14
(1908)
María entró en el colmado, con el puño derecho cerrado con fuerza. Tiró del delantal de puntillas de Dolores.
—¡Hola, bonita! ¡Cuánto bueno por aquí! ¿Vienes a hacer un mandado de tu madre?
—No —replicó la niña refrendando su monosílabo con la cabeza—. Quiero caramelos.
—¿De violeta? ¿De los que te gustan?
—Pirulís de La Habana. ¿Cuántos puedo comprar con esto? —abrió el puño, que ocultaba varias monedas de cinco céntimos, y miró a Dolores.
—¡Huy! Con eso puedes comprar diez pirulís.
—¿Solo?
—¿Solo? No puedes comer tantos caramelos de una sentada, María. Hoy te doy uno y guardas el resto de las monedas y mañana vienes por otro.
—No, no. Son para Aurora. Para que se los lleve a Suiza.
—¿A Suiza? ¿Tan lejos?
—Sí, está muy lejos y allí no hay pirulís, ¿verdad?
La campana de la puerta sonó y la silueta de Emilia se dibujó en el umbral. Llevaba ropa de viaje y venía buscando a su hija.
—María, ven a dar un beso a mamá y a la prima —le pidió a su hija con voz triste.
—Espera, que estoy comprando unas cosas para vuestro viaje —repuso la niña con vocecita clara. María resultaba una niña un poco redicha para su edad, pero ése era el destino de los niños avispados y su madre lo entendía.
—¿Me vas a contar algo, Emilia? ¿Qué es eso de Suiza? —inquirió Dolores, que atisbaba un cotilleo jugoso.
—No es momento, Dolores. Salimos para La Puebla y vamos con el tiempo escaso. —A Emilia no le apetecía dar explicaciones sobre un viaje que hacía a desgana, por lo injusto de su fin—. María, cariño. Acaba ya.
—¡Que quiero los pirulís, mamá! Para Aurora. —Dolores miró interrogante a Emilia, pidiendo su autorización para vender semejante cargamento de dulces.
—Déselos, Dolores. Le hace ilusión regalárselos a su prima.
Aurora se iba a Suiza, efectivamente. Tristán así lo había decidido. Aquel día fatídico en que zarandeó a su hija, tomó conciencia de que no podía controlar su ira cuando la veía. Y antes de infligirle algún daño irreparable, decidió separarla de él y llevarla a un internado en Suiza. Lausana era famosa por los buenos internados que había allí para la educación de señoritas; o eso era lo que Tristán había oído y ésa era la educación que quería para Aurora.
Bien pudo intentar Emilia hacerlo entrar en razón. Ella pensaba que Raimundo lo habría convencido, pero ya debía de estar sobre la cubierta de algún barco, atravesando el Atlántico para reunirse con su hijo en tierras americanas. Alfonso también hizo sus intentos, aludiendo a la crueldad de separar a una niña de cinco años de sus seres queridos, para llevarla a educarse durante no se sabía cuánto tiempo. Por mucho francés e inglés y buenos modales que aprendiera. Y estaba además, argumentaba Alfonso con su cuñado, la cuestión crematística. Si ya los ingresos para mantener El Jaral eran escasos, pagar tantos años de una educación tan cara no iba a ser tarea fácil. Alfonso no concebía cómo un padre podía separarse de su hija. Solo pensar en que María estuviera lejos de él le provocaba un vértigo terrible. Prefería que su María estuviera churretosa y feliz, pero cerca de él, a que se convirtiera en una señoritinga endomingada, a kilómetros de los suyos.
Cada puenteviejino que se sentía con fuerza le argumentaba a Tristán, pero él seguía erre que erre con lo de Lausana. La única que había callado era Rosario. No solo sobre el destino de Aurora, sino también sobre la escena que había contemplado en el despacho entre padre e hija. Aunque, probablemente, pensaba igual que su hijo Alfonso sobre que padres e hijos estuvieran separados, vivía de otra forma, con mucha más nitidez, el día a día en El Jaral y sentía que la única fuente de amor constante que tenía Aurora en su propia casa era la suya. Y ésta, aunque inmensa y tierna, a Rosario se le antojaba insuficiente. Rosario no reconocía en aquel Tristán al apuesto capitán que había luchado contra viento y marea para conseguir el amor de Pepa. En realidad aquel viento y aquella marea eran su madre, Francisca Montenegro, no precisamente un enemigo pequeño. Pero Tristán había consentido incluso en ser desheredado, antes que renunciar a Pepa.
