12

Se había quedado sin razones para salir de La Casona. O más bien tenía muchas para no abandonar la protección de aquellos muros. Cumplía con sus obligaciones religiosas. Iba a misa debidamente todos los domingos y se confesaba con el padre Anselmo, al que hacía acudir a su despacho. La Casona no tenía capilla; de haberla tenido, Francisca Montenegro habría hecho su propia misa. Habían pasado cuatro años desde la muerte de Pepa y aquel vapuleo de los primeros días que parecía haber detenido la vida de Puente Viejo ya se estaba prolongando demasiado.

No acudía al pueblo porque tenía esa sensación incómoda de que se la acusaba de algo. Tampoco acudía a El Jaral porque no era bien recibida por su hijo Tristán, inmerso como seguía en su dolor. Y, por otra parte, su nieta Aurora no conseguía interesarla. La veía cuando no tenía más remedio. Y es que a veces, Emilia, que había adquirido con la Doña el compromiso de llevarle a María de vez en cuando, acudía con las dos niñas. La crianza de Aurora, con un padre que no se había preocupado por ella desde que nació, se repartía entre Rosario y Emilia. Así que Aurora y María pasaban casi todo su tiempo juntas. Ahora que las dos primas caminaban, tenerlas juntas era lo más cómodo, con diferencia, para quien las cuidara.

En los últimos meses, Emilia había ido espaciando sus visitas a La Casona porque realmente empezaba a faltarle tiempo para todo lo que no fuera cuidar de su hermano y de su hija y arrancar el nuevo enfoque que, con su marido Alfonso, estaba dando a la casa de comidas para convertirla en una posada que hospedara viajeros.

Cualquier extraño que hubiera llegado de nuevas a Puente Viejo habría diagnosticado que los hombres se habían quedado anclados cuatro años atrás y que las mujeres eran las únicas capaces de sobreponerse al inmovilismo. Porque si Tristán seguía con su agotadora melancolía, Raimundo, puede que lastrado por su incapacidad para conseguir que su hijo recuperara las ganas de vivir, estaba entrando en una gris espiral de tristeza.

Como era hombre amigo de reflexionar sobre esas cuestiones trascendentes del origen y la razón de la existencia humana, meditaba a menudo sobre lo que había sido su vida y charlaba con don Anselmo, que, ayudado por su fe, aceptaba las desgracias como parte de una prueba para ganar el cielo. Para Raimundo, en cambio, todo aquello que estaba sucediendo no era más que otra prueba de la injusticia del mundo, sobre todo con los necesitados. Pero, poco a poco, aquellas charlas filosóficas o políticas con don Anselmo fueron espaciándose hasta que terminaron por desaparecer.

Al tiempo que perdía esa inquietud intelectual, Raimundo también perdía la ilusión por jugar con sus nietas. María era, al fin y al cabo, una mujer de Puente Viejo en miniatura. Ajena a las cuitas de su familia, crecía en un entorno que le permitía ser una niña feliz. Y su prima Aurora, aún demasiado pequeña para entender que su padre y su abuela no le daban todo el amor que le debían, corría detrás de su prima como los polluelos detrás de las gallinas. Llamaba abuela a Rosario, pues ésta era, verdaderamente, la que adoptaba este papel en mayor medida.

A veces Raimundo revivía su infancia, tomaba a las niñas de la mano y se las llevaba a pasear por los campos. Disfrutaba enseñando a su nieta a hacer las cosas que a él mismo le gustaban cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Recordaba las tardes de caza de gusarapos, con su gran amigo Miguel, el difunto hermano de Francisca. También se le venía a la mente la imagen de esta palmoteando, rodeada de libélulas, cuando todas aquellas vainas reventaron para dar salida a la vida. Les enseñaba a las niñas el nogal al que solían encaramarse para otear el horizonte y que constituía su refugio en los momentos de tristeza. Su copa ya era inaccesible tras todos aquellos años y lo único que podía subir hasta aquella altura era el recuerdo de la primera vez que abrazó a Francisca para consolarla de la muerte de su hermano Miguel. Aquellas ramas conocían muchos secretos, habían sido testigos de muchas alegrías y también de las tristezas más amargas.

