18
Leonor tomó inmediatamente la dirección de Fontevraud. Mientras marchaba por el serpenteante camino que llevaba a la abadía, saludando condescendiente a los campesinos que trabajaban sus tierras o conducían sus ganados, pensaba en cuánto le gustaría poder cambiarse por su nieta y comenzar de nuevo. Ahora, viendo las torres a los lejos, deseó llegar, pero sólo para descansar del largo viaje; luego, aunque fuera desde allí, continuaría llamando y recibiendo a alguno de sus señores para tratar de suavizar los desmanes que, estaba segura, iba a cometer Juan. Se preguntó por qué uno, por el simple hecho de ser viejo, si la cabeza, como era su caso, seguía funcionando bien, había de hacer dejación de sus poderes o costumbres o formas de vida. En realidad, pensaba mientras se acercaba a los imponentes edificios, en cuanto traspasara aquellos portones estaría dejando fuera la existencia porque, a partir de ese momento, por mucho que se empeñara y su alma, e incluso sus decisiones, fueran las de una reina, aunque la respetaran, nadie la reconocería como tal; sería sólo un comparsa, ya nunca la soberana. De todas formas no iba a ser fácil terminar con ella. Mandaría sus espías a todos los lugares donde la vida se desarrollara. Así, incluso podría adelantarse a muchos problemas de los que, estaba segura, habría de sacar a Juan.
Pasó bajo los arcos de entrada a la abadía y se dejó desmontar de su yegua, a la que palmeó el cuello, agradecida de los muchos momentos en que la había soportado durante aquel largo viaje.
—Ahora podrás descansar –le susurró junto a la oreja, como si el animal pudiera entenderla–. Pero no te preocupes, tú aún eres muy joven, no te aburrirás en los establos, yo haré que te saquen a pasear cada mañana. Podrás olisquear las margaritas, mordisquear las hierbas y calentarte al sol. Déjate llevar, pero espérame, quizá algún amanecer aún pueda montarte.
Seguida de sus fieles mastines, sus mujeres y las monjas que habían acudido a recibirla, se internó en las estancias a ella dedicadas, las cuales, a pesar del sol primaveral, se caldeaban con alegres fuegos, que parecían aportar vida a los salones.
Enseguida, después de reposar unas pocas horas, llamó junto a sí a Blédhri, a sus amanuenses Josselin y Raoul y a Roger, el capellán. Quería comenzar a dictar cartas y a tomar decisiones respecto a las personas que, siguiendo sus instrucciones, deberían moverse por las cortes que le interesaba controlar.
La calidez y los largos días se hicieron con el tiempo. Leonor se levantaba muy temprano y recibía entonces a sus mensajeros o espías, que llegaban para hacerle saber el estado de sus tierras y el talante, siempre levantisco, de sus señores. Sabía que había que tratarlos con mucha consideración, incluso con delicadeza. Ella había tenido, allá en su juventud, ocasiones en que, llevada por su orgullo de casta, quiso imponerse sin explicaciones o por la fuerza de las armas; nunca pudo con ellos así. Luego aprendió enseguida que su aparente fragilidad femenina y sus maneras educadas y corteses podían manejarlos con mayor eficacia. Esa fue una de las razones de sus «cortes de amor». Los caballeros, además de su juramento vasallático al señor, hacían otro a su esposa, «la dama», que los ligaba a ella, facilitando así el poderío de su casa ante los turbulentos e incluso agresivos jóvenes. Dominaba a sus caballeros por «cortesía» y amor platónico, aunque en algunos casos tuviera que ir más allá, premiando a quien lo hubiera merecido, con graduales concesiones de sí misma, de las que indudablemente también disfrutaba, aportando su colaboración a las necesidades de sus dominios. Daba y conseguía placer, evitando siempre un coito que pudiera contaminar el cuerpo femenino y los próximos hijos del marido legítimo. De ahí que la mayoría de los esposos no parecieran celosos. En realidad, pocos lo estaban; se limitaban a utilizar de una forma nueva a las mujeres, quienes, a su vez, cubrían con aquel juego su necesidad de lograr una identidad propia en un mundo de hombres.
Leonor había advertido a Juan. Los señores debían mandar, más por convencimiento o afecto de los súbditos que por su propio poder o cantidad de posesiones, las cuales, en muchos casos, eran menores que las de aquellos que les rendían vasallaje. Sabía que los arrebatos y caprichos de su hijo lo llevarían a enfrentamientos con sus barones. Temía por lo conseguido hasta entonces con tanto esfuerzo. La paz y la unidad eran determinantes para que los hombres se dedicaran a incrementar sus cosechas y sus ganados, pero sobre todo para el comercio, que a tantos burgueses estaba enriqueciendo y, por ende, a los nobles a los que debían pagar tasas e impuestos. Juan sería incapaz de hablar el idioma que sus señores entendían. A ella también le había costado trabajo, pero es que nadie la había aconsejado. Había tenido que equivocarse muchas veces hasta aprender. En cambio Juan estaba muy bien advertido. Le dejaba las tierras pacificadas y a los barones, si no convencidos, al menos en suspenso, concediendo una tregua para comprobar las nuevas dotes que ella les había asegurado haber encontrado en la mayoría de edad de su hijo. Si no era capaz de gobernarlos, no sería por falta de información. No obstante, la reina no quería ofuscarse; conocía muy bien a Juan; nunca sería un buen político. Era agresivo e intolerante y el poder con el que había sido investido, que en ningún caso, a pesar de sus insidias, había soñado conseguir, le había vuelto aún más mezquino y prepotente.
Hoy le informaban de que Hugo le Brun, el señor de Lousignan, había invitado a Juan a sus esponsales. Quizá para hacerle olvidar la afrenta hecha a su madre, cuando le negó el paso por sus tierras si no le concedía el condado de La Marche. Hugo está exultante porque su jovencísima esposa, Isabel, de catorce años, va a aportar al matrimonio el condado de Angulema. Por eso ha decidido cerrar enfrentamientos y conseguir apoyos; quiere que el rey acuda para celebrar con él su triunfo. Pero Juan, ya que ha tenido que prescindir de Mercadier, quien había jurado vengarse de Hugo, no olvida. Acude a la firma de los compromisos, con la idea de hacer suyo el deseo del mercenario muerto.
Cuando Leonor conoce sus intenciones le envía enseguida mensajeros. No es momento para venganzas, le advierte. La posición del rey, después de repudiar a su esposa Havise, no es demasiado estable. La familia de la mujer está resentida y la Iglesia no muy convencida de las razones argüidas para conseguir el divorcio. Juan tranquiliza a su madre. Puede estar segura de que no hará nada que ponga en peligro su estabilidad. Muy pronto el asunto de su separación se olvidará porque ya ha enviado una embajada al rey de Portugal para pedirle la mano de su hija. En cuanto haya una nueva reina, las gentes se tranquilizarán y nadie volverá a acordarse de la anterior.
Apenas un par de meses después, Leonor se entera de que Juan, después de un extraño intercambio de mensajeros con Felipe de Francia, viaja a las tierras del de Lousignan. Hugo, un hombre en plenitud de fuerzas con sus cuarenta años, parte de noche y con una pequeña escolta hacia la costa. Nadie sabe cuál es su misión; de hecho, nadie conoce siquiera su marcha. La reina quiere noticias, pero su hijo no contesta a sus apremiantes misivas. Sus espías le dicen que Juan anda por tierras de Aymar de Angulema, el padre de Isabel, la prometida de Hugo. Y enseguida conoce la sorprendente noticia. El rey, con el consentimiento del padre de Isabel, ha desposado a la bella joven, a la que no ha podido olvidar desde que asistió a la firma de su compromiso con el de Lousignan.
Leonor deduce entonces los motivos de los manejos de Juan. Encaprichado por la muchacha, se ha propiciado primero al rey de Francia, alejando después al prometido para que no esté cerca antes del enlace.
—Pero –la duda surge inmediatamente– ¿qué habrá ofrecido a Felipe para conseguir atraérselo?
—Señora –contesta Blédhri, quien ayuda a Josselin a ordenar los últimos mensajes recibidos–, lo sabremos muy pronto. No creo que los barones del Poitou dejen de aprovechar la circunstancia para conseguir prebendas a cambio de su silencio. O por el contrario, buscarán con más ahínco sus libertades, apoyándose en la felonía del rey, que, con su acto, ha roto el vínculo de honor en que se basa el vasallaje.
—Me temo que después de esto no voy a poder convencerlos de nuevo de que mi hijo ha cambiado y de que puede ser el digno sucesor de su hermano.
—Además, hay otra pregunta que surge de inmediato –añadió el anciano a sus elucubraciones–. ¿Cuál sería la misión que vuestro hijo encargó a Hugo para hacerle dejar sus tierras? Obviamente hubo de convencerlo de que era algo necesario y de que iba a reportarle algún beneficio…
—Juan ha vuelto a embrollarlo todo. Mis trabajos por conseguir la paz se han esfumado y me temo que mis esfuerzos por estabilizar nuestras tierras han saltado por los aires en unos pocos días. De todas formas, no nos queda más que esperar a ver el desarrollo de los hechos y pedir que tengamos tiempo de interceder y, si es posible, arreglar los problemas que se deriven de este nuevo capricho. ¿Habéis abierto ya las cartas de mi nieta Blanca? –interrogó la reina, queriendo dejar de lado, en lo posible, el nuevo problema que tendría que intentar arreglar.
—Sí, señora –asintió Josselin–. La princesa se queja del palacio de la Cité; dice que es umbrío y tristón. Asegura que no puede dejar de llorar.
—Eso no es conveniente. Una reina llorona no puede mandar. Además, su salud se quebrará y necesita un hijo enseguida para consolidar su posición. Así no va a atraer a su esposo a su lecho. Los hombres huyen de los problemas; necesitan una esposa alegre y si es posible estúpida. Como ella no lo es, deberá al menos parecerlo en algunas circunstancias. Vamos a escribirle; intentaré espabilarla.
—Se me ocurre otra solución, señora –apuntó Blédhri–. ¿No sería este el momento de hacernos de nuevo con la Santa Espina?
Brianda, sentada entre el grupo de damas, no perdía detalle de la conversación. Le gustaba estar informada, para saber si sus planes podrían llevarse a cabo tal y como los había programado. Su voluminoso vientre había advertido a Leonor de su estado. Cuando la reina la interrogó sobre el padre de la criatura se había limitado a bajar los ojos. No fue necesario ninguna mentira; todos, incluida Leonor, calculando el tiempo de la muerte de Pedro, pensaron que el bebé era suyo.
—Probablemente tengas razón, Blédhri. Mi nieta es muy religiosa, una reliquia así le daría seguridad. Brianda –llamó, mirando al grupo de jóvenes que bordaban y reían bajo las ramas de una frondosa higuera.
La joven se levantó inmediatamente, llevándose la mano a la zona lumbar, que se había vuelto pesada y dolorosa. Se acercó al tablero que hacía de mesa improvisada cuando la reina despachaba en los jardines.
—Me dijiste que no habías vuelto a sentir aquellos extraños poderes que tuviste hace tiempo. Dime. ¿Sigues igual? Porque ahora sí que necesitaría que adivinaras algo.
—Lo siento mucho, señora –se disculpó la joven, bajando los ojos al césped verde y espeso que pisaban–. Probablemente por el embarazo o no sé si por otra causa que ignoro, lo mismo que aparecieron se han esfumado –mientras hablaba negaba con la cabeza y el movimiento de sus cabellos parecía esparcir el aroma dulce y pegajoso de las hojas de la higuera–. Pero os prometí que os ayudaría a recuperar la Espina y lo haré. Si lo deseáis me pondré en viaje hasta el Sacro Imperio y se la pediré a vuestro nieto.
—No, pequeña. Tu situación no es precisamente la idónea para viajar. Enviaré a algunos hombres. Además, no creo que tenga ningún problema para recuperarla. Seguramente mi nieto ni siquiera sabe que está entre las posesiones del antiguo emperador. Si no se ha perdido, tendrá que empezar a buscarla para devolvérmela. Vamos –urgió con un gesto impaciente de su mano derecha–, ve a sentarte y no te preocupes. Llamaré a Malemort; él la conseguirá.
Brianda se inclinó ante la reina y tornó a su lugar bajo la higuera, con una media sonrisa que dulcificaba aún más los rasgos dilatados por el embarazo.
Pocos días más tarde, el arzobispo de Burdeos, con un apresuramiento que hasta a Leonor sorprendió, se presentó ante la reina.
—Elías –le dijo apenas llegado, mientras le ofrecía con su propia mano una copa de vino–. Me han llegado noticias de que mi nieta Blanca no es feliz en París.
—También a mí, señora –cabeceó Malemort–. Al parecer, y aunque ella no dice nada, echa de menos la corte de sus padres. El cielo, frecuentemente nuboso, y las sombrías estancias del palacio de la Cité, no ayudan precisamente a que se habitúe a su nueva vida. Por otra parte, parece que sus estudios se desarrollan con gran aprovechamiento y cumple siempre con sus deberes, aunque pasa las noches llorando y apenas come.
