17
(1913)
Quizá hubiera sido más fácil decirle toda la verdad a Alfonso. Puede que la pena, la culpa y el miedo hubieran sido así más llevaderos. Pero todo era mucho más complejo, no se reducía a un sencillo tema de sinceridad. Con cierta regularidad llegaban cartas a la casa. Se trataba de cartas devueltas. Eran los baldíos intentos de Alfonso por saber de su hermana Mariana, encerrada en alguna cárcel de Melilla desde hacía diez años. Alfonso jamás recibió una respuesta. Y aun así, aunque espaciara los envíos, no dejó de escribir. Lo hacía por él, pero también por su madre, Rosario, que ya no tenía muchas razones para sentir alegría, viviendo con el triste Tristán en El Jaral.
Emilia se sentía responsable de haberles quitado a ambos la alegría de tener a María cerca, pero estaba segura de que ninguno de los dos hubiera soportado verla a ella también en la cárcel, como lo estaba Mariana. Estaba convencida de que perder a María podía ser el fin de su felicidad matrimonial con Alfonso, pero para este ver a la propia Emilia entre rejas podía acabar con su vida. Y eso era lo último que Emilia quería.
Porque en los tres años que hacía que María estaba en La Casona, la relación de la pareja había sufrido y mucho. Alfonso estalló en cólera cuando María se fue a vivir con la Montenegro. Emilia trataba de razonar su decisión, pero con tan pobres argumentos que nunca llegó a convencer a su marido. Y es que Emilia había decidido callarse la verdadera razón hasta el fin de sus días.
Así, lo que en un primer momento eran asiduas visitas comenzaron, por un motivo u otro, a espaciarse. De modo que, al principio, Emilia y Alfonso no apreciaban los avances en la educación de su hija. Pero cuando las visitas se fueron separando en el tiempo, se abría cada vez más la zanja entre unos padres de clase humilde y una hija que se comportaba con la distancia de una señorita. Y es que María estaba siendo educada como una auténtica señorita. Una institutriz de la más rancia escuela inglesa, miss Bradford, la instruía en filosofía, aritmética, literatura, inglés y francés, y buenos modales. María llevaba una vida digna de las niñas de la clase social más alta y recibía regalos de acuerdo con ese estatus.
En el décimo cumpleaños de María, la Montenegro tuvo la deferencia de invitar a los padres de su ahijada, pues ése era el trato que le daba a María, a un «pequeño ágape» en La Casona. El ágape no fue tan pequeño, pues, cuando Alfonso y Emilia llegaron, vieron que el jardín se hallaba profusamente decorado con guirnaldas y flores blancas y que por él se movía una multitud de no menos de cincuenta personas, a quienes, en su mayoría, no conocían. Alfonso se tragó su orgullo, como siempre hacía cuando llegaba a los dominios de la Doña. Él y Emilia se quedaron en un pequeño rincón con don Anselmo y los Mirañar, mientras a su alrededor desfilaban señoras empingorotadas y caballeros estirados que, sencillamente, no se fijaban en ellos, o en el peor de los casos, los miraban con gesto altivo por encima del hombro. Les costó llegar hasta su hija para poder darle su regalo. Habían hecho un esfuerzo y le habían comprado un precioso carrusel de madera, pintado con brillantes colores. María lo abrió y, al poco rato, ya lo había abandonado. «Ya tengo uno», dijo, sin saber el daño que podían hacer esas simples palabras a sus padres. Y contrapuesto a aquella indiferencia, destacó el entusiasmo de su hija cuando apareció en el jardín el regalo de su madrina. Un poni color canela, con preciosas crines rubias, adornado con un enorme lazo rojo.
Aquello fue más de lo que Alfonso pudo soportar y abandonó la fiesta, seguido por la mirada de triunfo de Francisca. Había perdido a su hija y Emilia también. Y lo más triste de todo aquello es que María ni siquiera echó de menos a sus padres. Subió al poni y con una habilidad inusual para cabalgar dio un paseo por las inmediaciones de la casa.
Alfonso no despegó los labios en todo el camino hacia casa y Emilia prefirió no suscitar ninguna conversación. Sabía que vivía encima de una cazuela que había estado cocinando la frustración a fuego lento, y que aquel día había roto a hervir. Iba a hacer falta muy poco para que el contenido se desbordara. Y lo hizo al llegar a casa.
