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Elías de Malemort, arzobispo de Burdeos, se había adelantado hasta llegar a la altura de Leonor para anunciar la proximidad a tierras de los Lusignan.
—Tal vez sería mejor, señora, esperar a Mercadier. Ha enviado por delante a un mensajero y está viniendo a marchas forzadas. Es posible que pasado mañana o como mucho en tres días esté con nosotros. No me fío de Hugo le Brun, puede atacarnos con la disculpa de que no hemos esperado el permiso para cruzar sus tierras.
—Debemos arriesgarnos, arzobispo. En el viaje pueden surgir muchos inconvenientes que nos retrasen y no vamos a propiciarlos nosotros. Vamos a continuar; no tengo tiempo que perder.
—Está bien, pero quiero que sepáis que mis hombres solos no serán capaces de enfrentarse a los Lusignan, si deciden atacarnos.
—No temáis por ellos, no presentaremos batalla si esa desgraciada situación se diera.
—Continuemos entonces hasta que deseéis descansar. El sol está bajando y pronto todo estará oscuro.
—Tranquilo, señor, no pienso cabalgar hasta Angoulême. Hemos dejado atrás hace mucho Vivonne y me gustaría llegar a Couhe; los dos días que hemos descansado en Poitiers no me han dado fuerzas suficientes para pasar horas nocturnas al raso. Pero, esperad. ¿Qué es ese revuelo allá delante?
—Envié ojeadores y acaban de regresar. Si me disculpáis, señora, iré a ver qué nuevas traen.
—Id, Elías, pero me temo que su apresuramiento no indica nada bueno.
Los hombres llegaron junto al arzobispo antes de que este tuviera tiempo de moverse.
—Señor –descabalgó el primero, arrodillándose y besando el anillo que Malemort le tendió–, los Lusignan nos tienen rodeados. Nos doblan en número y vienen bien armados.
—Bien, detened la marcha y ordenad cerrar en círculo los carros. Señora –se dirigió ahora a Leonor con una especie de súplica en la voz–, entrad en el vuestro y no salgáis a no ser que yo mismo os lo pida.
—Sosegaos, arzobispo. Os obedeceré, pero me temo que me necesitaréis para las negociaciones. Si Hugo ha llegado a esto, no se conformará con una pequeña tajada.
Elías se alejó hacia la cabeza de la caravana y las mujeres de la reina se apresuraron a descabalgar, ayudadas por pajes y aprendices de caballero, que se hicieron cargo del frágil cuerpo de Leonor, conduciéndola despacio, ya que sus piernas, anquilosadas por el largo tiempo a caballo, se negaban a sostenerla, hasta el carro que siempre la esperaba dispuesto y caliente. Se acostó entre las pieles, que las piedras mantenían tibias, dejando espacio para que sus damas se sentaran alrededor, al tiempo que ordenaba:
—Si me duermo, cosa que dudo, no permitáis que Hugo me vea acostada. Si se acerca, despertadme para que baje a recibirlo. Y ahora, pedidle enseguida a Blédhri su infusión de miel, romero, cola de caballo y melisa. Me duelen todos los huesos del cuerpo.
Levantó apenas la cabeza para sorber el líquido, siempre dispuesto en un pichel que el anciano le ofreció, y luego se tendió, intentando relajar sus músculos.
Blédhri, junto al carro, se afanaba ordenando una fogata, para mantener en lo posible el calor en la proximidad de Leonor. Cuando la vio arder, se sentó junto a las llamas, fijando los ojos en ellas, absorto y olvidado del entorno. No supo el tiempo transcurrido cuando sintió la mano de la reina en su hombro.
—¿Qué has visto, amigo? –dijo, sentándose a su lado en la sedilia que alguien le colocó apresuradamente.
—Me extraña que me hagáis esa pregunta, señora. No paráis de repetir que es una tontería con la que pretendo engañaros.
—¡Déjate de monsergas, Bléd! ¿O acaso debo ordenártelo?
—No, señora, sólo quiero evitar que una vez os haya transmitido mi mensaje, digáis que es una bobería, como hacéis siempre, o peor aún, un juego de brujería para pasar el rato.
—No me enfades más de lo que ya estoy. Este malnacido de Lusignan nos está haciendo perder un tiempo precioso.
—Y más que os hará, si no accedéis a sus pretensiones.
—¿Qué es lo que quiere? Debo estar preparada para decidir. No deseo que consiga alterarme.
—Pues seguramente eso es lo que pretende, porque he creído ver que va a pediros el condado de la Marche; de lo contrario no os permitirá seguir viaje, aunque para eso tenga que encarcelaros.