—Hemos de parar ese proceso, Elías. Cuando alguien se deja llevar por la melancolía parece encontrar un extraño placer en ella, lo cual hace que cada día que pase dentro de ese estado consiga hacer más difícil su recuperación. Necesitaríamos algún revulsivo para empujarla hacia la vida. He pensado que tal vez, ya que ella parece ser muy religiosa, si consiguiéramos entregarle la Santa Espina, se sentiría protegida y saldría de esa peligrosa actitud, que está haciendo peligrar su salud y su vida futura.
—Señora –informó Malemort, bajando los ojos–. Vuestro hijo se la ofreció a Felipe a cambio de su apoyo para conseguir casarse con Isabel de Angulema. Y, en el colmo de la perversión, envió en su busca a Hugo, el prometido de la joven, con la promesa de grandes logros en la corte de Francia y en la suya propia.
—¡Este chico es el mismísimo diablo! –se encolerizó Leonor, levantándose con trabajo, a falta de poder tomar medidas más belicosas y efectivas–. ¿Consiguió la Espina el de Lousignan?
—Sí, señora. Vuestro nieto se apresuró a entregársela cuando Hugo le aseguró que se trataba de un asunto de Estado que podría costar el trono a su tío Juan.
—Entonces –dedujo la reina–, ahora está en manos de Felipe de Francia.
—Así es –confirmó el arzobispo– y me temo que no será sencillo hacérsela soltar. Ya sabéis que estaba convencido de que el poder de seducción de vuestro hijo Ricardo a ella era debido. Además, después del asunto de las cartas del emperador que llegaron a vuestras manos, ha montado una guardia especial en sus habitaciones que no lo deja ni de día ni de noche.
—Pero… –quiso convencerse Leonor, a sabiendas de que Elías decía verdad– si sabe que se trata de la salud de su nuera…
—Su nuera, una vez cumplido el tratado con vuestro hijo, ha dejado de interesarle; es más si la joven desapareciera de forma natural, podría intentar nuevas alianzas en otra parte. Desengañaos, señora, vuestra nieta no le importa en absoluto, y en cuanto a su hijo poco más, ya que, aunque parece muy interesado en ella, no deja de ser un crío al que le encantan las novedades. Sois vos, una vez más, quien debéis arreglar el asunto antes de que sea tarde.
—Hemos de pensar algo que nos lleve a conseguir la Espina sin enfrentamientos con Felipe.
—¿Robarla, quizá? –sugirió Blédhri, quien ya había informado a la reina, con sus estudios del fuego, de que la Santa Espina se encontraba muy cerca de Blanca, aunque fue incapaz de saber los detalles que aportaba Malemort.
Todos los presentes, incluidas las mujeres que, aunque apartadas del grupo principal, escuchaban la relación del arzobispo, miraron al anciano.
—Sabéis, amigo, que en estos momentos no tenemos ningún modo de acceso a la corte de Francia –explicó la reina, con un cierto cansancio.
—No os habló de acceso diplomático, os hablo de robo y eso nunca es permitido. No obstante, en ningún momento debería parecerlo porque, de descubrirse, enturbiaría las relaciones con Felipe, siempre tan complicadas, y vuestra nieta pagaría sus cóleras, cosa que no contribuiría precisamente a su recuperación.
—Tienes razón, Blédhri, debemos pensar en ello. En primer lugar, hemos de saber con cuánta frecuencia Felipe recurre a la reliquia para rezar, o si la tiene a la vista o guardada o… Yo me encargaré, Elías –cortó la reina sus pensamientos en voz alta, con la frase que más le gustaba emplear–, y en cuanto lo consiga, os llamaré de nuevo para que le hagáis llegar el regalo a mi nieta.
—No son buenas mis relaciones con la corte del francés, señora. No sé qué disculpa habría de inventarme para llegar hasta Blanca. Pero se me ocurre que mi amigo el obispo Hugo de Lincoln tiene prevista una visita a la corte de Francia. Si para entonces hubierais conseguido la reliquia, él mismo podría hacérsela llegar a vuestra nieta.
—Conozco a Hugo –asintió Leonor, de nuevo pensativa–. Es un buen hombre; para muchos un santo. En cuanto le dijéramos que se trataba de salvar a alguien lo haría gustoso. Bien, Elías, entonces sólo nos resta trazar un plan para entrar en la corte y llevarnos el objeto sagrado. Ahora, vos debéis iros. No desearía que alguien relacionara vuestra visita con el asunto que vamos a resolver.
—Si me lo permitís, señora –pidió el arzobispo, observando de reojo la abultada tripa de Brianda–, me gustaría descansar unos días, esta maldita pierna me duele cada vez más y las largas horas a caballo hacen que se cargue de humores que la empeoran.
—Desde luego podéis permanecer con nosotros el tiempo que necesitéis. Lo más importante es la salud –concedió la reina sin mirar a Elías, quien se había vuelto francamente para ojear a la muchacha, fijándose en el detalle que le había dado su espía, quien le aseguró que el vientre estaba ya «muy bajo»–. Si alguien hace algún comentario al respecto ya lo recusaremos en su momento; ese ahora es el menor de nuestros problemas –concluyó la reina, levantándose.
Aquella noche Brianda la pasó apretando los dientes para no molestar con sus gemidos a las mujeres durmientes. Al amanecer, cuando ya Leonor había llamado a Ágata, se atrevió a comentar su malestar a alguna de las jóvenes que se movían cerca.
—¡Señora, señora! –voceó la chiquilla, asustada de las ojeras y los sudores de Brianda–. ¡El niño está naciendo!
La soberana, interrumpiendo el trabajo de la mujer que la peinaba, se acercó al lecho de la joven.
—Pero, hija, ¿cómo no nos has avisado antes? Ágata –llamó, recordando las suaves manos de la mujer en sus propios partos–. Prepara lo necesario, creo que tendremos un día agitado, pues se trata del primer hijo y eso siempre es terriblemente largo y complicado. Pero no te asustes, pequeña –dulcificó la voz, al tiempo que acariciaba la frente húmeda de la muchacha–. Es doloroso, molesto y sucio, pero pasa, y luego, cuando veas la carita de tu hijo y sientas su boquita buscando tus pezones, serás más feliz que en cualquier otro momento de tu vida.
Brianda asintió, al tiempo que agarrotaba los labios por evitar el berrido que pugnaba por salir, cerrando al tiempo los ojos por que la reina no contemplara en ellos el odio que sentía por aquella criatura a la que, si las cosas salían como pensaba, nunca vería.
El día, como la soberana había predicho, fue muy largo. Ágata no se separó ni un momento del lado de la parturienta, junto con algunas de las otras mujeres. Leonor, que había trasladado al huerto sus entrevistas y trabajos, a pesar de que ya soplaba un cierto fresquillo que hubiera preferido evitar, la visitó en distintos momentos. A última hora de la tarde nació el niño. Era hermoso y, contrariamente a lo que todos esperaban, muy moreno, pero después de la primera sorpresa y sobre todo escuchando el comentario de Leonor refiriéndose a Juan, a nadie le extrañó que se pareciera tan poco a Pedro.
—Todos mis hijos fueron altos como mi padre y rubios como el suyo, en cambio el más pequeño, más bien parecía hijo del cocinero, por lo moreno y canijo que nació. Este al menos es un muchachote, no hay más que ver sus largos brazos y piernas. Enseguida se convertirá en un hombre –dijo, mirando a Brianda, quien se dejaba lavar sin dirigir sus ojos al crío–. Y, ya verás. Aunque ahora apenas tengas ganas de verlo por lo que has pasado, enseguida será para ti lo más importante. He mandado que te traigan un caldo de gallina para que entones el estómago y laves las tripas. Más tarde, si deseas comer algo más pídeselo a Ágata, que ha decidido quedarse junto a ti. Después, pasarás al cuarto contiguo para la noche, porque el crío llorará y ya sabes qué escaso es mi sueño… Pero no temas, Ágata no te dejará sola y si quieres que alguna mujer más te acompañe…
—No, señora –negó enseguida Brianda, conociendo la pesada modorra de la vieja niñera, cuando descansaba–. Me encuentro ya casi bien, no necesito otros cuidados.
—Bien. Pues ya sabes, si precisas algo, pídeselo. Ella sabe más que nadie de estas cosas.
—Sí, señora.
En cuanto las mujeres dejaron de manipularla y a pesar de los consejos en contra de Ágata, Brianda se dejó llevar por el sopor que el agotamiento le producía. Despertó cuando se sintió trasportada. Unos hombres cargaban su lecho hasta el cuarto contiguo. Una de las mujeres acunaba al bebé, que lloraba. Cuando, al ver despierta a Brianda, hizo intención de ponerlo en sus brazos, la muchacha, sin mirarlo, negó con la cabeza.
—No me encuentro bien –aseguró por justificarse–. Me duele mucho el vientre.
—Pues –cabeceó, dudosa Ágata–, no es normal que en el primer parto haya entuertos, suelen producirse en los siguientes. Traedle una infusión de salvia y rusco –ordenó, mirando a su espalda–. De todas formas, no te preocupes –quiso tranquilizar a la joven–. Todo ha ido bien y creo que esos dolores no tardarán en pasar.
Al poco, unas bandejas que traían la tisana pedida, junto con la cena de Ágata, quedaron sobre una mesa. La vieja niñera acercó el líquido a los labios de Brianda, quien simulaba dormitar. La joven bebió sin resistencias y, mientras la anciana cenaba, continuó con su fingido sopor. Cuando la mujer terminó su ágape, tomó al niño de los brazos que lo acunaban y lo introdujo en su propio lecho por no molestar a la madre. Se acostó enseguida, despidiendo a las muchachas que aún rondaban alrededor de la parturienta y, después de asegurar que en cuanto pasaran unas horas debería poner el pequeño al pecho de su madre para que «chupara los calostros», se dejó llevar por el cansancio del atareado día y por su pesado sueño. Brianda, sin moverse, aguardaba. Estaba segura de cuál iba a ser el siguiente paso que culminaría completamente su venganza.
Cerca de la medianoche, la puerta del cuarto que daba al pasillo se abrió con sigilo. Una sombra apenas visible con los escasos resplandores del fuego y de movimientos felinos, por lo que Brianda dedujo que era muy joven, probablemente la misma persona que la había vigilado en los últimos tiempos, se acercó al catre de Ágata. Muy despacio, tomó al pequeño, esperando a que la vieja se acomodara en su sueño, hasta quedar de nuevo quieta. Miró entonces a Brianda, quien se apresuró a clausurar por completo sus pestañas, que hasta entonces había tenido entreabiertas, permitiéndose incluso un hondo suspiro que tranquilizara a la mujer, haciéndole ver que dormía profundamente. La figura introdujo al pequeño bajo su capa y, sin más, se dirigió hacia la puerta, que cerró suavemente a su espalda. Al fin, pensó Brianda, se había cumplido su venganza. Pero lejos de sentir la feroz alegría que siempre había acompañado ese momento cuando lo había imaginado tantas veces en los últimos meses, tuvo un profundo sentimiento de pérdida que no fue capaz de explicarse y que le hizo derramar silenciosas lágrimas. Se abandonó a aquella melancolía y su desahogo le trajo un sueño inquieto en el que vio a su hijo convertido en un hombre, cabalgando por extrañas tierras.
Cuando la luz comenzó a entrar en la estancia, Brianda despertó de aquel placentero duermevela. Enseguida recordó lo sucedido y, sin quererlo, volvió a llorar. Se limpió las lágrimas con un gesto brusco y fingió dormir, al darse cuenta de que Ágata intentaba, con movimientos torpes, levantarse.
—¡El niño! –gritó la anciana, buscando entre las pieles de su lecho y volviéndose enseguida hacia la madre, pensando, tal vez, que ella lo hubiera tomado en la noche. Al ver que la muchacha se encontraba sola en su camastro, gritó ya francamente desesperada–: ¡Nos han robado al pequeño! ¡Alguien se lo ha llevado en la noche!
Las mujeres entraron, empujándose y tropezando unas con otras, desde la estancia próxima; algunas vestían sólo sus enaguas, otras iban envueltas en las pieles de los camastros, la más ataban cintas y ajustaban corpiños, pero todas miraban con ojos desorbitados por el dolor del hijo perdido que, aunque la mayoría no hubiera parido, todas comprendían. Se apartaron para dar paso a la reina, quien se había levantado al oír el alboroto; alguien le colocaba una capa sobre los débiles hombros, que ella aceptaba y ajustaba con movimientos instintivos, al sentir el frescor del amanecer.
—¿Qué ha ocurrido, Ágata? –interrogó ceñuda.