Aquella primavera de 1908, María había descubierto la diversión de coger amapolas. Los campos y los bordes de los caminos estaban cubiertos de un brillante manto rojo y la niña arrancaba tantas amapolas como podía y se las llevaba a su madre, que las ponía en un jarrón de cristal tallado en un lugar principal del mostrador de la posada, consciente de lo efímero de aquellas flores. Cuando, a los pocos minutos de cortarlas, María veía que las cabezas rojas colgaban, fenecidas, por los bordes del jarrón, se enfadaba y volvía a escaparse al camino para cortar algunas más, que tenían el mismo final ineludible.

Emilia amaba a su hija, pero en aquel momento de su vida tenía tantos frentes de los que ocuparse que María, en ciertas ocasiones, tenía que pasar a un segundo plano. Y cuando vio la cara de decepción de su hija por las flores muertas, le propuso una cosa.

—Verás, María. Vas a ir a buscar al abuelo y le dices que te enseñe a coger amapolas para que no se estropeen tan pronto. —Con aquella propuesta, mataba dos pájaros de un tiro. Tenía a la niña cuidada y obligaba a su padre a salir de la apatía en la que últimamente notaba que había caído.

—¿Él sabe?

—Claro que sabe.

María hizo caso de su madre y fue corriendo a su casa. Raimundo aceptó la propuesta de su nieta con la condición que puso la niña, a saber, que fuera con ellos también la prima Aurora. Antes de salir, Raimundo tomó el candil con una vela que había encima de la chimenea.

—Abuelo, ¡que es de día! —dijo María riéndose de la ocurrencia de su abuelo de ir a esas horas con un candil.

—¿Tú no quieres que te enseñe a coger amapolas? ¿En qué quedamos?

—Sí, pero ahora. No por la noche —volvió a reír María.

—Tú confía en tu abuelo.

A pesar de los pesares, Raimundo aún podía hacer el esfuerzo de poner algo de misterio en algo tan simple como cortar amapolas, hasta el punto de convertirlo en toda una aventura. Puede también que su nieta María fuera la única capaz de despertar ese sentimiento en él. Así que ambos recogieron a Aurora en El Jaral y fueron caminando por los campos, portando una lámpara con una vela encendida, a esas horas en que los rayos de sol caen tan verticalmente que ningún objeto puede proyectar la más mínima sombra.

El misterio de la longevidad de las amapolas consistía en algo tan simple como poner un botón de cera derretida en el borde del tallo cortado. Parecía que la vida de la flor se escapara por ese corte y que la cera consiguiera evitar que se marchitara.

—¡Vamos a coger muchas! —decía María entusiasmada—. Le llevamos a la abuela Rosario y a mamá y a doña Francisca.

Raimundo aprobaba que su hija Emilia o Rosario sacaran partido del secreto de las amapolas. Lo de la Montenegro ya le hacía menos gracia. Era consciente de que se había desarrollado un vínculo extraño entre su nieta y la Doña, alimentado por las frecuentes visitas que Emilia hacía con María a La Casona. Para una Francisca Montenegro que había optado por permanecer casi encerrada, María era de las pocas alegrías que había. Y el amor que sentía por la niña desde muy pequeña no había ido sino aumentando con los años.

De bebé, María era una niña graciosa y, ahora, con cinco años era pizpireta, alta para su edad y muy bonita. Y sí, quería a doña Francisca. Con ese amor inocente que tiene un niño incapaz de discernir, por su corta edad, los oscuros vericuetos de la maldad que habita en un corazón adulto. Y Raimundo respetaba esa relación para no hacer infeliz a María. Y porque, mirado el asunto desde un punto de vista práctico, tener de cara a la Montenegro era sin duda mucho más conveniente para la niña y para todos.

