6
El viaje y los días continuaban tranquilos. El frío arreciaba y los berridos de los cerdos anunciaban la proximidad a las aldeas, ya que era la época de los sacrificios. Eso hacía que no faltaran provisiones para la caravana; el momento era de abundancia y las gentes vendían e incluso, recordando sus obligaciones, a veces regalaban el aprovisionamiento sin reticencias. Leonor aceptaba sus dones pero se apresuraba a compensarlos de alguna forma, pues sabía que el invierno era largo y en todos los hogares había demasiadas bocas que alimentar.
—Señora –aquella noche Mercadier y el de Malemort mostraban a la reina el camino que restaba por recorrer hasta cruzar las montañas del sur–. Creo –apuntaba el mercenario, coreado por los asentimientos del arzobispo– que deberíamos detenernos en Dax unos días, para que repongáis fuerzas antes de viajar hasta Pamplona. Es un buen lugar de reposo. Está bien aprovisionado, porque tiene un lucrativo comercio y sus aguas serían beneficiosas para los cansados huesos de todos nosotros.
—Aquae Tarbellicae. –Entrecerró los ojos Leonor, recordando el antiguo nombre de la ciudad, cuando el propio Augusto y su hija Julia descansaron en el lugar. Con una leve sonrisa, agradeció a Mercadier aquello de «los cansados huesos de todos nosotros». A ver si resultaba que, además de un valiente estratega, su capitán era un delicado caballero…–. Sí, me gusta el lugar. Allí vivieron los tarbelles, antepasados de los aquitanos y de los que sólo algunos tenemos noticia. El apelativo de su clan dio nombre al lugar cuando los romanos llegaron. En fin. –Sacudió la cabeza la reina, queriendo dejar de lado aquellos recuerdos que sus maestros le hicieron un día aprender y que, creyéndolos ya olvidados, volvían a su mente con todo el frescor de la juventud–. Me parece muy bien parar en Dax, pero antes me gustaría pasar por Saint-Sever. Su abad se hace llamar Grégoire, aunque dudo que ese sea su verdadero nombre. Alguien me dijo que quería recordar a Grégoire de Montaner, el gran hombre que gobernó la abadía en sus comienzos, durante más de treinta años, llenándola de construcciones hermosas y que extendió sus dominios hasta Pamplona. El abad actual no es gran cosa, pero se cubre, o pretende cubrirse, con el nombre de aquel otro, como el niño que, tapándose los ojos con sus manos, cree que nadie lo ve. Bien, en cualquier caso, hace unos años me prometió una reproducción de un libro que alguien trajo prestado de Liébana, y que fue escrito en el siglo octavo por uno de sus monjes, de nombre Béat. Es un bellísimo comentario sobre el Apocalipsis, que en aquel momento, antes de devolverlo, el abad Grégoire de Montaner quiso incorporar a su biblioteca y lo hizo transcribir. Cuando me lo enseñaron, ante mi admiración, el Grégoire actual, o como demonios se llame, en plan de gran señor, me hizo la promesa de ordenar una copia en su escriptorio, para enviármela en cuanto estuviera lista. Desde luego no la ha hecho. Probablemente pensó que me distraería de mi capricho, ya que como todos comentan, o lo comentaban, soy una reina antojadiza y veleidosa. Yo olvidaría su ofrecimiento y, como además era más que probable que no regresara a su monasterio… –Leonor calló unos instantes. Sí, era tan vieja, que nadie contaba con ella más allá del momento presente. Alzó el mentón y dejó de lado su obsesión–. Pero, ya veis, la vida es imprevisible –quiso sonreír, para parecer contenta– y el tener buena memoria es importante. –Movió su dedo índice de forma admonitoria–. En fin, que deseo detenerme en Saint-Sever.
—Supongo que sabréis, señora, que eso nos retrasará al menos tres días –apuntó el arzobispo, quien no simpatizaba con los aires de grandeza y mucho menos con las enormes rentas del abad de Saint-Sever.
—Lo sé, Elías, pero a mi edad uno debe concederse los pocos caprichos que le queden, porque desgraciadamente ya no desea nada, o muy pocas cosas. Quiero ese libro y voy a ir a por él.