—No lo sé, señora –se aturullaba la anciana–. Cuando me desperté, el niño no estaba…
—¿Que no estaba? –repitió la reina, con un aturdimiento impropio de ella, al tiempo que miraba compasiva a la madre, quien lloraba sin necesidad de ningún fingimiento, rodeada por algunas muchachas que trataban de consolarla–. Llamad a Elías –ordenó, reaccionando enseguida–. No te preocupes, Brianda, el niño aparecerá. Nadie puede tener interés por un crío del que no depende nada importante.
La joven que había salido a cumplir su mandato regresó enseguida, acompañada de la abadesa y algunas monjas.
–El arzobispo ha partido antes de amanecer –informó una de las religiosas de las que habían pasado la noche orando en la capilla–. Sentimos sus gentes en el patio cuando aún estaba muy oscuro. Cuando pregunté a un hombre de su escolta el motivo de su marcha, me aseguró que el señor de Malemort había dormido muy bien y quería cumplir vuestra orden de alejarse cuanto antes, para no despertar sospechas.
Leonor bajó la cabeza, ahora tendría que encargarse personalmente de buscar al crío porque sin duda estaría en el monasterio. Alguna vez había oído que las mujeres que no podían o no querían ser madres, como era el caso de las monjas, carecían de unos determinados humores que proporcionaba la maternidad y a veces enloquecían, llegando a raptar a bebés, por la necesidad de acunarlos entre sus brazos vacíos o sentirlos en sus regazos estériles. Coordinó una búsqueda exhaustiva por todas las dependencias y construcciones anexas, así como por las tierras circundantes. Envió hombres a los poblados vecinos, con la orden de rastrear cualquier pista o escudriñar en el último escondrijo. El día transcurrió rápido y atareado, pero la noche los alcanzó y nadie sabía nada del pequeño desaparecido.
Envió entonces mensajeros a las tierras vecinas por si alguien hubiera visto algo sospechoso, pero pocos días después todos regresaron con las manos vacías y sin ningún dato que les hubiera hecho sospechar de nada ni de nadie.
—Seguiremos buscando –aseguraba Leonor a Brianda, quien, ya levantada, sufría los dolores de los pechos henchidos. En aquel momento, Ágata se los fajaba fuertemente apretados, para evitar que la leche siguiera subiendo hasta unos pezones inútiles. La muchacha, con los ojos cerrados y los dientes apretados por no chillar, cabeceaba aceptando los proyectos que, en forma de consuelo, la reina le ofrecía. Sabía que el niño no aparecería jamás y, una vez pasado aquel absurdo dolor de las primeras horas, estaba completamente tranquila, pues todo había salido como ella había previsto. Su venganza estaba cumplida.
Cuando quedó sola con el calor que le quemaba el pecho, se preguntó si sus poderes habrían regresado ahora que aquella dolorosa etapa había quedado cerrada. Hacía mucho que no intentaba siquiera probar si respondían a sus deseos. Pensó que era el momento y que debería hacerlo, recordando su promesa de recuperar la Santa Espina para Leonor. Miró una cesta con frutas que estaba sobre la mesa y deseó moverla. Nada cambió. Bien, decididamente aquellas extrañas capacidades habían desaparecido de su voluntad. De todas formas, había dado su palabra. Leonor la había protegido y se consideraba en deuda con ella. Tendría que ofrecerse para desplazarse a París e intentar recuperar la reliquia.
Debían viajar sin escolta, por tanto serían un viejo y su nieto, acompañados de algunos familiares que se dirigían a la capital para tratar de instalarse en ella. Una extraña epidemia había terminado con algunos de sus animales y como un integrante de la familia era un buen cocinero, con los pocos cuartos que habían conseguido con la venta de sus posesiones, habían decidido trasladarse a la ciudad para montar un mesón. Esa era la historia que habían de contar a cualquiera que les interrogara o a los muchos que podían encontrarse por los caminos. Viajarían: Brianda, vestida de hombre para evitar problemas, Blédhri y tres o cuatro soldados de la reina, convertidos en campesinos y en nietos del anciano, quien dirigiría toda la operación. Realmente, cuando salieron del patio de la abadía, el grupo, ataviado con ropas conseguidas en los poblados circundantes, era, como habían pretendido, una cuadrilla de campesinos, cuya única propiedad era la carreta de la que tiraban dos escuálidos mulos. En ella, disimuladas entre los trastos que se suponía debían trasportar, ya que abandonaban su casa para instalarse en otra parte, viajaban las espadas de los jóvenes soldados, que iban a ser toda su defensa y que también guardaban entre sus pobres ropajes, bien escondidos, puñales que podían defenderlos en caso de ataque o intento de robo.
—No quiero que os arriesguéis temerariamente –decía la reina la noche antes de la partida–. Sería bueno que consiguierais la reliquia para hacérsela llegar a Blanca, pero de ninguna manera desearía que os ocurriera algo. Indudablemente es muy importante lograr que mi nieta se instale en el trono de Francia, para que mi trabajo no se pierda completamente, ya que mi proyecto de ampliar y consolidar mi imperio en la persona de Ricardo, junto con otros muchos sueños, me han ido siendo arrebatados. –Leonor cabeceó con una tristeza impropia de ella que sorprendió a todos los presentes, pues dejaba adivinar en su tono un cierto cansancio que, a su edad, podía ser un peligroso indicio de claudicación y, en consecuencia, de acabamiento–. Empiezo a aceptar que el agua se escurra de entre mis dedos. Este sería sólo un caso más –concluyó, sin añadir, como era su costumbre ante las adversidades, un proyecto que cambiara o mitigara el dolor de los hechos inesperados y no queridos.
—Señora –se inclinó Brianda ante la reina–. No temáis por Blédhri; lo protegeré con mi vida.
—¡Eh, eh, eh, muchacha! –quiso quitar dramatismo al momento el anciano–. ¡Que no soy tan viejo! Aún puedo manejar una espada. Además, tú sólo eres mi nieto, un niño apenas, así que, si hay problemas deberás limitarte a meterte detrás de mí y dejar que los soldados hagan su trabajo.
Brianda miró al anciano con una cierta compasión. Ahora, a diferencia de los primeros tiempos en que vio en él a un posible enemigo, había llegado a comprender su bondad innata y sus inagotables conocimientos, los cuales constantemente ampliaba y completaba. Se encerraba cada noche en el escriptorium de la abadía, que Leonor y él mismo se encargaban de abastecer pidiendo prestados manuscritos a otros cenobios, algunos muy lejanos, para hacerlos copiar antes de devolverlos a sus dueños.
—Partiremos al amanecer –había seguido Blédhri informando a la reina–. Habéis de tener paciencia, pues antes de lograr entrar en el palacio, daremos los pasos lógicos que deberíamos cumplir si realmente deseáramos encontrar un lugar para instalarnos en la ciudad. Me temo que pasaré los últimos días de mi vida sirviendo vino aguado a una pandilla de borrachos sucios y malolientes –había querido bromear para tratar de hacer reír a la reina, quien lo miraba con los ojos tristes y los párpados pesados. Apenas consiguió una media sonrisa y un cabeceo cansado.
Antes de que la luz, enfangada en pesadas nubes, hiciera su aparición, el carro, renqueando a cada movimiento de los animales, los esperaba en el patio. Iba cargado de útiles viejos y gastados. Brianda y el anciano viajarían en él; los cuatro hombres, entre los cuales se había elegido a un cocinero, constituían la escolta y lo harían a pie. Salieron por los grandes portones, envueltos en gastadas pieles, tratando de defenderse de la humedad que amenazaba con dejarse caer sobre la tierra, ahíta ya de lluvias de las jornadas anteriores. Sabían que el viaje no iba a ser precisamente agradable; aunque acababa de comenzar el otoño, los días claros y las temperaturas suaves habían desaparecido hacía semanas, por lo que esperaban marchar por difíciles y embarrados caminos. Habían designado a sus guardianes, además de por su probada fidelidad, por su corpulencia. Ahora, mientras salían al sendero, Brianda los miraba caminar junto al carro y, percibiendo la fuerza contenida de su juventud, se sintió un poco más segura. Sin querer, comparó sus manos recias y anchas con las del anciano que tenía al lado y que sujetaban, aún con firmeza pero sin armonía ni belleza, las riendas. No tenía un plan preconcebido en la cabeza porque ignoraba cómo iba a desarrollarse la vida en la capital y eso la inquietaba. Si hubiera sabido qué hacer, el viaje y hasta el riesgo que iban a correr le habrían parecido mucho más pequeños. De todas formas, su vida ya no tenía ningún interés, después de haber pasado los meses anteriores a su violación tratando de imaginar cómo sería convertirse en esposa de Pedro. Y en este momento, con una cierta turbación, se dio cuenta de que nunca se había visto señora de la casa de su amado. Luego, cuando la muerte se lo arrebató, el tiempo que duró su embarazo lo entretuvo en la fabulación del momento en que Malemort, pensando que el niño era de su sangre, se lo arrebataría para integrarlo en su clan. Y eso sí que lo había visto claramente, hasta presintió que la encargada de robar el pequeño sería la mujer que la había vigilado en los últimos tiempos por mandato del arzobispo. Y así se habían desarrollado los hechos, como calcados de sus elucubraciones.
Ahora no tenía en su cabeza los datos que le permitieran reconstruir los pasos a dar y eso la alteraba. No había vuelto a experimentar aquellos poderes extraños que la acompañaron durante un tiempo, pero le parecía intuir, como así lo confirmaba el hecho de no haber sido capaz de fabular su vida con Pedro, que cuando no era posible imaginar determinados sucesos estos no ocurrían luego en la vida real. No obstante, no había solución, al menos de momento, así que decidió aprovechar el viaje para aprender del anciano que la acompañaba y que, después de conocer sus sufrimientos, parecía haber perdido la prevención que en algún tiempo había tenido contra ella. Y aquellos pocos días llegaron a hacérsele muy cortos, por la facundia desorbitada de conocimientos de Blédhri, que ella absorbía como si de agua en tierra seca se tratara. Ni siquiera en las noches, cuando descansaban en alguna posada, se separaba de él hasta que los ojos se le cerraban sin ninguna clase de disculpa. Entonces, el anciano, sonriendo beatíficamente, le aconsejaba acostarse porque «los jóvenes necesitáis dormir muchas horas». Cuando ella cedía, rendida al sueño, le parecía sentirlo salir de la estancia que compartían, sin ser capaz de saber nunca adónde iba a aquellas horas, en aldeas perdidas, al pie de grandes ríos o espesos bosques.
Cuando entraron en París, buscaron una taberna cercana al palacio real. Allí les informaron de que el rey andaba mohíno con el entredicho, y sus gentes, enfadadas por no poder celebrar ningún tipo de acto religioso, no le perdonaban tener que enterrar a sus muertos sin una oración y andar siempre mirando al cielo, buscando al huidizo sol para saber en qué hora del día se encontraban, ya que no habían vuelto a oír el sonido de las campanas, que no sólo marcaban sus rezos, también sus costumbres y sus días. Y en cuanto a lo de montar un mesón o una posada, sería una buena idea, «siempre que lo hicierais un poco más lejos, porque aquí ya hay demasiadas». Les aseguraron que los estudiantes, a los que el viejo abad Suger había protegido y multiplicado, traían cuartos que, en vez de emplear en sus estudios y mantenimiento, usaban en diversiones y borracheras, por lo que tanto los mesoneros como los taberneros y posaderos andaban encantados con la juventud que alborotaba sus calles y hacía imposibles sus noches. No obstante, el barrigudo cantinero insistió, «más abajo, más abajo».
—Bien –dijo Blédhri cuando salieron del tugurio–. Ya sabemos que nuestra idea de montar una tasca no es descabellada; a nadie extrañará por tanto. Así que, a pesar de la advertencia de nuestro informante, quien lo único que desea es no tener competencia cerca, vamos a intentar enterarnos de algún local próximo, que pudiera servirnos para instalar la taberna, mientras estudiamos nuestra verdadera misión.
A la tarde siguiente ya tenían apalabrado un bajo, muy cerca del palacio, que había utilizado un panadero, quien hacía poco tiempo había muerto de repente. Al principio, su esposa había querido continuar con el negocio, pero los parroquianos empezaron a decir que la tahona no era la misma y que probablemente ella echaba mucha más agua que su difunto esposo a la hora de amasar. El gran problema fue que la muchacha era demasiado joven y guapa. Los hombres habían envidiado al difunto cuando se unió a ella, luego de haberla traído de su villorrio; con el agravante de que, además, era su segunda esposa. La primera había muerto de un mal parto y también era hermosa. Y las mujeres no podían soportar su alegre risa que «entontecía a los varones», los cuales llegaban a «pagar más del peso de la hogaza que compraban, por estar mirando los dientes de la panadera». Al fin, las hembras habían vencido y poco a poco se dejó de ir a comprar, por lo que la chica, derrotada, había decidido cerrar el negocio y regresar a su aldea natal. Blédhri regateó el precio que la mujer le pedía, hasta conseguir una rebaja de más de la mitad de la demanda inicial, haciendo así las delicias de algunas de las mujeres, gordas y lustrosas, que se acercaron hasta la calle al oír que «la panadera tiene suerte para todo. Resulta que ha aparecido un anciano que quiere comprarle el negocio». A todas les pareció más que justo que la pobre muchacha sacara una miseria por su tienda. Era demasiado bella para ser buena y no se merecía más. Brianda las miró con odio, pensando que el mayor enemigo de las mujeres eran las propias féminas. Cuando cerraron el trato, Blédhri quiso invitar a la dueña a una comida en alguno de los mesones próximos. Allí le pagaría, le dijo. La mujer aceptó; cerró su local y dirigió a la pequeña comitiva a una taberna próxima donde, aseguró, había siempre «un buen asado de cerdo». Se alejaron así de las malignas mujeres y cuando, después de las tajadas grasientas y recalentadas de carne, la muchacha recibió los cuartos, al contarlos se dio cuenta de que había la cantidad inicial que ella había pedido. Levantó los ojos para mirar asombrada al anciano, pero este se llevó un dedo a los labios y ella, sin una palabra, sepultó el dinero en su faltriquera y se limpió las lágrimas que durante toda la comida habían escapado de sus ojos, mientras mordía los pringosos pedazos, escasos de chicha y sobrados de tocino.