—Esto no tiene ningún sentido, Emilia. ¿De verdad te conformas con tener así a tu hija? ¿A medias? —preguntaba Alfonso incrédulo.
—Cariño, por favor. Cálmate —intentó templar Emilia.
—Ni cariño, ni ocho cuartos, Emilia —respondió él enfadado—. Llevo casi cuatro años calmado. Aceptando y aceptando, pero sigo sin entender.
Alfonso no era persona de ira fácil. Era un hombre templado y bueno. Amaba tanto a su esposa que admitía casi todo lo que ella quisiera, de buen grado y sin sentir que renunciaba a nada por hacerla feliz. Pero Emilia sabía que, cuando estallaba, era como una presa que después de haber ido agrietándose acaba por romperse. Aquella grieta se abrió el día en que María se trasladó a La Casona y no había hecho más que agrandarse. Si hoy Emilia no era hábil, la riada arrastraría todo a su paso.
—¿Qué hay de malo en que María tenga lo que nosotros no podemos darle?
—¿Has estado conmigo en esa reunión en La Casona o he estado yo solo, Emilia? —respondió su marido alzando cada vez más la voz—. ¿Por qué tengo que comulgar con ruedas de molino? ¿Me lo quieres explicar?
—Creo que te estás excediendo. —Emilia fingía una serenidad que no tenía, pero si le daba la razón a Alfonso, todo estaría perdido.
—¿En qué me excedo, Emilia Ulloa? Me he tragado que a mi hija la críe la mujer que más daño ha hecho en el mundo a mi familia. Todo por tu obstinación en que se eduque como una señoritinga estirada. ¡Y vive Dios que lo has conseguido! —Alfonso daba vueltas por el comedor, fuera de sí—. ¡Un poni! ¿Crees que María necesita eso para ser una persona de bien? ¿Acaso tú eres malvada por no haberlo tenido? ¿Lo soy yo? ¡Dime!
—Tampoco habría sido malvada si lo hubiera tenido.
—¡Deja de jeringarme, Emilia! —Pero de repente Alfonso se calmó y con voz solemne proclamó—: Mañana sacaré a mi hija de La Casona, digas lo que digas.
Por la cabeza de Emilia pasaron las consecuencias de aquella amenaza y vio claro que tenía que atacar con su arma más contundente. Y lo hizo.
—Si mañana sacas a María de La Casona, me iré con ella y no nos volverás a ver a ninguna de las dos.
—No te atreverás a llevarte a mi hija.
—¿A tu hija? Querrás decir «mi hija» —y mientras Emilia pronunciaba esas palabras, ya se estaba arrepintiendo.
Alfonso se quedó helado. Se hundió en la silla y puso la cabeza en sus manos.
—Eso ha sido una puñalada trapera, Emilia.
La mujer flexionó sus rodillas para poner su cara a la altura de la de Alfonso, pero, por toda respuesta, él se levantó y salió a la calle dando un portazo. Emilia lloró, arrepentida del veneno que había soltado. Alfonso no se merecía ese trato, de eso ella era consciente, pero se había sentido acorralada y había reaccionado casi sin pensar. Esperaba que aquel daño no fuera irreparable.
Pero Emilia no andaba desencaminada. María, ajena a todo esto, era una niña feliz. Parecía haber nacido para aquel tipo de vida. Para ella era normal estrenar vestidos a menudo o tener más zapatos de los que podía contar. Igual que le resultaba normal tener un poni, aunque sus padres fueran dos obreros que sacaban adelante su negocio como mejor podían.
El caso es que tras aquella amarga discusión, las visitas a La Casona se fueron haciendo más y más escasas, hasta que Emilia y Alfonso ya solo veían a su hija los domingos cuando iba a la iglesia en la calesa de su madrina y se quedaba a charlar con ellos un rato después de la misa. Emilia y Alfonso lo aceptaban con tristeza y resignación, pero para María aquellos momentos con sus padres eran más que suficientes.