—Está bien, como deseéis. En un par de días estaremos en la abadía, así que enviaré por delante para que estén preparados –decidió el pragmatismo de Mercadier, arrancando una media sonrisa a la reina, quien cada vez apreciaba más su carácter resolutivo y carente de reparos cuando había que cumplir una orden.
La llegada a Saint-Sever fue tan protocolaria e impecable que Leonor llegó a pensar que el abad había evolucionado, «tal vez los años nos hagan mudar a todos…». Pero enseguida apartó la idea de su mente, su experiencia era que nadie cambiaba, en todo caso para peor, enconando sus defectos, defendiéndolos de críticas y detractores, hasta encontrar justificaciones imposibles a sus actos y creérselas realmente.
Todos los señores y damas de su séquito tuvieron estancias y lechos cómodos y hasta baños con cántaros de agua caliente que desentumecieron los músculos agarrotados. Las tiendas se montaron en la explanada próxima, ya que «así, las gentes podrán acercarse a las cocinas en cualquier momento que necesiten alimento o calor».
En la cena, el refectorio, barrido y fregado, sin restos de pajas o hierbas por el suelo, parecía iluminado por el sol, tal era el número de velas repartidas por doquier. Se habían colocado incluso manteles sobre los tablones que hacían las veces de mesas y por cada comensal había una copa, un cuenco y un cuchillo, además de la media hogaza de pan, que debía de haber sido horneada aquel mismo día, por el delicioso olor que emanaba.
Después de la oración del abad, comenzaron a servirse los alimentos, sabrosos y bien condimentados. Grégoire atendía solícito a Leonor, quien demoraba el instante de recordarle su promesa.
—He colocado a vuestro lado a María de Montfort. Es la esposa del señor de Dax y está bajo mi protección junto con su nuera –le explicaba el clérigo, con murmullos que obligaban a Leonor a prestarle toda su atención, si quería entender sus palabras–. Su hijo y heredero ha muerto y, aunque su nuera espera un vástago, el señor de Dax quiere descendencia propia, por lo que desea anular su matrimonio con María. Por eso está sentada a vuestro lado, sé que vos podéis ayudarla con vuestra experiencia, porque yo… –el abad calló un instante para luego continuar con la cabeza baja– a veces temo por su vida.
Leonor olvidó momentáneamente su libro y dedicó su atención a la dama que tenía a su derecha. Desde luego que la conocía pero, cuando al llegar se acercó a saludarla, apenas le prestó atención, convencida de que pasaba un tiempo de descanso y retiro en la abadía. Ahora la vio con otros ojos. Era una hermosa mujer de unos cuarenta años, edad excesiva para atraer las atenciones de cualquier hombre y mucho menos del padre de sus hijos. Su heredero había muerto y todo su poder en la casa de su esposo se había ido con él. Ahora, junto con su nuera, no era más que una vieja gruñona que conocía demasiado los vicios y defectos de su marido y, aunque su nieto estaba en camino, era una probabilidad lejana, ya que las muertes de los infantes eran tan corrientes, que no podía, de ninguna manera, fiarse una casa al vientre de una joven. El señor de Dax sabía que todo eso era cierto y había decidido aprovecharlo para librarse de María, metiendo en su lecho carne lozana que le diera nuevos hijos, los cuales traerían consigo el espejismo de una renovada juventud. Había solicitado de sus obispos un estudio de su árbol genealógico, para que hallaran un motivo que permitiera la anulación del matrimonio, pero parecía ser que no gozaba de muchas simpatías entre ellos, por lo que las protestas de su esposa habían llegado al papa, quien se había opuesto al divorcio.
Todos aquellos detalles los explicaba María a Leonor, después de la cena, cuando las dos mujeres, a invitación de la reina, se reunieron en los aposentos de esta última.