Y llegó el momento de acondicionar el local y hubieron de hacerlo personalmente porque no hubiera comentarios, ya que si eran campesinos como tal habrían de comportarse. Trabajaron sin descanso durante un par de días y después de hacer los arreglos precisos, se encontraron con tres espacios, suficientes para hacer de almacén, dormitorio y un local bastante grande en el que colocaron bancos pegados a las paredes y unos tableros que hicieran las veces de mesas. En el centro, un hogar rodeado de piedras que acarrearon desde la orilla del río, sería el encargado de caldear el ambiente, al propio tiempo que cocería los alimentos. Muy temprano, al amanecer del cuarto día, el cocinero, acompañado de uno de los soldados y de la propia Brianda, se dirigió al mercado, donde adquirió variados productos que iba a necesitar para el ejercicio de la profesión que siempre había sido su vocación y que había tenido que arrinconar, al necesitar los cuartos que la pertenencia a los soldados de la reina le aportaban. El joven, de nombre Román, andaba encantado por entre los puestos de animales de movimientos espasmódicos y gritos lastimeros, oliendo y manoseando las frutas y verduras que los campesinos traían desde sus aldeas para vender en las ciudades el día de mercado. Brianda, aburrida, le veía regatear con los vendedores hasta conseguir precios muy por debajo de la petición inicial. Poco a poco fueron cargando viandas hasta carecer de manos y fuerzas para continuar. Entonces, con respiración agitada y marcas en los dedos, volvieron a su mesón para comenzar a organizar toda aquella provisión que, durante el camino, Román iba explicando para qué serviría. La muchacha, embutida en sus ropas masculinas, se sentía aún más hombre y toda aquella verborrea de pitanzas, aliños y sabores la desbordaban hasta desear gritar que se callara y que hiciera lo que le diera la gana, pero sin contarlo.
—No sólo cocinaremos estofados y sopas –aseguraba el experto, con voz engolada–. En mi casa, cuando era la fiesta del pueblo, mi abuela, en un pote cerrado, metía las carnes embadurnadas con grasa de cerdo junto con las verduras y luego las sepultaba entre las cenizas del hogar. Allí, lentamente, se asaban con los jugos de las grasas y los de las hortalizas. Es lo mismo que colocar los animales en un espetón, pero sin que pierdan jugos, con lo cual quedan mucho más sabrosas y… bueno, en realidad nosotros no teníamos espetones y lo hacíamos así por pura necesidad, pero os aseguro que el resultado es mucho más satisfactorio. También se puede hacer para cocer pasteles. Recuerdo uno con huevos, mantequilla, leche y harina que, después de cocido, se rellenaba con higos conservados en miel. ¡Hummm! –se relamió el muchacho–. Era un bocado exquisito. Además, aquí contamos con el horno de la panadera y…
—Bien, bien, Román –cortó Brianda, evitando morderle el lustroso moflete que se hinchaba y deshinchaba según los sonidos emitidos–. Sabes que ni Blédhri ni yo vamos a decirte cómo tienes que hacer tu trabajo, así que puedes cocinar lo que desees y del modo que se te antoje. Y mira, ya estamos llegando –boqueó por el esfuerzo de su carga y del control que había tenido que hacer para no acabar con el entusiasmo del chico, al que llegó a desear cortar la lengua.
—Será necesario –decía Blédhri aquella noche, después de colocar las provisiones que habían ido adquiriendo durante el día, no sólo en el mercado, también en algunos almacenes que guardaban legumbres, harinas y piezas de cerdo saladas y ahumadas– enterarnos de las tarifas habituales de los otros mesones. No quiero poner precios muy bajos que llamen excesivamente la atención, pero sí lo suficiente para que la voz se corra enseguida entre los clientes y lo más pronto posible consigamos estar en boca de todos. Y en cuanto a ti –dijo mirando al feliz cocinero, que, aunque estaba ante él, perdía sus ojos en los platos que pensaba cocinar al día siguiente–, deberás emplearte a fondo y conseguir cocinar algo a lo que no estén acostumbrados. Serviremos entonces platos sabrosos, abundantes y más baratos que el resto.
El muchacho, al verse aludido, se apresuró a aclarar sus proyectos, pero no con el fin de tranquilizar a su jefe, sino por el placer de poner en palabras sus pensamientos y la felicidad que sentía al poder realizar su sueño de años, aunque fuera durante poco tiempo; no obstante… si el negocio marchara bien, quién sabe si los nobles, una vez cumplidos sus extraños deseos de buscar algo en el palacio del rey, quizá le cedieran el mesón y, una vez en marcha, él podría…
—Señor –se embaló–, tengo pensado hacer mañana unos lechones con miel que, al partirlos, chascan como si de hielo se tratara, además de una sopa de coles en la que machacaré los riñones y los hígados de…
—Vale, vale –se apresuró Brianda–. Ya vemos que ideas no te faltan, así que haz lo que te parezca, pero procura que esté bueno.
Se acostaron tarde y hubieron de levantarse temprano para que los alimentos estuvieran preparados para el mediodía. En tanto Román cocinaba, los otros soldados hacían de marmitones y pulían el local hasta dejarlo casi brillante. Aunque cuando Blédhri, después de dibujar en un tablón todos los platos que el cocinero le fue describiendo y que colgó a la entrada del mesón, vio la extremada limpieza del lugar, aconsejó derramar algunos churretes de vino sobre las mesas para que dejaran alguna mancha; «no es bueno que las gentes vean el lugar tan limpio, o no se atreverán a entrar», aseguró.
Ese día sólo consiguieron cuatro comensales. Los atendieron con mimo y los muchachos, pues eran jóvenes estudiantes que compartieron dos raciones, se fueron ahítos y muy contentos con el «sitio nuevo en que, por unos pocos cuartos, llenas la tripa y además está todo buenísimo». Esa fue la consigna que se extendió aquella tarde por la ciudad. Por la noche, consiguieron terminar casi con todo lo que habían preparado, de modo que tuvieron que añadir algún pedazo de queso para que los soldados no quedaran a medio cenar. Así que al día siguiente Román duplicó las cantidades y también se vendieron, y al otro y al otro. En menos de un mes se encontraron dando de comer y cenar a muchos de los forasteros de la ciudad y por todas partes se hablaba de lo bien y lo barato que se comía en el nuevo mesón.
Entre tanto, Blédhri y Brianda trataban de conseguir información de los soldados y criados de palacio, que también empezaron a acudir a la taberna. Poco nuevo les aportaron a lo que ya sabían. El rey andaba irascible por el asunto de su mujer y el entredicho al que le había sometido la Iglesia. Apenas salía del palacio, abandonando sus viajes por las tierras próximas. Y en cuanto a la esposa castellana del delfín, se decía que había perdido peso porque apenas comía y se pasaba los días llorando. Felipe evitaba verla pues, según decían sus hombres, aseguraba constantemente que lo que necesitaba la cría eran unos «buenos azotes» y que esa sería la solución a todos sus caprichos. El problema era que su hijo era «demasiado bueno y eso nunca da resultado con las mujeres».
Aquel mediodía uno de los hombres que se acercó al mesón resultó pertenecer a la guardia personal de Blanca. Brianda lo agasajó e incluso mimó, hasta el extremo de conseguir, en una sola comida, ganarse un nuevo cliente. El hombre, apodado Michel, era un muchacho joven y algo delicado, que enseguida hizo buenas migas con aquel otro chico de maneras casi femeninas y que tan bien lo trataba. Todos los días, bien fuera a mediodía o por la noche, dependiendo de sus turnos de guardia, acudía al mesón y se dejaba regalar por Pedro, que le escogía las mejores tajadas y que luego, a espaldas del anciano dueño del garito, le cobraba mucho menos que al resto de clientes, poniéndole unos morritos que le prometían delicias superiores a las de la ingesta de alimentos.
Aquella mañana llegó Michel, más que buscando su comida, tras los mimos de Pedro quien, en cuanto lo vio, se le acercó diciendo:
—He pensado mucho en tu pobre señora. Creo que es demasiado joven para vivir el brutal cambio que la han obligado a soportar. Además, por lo que me has dicho, su suegro no es precisamente cariñoso con ella. Yo tuve un pariente castellano que me ayudó mucho en la vida, así que, en agradecimiento a él, he pedido a Román que cocine unos dulces que sé son comunes en las tierras de las que viene tu señora. He pensado que tal vez, si se los llevas, ella se alegre y tú consigas su favor. Porque pienso que eres un chico magnífico que se merece lo mejor –y al concluir su perorata, acarició la mano del joven que descansaba sobre la mesa. El soldado sonrió, casi enternecido por el interés que Pedro le mostraba, y se apresuró a acceder.
—Tienes razón asegurando que, quizá, eso me haga merecer el favor de mi señora, pero aunque así no fuera, si tú me lo pides lo haré encantado.
—Lo sabía, querido –sonrió con ternura Pedro a su nueva conquista. Le sirvió como siempre lo mejor y, cuando hubo de aceptar su dinero, hasta puso morritos de desagrado–. Te cobro porque no tengo más remedio o si no mi abuelo me mataría. Es un déspota que me gustaría abandonar, pero no tengo adónde ir... En fin –se rehízo enseguida, sonriendo a su cliente con todo su encanto masculino desviado–. Voy a buscar el fardel con los dulces para tu señora. Te aconsejo que se los ofrezcas cuando nadie te observe, así conseguirás su favor y evitarás la envidia de los que estuvieran presentes.
—¡Oh, Pedro, qué listo eres! –aduló el soldado, dando golpecitos en el brazo del mesonero.
Brianda lo vio alejarse calle arriba, con los ojos entrecerrados y una mueca de asco en el rostro. Está visto que las grandes cosas habían de conseguirse siempre por idénticos caminos. Entendió entonces las famosas cortes de amor que tanto había fomentado Leonor, sobre todo en Poitiers. El deseo de su señora había sido buscar su sitio en una agresiva sociedad de hombres, controlando su violencia por el único medio que estaba a su alcance. Hubo de emplear el sexo como acicate del cambio, haciendo que la fuerza bruta no fuera el exclusivo fundamento de la lealtad. La dama sublimó el erotismo, haciéndolo lejano e inalcanzable, para lograr empujar a los hombres y hacerlos correr tras sus propias empresas. Leonor gobernó a sus señores desde la debilidad, la poesía y la belleza, utilizando la sensualidad como poder y se convirtió, y quiso convertir a las subyugadas mujeres de su entorno, en señoras. Y los caballeros prestaron sus juramentos por voluntad propia y las damas se convirtieron en sus verdaderas amas –al menos en teoría–, con el señuelo de sus promesas encubiertas y que, a veces por placer y en otras ocasiones por necesidad, hubieron de cumplir, siempre negando, obstaculizando, confundiendo… Mantuvieron así el poder sobre los levantiscos jóvenes que poblaban sus cortes y facilitaron su propia vida y la de sus esposos, que ganaban fieles a través de las sonrisas de sus mujeres. Había sido un intento de cambio brillante y hasta la Iglesia llegó a admitirlo, haciéndolo suyo y colocando a María por encima de todas las damas, sacralizando así la corriente imparable de moderación de los pendencieros varones, que la familia de Leonor, y sobre todo la propia reina, había fomentado. Brianda meneó la cabeza, al tiempo que plegaba los labios con un cierto desdén. Era repugnante pero no había otro camino.
Esperó el día siguiente, asqueada y al propio tiempo confiada. Sabía que Michel volvería al mesón y quería saber si su plan de la tarde anterior había surtido efecto. Cuando vio entrar por las puertas al soldado, quien en los últimos días había dejado fuera su aspecto marcial para tomar otro delicado y suave, le sonrió con ternura y enseguida se acercó a él con movimientos felinos.
—Has tardado más que otros días –lo riñó con un hociquito enfadado–. Llegué a pensar que no vendrías.