Dejaron a Aurora en El Jaral, pues llegaba la hora de comer, y de vuelta al pueblo pararon en La Casona para que María le entregara a la Doña su cosecha. Todas las fiestas eran pocas para el regalo de María y toda ocasión para arremeter contra Raimundo era sistemáticamente aprovechada por la Doña. Así como Raimundo conservaba la compostura cuando estaba delante su nieta, Francisca no sentía ningún pudor en decir lo que pensaba, siempre que pudiera fastidiar a su antiguo amor.

María dio cumplida explicación del secreto de la longevidad de las amapolas atribuyendo, orgullosa, el mérito a su abuelo.

—Sí, cariño. Tu abuelo sabe mucho de cosas sin importancia —dijo la Doña con ternura hacia la niña y veneno hacia Raimundo.

—Sí que tiene importancia. Si no las amapolas se mueren muy deprisa —defendió María a su abuelo.

—No sé adónde quieres ir a parar, Francisca, pero no es el momento —intervino Raimundo, consciente de que, dijera lo que dijera María con todo su candor, Francisca lo emplearía contra él. A algún sitio quería ir a parar. La conocía de sobra. Y sabía que no iba a arredrarse, así que prefirió ahorrarle la escena a la niña—. María, si no ponemos las amapolas en agua, se van a mustiar. Ve a la cocina y dile a Agustina que las ponga en agua. ¡Corre!

—Muy protector —dijo Francisca con sorna.

—Alguien tiene que serlo.

—Y con alguien tenías que serlo, ya que con tu hijo eres incapaz.

—Bueno, ya llegamos adonde había que llegar. —Raimundo no tenía intención de provocar una pelea, pero, ahora que María no estaba, desde luego que no iba a eludirla. Se reclinó en la butaca y esperó el próximo ataque.

—No, Raimundo. Hemos arrancado. Llegaremos cuando yo diga.

—Pues diga usted, doña Francisca.

—¿Cómo consientes que tu hijo esté en el estado en que está sin hacer absolutamente nada por evitarlo?

—Creo que también es hijo tuyo, Francisca. ¿Acaso has hecho tú algo?

—Ya estamos eludiendo las dificultades. Como siempre.

—No. Solo haciendo un justo reparto de las responsabilidades.

—Sabes que no consiente en verme.

—Sus razones tendrá.

—Su cabezonería. Nada más. Pero a ti sí te ve.

—Poco. Y me escucha aún menos. ¿Acaso crees que no llevo cuatro años intentando hacerle entrar en razón?

—Pues, desde luego, eres el más indicado para convencerlo. Al fin y al cabo, de ti ha aprendido a diluir los problemas en licor.

Unos años atrás, aquella afirmación, desgraciadamente cierta, hubiera herido a Raimundo, pero después de tantos ataques de Francisca había desarrollado una especie de inmunidad. O al menos eso creía él.

—No me enorgullezco de esa parte de mi vida, pero no voy a ponerme a los pies de los caballos contigo, Francisca Montenegro.

—Asumes, pues, tu culpa en el estado de Tristán.

—Asumo que, desgraciadamente, no he sido capaz de sacarle del agujero en el que le ha sumido la muerte de Pepa. Pero tú tampoco.

—Te repito que a mí no me quiere escuchar.

—Y yo te repito que a mí no me hace caso. ¿Qué quieres?, ¿que me inmole delante de él?

—A veces tienes ideas brillantes, Raimundo. He de reconocerlo. Y ésa ha sido una de ellas. La vida sería mucho más agradable si hicieras ese sacrificio.

—Vete al infierno —replicó Raimundo aunque sin elevar la voz.

—Insulta quien no tiene argumentos.

—Los argumentos sirven con las personas que tienen conciencia —espetó él levantándose de la butaca—. Hasta aquí ha llegado esta conversación.