—Hube de salir del castillo de noche, disfrazada de paje, junto con Margarita, mi nuera, gracias a algunos hombres de mi hermano, el señor de Montfort, quien se enteró de la negativa del papa antes de que mi esposo la recibiera. Temió por nuestra vida y nos trajo aquí, porque le pareció que en casa no estaríamos seguras. Al parecer el capricho de volver a casarse es tan grande en mi marido que no le bastan las mujeres que diariamente mete en su cama, quiere a todo trance nuevos hijos legítimos y eso sólo puede conseguirlo deshaciéndose de mí y desde luego de mi nuera.
Leonor escuchaba con aparente tranquilidad las cuitas de María, pero, en su interior, cada palabra de la mujer removía un dolor de los muchos que creía olvidados.
—Tal vez vos podáis hacer algo por mí, señora –suplicaba ahora la dama, arrodillándose ante ella.
Leonor, si la situación no hubiera sido tan dolorosa, tal vez habría reído. Sabía muy bien que, a pesar de sus cortes de amor y sus relatos de perfectos caballeros andantes, nadie, a no ser que sea en un juego, como en aquellas tardes de invierno en que se le presentaban juicios de amor que debía dirimir y que obligaban a los caballeros o damas a cumplir sus sentencias, nadie, ni siquiera una reina, puede hacer nada frente a los caprichos o decisiones de un hombre.
—Levantaos, señora –ordenó, llena de conmiseración–. Tal vez, si vuestro hermano entra en guerra, o el papa continúa defendiendo la causa, consigáis que el señor de Dax vuelva a recibiros; si no es así, desengañaos, amiga, nadie podrá ayudaros. Aunque pase mucho tiempo, acabará librándose de vos, si no es de una manera legal, buscará otras. De todas formas, pienso detenerme en Dax, allí intentaré hablarle y tal vez, como señora suya que soy, me escuche, pero será algo temporal. No os fieis demasiado y antes de regresar al castillo, conseguid garantías que aseguren vuestro futuro y el de vuestro nieto. Pensad que de ahora en adelante siempre estaréis en peligro.
—Eso pensaba, pero conocí aquí a una dama que me hizo concebir esperanzas. Se fue poco antes de llegar vos. Creo que está haciendo el Camino de Santiago, o al menos eso dijo cuando llegó a la abadía.
—¿Una mujer sola en el Camino? –se extrañó la reina.
—Sí, a mí también me pareció muy raro, sobre todo porque era hermosa y muy joven, pero me explicó que sus acompañantes habían quedado en una casa del pueblo, porque tenían allí parientes. Ella no quiso crear problemas y se había llegado a la abadía. Era muy cortés y culta, aunque sus ojos estaban cargados de dolores contenidos; yo diría que se había criado en una gran casa. Quizá no debería haberla hecho partícipe de mis problemas, pero cuando uno siente un gran pesar, no puede por menos que echarlo fuera.
—Lo sé, querida, lo sé. A veces las emociones nos vencen. Tened cuidado con eso, no todos los oyentes, por buenos que parezcan, merecen serlo. Y ahora, si me lo permitís, quisiera retirarme a descansar. El día ha sido muy largo.
—Perdonadme, señora. –Se apresuró a levantarse la dama, inclinándose ante la reina–. He vuelto a dejarme arrastrar por mis emociones y no he pensado en vos, ni en lo fatigada que estaréis de un viaje tan pesado.
—No tiene importancia, María, y sabed que haré por vos todo cuanto esté en mi mano y si las cosas no se arreglan, siempre tendréis un lugar junto a mí, si así lo decidís.
—¡Gracias! ¡Oh! ¡Gracias, señora! Vuestra generosa oferta me tranquiliza. Si no consigo defender mis derechos, viajaré a buscaros donde quiera que estéis.
—Tened cuidado con lo que decís, María –rio Leonor, para limpiar de presagios su pensamiento–. Tal vez, cuando vos os deis por vencida yo esté tan lejos que no podáis alcanzarme.
—Siempre podré alcanzaros, señora; ese lugar que invocáis es el único que me pertenece por entero y en el que ningún hombre, por importante que sea, puede mandar.
El amanecer sorprendió a Leonor dispuesta para el viaje. Antes se reunió con el abad y con María para tomar algún alimento.