—¿Y eso te disgustaba? –demandó su conquista, deseando encontrar su imagen que tanto había tenido que negar en los ojos, las palabras y los gestos de aquel jovencito, quien aparentaba estar tan reprimido y anulado como él mismo.
—Sabes que sí, tonto –sonrió un poco de lado Pedro, manoteando el aire ante el rostro del recién llegado.
—Me entretuve porque estuve con la princesa. Me mandó llamar –aquí se detuvo un instante para dar tiempo al mesonero a tomar conciencia de su importancia– para darme las gracias por los dulces. Al parecer, desde anoche, que se los hice llegar, se los había comido todos. Sus damas estaban encantadas y hasta creo que también su esposo.
—Sabía que le gustarían –cabeceó Pedro–. Esta mañana ya le había mandado al cocinero cocer algunos más para que pudieras llevárselos. Eso hará, sin duda, que te aprecie, y conseguirás ventajas que de otra forma nunca alcanzarías.
—Ya las he conseguido –se empinó Michel sobre la punta de sus botas.
—¡Qué listo eres! –adoró Pedro, mirándolo con arrobo–. Pero he de admitir que estoy impresionado. Sabía que conseguirías llegar lejos; sólo hay que verte. Pero desde luego nunca pensé que lo lograras tan pronto.
—No he pedido nada para mí –aclaró el soldado, con mirada entregada–. Lo he hecho para ti.
—¿Para mí? –preguntó Pedro, realmente asombrado.
—Sí; le he suplicado a la princesa que te admita en su guardia. Me habías dicho que estabas harto de soportar a tu abuelo, así que ahora ya puedes, si lo deseas, dejarlo.
—¡Oh, Michel! –se dio tiempo Brianda para evaluar las posibilidades que estar dentro del palacio y poder moverse por él sin obstáculos podrían reportarle. Bajó los ojos al suelo y parpadeó varias veces para que el muchacho pudiera apreciar el largo de sus pestañas. Luego, dando un paso que casi pegó su cuerpo al del chico, susurró, mimoso–: ¿Querrás tenerme a tu lado siempre? ¿No te cansarás de soportarme cada día?
—Sabes que no. El deseo de tenerte cerca me ha dado fuerzas para hacer algo que en otra circunstancia no habría sido capaz de conseguir, porque nunca me he atrevido a hablar ante la princesa y, como puedes deducir, mucho menos pedirle un favor. Pero hoy lo he hecho y ella, casi sonriente, me lo ha concedido, aunque me ha pedido a cambio que nunca le falten los dulces.
—Pero –dudó un instante Brianda–. ¿No pretenderá mantenerse a base de dulces solamente?
—Pues eso no lo sé –contestó enseguida el joven–, pero te aseguro que no me importa en absoluto, si va a servir para que tú y yo podamos estar juntos. Puedes decírselo a tu abuelo, porque, eso sí, le he prometido que no carecerá de las golosinas.
—Desde luego que se merecería que me largara sin más, pero, como muy bien dices, está el asunto de los dulces que habremos de conseguir hasta que la princesa se harte de ellos. Entonces haremos lo siguiente –concretó Pedro, consiguiendo que el otro bebiera sus palabras–. Esta noche le informaré de mis proyectos. Probablemente me grite y hasta me golpeé –abundó en su desgraciada vida, para enternecer aún más, si eso fuera posible, a su nuevo amigo–, pero acabará dándose cuenta de que es bueno para mí y desde luego también para él, que así se verá libre de mi presencia, la cual, al parecer, lo avergüenza.
—Entiendo muy bien tus sentimientos –cabeceó el muchacho, con una cierta tristeza en la voz–. Eso es lo que he experimentado siempre en presencia de mi padre. Primero acabó con mi madre, quien fue la única que me quiso, y ahora pretende hacerlo conmigo.
—No nos dejemos arrastrar por los dolorosos hechos que hemos vivido –interrumpió enseguida Pedro, viendo el sufrimiento real del chico–. Vamos a intentar cambiar las cosas a partir de hoy. Siéntate ahora y te serviré la cena. Cuando te vayas, se lo diré y, si es posible, si tú no tienes órdenes en contra, mañana podremos estar en palacio.
—Pensé que te vendrías conmigo esta misma noche –casi imploró Michel.
—Podría haberlo hecho si no estuviera por medio el asunto de los dulces. ¿Cómo crees que los tendríamos si me fuera sin el consentimiento de mi abuelo? Ten un poco de paciencia, querido; muy pronto estaremos juntos para siempre. Y ahora siéntate, te traeré un capón de los que ha asado Román, que huelen deliciosamente.
Brianda se separó de Michel con varios sentimientos encontrados. Por una parte estaba eufórica. Si se movía por el palacio, en unos pocos días se haría con la reliquia. Por otra parte, ¿cómo conseguiría mantener a raya a su nuevo amor? No era precisamente una mujer lo que esperaba encontrar bajo las ropas de hombre que ocultaban su cuerpo. Se sentiría engañado y podría reaccionar violentamente… «Bueno –se dijo mientras le llenaba el cuenco–. Cada cosa a su tiempo».
Aquella noche puso en conocimiento de Blédhri el asunto y los dos hicieron planes. Desde luego, conseguir moverse con libertad por el palacio era un gran logro. No obstante, la dedicación, a todas luces excesiva de Michel, se convertiría en un problema que, al menos de momento, no sabían cómo encarar.
—Debes conseguir entretenerlo algunos días –vacilaba el anciano, sin saber qué consejo dar a Brianda ante la tesitura complicada a la que se enfrentaban–. Puedes simular que es tu primera relación y que necesitas un tiempo para sentirte libre de mi autoridad, que hasta ahora siempre ha impedido que tu verdadera personalidad se muestre. Es más, podrías decirle que yo, para dejarte ir, te he hecho jurar que esperarás al menos una luna para comenzar el amorío, con el único fin de saber si te encuentras a gusto o no con tu nueva ocupación y en la compañía de Michel.
—Sí –admitió la joven–. No va a ser fácil pero creo que algunos días me concederá y en ellos espero completar los pasos que dar para conseguir penetrar en los aposentos del rey y hacerme con la Espina.
—Estamos partiendo de la base de que es allí donde se encuentra, pero lo cierto es que lo ignoramos. Tal vez sea el capellán el encargado de su custodia, o algún lugar de su capilla o tal vez el altar de una iglesia… Debo consultar al fuego y tratar de propiciar los acontecimientos para facilitarte la tarea –murmuró el hombre casi para sí. Luego, en un tono un poco más alto, aconsejó–: Procura enterarte por tu cuenta de su ubicación, de ese modo estaremos más seguros, si los dos coincidimos. Después, si queda tiempo, trazaremos un plan. He elegido ya los objetos para hacer el conjuro. En principio no parece demasiado difícil, pero con las energías que rigen el futuro nunca se sabe. A veces son dóciles y obedientes y otras son ingobernables. De todas formas debo pedirte que no te expongas demasiado –dijo el anciano, bajando la mirada, al tiempo que acariciaba la mejilla de la chica–. Es importante sacar a la princesa de su estado, pero piensa que tal vez no sea la posesión de la Espina la solución. Sólo es una posible salida, así que, si para conseguirla has de arriesgarte, abandona.
—Voy a lograrlo –afirmó Brianda, buscando los fatigados ojos del viejo–. Y vos deberíais, tal vez, hablar personalmente con Michel y tener dispuesta la partida por si hubiéramos de hacerla de forma precipitada.
—Sí. Es necesario que, como tu tutor, me implique en este espinoso asunto. En cuanto a lo otro, no te preocupes. Todo estará esperando tu regreso.
Al mediodía siguiente, con una cierta reticencia, Michel se presentó en el mesón. Cerró las puertas a su espalda y permaneció en el zaguán, buscando con los ojos a Pedro. Pero no fue este quien acudió a recibirlo. El abuelo del muchacho, el cual no solía estar presente en el comedor, se volvió hacia la puerta y se quedó encarándolo con gesto adusto.
—Vamos, entra de una vez –urgió el anciano, fastidiado al parecer por su indecisión.
—Os saludo, señor –se inclinó el joven levemente ante Blédhri, tartamudeando de pura alteración.
—Ven –ordenó el anciano, mostrándole un banco donde él mismo tomó asiento. Michel, obediente, instaló sus posaderas junto a la alta y frágil figura. Pedro no se parecía demasiado a aquel hombre, que en su juventud debió de ser corpulento y de elevada estatura, todo lo contrario del nieto, de figura delgada y delicadas facciones–. Pedro me ha dicho que le has conseguido un trabajo en el palacio –soltó el abuelo sin más preámbulos, mirando con una mirada inquisitiva e insondable.
—Sí, señor –se apresuró a contestar el recién llegado, tranquilizado inexplicablemente por el tono profundo y acariciador–. A partir de hoy, si vos lo consentís, pasará a ser guardia personal de la princesa.
—Ya… –se mesó las blancas barbas Blédhri, sin apartar sus ojos, dando tiempo a que al chico comenzaran a temblarle de nuevo las manos de puro aturdimiento–. Pero no es eso sólo lo que pretendes, ¿verdad?
—Yo, señor…
—Tú quieres que mi nieto renuncie a su condición masculina para convertirse en el hazmerreír del palacio.
—No, señor. Yo no deseo ningún mal a vuestro nieto; en todo caso, si eso ocurriera, no sería él sólo el afectado; los dos estaríamos en idénticas condiciones. Pero no sucederá nada porque si nuestra relación llegara a término la mantendríamos en secreto, pues de lo contrario perderíamos nuestros puestos, ya que, aunque muchos, incluso dicen que el propio rey, se toman o se han tomado ese tipo de libertades, no está bien visto de forma oficial –el muchacho lanzó su perorata, retorciendo las manos y sepultando en ellas su mirada para escapar a los ojos de halcón que buscaban los suyos. No obstante, se asombró de hablar con aquella libertad ante alguien al que acababa de conocer. Nunca había admitido en voz alta su inclinación y mucho menos se había permitido hacer proyectos al respecto.
—Deseo pedirte algo –dijo el anciano, bajando la cabeza y hundiendo la espalda–. Quiero mucho a mi nieto, aunque no esté de acuerdo con su forma de ver el mundo. Sé que no es culpa suya y probablemente de nadie, aunque ahí habría mucho que decir. No estaría de más que ambos estudiarais vuestras vidas hasta llegar al momento en que la desviación se ha producido, si es que así ha sido y no nacisteis ya con esa predisposición… En fin, te pido que antes de tomar una decisión de la que no habría vuelta atrás, esperéis algún tiempo. Primero para comprobar si mi nieto encaja en la nueva labor y segundo por ver si vuestros temperamentos se acoplan. Deseo que me des tu palabra de que aguardaréis dos o tres lunas antes de entregaros a vuestra querencia. Sólo en ese caso permitiré que mi nieto te siga.
—Os doy mi palabra, señor –asintió Michel con una voz pesada de tristeza.
—Bien –se levantó Blédhri–. Entonces podéis iros. Aunque, si no es mucho pedir, me gustaría que siguierais viniendo siempre que pudierais. Ni que decir tiene que invita la casa –quiso bromear, notando los apenados hombros del chico.
—Vendremos, señor, claro que sí. Así podréis comprobar por vos mismo que vuestro nieto es feliz –consintió el joven, asombrado de que aquel anciano, que estaba poniendo frenos a sus deseos, le cayera tan bien.
—Llamad a Pedro –ordenó Blédhri, dirigiéndose a uno de los marmitones que zascandileaban alrededor del fuego.
Al poco, el nuevo soldado hizo su aparición, portando un hatillo y moviéndose con una cierta indecisión, que ya había desaparecido de los gestos de Michel, quien se encontraba tan a gusto como si siempre hubiera vivido en aquel mesón y el anciano con quien había estado hablando fuera su propio padre. Su padre… Lo recordó con la aflicción inexplicable que siempre le producía evocarlo y, por un instante, sus ojos claros se enturbiaron. A pesar de todo el dolor que había producido a su madre e incluso a él mismo, se dio cuenta de que aún lo amaba, al sentir que podía amar también al anciano, quien, supuestamente, había maltratado a Pedro. Se inclinó ante Blédhri y salió a la calle para permitir que nieto y abuelo se despidieran en la intimidad. Al poco, Pedro le sonreía tímidamente al sol de mediodía.