—¡Maldito hijo de perra! Ha sabido jugar sus cartas. Está bien informado. Me inclino a pensar que ha sido el propio Felipe quien le ha puesto al corriente de mi viaje a Castilla.
—Probablemente así haya sido, aunque si deseáis seguridades, tendré que utilizar algo más de tiempo.
—No es necesario, amigo. El conocer ese punto no va a facilitarme las cosas. Ahí llega Pedro, el sobrino del arzobispo, seguramente su tío lo envía con las nuevas de Hugo.
—Señora –se arrodilló el joven, bajando ante la reina su hermosa cabeza rubia–, el de Lusignan desea veros. Se niega a hablar con nadie que no seáis vos.
—Alzaos, muchacho, y decid a Elías que estoy dispuesta.
—Si es así, tendréis que ir al castillo de Lusignan para pasar la noche y atender las peticiones de Hugo. No obstante, debo añadir que mi tío no cree conveniente que accedáis a entrar en la fortaleza, ya que teme que Le Brun os haga prisionera. Aconseja que le deis largas y esperéis a Mercadier, con lo que nuestras tropas serían equiparables y…
—… Y el conflicto se alargaría meses –cortó la reina al joven, que enrojeció–. Gracias por vuestro interés, Pedro –sonrió ahora al chico, quien enrojeció aún más–. Volved junto al arzobispo y decidle que ordene el giro a la derecha, hacia el castillo de Lusignan. Ya que he de pararme, me gustaría pasar la noche a cubierto.
—Sí, señora, lo haré, pero antes debo advertiros de que Hugo no bromea y es más que posible que os retenga contra vuestra voluntad y…
—Sosegaos, amigo –la confianza casi consiguió que el chico, que aún seguía arrodillado, cayera el suelo cuan largo era. Tragó saliva y apretó los dientes para controlarse, luego alzó la mirada y se atrevió a encarar los dulces ojos que lo contemplaban con una chispa de burla que, lejos de irritarlo, le encantó. ¡Qué bella dama tenía ante él! No le extrañó en absoluto que trovadores y poetas cantaran su hermosura, porque él, en aquel momento, no vio los estragos del tiempo, muy al contrario, le pareció estar contemplando a la mujer más bella que hubiera visto nunca. Parpadeó, como queriendo liberarse del embrujo y obedeció como un autómata al gesto que le urgía a levantarse. Lo hizo muy despacio y, con la cabeza baja de nuevo, esperó la decisión de la reina.
—Idos ya, Pedro, y haced lo que os he ordenado.
—Sí, señora. Desde luego, señora. Pero antes, si me lo permitís, quisiera pediros un favor –se atropelló, castañeteando los dientes.
—¿Vos también, como Lusignan, deseáis algo?
—Sí, señora. O no, señora… –Cómo se odió por la impresión negativa que le parecía estar causando. Pero un anhelo lo ahogaba y tenía que ceder a él.
—¿Deseáis algo o no?
—Sí, señora.
—Bien, pues decid. –Ahora la sonrisa de la reina era clara, aunque mantenía, según la costumbre de los últimos años, los labios cerrados.
—Desearía que me permitierais cabalgar junto a vuestro carro. Temo que pueda haber problemas con los hombres de Lusignan y yo… pues…
—¿Me estáis ofreciendo protección, señor? –Leonor a duras penas podía contener la risa, observando al joven de poco más de dieciocho años hinchar el pecho y levantar la cabeza, viendo además de reojo a Blédhri removerse inquieto, tratando, él también, de mantener la seriedad.
—Señora, sé que todos los caballeros que os acompañan estarían dispuestos a protegeros, pero yo puedo morir por vos en cualquier momento y si Hugo quiere rehenes, estoy dispuesto, o incluso…
—Gracias de nuevo, querido Pedro. –Lo de «querido» hizo que el muchacho sintiera vahídos–. Estaría muy honrada y me sentiría muy segura si estuvierais a mi lado, pero es vuestro tío quien se encarga ahora de la logística; es a él a quien debéis pedírselo.
—Sí, señora. Desde luego, señora. Perdonad mi atrevimiento. Con vuestro permiso voy a cumplir vuestras órdenes.
—Id, Pedro, y no os alejéis demasiado de mí.
—Nada logrará que lo haga, señora. –El chico, totalmente rendido, hizo una reverencia y, sin volver la espalda, caminó hasta casi caerse sentado en la hoguera.
Leonor mantuvo la compostura y sólo cuando se había perdido de vista se permitió una risita.
—Otro al que habéis conquistado –intervino Blédhri, divertido–. Algún día comenzaré la lista de los hombres que os he visto manejar y espero que consiga suficiente pergamino para completarla.