—Deberíais descansar al menos un día más, señora –apuntaba el clérigo, casi untuoso, cuando Leonor se disponía a partir, haciendo que Mercadier lo mirara con un cierto asco.
—No puedo hacerlo, buen padre, asuntos importantes me esperan en Castilla. Me he detenido en vuestro monasterio con el único fin de recordaros vuestra promesa de hace algún tiempo.
—No la he olvidado, señora, y podéis estar segura de que en cuanto esté dispuesto os lo enviaré, porque estoy seguro de que os referís a la copia del códice.
—Desde luego, señor, que a eso me refiero y debo deciros que me extrañan las largas horas de trabajo que han sido necesarias para su finalización y, ya que no puedo llevármelo, espero que, para mi placer, si no os importa, antes de partir, me gustaría ver cuánto ha sido realizado y cuánto falta. Porque, sabéis, padre, que no me sobra precisamente el tiempo.
—Querida señora, siento no poder complaceros, ya que en nuestro escriptorio nadie, y menos una mujer, puede entrar. Si anoche me hubierais comunicado vuestro deseo, habría ordenado el traslado del códice para que pudierais contemplarlo, pero ahora sería imposible, puesto que los amanuenses están ya trabajando y no se les puede interrumpir.
—Sí que es de admirar, señor abad –se adelantó Mercadier, dominando con su estatura al clérigo, quien lo miró un tanto amoscado–, que respetéis de esa manera a los hermanos dentro de vuestro monasterio. Nunca, de no estarlo viendo, habría creído tanto miramiento hacia personas que son vuestros subordinados y que sólo esperan una indicación vuestra para obedecer.
—Cierto es eso que decís, pero si yo empiezo por no respetar las normas, ¿qué puedo pedir a los demás? –respondió, sonriendo beatíficamente Grégoire, desviando la vista hacia el arzobispo, quien bajó sus ojos, sin argumentos con que refutar al abad.
—Bien –cortó la reina, sin perder la compostura–. Entonces, para que el acto de entrega sea todo lo solemne que promete, dejaré hasta ese momento la donación que quería hacer al monasterio, así lo revestiremos de fiesta y rituales, que, ya sabéis, encantan al pueblo. Gracias por vuestra hospitalidad. En cuanto tenga noticias vuestras, os diré en qué consistirá la ofrenda que tengo pensada.
—Como deseéis, señora –se inclinó el abad, con un ligero suspiro, indicando así que, aun en posesión de la verdad, había de plegarse a los caprichos del poder–. Estoy seguro de que volveremos a vernos pronto, pues bien sabéis que los gastos de la abadía son enormes. Las limosnas que hacemos…
—Lo sé muy bien, padre, así que, tal vez, para el momento de mi vuelta de Castilla, el códice esté dispuesto y podamos celebrar una gran fiesta, de la cual, por distintos motivos, nos beneficiaremos nosotros y las pobres gentes a las que vos debéis atender cada día. Hasta pronto –se despidió Leonor, sentándose ya en su carro–. No olvidéis que pienso estar de vuelta en primavera. Lo digo por si tuvierais que apremiar, siempre desde el respeto, por supuesto, a vuestros monjes, para que den por terminado su trabajo antes del buen tiempo.
—No os quepa duda, señora, de que estará acabado.
—Estoy segura, abad, estoy segura –cabeceó Leonor, mirando a una de sus mujeres, que dejó caer el tapiz, aislado el interior del carro del frío matinal.
Con los bosques de las Landas siempre a su derecha, siguiendo a tramos el curso del Adur, fueron acercándose hasta Dax, después de una parada en Montfort-en-Chalosse. Cuando avistaron las murallas de la ciudad, el ocaso se hacía con la tierra, avanzando rápidamente. Aún tuvieron tiempo de contemplar la caída del sol tras los muros del castillo, buscando las suaves ondulaciones cubiertas de bosques de pinos que se extendían hacia el sudoeste. No hacía demasiado frío aunque, en cuanto el astro desapareció tras los árboles, la temperatura descendió drásticamente, haciendo que los viajeros se arrebujaran en sus pieles.