Y ahora —y esto era lo que Rosario no comprendía— no era capaz de amar al fruto del vientre de la mujer a quien tanto había amado y que, además, iba convirtiéndose en el vivo retrato de su madre. Los mismos ojos, la misma boca perfectamente perfilada, el mismo pelo ondulado y los mismos arrestos.
Emilia fue la responsable de emprender el viaje con su sobrina y de depositarla en el colegio Sacré Coeur de Marie en Lausana. El día de su partida, Aurora se aferraba de una mano de su tía Emilia. María de la otra. Ésta se soltó de la mano de su madre y se acercó a su padre.
—¿Me das dinero para comprarle una cosa a Aurora, por favor? —susurró al oído de su padre.
—¿Qué cosa? —preguntó Alfonso.
—¡Sshhhh! Habla bajito. Es una sorpresa —dijo María poniendo el dedo índice sobre sus labios.
Alfonso sonrió y le dio unas cuantas monedas de cinco céntimos. Cuando la niña las tuvo en la mano, salió corriendo hacia el colmado. Emilia tuvo que ir a buscarla y Alfonso las vio venir a ambas, a María con un paquete en las manos, resplandeciente de alegría.
—¡Toma, prima! Pero no te los comas todos o te empacharás. Hoy uno y mañana otro —dijo repitiendo como un lorito lo que había oído de Dolores.
Aurora abrió unos ojos enormes al ver tanto pirulí de La Habana reunido. Tomó uno del paquete y se lo tendió a su prima.
—Éste es para ti.
Subieron a la diligencia y María no dejó de saludar con la mano a su madre y a su prima, hasta que desaparecieron tras un repecho del camino. María y Aurora. Aurora y María. Siempre juntas, siempre metidas en aventuras… y ahora se separaban, no sabían por cuánto tiempo, pero sospechaban que mucho. María guardaría aquel caramelo como un tesoro.
—¿Y yo ahora con quién juego? —le preguntó a su padre.
—Con otros niños, María.
—Pero es que no son Aurora, papá. Y tampoco está el abuelo. Y mamá tardará en volver. Lausana está muy lejos —reflexionó María sentándose en el borde de la fuente—. ¡Menuda faena!
Alfonso entendía perfectamente el drama de su hija. Pero sobre todo tomó conciencia de los días que se le avecinaban hasta que Emilia regresara. Ahora que estaba arrancando el negocio del hotelito, poco margen iba a tener para ocuparse de su niña. Él no poseía la habilidad de Emilia para aprovechar las horas con todos sus minutos y abarcar la misma actividad que su mujer desplegaba en un día. Claro que Rosario lo ayudaba con la ropa de la niña, pero él no tenía en cuenta cosas que Emilia cuidaba al detalle y, si un vestido no estaba demasiado sucio, consideraba que su hija se lo podía poner una vez más.
Sin embargo, María empezó a desarrollar, por puro instinto de supervivencia, una independencia inusitada. Sabía que no debía desaparecer del campo de visión de su padre, que andaba atareado en sus cosas, y convirtió la plaza del pueblo en su reino particular. Los días de mercado, jugaba con los niños de los vendedores ambulantes que ponían sus puestos. Aprendió a pedir lo que quería en el colmado y a decirle a Dolores que lo pusiera en la cuenta de sus padres. Todo ese reino fue posible mientras duró el buen tiempo, pero cuando llegaron los fríos ya no era tan agradable jugar en la plaza. Así que María se veía encerrada tras los cristales de la posada. Y se aburría. A veces se escapaba e intentaba hacer incursiones al campo o a El Jaral para ver a su abuela, pero siempre la encontraba algún lugareño caminando por las lindes del pueblo y la devolvía con su padre.
Pero tanto lo intentó que, finalmente, un día consiguió alejarse lo suficiente. Quería ver a su abuela y no encontró a nadie en su camino que pusiera fin a su aventura. María trotaba feliz, libre de su encierro. Corría y saltaba como lo que era, un potrillo que había estado encerrado y al que por fin habían liberado. Casi volaba sin mirar el suelo.
Se alejó tanto que llegó a las tierras de La Casona. Y decidió acortar por ellas en lugar de seguir el camino para llegar a El Jaral. Y sucedió que la Montenegro había dado orden de plantar árboles nuevos. Quería higueras que dieran sombra fresca en el verano, así que Mauricio y algunos braceros habían cavado los agujeros para plantar los árboles que llegarían de Amunia al cabo de pocos días. Y en uno de esos agujeros se cayó María, con tan mala suerte que todo el peso de su cuerpo cayó sobre un brazo y éste se rompió. Tanto fue el dolor que la niña se desmayó.