—No siempre lo he logrado. Algunas veces, como en este momento, tuve que ceder. Ahora no dispongo de tiempo para doblegar al de Lusignan y, cuando digo tiempo, no sólo me refiero a mi prisa por llegar y volver de Castilla.
Cuando entró en el patio del castillo de Lusignan, Hugo le Brun la esperaba rodeado de sus vasallos. Los había convocado para que la reina viera que su petición era la de todos sus tributarios.
—Señora –se adelantó Hugo, poniendo su rodilla en tierra.
—Levantaos –bufó Leonor, abandonándose a los brazos que la bajaban del caballo–. Ambos sabemos que esta no es una visita de cortesía. Y ya que me habéis hecho venir, no perdamos el tiempo; guiadme junto a un fuego y exponedme vuestros deseos.
—Señora –casi se trabucó Hugo, quien habría deseado dar a la entrevista un cierto tono cortés, conocedor de los gustos de la reina–, permitidme que os ofrezca mi hospitalidad –insistió en su pretensión.
—No me queda más remedio que aceptarla ya que me habéis desviado del camino y que hace una noche de mil demonios. Conducidme junto al fuego, os digo, y luego hablaremos.
—Desde luego, señora –se acercó a Leonor, ofreciendo su brazo para que se apoyara. Ella lo ignoró, volviéndose. A su espalda se encontraba Pedro, quien interpretó su gesto, más por intuición que por razonamiento. La reina le pedía apoyo. Se apresuró, empujando a los señores que lo rodeaban, entre ellos a su propio tío, el arzobispo, y se ofreció a Leonor quien, graciosamente, sin descargar sus desgastados huesos en el fuerte brazo, caminó erguida y garbosa, sintiendo desleírse su columna a cada paso.
Hugo no tuvo más remedio que seguir a la pareja, contemplando perplejo cómo aquel «niñato» se deshacía en cuidados y atenciones hacia su reina, la cual parecía encantada, ya que reía los comentarios que el chico apenas murmuraba y que el de Lusignan sospechó tenían por protagonista a su persona.
Cuando Leonor estuvo instalada junto al fuego, en el sillón que habitualmente ocupaba el dueño de la casa y que no dudó en elegir, invitó a su séquito a sentarse, pues como explicó enseguida, quería «dejar arreglado aquel enojoso asunto, para poder continuar camino al amanecer». Hugo vio su autoridad menoscabada, por lo que apuntó la conveniencia de cenar y descansar y reunirse al día siguiente para tratar la oportunidad, o no, de que «la reina pueda seguir hollando mis tierras sin permiso».
—El permiso no es más que una disculpa que os habéis inventado para frenar mi viaje. Las cartas en que se os pedía licencia obran ya en vuestro poder, de modo que esa no es una excusa válida. Dejad de querer aparecer como un gran señor cuando no sois más que un rufián aprovechado. Pasad a exponerme vuestras pretensiones y liberadme de vuestra presencia.
Elías de Malemort se adelantó unos pasos, acercándose a Le Brun. Al arzobispo le temblaba ligeramente la voz cuando apuntó:
—Señor de Lusignan, espero que entendáis que la reina está muy fatigada por el viaje y necesita acortar protocolos y descansar.
Una risita, salida de algún rincón oscuro, rubricó las palabras del prelado, quien resopló de forma casi imperceptible. El señor del castillo bajó los ojos a las piedras y movió la punta de un pie como si buscara hacer un camino en ellas. Se demoró unos instantes y luego, comprendiendo que su papel de cortesano no era en absoluto aceptado, levantó la vista, decidido a conseguir su tajada sin florituras.
—Quiero el…
—… condado de la Marche –completó Leonor, sorprendiendo a todos los presentes, incluido al propio Hugo, quien la miró con la boca abierta–. Es eso, ¿no?
—Sí… eso es… sí.
—Bien, como supongo que si os lo niego me encerraréis en una mazmorra, no voy a hacerlo. Preparad el documento, os lo firmaré en cuanto haya salido de vuestras tierras. Podéis acompañarme hasta el linde o encargar a alguien que lo haga. Y ahora, dadnos de cenar y asignadme un aposento en el que luego pueda descansar. No obstante, creo que no deberíais haber hecho esto, pero aún sois joven. Seguramente os quedará tiempo para arrepentiros por ello.
A medio camino de Angoulême los alcanzó Mercadier. Se apresuró a presentarse ante Leonor, informado ya y pesaroso por no haber podido estar presente en el asunto de Lusignan.