Dax era un rico reducto que vivía de un activo comercio y de sus aguas termales, que atraían a enfermos del contorno, convencidos, desde hacía cientos de años, de que el líquido elemento de aquel lugar curaba casi todo.
En cuanto estuvieron dentro del castillo, junto a chimeneas crepitantes y copas de vino caliente, Leonor, después de los asuntos políticos, siempre presentes en sus viajes con los señores de sus tierras, se dejó conducir al comedor, apoyándose en el fuerte brazo de su vasallo, quien parecía encantado de su presencia en sus tierras. La reina, viendo sus arrumacos, dejó que fuera él mismo quien sacara el tema de su nuevo matrimonio, pues estaba segura de que pretendía conseguir su aquiescencia.
—Señora –decía el hombre–, si mañana estáis aún con nosotros me gustaría que presidierais una corte de amor, porque os aseguro que tenemos asuntos más que suficientes para someterlos a vuestro justo criterio.
—Siento no poder complaceros, amigo. Aunque necesite descansar un par de días en vuestra casa, no podré dedicar tiempo a juegos; estoy demasiado fatigada. Si me quedo será para reposar exclusivamente; de todas maneras, si hay algún problema en que pueda ayudaros, no es necesario montar toda la agotadora parafernalia de las cortes; puedo hacerlo en privado, en unos momentos, con la persona indicada o necesitada.
—El necesitado soy yo mismo, señora –concretó, ayudándola a sentarse en el sillón principal, cediéndole su puesto en la mesa, evitando a Pedro, quien caminaba detrás, dispuesto a apoyar a su señora. Quedó el chico relegado y mohíno, al no poder demostrar su dedicación, que parecía ser su única razón de vivir en los últimos tiempos.
—Pues decid, señor. –Se inclinó hacia su anfitrión la reina, en un gesto que parecía ser de interés, pero que lo único que expresaba era su deficiencia auditiva.
—Sabéis que mi hijo murió hace unos meses –informó con la cabeza baja, al tiempo que hacía un gesto a su mayordomo para que empezara el ágape.
—Lo supe y lo sentí mucho. De todas formas, dentro del dolor, también sé que su esposa espera un hijo, lo cual asegura vuestro linaje y espero sea para vos un consuelo.
—No puedo engañaros, señora –negó él, categórico–. Que mi nuera espere un hijo me hace feliz, pero al igual que yo, vos sabéis lo difícil que es conseguir hacer crecer a un infante. Yo no puedo apoyar el futuro de mi casa en un nonato. Necesito volver a engendrar y mi esposa es una mujer mayor y…
—Estoy de acuerdo en que es bastante improbable que un solo vástago dé seguridad a una casa, pero lo que no me parece problema es que vuestra esposa, que creo recordar aún es joven, pueda daros otros hijos.
—Os aseguro que lo he intentado y ha sido imposible –aseguró el hombre, desviando los ojos hacia uno de los rincones de la estancia, donde varias jovencitas reían–. María se ha secado y yo necesito un heredero.
—En ese caso, yo os aconsejaría aguardar al nacimiento de vuestro nieto. Sabéis que, en muchos casos, ese momento es decisivo para la vida de los pequeños. Si ocurriera alguna desgracia, Dios no lo quiera, tendríais argumentos a vuestro favor y además durante ese tiempo podríais volver a intentar preñar a vuestra esposa; puedo afirmar que a veces se producen sorpresas muy agradables, aunque la edad ya no sea la más apropiada.
