duda aquel río donde había lavado las heridas a Martín debía de ser un afluente del Duero y aquella ciudad, pues eso era lo que veía, tenía que ser Soria.
Llegaron a las afueras de la ciudad y Calvario tiró de las bridas de la mula para encaminarla hacia el río. Fueron bajando con cuidado por un camino estrecho hasta la ribera del Duero. Entre las hojas de los árboles, que ya tomaban el color del otoño, se levantaba, como abrochada a la roca de la ladera, la figura de un edificio, con sus cimientos casi en las aguas del río. Era la ermita de San Saturio. Aquel iba a ser su refugio durante la noche, sin duda. A Martín le extrañó la entrada a aquel edificio. Se hacía por una cueva excavada en la roca viva. No era como la iglesia de Puente Viejo, en la que, según recordaba él, se entraba por una puerta. En vista de lo extraña que era la entrada a aquel edificio de fachada austera, Martín no esperaba encontrar en el interior lo que sus ojos vieron. Le llamaron particularmente la atención varias figuras de un ángel con alas doradas que sometía con su pie a un demonio. Martín sabía qué era aquella figura. Se trataba de san Miguel sometiendo al diablo. Don Fermín, en el seminario, le había contado la historia del arcángel, pero nunca había visto una representación material de aquello.
Mientras su tía Calvario hablaba con el santero de la ermita para que les diera cobijo por aquella noche, el niño investigaba el curioso edificio. Subió una escalera pegada a la roca y salió a un balcón. La vista de aquel atardecer sobre aquel río, mucho más ancho que el de Puente Viejo, emocionó a Martín y le quitó algo del pesar que lo atenazaba desde que lo habían separado de sus padres. Su paz duró poco. Oyó tras de sí los pasos de su tía.
—¿Qué zascandileas, Martín? —Martín no contestó—. Precioso lugar, ¿verdad? ¿No es increíble la labor del Señor?
Martín asintió con la cabeza. No sabía de quién era obra aquel sitio. Él pensaba que de los hombres. Pero, sin duda, era precioso. Calvario se situó a su lado y murmuró una oración, de gracias al Señor, supuso Martín. Cuando hubo acabado, tomó a su sobrino de los hombros y le indicó que bajaran de nuevo al interior de la ermita.
—El santero nos acoge por esta noche. Mañana seguiremos camino.
—Pero, tía, ¿adónde vamos?
Calvario sonrió con una ternura que Martín sabía que dedicaba a los demás, nunca a él.
—Bajemos. Te lo contaré durante la cena.
Cuando bajaron, el santero ya había dispuesto una cena frugal de pan negro con queso y algunas uvas, de las primeras de aquel otoño.
—Hola, hombrecito —le dijo a Martín—. Toma asiento. ¿Te gusta la leche de oveja?
—No lo sé —contestó Martín—. Me gusta la leche.
El padre Críspulo le sirvió un gran tazón, que el niño, hambriento, bebió dejando una traza blanca sobre su labio superior. El santero sonrió y acarició la cabeza de Martín en un gesto amable. Era un hombre delgado, alto, de mirada clara y bondadosa. Hablaba con voz grave y tranquilizadora. Era natural de Soria, y conocía la provincia, su historia y sus leyendas como la palma de su mano. Críspulo se había dedicado a la enseñanza, por eso tenía esa buena mano con los niños que ahora desplegaba con Martín. Pero sus superiores lo encontraban demasiado permisivo con sus alumnos y por ello lo apartaron de la docencia y le encargaron la custodia de la ermita de San Saturio. En realidad, su «permisividad» con los alumnos consistía en transmitirles su atávico amor por la naturaleza y la historia de su comarca; así se los llevaba a menudo por los campos para acechar a algún buitre y explicarles su vuelo perfecto o para hablarles del pasado de algún enclave templario de los que aquella zona no andaba escasa. Aquellas clases de naturaleza relajaban la disciplina del seminario y, por muy enriquecedoras que fueran, no estaban bien vistas por la curia dirigente. El padre Críspulo no tuvo más remedio que aceptar el nuevo destino, pero prefirió mirar el lado bueno de las cosas y alegrarse de que su vida continuara en un lugar de tanta belleza e, irónicamente, de profundo pasado templario.
—Eres un buen niño, sin duda.
—No se fíe, padre —intervino Calvario—. Es un niño rebelde.
—¿Y quién a su edad no es rebelde, hermana? —y, mirando a Martín, añadió—: No sabes cómo era yo a tu edad.
Martín sonrió con complicidad, pero ésta duró poco porque Calvario volvió a interrumpir enseguida.
—No le demos alas, padre. Bastante me cuesta meterlo en vereda. Y aún nos queda un viaje largo por delante para andar tirando de él.
—Y ¿adónde se dirigen, si puedo preguntar?
—A La Coruña, padre.