—Siento mucho, señora, no haber tenido tiempo de llegar para evitaros la afrenta que habéis sufrido. Si puede consolaros, quiero aseguraros que no quedará sin la sanción adecuada. –Inconscientemente, Mercadier se llevó la mano al pomo de la espada–. No he querido hacer una expedición de castigo al pasar por sus tierras, para no perder más tiempo y no dificultar la vuelta, pero os aseguro que esto no será olvidado.
—Gracias, Mercadier, realmente os hemos echado de menos. Ese canalla de Lusignan ha sabido aprovechar muy bien las circunstancias. Pero en fin, el asunto, de momento, está resuelto, que era lo importante. Espero que vuestra presencia aquí evite nuevos incidentes.
—Podéis estar tranquila, señora. Ningún otro señor se atreverá a molestaros. –Mercadier sonrió, mostrando la dentadura que a Leonor le producía una especie de escalofrío, al tiempo que acariciaba, casi con ternura, la empuñadura de su compañera más querida–. En tres o cuatro días más estaremos en Angoulême, donde nos detendremos hasta que hayáis descansado.
—No sé cómo llegaré hasta allí, pero si estoy como ahora, nos detendremos lo justo. Ya tendré tiempo de descansar cuando me muera.
—Señora… –quiso hilvanar una frase apropiada Mercadier, pero no pudo evitar una franca carcajada, mientras pensaba en lo parecida que era aquella mujer a su amado Ricardo, al que las dificultades parecían espolear.
Por vez primera la reina sonrió también, perdiendo un poco del recelo que le inspiraba el mercenario. Tal vez su hijo hubiera tenido razón y fuera de fiar. Bien, en todo caso, en aquel momento no había alternativa, por lo que de ninguna manera debía mostrar su aprensión, ya que un vasallo, o sirviente amante, es más fácil de manejar que alguien que alberga rencores. En pocos segundos recordó el odio de Thierry Galeran, el templario consejero de su primer marido, que ella, joven e inexperta, había propiciado con sus burlas y que tan caro hubo de pagar.
—Me gustaría –cambió la reina de conversación, por dejar de encararse a malas evocaciones y cesar asimismo de contemplar aquella chispa de perversidad en los ojos de su capitán– que dictarais los recuerdos que os quedan del tiempo que vivisteis con mi querido Ricardo. Hacédselos llegar luego a Guillermo le Maréchal, pues me ha confiado que está escribiendo sobre este tiempo que nos ha tocado vivir. Creo que vuestra visión de los hechos, ya que fuisteis uno de los protagonistas, le resultará muy interesante.
—Si vos me lo pedís, lo haré –aceptó el hombre, achicando aún más sus ojos y pasándose la mano por los negros cabellos–. Pero os aseguro, señora, que no son cantos complacientes ni poemas de trovador. Me ha tocado siempre, y no me quejo porque de eso vivo, la parte sucia de todos los asuntos y, aunque algunos los he resuelto con gusto, como el caso de Pedro Basile, el matador de vuestro hijo, en la mayoría he tenido que alejar mi mente de lo que hacía, porque no era precisamente agradable.
Leonor contempló por vez primera al hombre que se escondía tras la ferocidad de Mercadier y llegó a ver una cierta desazón, que nunca habría adivinado debajo de la máscara de poderío implacable. Fueron unos pocos segundos; enseguida, la sonrisa casi feroz resurgió y el mercenario alzó los ojos, encarándola, con su desafío característico.
—Y ahora, si me lo permitís, antes de ponernos de nuevo en marcha, voy a hacer una ronda para comprobar que todo está en orden.
—Desde luego, Mercadier, estamos en vuestras manos, así que mi deseo es que no dejéis nada al azar.
—No temáis, señora. Todo estará controlado para evitaros, dentro de lo posible, inconvenientes. –El soldado se inclinó y luego, con paso elástico y seguro que Leonor envidió, se alejó, seguido de varios de sus hombres.
Blédhri se adelantó hasta el asiento en el que descansaba la reina.
—Pienso, señora, que a Mercadier no le resultaría muy difícil recuperar la Santa Espina cuando esté en manos de Felipe.
—Deja ese problema para cuando llegue; ahora tengo otras cosas en la cabeza. Por cierto, Bléd –cambió Leonor el tono para atraer la atención de su compañero a su nuevo proyecto–. Lo que he pedido a Mercadier se me ocurrió la noche que pasé sin pegar ojo en el castillo de Lusignan, desconociendo si al día siguiente iba a permitirme o no partir. –Calló unos momentos, tratando de olvidar el desgaste producido por el incidente y el miedo, nunca superado, a un nuevo encierro–. El final puede llegar en cualquier momento –continuó, cabeceando como para sí– y de la forma menos esperada… Sí, sí. No me consueles. –Manoteó en dirección a la boca abierta del viejo–. Ya sé que crees que vamos a vivir eternamente, o a regresar enseguida, o… Bueno, esos cuentos que te inventas para hacerme más llevadera la muerte. Déjalos ahora y escúchame. Antes de que la historia hable de nosotros, tomándose las libertades que desee el autor que la componga, tal vez deberíamos escribirla nosotros mismos, o sea tú, bajo mi control.