—El tiempo corre en contra mía. –Se removió inquieto en su sillón–. Por las cuentas que lleva mi madre, debo de tener más de cincuenta años. Quiero un hijo ahora y no dentro de un año, que, a lo peor, no estoy ni siquiera en este mundo…
—No veo motivos de peso para que consigáis el divorcio, amigo –decidió Leonor, cambiando su tono persuasivo de momentos antes por el autoritario con el que siempre se dirigía a sus subordinados–. Es más, si de mí dependiera, no os lo concedería sin haber dado un plazo conveniente al asunto. Pensadlo y esperad; no os obcequéis, la cabeza caliente da malos consejos y no digamos si la calentura se centra en otra parte del cuerpo –quiso suavizar su mal humor de momentos antes con una broma, pero apenas consiguió una sonrisa de compromiso en su anfitrión, quien bajó los ojos a su pedazo de jabalí, apartándolo de sí con un cierto asco. Alzó luego la cabeza, buscando el rincón de las jóvenes. Leonor siguió su mirada y sus ojos cegatos le mostraron entre el hermoso grupo una sonrisa que le resultó familiar pero que no supo situar. Pensó que quizá se trataba de la hija de alguno de sus señores, que le habría sido presentada y que ya habría olvidado. A su lado, el arzobispo se dedicaba a su pedazo de carne, bromeando con el clérigo que tenía a la izquierda, empeñado en mostrar que no había oído en absoluto las cuitas del señor del castillo, enterado como estaba ya de la oposición de sus obispos y del propio papa. Tampoco él daba señales de haber reconocido a nadie de los presentes y mucho menos en el grupo de muchachas que, Leonor estaba segura, habría inspeccionado a fondo nada más entrar. Incluso Mercadier, que, aunque fingiera comer, siempre estaba alerta, parecía tranquilo, y Pedro, aún taciturno, no perdonaba su ración, la cual desaparecía sistemáticamente entre sus dientes, siguiendo el ritmo de sus mordiscos.
La cena transcurrió lenta y pesada. El señor de Dax apenas habló y Leonor dedicó su atención a Elías, quien parecía haberse evadido por completo del asunto de la nueva boda. Bromeaba constantemente con el clérigo, haciendo reír a la reina, la cual apenas comía, deseando intensamente que aquella sentada acabara para poder acostarse.
Cuando llegó el momento de retirarse, mientras salía de la estancia, apoyada ahora en Pedro, ya que el señor del castillo se limitó a despedirla con una reverencia, dirigiéndose enseguida hacia las muchachas del rincón, volvió a desviar su mirada a las jóvenes. Y de nuevo aquella sonrisa tan familiar…
—¿Conoces a alguna de las damas? –preguntó a Pedro, quien las miró interesado. —No, señora, a ninguna.
—Bien, llévame al cuarto.
Leonor se dejó acostar, abandonándose a su cansancio, con la esperanza de conseguir un sueño reparador, pero las horas fueron pasando y el deseado olvido no llegaba.
—¡Ágata! –llamó, susurrando casi para no despertar al resto de las mujeres. Pero la niñera de sus hijos, quien después de la muerte de Ricardo, a pesar de la casa con que la había obsequiado en Devonshire, no se separaba de su señora en ningún momento, dormía pesadamente. Por un instante la reina envidió aquella respiración profunda, que indicaba que la mujer estaba muy lejos de allí, a salvo de preocupaciones, inmersa en un completo olvido–. ¡Ágata! –llamó de nuevo, alzando el tono. Ahora sí que consiguió que el sueño se alterara, pero sólo durante unos segundos; enseguida volvió a hacerse con la mente, y el rostro, que se había perturbado, se relajó de nuevo–. ¡Ágata! –chilló ahora Leonor, realmente enfadada, sin poder comprender por qué algunas gentes dormían de forma casi ofensiva y a otras les resultaba imposible.
—Sí, señora. –Se levantó instantáneamente la mujer, golpeándose en la tibia contra el lecho de la reina, lo que le hizo lanzar entre dientes reniegos sin cuento–. ¿Qué deseáis? ¿Una tisana, tal vez? ¿O preferís levantaros y rezar o leer o…?
—Tráeme una infusión de espino albar; ese maldito mujeriego ha conseguido ponerme tan nerviosa que hasta me ha alterado el corazón. Porque –razonó casi para sí– si es cierto que su esposa ya no puede concebir, tiene toda la razón para querer asegurar su descendencia, pero ella no me dijo nada de eso, y a mí, viéndola tan lozana, no se me ocurrió preguntarlo. Casi estoy segura de que lo que le ocurre es lo mismo que a todos, que está harto de ella y desea carne nueva.
—No deberíais preocuparos tanto por la gente –rezongó Ágata–. No es vuestro problema; dejad que lo resuelvan ellos.