—¿A La Coruña? —dijo Martín sorprendido—. ¿Dónde está La Coruña?
El santero se levantó, rebuscó en unas baldas y regresó con un pliego enrollado que extendió sobre la mesa. Puso su dedo sobre un punto que representaba una ciudad al borde del mar. Martín sabía que cerca de Puente Viejo no había mar, así que se inquietó. Miró atentamente el mapa y preguntó al santero.
—¿Y ahora? ¿Dónde estamos?
El santero paseó su dedo por el papel, lo alejó de la franja azul y se paró en otro punto.
—Aquí, en la ribera del Duero, ¿ves este río? —miró a Calvario—. ¿Tienen ustedes familia allí?
—No —dijo la mujer—. Ése no es nuestro destino final, padre. Aspiro a un futuro mejor para mi sobrino. De La Coruña tomaremos un vapor rumbo a América. A Colombia. Llevo cartas para el padre Celso. Él se ocupará de la educación religiosa de Martín y de hacer de él un buen sacerdote.
Martín miró el mapa. Sus ojos volvieron a la franja azul de La Coruña y se dirigió al santero.
—¿Dónde está Colombia? —dijo manteniendo su dedo sobre el punto de la ciudad gallega.
El santero tomó el dedo del niño y lo desplazó por el mapa, atravesó todo el océano Atlántico y, luego, dibujó con él un perímetro relativamente pequeño.
—Esto es Colombia, Martín. Y todo esto —explicó mientras trazaba un perímetro mucho más extenso— es América. Grande, ¿no es cierto? —Martín no contestó. Solamente le preocupaba una cosa:
—Y ¿dónde está Puente Viejo?
—Me temo que no está en este mapa, muchacho. Es un sitio muy pequeño, pero calculo que debe de andar por esta zona —repuso el santero mientras contorneaba algo muy tierra adentro—. ¿Qué hay en Puente Viejo?
—Mi fami… —Martín no pudo completar la frase. Calvario le dio un tremendo pescozón que levantó el pelo del pequeño.
—Ya vale de decir tonterías, Martín —conminó Calvario alzando el tono—. Tú no tienes familia. Yo soy todo lo que te queda en el mundo.
—¡Sí la tengo! Está mi padre y… —Otro pescozón, esta vez más fuerte, volvió a detener el discurso del niño, que se llevó la mano a la zona trasera de la cabeza.
—Discúlpeme, padre —dijo ahora la tía adoptando de nuevo un tono melifluo—. ¿Ve como es indómito?
El santero contempló aquella discusión con inquietud. No le cuadraba la reacción de la mujer, opuesta a la actitud pía y servil que había tenido al llegar. Y sabía que si la verdad andaba por algún lado de aquella diatriba, más probable era que estuviera del lado de un niño que de una mujer adulta que conjugaba tan seguidas una actitud piadosa con otra iracunda.
—Así son los chiquillos, hermana. ¿Pero cuál es la próxima etapa de su viaje? —El santero detectó la tensión de Calvario e intentó tranquilizarla—. Puedo ayudarles con cartas a algún amigo para que no les falte cobijo.
Pero Calvario se arrepentía de haber dado tantas pistas sobre sus planes. Había algo en el santero Críspulo que despertaba su más profunda desconfianza.
—Veré cómo descansa esta noche Martín y mañana le diré cuán largo es el camino que podremos hacer. Ahora deberíamos retirarnos, si al padre no le importa prescindir de nuestra compañía, ¿verdad, Martín?
—Como guste, Calvario. Quedo, pues, a su disposición y mantengo mi ofrecimiento.
Además del cuarto del santero, la ermita solo contaba con otra habitación, en la que se acomodaron sobre el suelo Calvario a un lado y Martín al otro. Calvario lo hizo arrodillarse, como todas las noches, para rezar sus oraciones. Martín se giró hacia la pared e intentó conciliar el sueño, pero, aunque sus párpados le pesaban y su cuerpo le dolía, la imagen de aquel mapa con aquella enorme franja azul, con una ballena dibujada en medio, a tanta distancia de Puente Viejo y de su familia, le impedía descansar. Tampoco ayudaba el murmullo de los rezos de su tía, que siempre se prolongaban durante varios minutos, interrumpidos por leves jadeos y ligeros quejidos. Calvario era consciente de sus arranques de ira y del pecado capital que aquello suponía y, como no eran infrecuentes, castigaba su carne con un cilicio cuando pensaba que Martín dormía. A veces lo hacía oculta en algún rincón de los pajares o de las ruinas donde habían dormido desde que lo sacó del seminario de Teruel, hacía ya varias semanas. Pero aquella noche, aunque compartían estancia, la mujer no cambió sus costumbres.
Sobre el fondo de la retahíla del Confiteor recitado una y otra vez con voz monótona, Martín fue fraguando la clara idea de que si no escapaba de aquella mujer, jamás volvería a ver a su familia.