El primer día en palacio fue difícil, ya que todos fueron aprietos y obstáculos para una mujer en un mundo de hombres. Pero Brianda era inteligente y decidida, de modo que, con astucia, consiguió salir airosa de algunos bretes comprometidos, como el momento de vestir su uniforme en una larga estancia donde se cambiaban los otros jóvenes, haciendo ostentación de sus atributos la mayoría de ellos, y los demás mostrando una absoluta indiferencia ante el hecho de pasear sus vergüenzas por el recinto. Enseguida comenzó su guardia junto a Michel, por expreso deseo de este, quien había cambiado su puesto con otro compañero para estar al lado del bisoño, tratando de evitar así algunas bromas pesadas que los veteranos proyectaban. Aunque no tenía la seguridad de llegar a impedirlas, sí, al menos, retrasarlas, para que Pedro, una vez habituado al nuevo ambiente, no fuera sorprendido desagradablemente en su primer día. En un momento en que una de las damas de la princesa salió de sus aposentos, el joven le confió el fardel que guardaba los dulces, con el expreso deseo de que fueran entregados a la señora y «sólo a ella». La muchacha tornó a entrar inmediatamente en las habitaciones con el presente en las manos. Apareció al poco de nuevo para cumplir con su interrumpida tarea y antes de irse ordenó, haciéndose a un lado para dejar libre la entrada:
—La señora quiere que os presentéis ante ella, ahora.
Michel obedeció raudo, sosteniendo las puertas para que la muchacha pudiera irse. Cuando lo hizo, se dirigió a Pedro:
—Entra conmigo.
—Pero… ella te espera a ti, no a…
—Lo sé, pero si nos lo reprochan haremos como que no entendimos bien la orden. ¡Venga, entra!
Pedro, queriendo tomar un aire marcial, siguió a Michel al interior de la larga estancia. Allí, cerca de un ventanal, Blanca, toda ojeras negras que destacaban sobre su lechosa piel, aparecía rodeada de muchachas y jóvenes apuestos, peor vestidos de lo que Brianda habría esperado. Sostenía apenas sobre sus rodillas el fardel con los dulces. Hizo un desmayado gesto y los jóvenes se separaron cediendo su lugar a los recién llegados, que se arrodillaron ante ella.
—Señora –saludó Michel, sin atreverse a mirarla. En cambio Pedro sí que lo hizo, recordando los alegres rasgos que había conocido en Castilla, ahora apagados y casi envejecidos.
—Quiero agradecerte que no hayas olvidado mi capricho. Desde que vivo aquí no estoy muy acostumbrada a que se me tenga en cuenta –confió, bajando los ojos a su falda, con una gran tristeza.
—Señora –no pudo contenerse Brianda, sintiendo el dolor de la joven y olvidándose de su situación de subordinación–, esta etapa pasará y vos, como vuestra abuela, seréis la señora de Francia y entonces todos los que ahora aparentan no prestaros atención os adorarán.
—¿Quién eres tú? –demandó la princesa, escudriñando los rasgos de la joven.
—Pues un soldado de vuestra guardia que habéis tenido a bien reclutar ayer. Soy amigo de Michel y es en el mesón de mi abuelo donde se cuecen los dulces que os gustan. Os pido perdón por atreverme a hablar sin pediros permiso, pero me duele veros así cuando os conocí tan alegre.
—¿Me conocías ya? –se asombró Blanca, entrecerrando sus ojos claros, apagados ahora por la morriña y el recuerdo de sus seres queridos. Estudió sus recuerdos para lograr situar aquellos rasgos, demasiado hermosos para un muchacho.
—¡Oh, sí, señora! –reaccionó rápida Brianda, al sentirse observada no sólo por la princesa, también por el asombro de Michel–. Durante vuestro viaje desde Castilla, mi abuelo y yo nos unimos a vuestra caravana, para ampararnos en vuestra guardia. Allí os vi varias veces cabalgando con vuestra abuela y me parecisteis muy feliz. Por eso me duele encontraros ahora tan triste; me gustaría hacer algo para evitarlo.
—Ya has hecho lo que has podido. Me has traído los dulces que en la corte de mi padre se sirven cada tarde, después de los juegos de guerra o mientras las damas mandan en sus tribunales de amor. Nada parecido se puede hacer aquí. Los días son largos y aburridos, sin historias ni canciones.
—Señora, si me lo permitís yo puedo buscaros trovadores o bardos que os entretengan y…
—Mi esposo dice que lo que cuentan son mentiras, que si me aburro debería escuchar más a los clérigos, que dicen verdades. Pero yo pienso que la alegría no tiene por qué anular la fe… En fin, idos ya. Dentro de poco vendrá a informarse de cómo me encuentro esta mañana y seguramente no entenderá que platique con la guardia.
—Señora –intervino Michel, que, hasta entonces había estado mudo; Pedro ignoraba si de estupor o de preocupación–, yo cantaba mucho en el tiempo de vida de mi madre. Ella me enseñó también a tocar el arpa; si lo deseáis, en cualquier momento puedo hacerlo para vos.
Ahora fueron los ojos de Pedro los que se asombraron. Su nuevo amigo no le había comentado nunca una capacidad tan escasa y preciada.
—De nuevo os agradezco a los dos vuestra preocupación por mí. Y desde luego no lo olvidaré. Tal vez, en algún momento en que me encuentre sola os mandaré llamar para que me hagáis compañía, si mi esposo lo permite.
—También mi abuelo, además de controlar el mesón –se apresuró Brianda, sin pararse a pensar las complicaciones–, sabe contar bellas historias…
—Quizá lo llame también alguna vez. Y ahora idos ya.
—Sí, señora –aceptaron los dos, retrocediendo hacia la puerta. Allí, hubieron de apartarse para dejar paso a Luis, que llegaba acompañado de algunos señores y un par de soldados. Uno de ellos se volvió a Michel, interrogándolo con los ojos.
—La princesa me llamó –explicó el joven entre dientes al mayor, quien se apresuró a cerrar las puertas, dejándolos fuera.
—Es mi padre –aclaró el joven, viendo el despiste de Pedro–. Él consiguió que entrara en la guardia de la princesa en cuanto llegó, puesto que tiene muchos conocidos en la corte. Lleva toda su vida al servicio del rey. Aunque me consiguió el puesto, no está nada seguro de que sea digno de él. Teme que lo deje en ridículo –concluyó Michel, bajando los ojos al suelo de baldosas de barro cocido que pisaban.
Los dos jóvenes tomaron sus puestos a ambos lados de la puerta de los aposentos de la princesa y, durante casi media mañana, apenas hablaron. Cuando Luis, acompañado de su pequeña corte, salió, el padre de Michel lo miró con una cierta sonrisa y pudiera ser que con orgullo. Luis se volvió hacia él y, señalándolo con el dedo, lo que hizo que las piernas del chico comenzaran a temblar, comentó:
—¿Así que eres tú quien ha conseguido que la princesa coma?
—No, señor –dobló enseguida la rodilla el joven ante el delfín–. Ha sido Pedro, el nuevo soldado. Él junto con su abuelo tienen un mesón un poco más allá de la Cuesta y ellos, al saber que yo era guardia de la princesa, me encomendaron el encargo de traerle los dulces.
Luis se volvió a mirar a Pedro y ahora fue este al que le temblaron las piernas, al tiempo que el padre de Michel torcía la boca en un gesto despreciativo, contemplando la cabeza inclinada de su hijo.
—¿Quién eres tú? –interrogó el príncipe.
—Pedro, señor, y desde ayer guardia de la princesa Blanca.
—Me ha dicho que tu abuelo conoce historias que podrían entretenerla.
—Sí, sire. Él vino de lejanas tierras y sabe todas las leyendas de Eire y de Bretaña… Bueno, creo que de todas partes –resumió Pedro, al advertir un gesto de impaciencia en Luis.
—¿Es cristiano?
—Desde luego, sire –afirmó Brianda sin saberlo realmente–. Y puede recitar pasajes de la Biblia de memoria, sólo de oírlos a los clérigos –se apresuró a aclarar.
—Y de ti me ha dicho –dijo, volviéndose hacia Michel, quien no se había atrevido a moverse– que sabes canciones. ¿Qué clase de canciones?
—Pues… –dudó el chico, sintiendo empaparse su coronilla en un sudor frío que se le deslizaba en gotas por la espalda.
—Las que le enseñó su madre –intervino el padre del joven.
—Deduzco, Hugo, que es tu hijo.
—Sí, sire, y os pido perdón por su audacia.
—Creo que el muchacho sólo ha pretendido ayudar a su señora.
—Estoy seguro de que así ha sido, señor –aceptó el hombre–. Pero es como su madre, un poco fantasioso y no quisiera que…
—Si conseguís entretener a mi esposa me parecería bien. Prefiero que las gentes que se acerquen a ella sean conocidas. No quiero traer trovadores o bardos que pueden influir negativamente en su tierno espíritu. En cuanto a ti –dijo, señalando a Pedro–, no dejes de traer los dulces hasta que Blanca se canse de ellos. Por supuesto, se te pagarán.
—¡Oh, no señor! Mi abuelo está muy contento de hacerlos para la princesa y…
—Se te pagarán –afirmó el príncipe, al tiempo que se volvía para seguir su camino–. Y en cuanto a la visita de tu abuelo –dijo, deteniéndose un instante–, adviértele que esté preparado, puedo mandarlo a buscar en cualquier momento si mi esposa persiste en su tristeza, aunque preferiría que un clérigo la consolara, pero si no hay más remedio…
—Sí, señor –se apresuró Pedro–. Desde luego, señor.
El padre de Michel palmeó los hombros de su hijo, que aún permanecía arrodillado. El muchacho lo miró y los ojos de ambos se encontraron. Los del chico esperanzados, los del hombre doloridos.
Cuando el cortejo se alejó por el pasillo, Pedro, preocupado por las libertades que se había tomado e ignorando si serían del agrado de Michel, le encaró:
—Creo que debo pedirte perdón por lo mucho que he hablado hoy. No era mi intención restarte protagonismo, pero las cosas rodaron y…
—No me has quitado nada. Muy al contrario, hoy ha sido el primer día en que he visto a mi padre interesado en mí.
—Bueno –quiso terciar Pedro–, no creo que sea la primera vez, ya que se preocupó de buscarte una ocupación y…
—Nunca me había mirado a los ojos –murmuró el joven con la voz quebrada–. Mientras fui pequeño, él anduvo siempre en guerras, lejos de casa, y cuando volvió y entró en la guardia del rey, cuando yo empezaba a ser un adolescente, nos despreció a mí y a mi madre, a la que culpó de que yo no fuera…
—¿Tan hombre como él?
—Sí, eso creo. Apenas aparecía por casa y, cuando lo hacía, acababan siempre discutiendo, porque deseaba llevarme con él y mi madre se negaba. Seguramente pensaba que viviendo en un mundo de hombres pues…
—Tal vez habría sido así –apuntó Pedro con una cierta timidez–. El amor excesivo de tu madre, que se encontraba sola, sin el apoyo de tu padre, pudieron influir en tu forma de ser. Te digo esto –se apresuró a mentir al ver la mirada de ira que el otro le dirigió– porque a mí me pasó y…
—¡Mi madre me amó y me protegió siempre!
—Eso no lo pongo en duda, pero quizá actuó con un cierto egoísmo, que desvió tu interés de tu padre y, con él, de todos los hombres. Quieres ser una mujer porque crees que ellas son más humanas y cariñosas. Ves a los varones como animales y puedo asegurarte que no todos son iguales, aunque haya muchos como tú piensas. Tal vez Hugo, cuando regresó, se dio cuenta del problema y por eso quiso alejarte de tu madre. No lo juzgues sin saber. Si algún día tienes valor, pregúntale.
Michel miró al suelo y calló durante un largo rato. Pedro respetó su silencio, que quiso imaginar creativo. Sufrió un sobresalto cuando otra pareja apareció a su lado.
—¡Vaya! –dijo uno de ellos riendo–. Tenemos gente nueva. Eso merecería un festejo.
—¡Déjate de historias, Víctor! –cortó Michel con una voz ronca y fuerte que Pedro jamás le había oído–. Y me gustaría que os anduvierais con cuidado; Pedro es mi amigo y tiene mi protección.
—¡Vale, vale! –aceptó el recién llegado con una media sonrisa, poniendo sus manos de parapeto–. Lo hemos oído y no se nos ocurrirá olvidarlo. Pero ¿no te parece que tu amiguito hará que quien no te conozca recele?
—¿Qué demonios quieres decir? –mascó Michel, tomando a Víctor por la pechera de su uniforme–. ¿Acaso estás poniendo en duda algo que yo debería saber? Si es así, más vale que lo digas ahora para que pueda partirte la boca y no vuelvas a repetirlo.
—¡Vamos, chicos! –intervino el otro muchacho–. Dejadlo ya. Sólo era una broma. ¿No es verdad, Víctor?
—Sí –se apresuró el aludido, deseando relajar la incómoda postura a que la fuerza de Michel lo estaba sometiendo–. No entiendo por qué te lo has tomado tan a pecho –quiso justificar enseguida, una vez que recuperó el resuello.
—Porque es mi amigo y no estoy dispuesto a permitir que os metáis con él por ser nuevo. Así que adviértelo por ahí. De ese modo me evitarás trabajo. –Y, dándoles la espalda, enfiló el camino de la entrada del palacio, al tiempo que animaba a Pedro–. Vamos, tu abuelo nos invitará a comer.