—¡Claro que es mi problema! –saltó Leonor, enfadada–. Todo lo que ocurre en mis tierras es mi problema. ¿Te imaginas que la muchacha elegida no convenga a mis planes? Que no es que los tenga en este momento –hesitó, descolocada; le extrañó carecer de proyectos, cuando antes siempre tenía alguno–, pero podría tenerlos en el futuro y entonces… –Calló, dándose cuenta de que el rey era su hijo, a pesar del convenio en que a la muerte de Ricardo le aseguraba la posesión del Poitou y en el que Juan le prometía ser la dama de todas las tierras y también de su propia persona. Ella conocía muy bien su inestabilidad. No negaría que, en su momento, cuando oyó de sus propios labios aquellas palabras que el escribano Ranoul se apresuró a escribir, tan dolida como estaba por la muerte de su querido Ricardo, sintió llenarse sus ojos de lágrimas y hasta llegó a pensar que tal vez Juan la amaba, pero aquello había pasado y no quería engañarse; sus decisiones, si es que tomaba alguna, cosa que empezaba a dudar, deberían pasar por la criba del rey. Bebió la copa que la mujer le tendía, devolviéndosela, brusca–. Está visto que tendré yo misma que ponerme la miel; cada vez echáis menos y todo sabe más amargo.
—La próxima vez lo endulzaré más, señora –aceptó Ágata, sin explicar que el brebaje estaba casi espeso de la cantidad de miel que llevaba. Sabía muy bien que a la reina no le gustaba que nadie le recordara que sus sentidos decaían.
Las dos mujeres tornaron al lecho y, primero Ágata y luego Leonor, se entregaron al descanso. La primera, sin resistencias, la segunda con miedos indefinidos, confusos, pero profundamente oscuros.
—¡Señora, señora! –alguien conocido la llamaba, pero Leonor, inmersa en su sueño, se negaba a salir, consciente de la dificultad que tendría para volver a dormirse. Pero la voz insistía. Desde luego, como el asunto no fuera muy, pero que muy serio, mandaría azotar a aquella pesada que insistía en despertarla.
—Señora, escuchad sólo un momento. Lo que tengo que deciros os alegrará y luego descansaréis mejor.
Leonor abrió los ojos, decidida a gritar a la intrusa, pero la voz se le atascó en la garganta. Ante ella, más hermosa que nunca y, como siempre, rodeada de mujeres profundamente dormidas, estaba Brianda.
—¿Qué hacéis aquí?
—Justicia, señora. He venido para hacer justicia.
—¿Justicia, decís?
—Eso he dicho, sí. He venido a matar al señor de Dax.
—¡Estáis loca o yo sigo soñando! –dudó la reina, frotándose los ojos.
—De las dos cosas algo hay. Pero dejadme que os explique. María de Montfort, en la abadía de Saint-Sever, me contó sus cuitas. Vos, al igual que yo, sabéis muy bien que su vida y la de su nuera peligran, o mejor dicho peligraban. Por lo visto su esposo andaba contando que deseaba un hijo propio. No eran esas sus razones, como vos habéis intuido. Su esposa podía darle otros hijos, pues aún era joven, lo que él quería era la libertad para elegir de nuevo e imaginar que, a través de otra esposa, una niña, estoy casi segura, recuperaría la juventud perdida. Es lo de siempre, señora, y vos lo conocéis, e incluso lo habéis experimentado en vuestras propias carnes, como todas las mujeres. No me fue difícil conseguir que el castellano me invitara a su cama. Dos noches pasé con él, ganándome su confianza y enseñándole a retozar y disfrutar de algunos juegos prohibidos, en los que, extrañamente, nadie lo había iniciado; claro que, considerando que su gran afición eran las vírgenes, poco o nada podían haberle enseñado. Descubrió, entre otras cosas, que a él, quien se ha pasado la vida matando y torturando, le encantaba que lo ataran y lo azotaran. En fin. –Se calló un momento, como dudando; luego se decidió–: No quiero entrar en más detalles que los relevantes para aclarar el caso que nos ocupa. He de decir a su favor que al principio no aceptó los juegos con demasiada alegría. Aseguraba que