—He dicho que acabaría cuando yo dijera —respondió Francisca irritada.

—Perfecto. Puedes seguir hablando todo el tiempo que desees —dijo Raimundo tomando su sombrero—. Sola, por supuesto.

Y se dirigió a la cocina para buscar a María y volver a casa. Caminaron a buen paso, en parte para llegar a la hora del almuerzo, que ya estaba cercana, y en parte porque para Raimundo era la forma de liberar la tensión que acumulaba cada vez que veía a Francisca. La irritación, la furia. Francisca era de todo punto incapaz de ver el mundo desde un prisma que no fuera el suyo. Jamás se pondría en la piel de otra persona para comprenderla o compadecerla.

Pero aquella vez había herido a Raimundo porque él mismo se reprochaba su incapacidad para ayudar a su hijo. Y aquello lo torturaba. La melancolía de Tristán era un agujero negro que se estaba tragando las fuerzas de vivir de todos los que lo rodeaban. El duelo por la muerte de un ser querido es algo que hay que pasar, sin duda, pero cuatro años de duelo son demasiados.

Cuando María y su abuelo llegaron a casa, Emilia aún no había llegado. Raimundo comenzó a sentir que, en torno a él, todo daba vueltas. Fue a buscar una silla para sentarse hasta que se pasara el mareo, pero no le dio tiempo. En cuanto dio el primer paso, cayó al suelo con un golpe seco. María, asustada, fue hacia el cuerpo de su abuelo y lo sacudió llamándole, pero Raimundo seguía inerte.

María echó a correr tan rápido como pudo y fue a la posada a buscar a su madre. Emilia y Alfonso llegaron a la casa y, tras llevar a Raimundo a su cama, mandaron a buscar al doctor de La Puebla, don Pablo. Éste, tras examinar al enfermo, no dio un diagnóstico inquietante.

—No es más que una subida de tensión —dijo con seguridad—. No es nada grave si no se repite. Que pase unos días descansando y comiendo bien y nada ha de sucederle.

Emilia acompañó al doctor a la puerta y salió con él. No quería que Raimundo escuchara lo que iba a preguntarle.

—Doctor, tengo que decirle que no estoy del todo tranquila respecto a mi padre —susurró Emilia.

—Debes estarlo, Emilia. No es nada. Créeme.

—Pero, doctor, últimamente lo encuentro muy alicaído. Antes disfrutaba de la compañía de María, en cambio, ahora casi tengo que engañarlo para que la cuide, por no hablar de que ha perdido sus ganas de discutir con don Anselmo. Y ya sabe usted cómo les gustaba una buena charla.

—Sé de qué me hablas, Emilia —dijo el doctor en tono confidencial—. A veces el cuerpo nos avisa de cuándo algo falla en el alma. Y si he de dar un diagnóstico, creo que ése es el caso de tu padre.

—Explíquese, doctor.

—Las preocupaciones sin duda lo están mermando y no descarto que hoy en concreto haya tenido algún episodio que lo haya afectado especialmente. Pero, en mi opinión, esto ha sido una advertencia sobre un estado más general.

Emilia miró al suelo preocupada. Y el doctor prosiguió:

—No soy ajeno al estado de Tristán y sin duda a tu padre le está afectando no poder sacar a tu hermano del pozo.

—A todos, doctor. Pero es cierto que a mi padre en especial.

—Es la edad, Emilia. Los años no pasan en balde. Y mucho me temo que tu padre ha perdido ilusiones por el camino.

—¿Qué se puede hacer entonces?

—Pues o es capaz de forjarse ilusiones por algo nuevo o su cuerpo, que ahora está fuerte como un roble, acabará por resentirse. Confiemos en su fuerza de espíritu, Emilia.