Brianda siguió a Michel hasta la salida. El olor que llegaba de las cocinas dedicadas a los soldados no invitaba precisamente a sentarse a la mesa. Sin duda, el aroma del hogar del mesón era mucho más apetitoso. Se fijó en los andares rítmicos y viriles de su amigo y trató de imitarlos. Nunca le había visto caminar así, «será por el lugar», pensó. Pero cuando alcanzaron la calle, el muchacho continuó con su aspecto recio y ya no lo abandonó en todo el tiempo que permanecieron juntos.
Informaron a Blédhri de sus andanzas en el primer día de trabajo en común. El anciano asentía satisfecho hasta que llegó el momento en que le comunicaron que quizá Luis le llamara para que entretuviera a Blanca. Entonces miró a Brianda y esta entendió enseguida que el viejo no podía presentarse en la corte. Cualquiera podría reconocerlo, y desde luego Blanca lo haría, pues había pasado muchas noches junto a él, escuchando sus historias. Esa imprudencia hacía que el asunto de la Espina hubiera de resolverse con más premura aún, si eso fuera posible, para poder partir de París.
—¿Es muy religioso el rey? –preguntó Blédhri como por pura curiosidad.
—Mi padre dice que no suele rezar mucho, aunque lleva consigo siempre una pequeña capilla en la que guarda algunas imágenes y reliquias que custodia su capellán y donde celebra misa cuando están en viaje.
—Pues si tiene consigo una capilla será porque realmente le gusta rezar a cualquier hora y en cualquier momento –apuntó Pedro, mientras mordisqueaba una pata de pato que chascaba deliciosamente.
—No. La capilla está en uno de los cuartos en que se encuentran sus documentos importantes, no en su propio aposento; así está más cerca de los guardias y puede ser controlado mejor. Según me dijo alguna vez mi padre, guarda allí valiosas reliquias y, en arcones cerrados con varios resortes que sólo él y su capellán conocen, joyas de muchísimo valor e incluso monedas de oro y plata.
—Un tesoro, vaya –concretó Pedro–. Pues qué bien –habló como sin darle importancia, con la boca llena de sabroso asado, captando al propio tiempo un ligero signo de asentimiento de Blédhri, el cual le hizo pensar que precisamente en esa capilla estaba la Santa Espina–. Pero –se interesó de pronto– ¿nosotros no tendremos que hacer guardia en un sitio tan peligroso, verdad?
—No –quiso tranquilizarle Michel–. Ahí sólo están hombres de su confianza, que le han servido durante años.
—Como tu padre –casi afirmó, más que preguntar Pedro.
—Sí, como mi padre y algunos otros.
—Ya. Y, hablando de otra cosa –quiso hacer olvidar su interés de hacía poco–. ¿Sabéis, abuelo, que el padre de Michel se preocupó de conseguirle el puesto en la guardia de la princesa? Seguramente conoce la capacidad de su hijo y espera que consiga ascender dentro del palacio.
Por vez primera desde que lo conocía, al nombrar a su padre Michel no reaccionó en contra, sino que bajó los ojos a su media hogaza, donde descansaba su sabrosa tajada de pato, sin hacer comentarios tristes, decepcionados o vejatorios.
—Eso demuestra que es un buen padre –aseguró Blédhri, bebiendo un largo trago de la copa que tenía ante sí–. Es una suerte, chico; no todos los progenitores se ocupan de sus retoños. Deberás estarle muy agradecido, lo mismo que yo te agradezco que consiguieras un puesto para mi nieto. No me gustaría que tuviera que pasarse toda su vida como un vulgar posadero. Ambos sois listos –añadió después de un momento de silencio en que disfrutó del sabor de su vino. Luego continuó–: Si os molestáis un poquito, no dudo de que conseguiréis abriros camino. Y ahora os dejo. Terminad la carne y no dejéis de pedir el pastel de higos. Os aseguro que olía deliciosamente cuando se cocía.
Los muchachos continuaron comiendo en silencio, hasta que Pedro, preocupado por la extraña concentración de Michel, preguntó:
—¿Qué te ocurre? Pareces preocupado. No me gustaría haber hecho algo que te disgustara.
—No. Muy al contrario. Has puesto en movimiento algo que yo mismo estaba deseando hacer pero que un estúpido orgullo me impedía realizar. Bueno… –dudó, mirando las sombras que se dibujaban en la pared de las gentes que circulaban por la calle–, no sé si llamarle orgullo o simplemente sentimiento de culpa. Pensaba que si me reconciliaba con mi padre, de alguna manera estaba traicionando el recuerdo de mi madre.
—Por lo que me has contado, tus padres no llegaron a entenderse, pero estoy seguro de que ambos te amaron a su manera. Tu madre ya no está aquí. Cuando vivió le diste tu cariño y ella, ahora, si te está viendo desde algún lugar, desearía que fueras feliz; y, créeme, por lo poco que te conozco, viéndote reaccionar ante tu padre, dudo de que lo consigas si no te pones a bien con él, diciéndole lo mucho que le agradeces que se preocupe por ti. No sé si tengo derecho a decirte esto, pero ya quisiera yo poder hablar con mi padre y pedirle disculpas por todos los malos ratos que le he hecho pasar. Aprovecha que él está aún aquí. No permitas que llegue su hora sin arreglar los asuntos pendientes.
—¿Vendrás conmigo? –interrogó anhelante Michel.
—Desde luego, si así lo deseas, pero no creo que sea lo más oportuno. Esa conversación habrás de hacerla en privado. Puedo, si quieres, acompañarte hasta el lugar donde esté y apartarme después para que podáis dialogar.
—Está bien, pero mantente próximo, por favor.
—Lo haré. Pero créeme, después de que comiences a hablar, te sobrará todo el mundo.
—Podríamos acercarnos esta misma tarde –se entusiasmó el joven.
—De acuerdo, si tú quieres– aceptó Pedro.
—Estará de guardia, como siempre. Apenas sale del palacio. Eso era lo que mi madre le reprochaba, que prefería estar lejos de nosotros.
—A veces las obligaciones desbordan, y si él custodia algo importante…
—Sí, el cuarto del que antes os hablé.
—Entonces no le gustará dejarlo solo –arrastró Pedro las palabras, mientras su mente trabajaba de por libre–. Pero –se le ocurrió de pronto– si es un lugar tan especial, no podremos ir a verle. Deberás esperar a encontrarlo en otro sitio.
—Eso sería imposible, a no ser que se diera una casualidad como la de hoy. Pues te aseguro que en el tiempo que llevo en palacio apenas lo he visto un par de veces. Desearía dejar este asunto resuelto cuanto antes. Además, he comprendido que desde cualquier punto de vista mi reconciliación sería provechosa, incluso para nosotros… –Michel se calló, por vez primera desde que se conocían, dejando la frase en el aire, como si él mismo no supiera qué decir. Contempló a Pedro con aquella extraña mirada y el gesto que había surgido aquella mañana por vez primera, y continuó, un tanto embarazado–: Quizá deberíamos plantearnos de nuevo algunas cosas y…
—Habla con tu padre y luego estudiaremos la situación sin prejuicios.
Tomaron, apresurados ya, el delicioso pastel de higos y, despidiéndose de Blédhri, quien miró preocupado a Brianda, salieron hacia el palacio. Pedro siguió a Michel por el laberinto de pasillos hasta llegar a una zona visiblemente más amplia, cuyos suelos estaban barridos, sin la molesta paja que se pegaba a las botas y a los vestidos de las damas. Al final de un largo corredor que desembocaba en una zona más amplia, varios soldados charlaban, interrumpiéndose unos a otros con grandes risotadas. Michel se detuvo un instante para susurrar a su acompañante.
—¿Ves? Eso era lo que enfadaba a mi madre. Sabía que mi padre se divertía más entre sus compañeros que con nosotros.
—Eso es normal. Los varones solos no necesitan disimular su condición y se encuentran mucho más a gusto que en compañía de mujeres o niños. Es posible que con sus hombres se divirtiera, pero a vosotros os amaba. ¡Venga, no te detengas! Estamos aquí para algo, ¿recuerdas?
—Sí, claro, pero –dudó el joven, haciendo ademán de retroceder– no sé si…
—¡Venga, chico! Piensa que peor de lo que están las relaciones no se van a poner. Y yo estoy seguro de que este paso te reconciliará, no sólo con tu padre, creo también que contigo mismo.
—¡Vale, vamos! Pero no te separes de mí o no conseguiré hacerlo –aceptó Michel, tornando a caminar hacia el grupo que hacía chacotas en el vestíbulo al que se abrían varias puertas. Cuando los vieron acercarse, los hombres dejaron su conversación para formar una barrera que los encaró.
—Es mi hijo –informó Hugo, separándose del grupo para aproximarse a los recién llegados–. ¿Qué buscas aquí? Sabes que está zona está restringida para extraños.
—Necesitaba hablar con vos, padre –casi murmuró el joven, con los ojos fijos en las baldosas del suelo.
—Está bien –aceptó enseguida el hombre, volviéndose hacia sus compañeros para advertir–. Será sólo un momento. Estaré aquí al lado –dio unos pasos, alejándose del grupo, que enseguida perdió interés por ellos, reuniéndose de nuevo para continuar con su interrumpida charla.
—¿Qué quieres? –preguntó enseguida a su hijo–. ¿Y tú por qué estás aquí? –se encaró el soldado con el pequeño guardia que se encogía en un rincón.
—Se lo he pedido yo, padre. Puesto que ha sido él quien me ha aconsejado platicar con vos.
—¿Qué estás buscando? ¿Acaso no estás a gusto junto a la princesa? Esta mañana me pareció que no sólo habías conseguido su confianza sino que además también la del príncipe.
—Sí, padre –volvió a emplear el término, que ya en la primera ocasión había descolocado a Hugo, quien ahora lo miró francamente alarmado, al oír de sus labios aquel vocablo que jamás le había oído pronunciar–. Me encuentro muy a gusto junto a la esposa del delfín y ella ha tenido a bien tratarme con condescendencia. Estoy aquí para daros las gracias precisamente por eso, por las molestias que os habéis tomado para encarrilar mi vida. Y, además –continuó, interrumpiendo con un gesto la contestación de su padre, que ya había abierto la boca para hablar– para deciros que siempre os he querido y que también mi madre lo hizo. Sus enfados eran debidos a lo mucho que os echaba de menos. Y yo… –Se detuvo de repente, agobiado por el caudal de sentimientos que se le anudaban en la garganta, empujándose por salir, presionando su pecho y embalsándose en sus ojos, que amenazaban con desbordarse, dejándolo, otra vez, en una situación poco viril, algo que le molestaba desde que aquella mañana había descubierto una nueva actitud en la que se encontraba muy a gusto. Entonces vio deslizarse algunas lágrimas por el curtido rostro de su padre. Por lo visto, dedujo enseguida, no era tan extraño ver llorar a un hombre. Al darse cuenta, Brianda retrocedió hasta la próxima esquina, dejando a padre e hijo a solas con sus emociones reprimidas durante años. Entonces vio aproximarse por el largo pasillo a un clérigo que luchaba con varios pergaminos que pugnaban por deslizarse de sus brazos, demasiado cargados. Sin pensarlo, Pedro se apresuró a acercarse para recoger alguno de los legajos que acabaron por caer al suelo.
—Ten cuidado, muchacho –exhortó el anciano, con la voz autoritaria de los clérigos importantes–. Son valiosos escritos.
—Estoy seguro, buen padre. Los trataré con cariño. Sólo deseo ayudar.
—Gracias, muchacho, y ya me extraña, ya. Los jóvenes de hoy sólo piensan en francachelas. Si de ellos dependiera el reino estaríamos perdidos.
—Estoy de acuerdo con vos, buen padre –aceptó Pedro con los brazos llenos de pergaminos–. La mayoría cree que está en este mundo para la diversión; no entienden que todos tenemos una misión y que nuestro deber es cumplirla lo mejor posible.
—Me asombra tu madurez, muchacho. En los años que tengo, jamás, ni siquiera entre los nobles, he oído hablar así a un chico. ¿Podrías acompañarme hasta el cuarto donde debo dejar estos escritos? Si no, me temo que acabaré perdiendo alguno.
—Desde luego que sí, señor. Lo haré gustoso. Al pasar debería informar a mi amigo y a su padre que están aquí al lado.
—Por cierto, y ahora que lo dices, ¿qué hace un guardia de la princesa en esta zona restringida? Porque ese uniforme lleva las armas de Blanca.
—Sí, señor, así es. He venido acompañando a mi amigo que debía hablar con su padre.