—¿Cuándo deseáis que lo haga? Porque supongo que sabréis que necesitaré consultar los legajos familiares y escuchar a los ancianos y…
—No quiero un panegírico a la moda. Ya me han contado la importancia de mi estirpe, cosa que puedes verificar a la vuelta, pero lo que deseo es que escribas ahora nuestras vidas, sólo las nuestras y las de aquellos con las que convivimos, y hemos de hacerlo mientras podamos recordar con claridad los hechos.
—¿Debo entender que queréis narrar la verdad? –demandó un tanto asombrado, Blédhri.
—Eso es exactamente. La verdad desnuda, sin adornos ni comportamientos épicos; la vida tal y como la hemos desarrollado, experimentado o sentido, que al fin es lo que importa; nuestras propias pulsiones, emociones y querencias, a través de las cuales comprendemos el mundo y decidimos.
—Eso que pedís está muy lejos del Tristán e Isolda o del Caballero de la Carreta o…
—Lo sé, pero cuentos como esos, o parecidos, me sirvieron cuando aún me quedaban ilusiones; con ellos, a través de ellos, soñando un mundo a mi medida, escapaba de realidades poco amables. Excitaba la imaginación, emprendiendo la utopía de la búsqueda. Hasta me parecía que alcanzaba a romper el hilo de seda que guarda la sabiduría, convirtiéndome en niño, caballero o poeta. Ahora, las convicciones heredadas han ganado la partida. Sé que no puedo zafarme, por eso pretendo recordar mi vida tal como fue, para intentar hallar respuestas porque, a pesar de que la objetividad se empeña en cerrarme la puerta de escape, la intuición me dice que hay un mundo invisible que me espera.
—¿Respuestas? ¿Qué respuestas? Nadie puede hallar respuestas, sólo inventárselas. Las interpretaciones pueden ser más o menos verosímiles, pero nunca verdaderas –pontificó tajante el anciano–. Tal vez –bajó el tono hasta convertirlo casi en un susurro– si consiguiéramos penetrar en el lugar que, en mística penumbra, guarda lo misterioso y lo sagrado...
—Quiero intentarlo, Bléd. Si no lo consigo, te aseguro que me inventaré esas respuestas o incluso creeré todo lo que me cuentas y me abandonaré a ello sin reticencias ni reparos.
—Señora –quiso él persuadir–, el hombre lleva mucho tiempo en el mundo. Siempre hemos tenido la misma mente. No debemos pensar que los que nos precedieron, por el hecho de nacer antes, eran idiotas. Algunos, los más brillantes, han llegado lejos con sus preguntas, pero seguramente no han sido las apropiadas, porque, si os paráis a analizarlas, sus pretendidas respuestas sólo tienen fantasía y entretenimiento para el pensamiento porque, al fin, lo que intentaron, una vez que llegaron a entender que nunca serían capaces de saber, fue frenar la imaginación, o mejor, orientarla hacia un pasatiempo; así, estando ocupada, pudieron evitar que los arrastrara al abismo.
—Bien, creo que has definido perfectamente lo que pretendo: encontrar un pasatiempo. Quizá consiga conocer los motivos de la existencia si logro penetrar mis propios motivos, y si no, distraeré la mente del motivo único que me ahoga. ¡Ah! Y no le digas a mi capellán que yo te lo he pedido; no quiero que se sienta desplazado.
—Ya que lo mencionáis, Roger podría hacerlo muy bien. De hecho, en todas las casas se encargan los capellanes de hacer la crónica familiar.
—Si hubiera querido que lo hiciera Roger se lo habría pedido. Su cabeza está demasiado encorsetada por sus creencias; deseo realidades, no ideales.
—Bien, señora. ¿Cuándo queréis que empiece?
—Ahora mismo, amigo, ahora mismo.
La comitiva se detuvo tres días en Angoulême. Excepto a la hora de la comida, en que Leonor aceptaba las cortesías de sus señores, pasaba el tiempo en sus habitaciones, descansando o llevada de su nueva pasión, corrigiendo o dictando hechos a Blédhri, que había comenzado a componer la narración.