Cuando María volvió en sí no sabía cuánto tiempo había pasado, pero, cuando reaccionó, el sol había bajado bastante. Intentó salir, pero el agujero era demasiado profundo para una niña de su estatura y trepar con un brazo roto era una misión imposible. Así que empezó a gritar:
—¡Socorro! ¡Estoy en un agujero! ¡Que alguien me saque!
Y quiso la casualidad que Francisca Montenegro estuviera dando un paseo supervisando el futuro emplazamiento de sus nuevos árboles. Andaba a la busca, cómo no, de alguna imperfección en el diseño que pudiera echar en cara a Mauricio. Escuchó la vocecita de María, que ya empezaba a rozar el llanto, desesperada porque nadie la escuchaba y aterrorizada ante la idea de pasar la noche en aquel agujero. Con Aurora a veces jugaban a meterse en los agujeros preparados para los árboles nuevos. Los tapaban con ramas y se hacían su casa de juegos. Pero con Aurora era un lugar seguro. Y podían salir, pues ninguna estaba lesionada. Pero ahora la situación era muy diferente.
Cuando vio aparecer la cara de Francisca Montenegro, sonrió feliz, con su carita llena de barro.
—Pero ¿qué haces aquí, princesa? —Sacarla de allí fue tan fácil como tenderle una mano; con esa ayuda, María trepó hasta la salida—. ¿Te has hecho daño?
—Me duele mucho el brazo. Por eso no podía trepar. Si no habría salido. Ya he salido de muchos agujeros de árboles —dijo orgullosa.
—No me cabe ninguna duda. Déjame ver ese brazo. —Francisca le tocó la extremidad y el grito de dolor de María le reveló que aquello debía ser una rotura—. Vaya. Tendremos que llamar al doctor. Ven conmigo a casa.
—Pero mi padre me va a regañar si no vuelvo —protestó la niña, temerosa de la bronca que, sin duda, la esperaba con Alfonso por haberse escapado.
—No padezcas. Le daremos aviso de que estás en La Casona, ¿conforme?
Y es que Francisca Montenegro no iba a desperdiciar esa oportunidad de hacer sufrir a Alfonso y, por qué no, de disfrutar de María.
—Mauricio, cabalga a La Puebla a buscar al doctor. Cuando llegue a su casa, manda a buscar a don Pablo —ordenó a su capataz—. Y de que la niña está aquí, ni chus ni mus a nadie. ¿Está claro?
Mientras esperaban a que Mauricio regresase con el doctor, la propia Francisca se ocupó de dar un baño a la niña y mandó limpiar su vestido lleno de barro. Francisca conservaba ropa de dormir de cuando Soledad era niña, así que le dijo a Agustina que la buscara, la planchara y la trajera.
María durmió aquella noche en La Casona, con el brazo en cabestrillo, confiada en que su padre estaba avisado y no la buscaría. Pero, naturalmente, Alfonso buscó por las lindes de La Casona y miró en los agujeros para las higueras, pero María ya había sido rescatada y, ajena a la preocupación de su padre, dormía plácidamente.
Francisca la miraba dormir. Aquella niña era el único resorte capaz de imprimir una mirada de ternura en el rostro de la Montenegro. María tenía muchas cosas que ella misma tenía cuando era pequeña. Esa rebeldía, esa independencia le recordaban a una versión de sí misma cuando aún su corazón no se había vuelto de piedra. Cuando aún creía en las personas y en las cosas buenas. Cuando aún vivía su hermano Miguel y comenzaba a amar a Raimundo. Hacía tanto tiempo de aquello… Aquella noche, La Casona, demasiado vacía en los últimos tiempos, cobró la vida que le faltaba. Y eso se debía a la presencia de María. Dadas las circunstancias, Francisca comenzó a acariciar la idea de que aquél era el lugar en que aquella niña debía estar y no cerca de un padre al que se le despistaba. Ella sabría cuidar mucho mejor de ella y darle una educación adecuada.
—Mañana irás a buscar de buena mañana a Alfonso y lo harás venir a La Casona —ordenó a Mauricio—. No quiero que sufra más de lo necesario. Pero sí que aprenda la lección.
Al día siguiente Alfonso se acercó a regañadientes a La Casona para recoger a su hija. No le gustaba la Montenegro, ni aquel lugar. Francisca se había encargado de que María estuviera resplandeciente cuando su padre la viera. Sus ropas estaban perfectamente limpias y planchadas, sus botitas inmaculadas y su pelo recogido en dos trenzas con lazos de seda blanca. María estaba hecha un primor. Y llevaba un brazo en cabestrillo.
Al primer vistazo, Alfonso entendió perfectamente el mensaje que pretendía enviarle Francisca, pero ésta quería asegurarse de que lo entendiera.