El de Ulloa pasó varios días alicaído. Y Emilia andaba asustada y desbordada. La única vez que había visto a su padre en cama, la enfermedad había sido tan seria que hubo que operarle a vida o muerte. Fue aquel coágulo en su cerebro que, gracias a la ayuda nunca revelada de Francisca Montenegro, pudo ser operado con la celeridad precisa para salvar la vida al paciente. Pero que Raimundo, sin ningún mal físico aparente, estuviera postrado en el lecho era extraño y preocupante. Emilia se preguntaba si la compañía de María y de Aurora podría ser beneficiosa para él, pero, aunque las niñas pasaran a menudo las tardes en casa con su abuelo, no conseguían animarlo. Pidió ayuda a Tristán, pero éste, sumido en sus propios padecimientos y en sus vapores etílicos, no prestó ni la más mínima atención al estado de su padre. Emilia sentía que su mundo se estaba derrumbando y que ya eran demasiados los platillos con los que tenía que hacer malabarismos. Su padre y su hermano no eran su única preocupación, Alfonso y Rosario también andaban entristecidos con la suerte de Mariana, a la que escribían constantes misivas que nunca obtenían respuesta alguna. Emilia era fuerte, pero no indestructible y sentía que no iba a poder aguantar mucho más aquella sensación de que su mundo se estaba desmoronando. Se encontraba sola sin nadie a quien contarle sus cuitas. Pepa habría sido un hombro firme sobre el que descansar, pero ella ya no estaba. La única vía de escape que encontró fue la de escribir a su hermano Sebastián.

Proscrito en España, Sebastián había huido a América y había conseguido hacer una fortuna con el negocio del caucho. Emilia siempre había querido a su hermano, pero aquel amor fraternal se volvió aún más fuerte cuando él y su padre la animaron a seguir adelante con su embarazo a pesar de las convenciones sociales. Y gracias a aquel apoyo, se casó con Alfonso, que estuvo dispuesto a aceptar a Emilia, incluso aunque portara el hijo de otro hombre.

Los ancianos dicen que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana y por aquella ventana que Dios efectivamente abrió, entró una carta de América. Sebastián, preocupado por las noticias que había recibido de Emilia sobre la salud de su padre, hacía una propuesta que podría revivir la llama de la ilusión en Raimundo. Lo reclamaba a su lado. Necesitaba su ayuda con los negocios y no podía confiar en nadie mejor que en su propio padre.

Lo que se organizó para decidir si Raimundo debía o no viajar allende el océano fue prácticamente un concilio familiar. El propio Raimundo se mostraba dispuesto a emprender la aventura, pues era cierto que había recuperado algunas fuerzas ante la expectativa de aquel viaje, de reencontrarse con su hijo, de dejar de vivir, en fin, una vida sesgada. Pero no sabía si debía abandonar a Tristán a su suerte y brindarle más argumentos a Francisca para arremeter contra él.

Decidió dar una última oportunidad a Tristán. El ultimátum era claro. O dejaba el alcohol e intentaba vivir una vida digna, recuperado y en la que se ocupase de su hija y de su hacienda, o Raimundo se marcharía a América. Si iba a luchar, Raimundo sería su báculo, si no, él tenía que vivir los años que le quedaran lo mejor posible.

—Cuatro años de duelo son suficientes, hijo —le dijo Raimundo a Tristán.

—¿Dónde está escrito lo que ha de durar el dolor de una pérdida, padre?

—Es ley de vida. No hay cuerpo que aguante el dolor constante durante mucho tiempo.

—¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y yo, padre? Usted necesita ser feliz para vivir. Yo no. Yo solo necesitaba a Pepa —contestó el hijo llenando su enésima copa.

—Si te veo como te veo, no podré ser feliz.

—Váyase, pues. Así no me verá.

—No te importa nada la gente que te quiere, Tristán. No te reconozco.

—Solo me importa que soy tan cobarde que no me atrevo a acabar con mi vida y reunirme así con Pepa —repuso Tristán dando otro trago.