Solo una cosa enturbiaba el mundo de ensueño de María Castañeda. A menudo por las noches sufría terribles pesadillas. Algo la perseguía, sentía su aliento cerca y la atrapaba, dejando sobre su pecho un peso enorme que la impedía respirar. Entonces se despertaba llorando y llamaba a su madrina, que la abrazaba y consolaba con una ternura que pocos podían imaginar en Francisca. Y es que adoraba a esa niña. Y María a ella. Con ese amor incontestable de los niños hacia sus mayores, ajenos a lo negro que pueda ser el fondo de su alma.
Además de los sueños a los que su madrina quitaba importancia, diciendo que solo eran eso, sueños, y que se le pasarían con la edad, María tenía otra característica que suponía un escollo en su vida y que, con la edad, acabaría siendo un verdadero problema. María toleraba mal la presencia masculina a su alrededor. Había dos excepciones: su padre y don Anselmo, pero cuando Mauricio aparecía, se escondía detrás de las faldas de su madrina o de cualquier cosa que pudiera protegerla de él. Cuando era más pequeña, jamás había tenido una reacción arisca con el capataz, al que veía a menudo cuando su madre la llevaba a visitar a doña Francisca. Mauricio, de hecho, era cariñoso con ella, no solo porque sabía que para él era beneficioso complacer a aquella niña por la que su ama tenía debilidad, sino también porque María era una niña simpática que respondía a sus muestras de cariño. Pero desde que se trasladó a vivir a La Casona, no toleraba su cercanía y ni siquiera aceptaba cosas tan simples como que Mauricio la ayudara a subir a su poni. Ni Mauricio ni ninguno de los braceros cuya ayuda solicitaba el capataz.
La Doña estaba convencida de que aquellas manías pasarían con la edad y apenas conseguían turbar la felicidad que irradiaba de su interior y se reflejaba en su físico. Aparte de haber cambiado su vestuario de colores oscuros por otro más moderno y en el que incluso se permitía algún tono más claro, caminaba más airosa y feliz. Incluso parecía haber ganado tersura en su piel, a sus cincuenta años más que cumplidos. Hasta su cabeza, que nunca había sido lenta, había ganado agilidad y su especial visión para los negocios se estaba agudizando.
Tanto que, con esa fuerza renovada que le aportaba María, decidió aprovechar el revuelo social que se estaba produciendo por aquellos tiempos en España. Revuelo propiciado por las reivindicaciones de unas condiciones salariales y laborales mejores por parte de una case trabajadora cada vez más fuertemente sindicada y cada vez más crítica con la alternancia bipartidista. España parecía ser reticente a un cambio que restara privilegios a las clases dirigentes para dárselos a los trabajadores. Llevaban así tanto tiempo que la alternancia de los dos partidos parecía la única forma de gobierno posible en todo el territorio. Aquella reclamación de derechos ya no sociales, sino humanos, se reflejó claramente en hechos determinados. Ya en 1909, la Semana Trágica de Barcelona puso ese malestar de manifiesto sin lugar a dudas. El gobierno del conservador Maura decretó el envío de fuerzas de reserva a la guerra de Melilla, un contingente compuesto exclusivamente por padres de familias obreras. Y en un país que empezaba a tomar una conciencia sindical, materializada en el auge de los partidos anarquista, socialista y comunista, aquel decreto fue la gota que colmó el vaso. Las clases dirigentes no cambiaban su actitud y Barcelona protestó de nuevo con una huelga del textil en 1913. Aquellos movimientos obreros sabían que ninguna clase dirigente renuncia a sus privilegios sin violencia, y eso fue lo que aplicaron.
Francisca vio en aquel revuelo una oportunidad de negocio, si se ofrecía una alternativa al pujante pero sindicalizado textil catalán. Decidió cambiar las instalaciones de la conservera y arrancar una fábrica textil. La inversión fue cuantiosa, pero ella estaba convencida de que, cuando funcionara a pleno rendimiento, tendría su retorno. Al fin y al cabo, Puente Viejo estaba alejado de todo. También de los movimientos sindicales.
Su felicidad era plena. Solo le faltaba un pequeño detalle: una doncella para María. Agustina era demasiado bruta, según ella, y necesitaba alguien a la altura de su ahijada. El destino, como siempre, jugaría a su favor.