—Así es como tiene que estar tu hija todos los días, Alfonso Castañeda. No hecha una zarria, sucia y desgreñada —espetó la Montenegro sin molestarse ni siquiera en dar los buenos días.
Alfonso tuvo que morderse la lengua, pues se sentía culpable de haber descuidado a la niña. Por eso Francisca prosiguió.
—Esta vez tan solo se ha roto un brazo. Pero ¿y si no llega a tener la suerte de que yo la encontrara? ¿Y si otro día no es un brazo?
—Le agradezco los cuidados, doña Francisca —masculló entre dientes el Castañeda.
—No lo he hecho por ti, evidentemente. Si fueras sensato, dejarías aquí a la niña hasta que Emilia vuelva de ese estúpido viaje a Lausana.
—¡Ni por todo el oro del mundo! —contestó espontáneamente Alfonso, aunque luego bajó el tono—. Tendré más cuidado de ahora en adelante. Además, Emilia no tardará en regresar.
—Bien. Pues cuando llegue, dile que quiero verla. Hay una cosa que quiero hablar con ella.
—¿Qué cosa?
—He dicho con ella, Castañeda. No contigo. Que tengas un buen día —zanjó Francisca girándose. Cuando Alfonso ya había tomado a María por el hombro para llevársela de vuelta a casa, la Montenegro añadió una última frase—: ¿Sabes cuánto tiempo tiene que estar con el brazo en cabestrillo, Alfonso?
—No, señora, no.
—Cuatro semanas. ¿Ves como hay cosas que se te escapan?
Alfonso optó por no contestar al aguijonazo de la Montenegro y salió con María de aquella odiada Casona.
La niña se había asustado mucho con su accidente y abandonó por unos días sus aventuras y escapadas. Hasta que por fin regresó su madre. María le mostró orgullosa su cabestrillo, pero a Emilia aquello le causó una preocupación que no hizo sino aumentar cuando Alfonso le contó cómo había sido la aventura. Lo malo de la nueva situación era que Emilia no iba a poder vigilar a su hija más de cerca. Sin embargo, viendo cómo se desarrollaba el carácter de la niña en aquel momento de su infancia, Emilia sospechaba que iba a necesitar una atención constante que ella no iba a poder brindarle. Estaban arrancando el nuevo negocio y esto les reclamaba, tanto a ella como a Alfonso, mucho tiempo. Además, Alfonso no había visto con buenos ojos el viaje a Lausana y, en su fuero interno, la hacía también responsable de lo que le había sucedido a la niña.
Emilia recibió el recado de ir a visitar a la Doña y se acercó con María a La Casona. La propuesta de la Montenegro fue clara. Quería hacerse cargo de la educación de María. Argumentaba que la chiquilla andaba por los campos sucia y descuidada, casi como un muchacho. En La Casona tendría a alguien constantemente encima de ella, y además recibiría la educación digna de una señorita que sus padres nunca podrían permitirse.
—Le agradezco mucho su ofrecimiento, doña Francisca. Es muy generoso. Pero no quiero ni imaginar el disgusto que se llevaría Alfonso si no tuviéramos a María con nosotros.
—No seas dramática, Emilia —contestó la Doña con una sonrisa—. No me la llevo a Lausana, como otros hacen con sus hijas. Solo cambiará de residencia en Puente Viejo. Podréis verla siempre que queráis.
—Es de todo punto imposible. Créame, doña Francisca.
—¿Le niegas a tu hija la posibilidad de una buena educación por la cabezonería de tu marido? Te tenía por una mujer práctica.
—Lo natural es que los niños se críen con sus padres, doña Francisca.
—Pues cuando sus padres no los tienen vigilados y los dejan sueltos como salvajes desaliñados, no sé yo si es lo más natural.
—Eso ya no va a volver a pasar.
—Puede que no se rompa otro brazo, pero puede que algún desaprensivo intente robártela. No sería la primera vez, ¿verdad?
Francisca había tocado una fibra sensible. A Emilia la aterraba el recuerdo de su prima Adolfina. Había confiado en ella y le había permitido ayudarla en el cuidado de María, pero aquella mujer traicionó su confianza e intentó suplantarla tanto en el corazón de su hija como en el de su marido. Quiso arrebatarle su vida. Para Emilia aquél había sido un episodio negro y amargo.
—Eso no va a volver a pasar, señora.
—Te veo obcecada, Emilia. Verás como el tiempo me da la razón. Cuando lo decidas, ya sabes dónde encontrarme.
La Montenegro estaba segura de que, tarde o temprano, el destino pondría a María en sus manos. Y si el destino le daba la espalda, ya se ocuparía ella de ponerlo a su favor.