—Hay muchas formas de acabar con la propia vida. Tú has elegido la tuya —señaló Raimundo con un gesto de su cabeza a la copa ya vacía—. Lenta, pero inexorable.

Raimundo sabía que había utilizado los mismos argumentos durante años con el mismo resultado. Pero esperaba que este argumento nuevo de su partida tuviese una contundencia de la que los otros carecían. Estaba equivocado. Tristán era de pedernal ante cualquiera que intentara hacerle entrar en razón mediante la empatía.

Pese a todo, dejando al margen El Jaral y a Tristán con sus ganas de morir, Raimundo mantenía la duda de si debía partir o quedarse. Don Anselmo se la disipó cuando lo vio llegar a la posada cabizbajo.

—Amigo Raimundo —le dijo el cura—, a los ojos de Dios ya has hecho suficiente.

—Gracias, padre —contestó el amigo, demasiado compungido para entrar en diatribas religiosas.

—Creo que ha llegado el momento de que mires por ti mismo, Raimundo. Parece mentira que un cura incite al egoísmo, pero creo que, en este caso, es lo más sensato.

Mientras Raimundo tomaba la decisión de dejar el viejo mundo detrás de sí, Tristán, por enésima vez, rememoraba a Pepa. Encerrado en su despacho, abrió el cajón de su escritorio y sacó de él una caja grande. Estaba forrada con un bonito papel de flores. Dejó su copa de lado y abrió la tapa. Allí estaban las cosas que le recordaban un tiempo pasado, feliz, junto a ella. Había guardado aquellas cosas que encerraban una parte de la esencia de lo que había sido su atribulada y finalmente desgraciada historia de amor. Allí estaba el cuaderno de caligrafía con el que le había enseñado a escribir y la novela de Pepita Jiménez con la que le había enseñado a leer. Sonrió al recordar los titubeos de ella en cada palabra o en cada trazo de aquellas páginas. Y por un instante, aquel peso que sentía sobre el pecho desde el día de su muerte desapareció. Solo fue un momento de calma.

Aurora entró correteando para decirle que la cena estaba lista. Al pasar cerca de la mesa, golpeó con su ímpetu la caja, que cayó al suelo. No fue nada grave. Nada que no fuera normal en una niña de cuatro años que reclama a un padre al que tiene menos de lo que necesita. Pero la reacción de Tristán fue desmedida, cruel. Vapuleó a Aurora, preguntándole sin parar «¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?», como quien reprende a un cachorro al que se intenta enseñar que no mordisquee las cortinas. Tan fuerte la agarraba de los brazos que Aurora, asustada, comenzó a llorar. Cuando Rosario, alertada por las voces de Tristán y los llantos de Aurora, acudió al despacho, aun desconociendo el origen de la crisis, se asustó ante la cara desencajada de Tristán, el cual reprendía a su hija, que lo miraba, sin decir una sola palabra, con los ojos anegados en lágrimas.

—¡Señor! ¡Por Dios! —suplicó Rosario.

Tristán salió entonces como de un sueño. Se detuvo y soltó a su hija, que corrió a refugiarse entre las faldas de Rosario llorando.

—Ven, cariño. Te seco esas lágrimas y te doy una cosa que he traído para ti. ¿La quieres?

—¿Qué cosa? —consiguió decir Aurora entre dos pucheros.

—Un pirulí de La Habana que te he comprado en el colmado.

La niña tomó la mano de Rosario y tiró de ella hacia la puerta del despacho. De refilón vio como Tristán se agachaba a recoger la caja del suelo y colocaba las cosas en su interior. Y Rosario entendió lo que había pasado. Pero no podía justificar aquella violencia. Y tampoco pudo evitar echar una mirada de reprobación a su amo.

Tristán se dio cuenta de que su reacción había sido desmedida y, en ese mismo momento, tomó una decisión que marcaría la vida de su hija.