—¡Ah, ya veo! –se tranquilizó el clérigo al avistar a Hugo y a Michel, que se abrazaban en aquel instante–. Una reconciliación de las muchas que serían necesarias en el mundo para evitar los enfrentamientos absurdos que no conducen más que a malos entendidos. Con lo sencillo que sería dejar de lado el orgullo y amar, simplemente… ¡Buenas tardes, Hugo! –saludó, satisfecho el sacerdote, colocando los pocos documentos que ahora portaba en manos de Pedro, quien hubo de hacer un esfuerzo de control para evitar que algunos volvieran a rodar por el suelo–. ¿Así que este chico es tu hijo? No sabía que tuvieras un vástago tan guapo. Pues ya me alegro, ya. La vejez en solitario no es aconsejable. Ámalo para que te ame. Voy a entrar en la cámara con estos documentos. Pero no es necesario que vengas. Déjame la llave. Este muchacho, que al parecer es amigo de tu hijo, me acompañará. Cuando termine te la devolveré, porque yo he olvidado la mía.
—Podemos dejar la conversación para otro momento –se apresuró Hugo–. Ahora ya cualquier instante será bueno.
—No te preocupes –insistió el clérigo–. Ya lo haremos nosotros. Además, estarán cerca tus hombres, supongo.
—Desde luego, pero ya sabéis que cuando hay que entrar dentro, prefiero hacerlo personalmente.
—Lo sé, pero, créeme, no es necesario. No permaneceré en el interior mucho tiempo; lo imprescindible para clasificar estos legajos. Enseguida estaré de vuelta. Aprovecha para entenderte con tu hijo. Algún día me lo agradecerás.
—Está bien, padre. Aquí la tenéis –accedió el padre de Michel, desprendiéndola de su cinturón.
Brianda vio al hombre tomar la enorme llave y por unos momentos se preguntó si sus endebles muñecas serían capaces de sostener aquel pesado pedazo de hierro. Tal vez por su gran tamaño y no por un olvido, como había dicho, no la había traído consigo. El clérigo y su improvisado ayudante siguieron pasillo adelante hasta llegar al ensanchamiento donde los hombres de Hugo seguían de charla. Saludaron al recién llegado e hicieron intención de seguirlo.
—Montad guardia en la puerta –les ordenó él–. Vuestro capitán vendrá enseguida. Y tú entra –ordenó a Pedro, haciéndose a un lado para que el chico pudiera pasar con su carga.
Cuando estuvieron en la penumbra interior, Brianda, por entre el paquete de pergaminos que llevaba, ojeó los rincones de una gran sala, alumbrada apenas por un par de velas, que mostraba en una de sus paredes anchas estanterías donde se amontonaban rollos de pergamino. Al otro lado, grandes arcas vestían la parte baja de la pared y en la cabecera, lugar donde ardían las velas, un altar con una virgen que portaba en su rodilla izquierda a un niño de mirada adulta y distante presidía de alguna manera la larga estancia.
—Ven –ordenaba cada poco el clérigo, moviéndose por ella para colocar en su lugar cada uno de los rollos que hasta allí había llevado–. Te gusta la Virgen, ¿verdad? –preguntó al observar la mirada que constantemente dirigía Pedro al altar.
—Desde luego, señor. Es muy bella. Ya quisiera yo tener una así junto a mi camastro para poder rezarle cada noche.
—En cuanto acabemos de ordenar esto podrás hacerlo. De hecho, yo siempre que entro aquí lo hago. Me parece que si no, Ella no está satisfecha y me marcho a disgusto.
Pedro siguió al clérigo a lo largo y ancho de la sala hasta que los legajos estuvieron en sus lugares, después, el padre lo tomó por el brazo y se acercó con él hasta el pequeño altar. Brianda observó ávida los objetos que estaban sobre él. Había libros de piel de becerro con letras de oro, vasos de metales brillantes y deslumbrantes piedras, que parecían tomar para sí toda la luz de las mezquinas velas, a las que el clérigo añadió la que había llevado en la mano durante el tiempo que había necesitado ver las letras de los escritos y sus lugares apropiados de archivo.
—Acércate –invitó a Pedro, quien dio un paso hacia delante, situándose al pie mismo del altar. Brianda buscaba, mientras Pedro asentía y hablaba con el sacerdote. Vio varias cajas, algunas muy valiosas en esmaltes o marfil, pero sobre todo una, muy pequeña, completamente de oro, colocada en un extremo, le llamó la atención brillando de una forma que le pareció casi mágica. Pedro se arrodilló y siguió los rezos del clérigo, en tanto Brianda observaba. Cuando la salmodia terminó y mientras ayudaba con una mano a levantarse al viejo, fingiendo que su peso le vencía, se dejó acercar al altar y tomó, sin pensarlo, la cajita de oro, que sepultó inmediatamente en una de sus mangas. Asió entonces con las dos manos el cuerpo del anciano, para lograr enderezarlo por completo.
—Esto ya no es lo que era, muchacho –se quejó el viejo–. Por eso mismo le decía a Hugo que tiene una bendición al lado y que no debe dejarla pasar. La vejez llega para todos y uno necesita apoyarse en el amor para poder continuar. Bien. Vámonos ya.
Cuando ya enfilaban la salida, la puerta se abrió para dar paso a Hugo.
—¿Está todo resuelto, padre? –interrogó el soldado sin dejar de mirar a Pedro, quien se encogió, aterrado.
—¿Y tú? –le contestó el sacerdote con otra pregunta–. ¿Ya lo has arreglado todo?
—Sí, padre –se emocionó el hombre–. Creo que acabo de recuperar a mi hijo.
—Eso está bien –le palmeó los hombros el anciano–. Y no permitas que se aleje de ti. Amaos, porque os necesitaréis mutuamente. La existencia sin amor es muy difícil de llevar; y ahora os dejo, aún tengo mucho trabajo que hacer. Por cierto, muchacho, ¿sabes leer y escribir? –interrogó, dirigiéndose a Pedro.
—Sí, padre, mi abuelo me enseñó.
—Bien, en ese caso, si en algún momento decides cambiar de puesto, ven a verme.
—Sí, señor, gracias, señor –se aturulló Pedro, apretando su brazo contra el pecho, al inclinarse ante el anciano que se iba. Luego miró a Hugo y se inclinó también ante él para alejarse con las piernas temblonas y la boca seca.
Aquella fue una noche interminable para Brianda. En el largo dormitorio de los soldados, permaneció en su camastro, insomne, apretando la cajita en su puño cerrado durante el tiempo que tardó en aparecer la débil luz que anunciaba el amanecer. Luego, cuando llegaron a despertar a los soldados, la sepultó en su pecho, vistiéndose con rapidez, sin levantarse del todo, medio cubierta por la manta.
—¡Vaya friolero que estás hecho, chico! –gritó uno de sus compañeros.
—Pareces del sur, donde todos son afeminados –puntualizó otro, mirándolo con interés.
—¡Dejadle! –intervino enseguida Michel–. Os advertí ayer que es mi amigo y no voy a permitir que se convierta en vuestro juguete.
—¡Vale, vale, chico! –se alejó el otro, poniendo sus manos como barricada–. Te lo dejaremos para ti solito.
Michel, en una zancada, alcanzó al que se iba y en un momento la pelea se generalizó. Brianda, pegada a la pared, se fue acercando a la puerta y, precipitadamente, salió por ella, buscando la entrada del palacio. A grandes pasos se dirigió al mesón, donde ya su cocinero había empezado los preparativos diarios. Blédhri, que desayunaba unas sopas de pan con un huevo escalfado en ellas, se volvió, preocupado, al verla entrar.
—Creo que ya lo tengo –susurró ella, dirigiéndose al cuarto del fondo, que hacía las veces de dormitorio y que ahora estaba desierto ya que los hombres trabajaban fuera.
—¿Cómo que crees? ¿La tienes o no?
—Pues lo cierto es que no he podido abrir la caja. Por el tamaño me pareció la más apropiada para contener la reliquia, pero no tuve tiempo de comprobarlo. Simplemente la tomé.
—Bien –aceptó el anciano, cachazudo–. Veámosla, pues.
Con infinitos cuidados abrió el delicado cierre. Levanto la liviana tapa y allí, sobre un minúsculo cojín de terciopelo negro, vieron la Espina. Brianda sintió un extraño nudo en la garganta, pero Blédhri se limitó a cerrarla y envolverla en un paño, que ató fuertemente con una cuerda. Llamó a uno de los soldados, que se acercó desprendiéndose del mandil que le defendía de las grasas de las comidas, y se la entregó, ordenando:
—Parte ahora mismo junto con Aymar. Armaos hasta los dientes y buscad el camino de Burdeos. El arzobispo ya viene hacia aquí, así que no tendréis que alejaros mucho. Entregadle el paquete y decidle que me he enterado de que su amigo Hugo, el obispo de Lincoln, se acerca también a París. Es importante que se reúna con él antes de que entre en la ciudad.
—¿Para qué debe hacerlo? –preguntó el joven, pensando que debía darle instrucciones sobre algo.
—Él conoce ya qué debe hacer; vosotros limitaos a encontrarlo lo más pronto posible; luego regresad aquí. Si acaso hubiéramos partido, nos encontraréis camino de Fontevraud. ¡Vamos! ¡Informa a tu compañero y partid inmediatamente!
—Sí, señor –aceptó el soldado, saliendo ya del cuarto.
—Bueno –sonrió apenas Blédhri a Brianda–, creo que deberías informarme del asunto. Me he pasado la tarde y la noche de ayer propiciando una solución. Por la rapidez con la que lo has conseguido quiero pensar que no he perdido facultades. Pero, aunque me guste imaginar que he sido yo quien lo ha logrado, debo admitir que, a veces, inexplicablemente, con sólo desearlo, los sucesos más poco probables ocurren por sí mismos.
En pocas palabras la muchacha le puso al corriente de la serie de hechos que, providencialmente, se habían dado el día anterior y que habían favorecido el cumplimiento de su misión.
—¿De modo que has huido del palacio? –se preocupó el anciano–. Eso les hará tomarte por sospechoso en cuanto descubran la desaparición de la caja.
—Puedo justificar eso. Y en cuanto a la caja, no creo que alguien se preocupe demasiado de ella. Estaba en un rincón del altar, entre otras mucho más grandes e incluso valiosas. No parece que se la utilice demasiado para rezar.
Unas voces destempladas les llegaron desde el local de las comidas. Ambos se precipitaron fuera. Michel forcejeaba con uno de los soldados que quería impedirle la entrada al cuarto interior.
—¡Déjalo, Aimar! –ordenó Blédhri–. Y ve a cumplir con el cometido que os encargué.
El joven se quedó en medio del salón, derrotado, mirando a Pedro que, detrás de su abuelo, fingía desamparo.
—¿Qué he hecho para que te fueras? –preguntó el recién llegado con voz ronca.
—Nada, amigo, tú no has hecho nada –se adelantó Pedro hasta poner su mano en el hombro del otro–. Pero esta mañana he comprendido que aquel lugar no es para mí. Yo no soy como tú; o mejor, tú no eres como yo. Constantemente estaría creándote problemas porque yo no sé defenderme. Hoy fui consciente de la situación. Te agradezco mucho la posibilidad que me has ofrecido. Cuando puedas, despídeme de la princesa y de tu padre. Diles que he entendido que esa vida no es para un… bueno, uno como yo. Mi abuelo tenía razón. Se lo he contado y hemos decidido regresar a nuestra aldea. Tú estarás bien. Estarás mucho mejor que conmigo, pues creo que has encontrado tu camino y yo sólo sería para ti una carga. Partiremos en unos días. Si en algún momento volvemos a París me acercaré a visitarte. Gracias por todo lo que has hecho por mí. Y ahora regresa a tu puesto de guardia y justifícame con el capitán y, cuando puedas, con la princesa. –Pedro, empinándose sobre la punta de los pies besó la mejilla de Michel, quien, sin darse cuenta, se limpió con el dorso de la mano.
Apenas quedaron solos, Blédhri ordenó aparejar los animales que habían ido adquiriendo en los últimos días y, para satisfacción del cocinero y por que la ruptura no fuera tan brusca y pudiera despertar sospechas, le ofreció la posibilidad de regentar el local para siempre, si era su deseo, o por unas semanas, mientras encontrara a quien traspasárselo.
—Señor –se aturulló el soldado–. Si vos lo consentís, mi deseo sería quedarme aquí, pero sabéis que no puedo pagaros y…
—Podrás hacerlo, amigo; tan sólo deberás mantener los ojos bien abiertos y estar siempre informado de lo que ocurra en la ciudad y la corte. Cuando te enteres de algo que realmente nos interese, envía a un hombre a informarnos. Ese será el precio que debas pagar por este local.
—¡Oh, gracias señor! ¡Desde luego que lo haré! Pero –enseguida su rostro cambió– ese no es un precio justo, pues yo cumpliría esa misión sin necesidad de que me cedierais el local…
—Lo sé, amigo –sonrió Blédhri–. Pero así estarás mucho más sujeto, porque sabes que me lo debes y que en cualquier momento puedo regresar a quitártelo –rio francamente, observando el aturdimiento del hombre–. En fin, a cualquiera que pregunte por nosotros, has de decirle que hemos regresado a nuestra aldea y que no volveremos a la ciudad, al menos de momento. Si alguien quiere saber dónde se encuentra el lugar, diles que en las montañas que nos separan de Hispania.
—Sí, señor, así lo haré.