si estaban proscritos por la Iglesia, debía de ser porque tenían algo que ver con el Maligno. Pero claro, eso sólo fue hasta que me dejó hacer. Cuando el grado de placer fue tan alto que le nubló el cerebro, se olvidó enseguida de las condenas y disfrutó como nunca lo había hecho, según él mismo aseguró. El asunto es que no le bastaba la noche, andaba buscándome por todo el recinto, incluso durante el día. Claro está que yo no me dejaba ver y procuraba reservarme para que el jueguecito no perdiera interés, y puedo aseguraros que lo conseguí plenamente. La primera noche había en su cama tres jovencitas, a las que poco a poco fue haciendo salir, y anoche él mismo dijo a sus chicas que deseaba dormir y que no lo molestaran hasta el amanecer. Nadie me vio entrar en sus aposentos. Ya sabéis que maña tengo para eso… En fin que disfrutó lo suyo, hasta que, en lugar de una suave mano pringada de sebo, le penetró las entrañas un atizador al rojo que lo sorprendió de tal manera que, cuando quiso moverse, ya le era imposible. Era largo y procuré que entrara muy profundamente, por lo que la muerte se produjo casi al instante. Podéis estar segura de que apenas sufrió, pues aproveché el momento en que su placer estaba estallando. No hay cicatriz externa porque separé muy bien las carnes, antes de introducir el hierro al rojo. Fue rápido y limpio. No os asombréis tanto –casi riñó a Leonor, quien la miraba con los ojos dilatados de aterrada fascinación–. Sabéis que este método ya se ha empleado alguna vez y os aseguro que tampoco esta será la última. Nadie lo notará y su esposa y su nieto podrán regresar al señorío que les pertenece por derecho. Y ahora, perdonad que me vaya; el amanecer está a punto de llegar y para entonces debo estar lejos de aquí. Adiós, señora, seguid durmiendo, ya tenéis un problema menos.
Leonor, despavorida, se sentó en el lecho. Nadie estaba junto a ella y sus mujeres respiraban con placidez. Tomó su cabeza entre las manos y pensó que tenía alucinaciones y, cosa extraña y casi demoníaca, con la misma persona. Había visto ancianos ignorar su nombre o desconocer a sus hijos, pero no tenía noticia de que vieran personas que no estaban realmente a su lado, aunque, si a veces departían solos, era más que probable que lo hicieran con alguien invisible para los demás. Decidió no hablar del asunto, al menos de momento; los que la rodeaban estaban más que informados de lo anciana que era y no entendía muy bien por qué, últimamente, los jóvenes parecían no respetar a sus mayores como siempre habían hecho; se callaría, o dejaría de ser la reina. Si su cabeza comenzaba a desvariar sería mejor que nadie lo supiera hasta que no hubiera otro remedio. Por otra parte, discurrió, mucho había influido en ella aquella extraña joven. Quizá debería mandarla buscar y enterarse de los poderes que parecía tener; o tal vez hacer todo lo contrario, intentar olvidarse de ella, pues estaba claro que su recuerdo no era precisamente placentero. «¡Dios, qué espantoso sueño!», pensaba mientras se dejaba deslizar de nuevo entre las calientes pieles. Procuraría dormir de nuevo o al día siguiente no estaría dispuesta para viajar.
Cuando, antes de amanecer, Ágata despertó a Leonor, contrariamente a lo habitual, le costó trabajo conseguirlo. Como ella había ordenado la noche anterior, las mujeres ya se habían levantado. Fuera se oía una extraña bulla y desorden, nada habitual a aquellas horas por las estancias y pasillos cercanos a los aposentos. Sí que a todas les extrañó, pero nadie comentó nada, ya que aquella mansión no les pertenecía y era muy posible que sus formas de organización fueran diferentes a las suyas, o tal vez el señor tuviera prevista una cacería y eso siempre alteraba la vida desde muy temprano. Vestidas y preparadas ya para la marcha estaban cuando el capitán solicitó permiso para hablar con la reina.
—Buenos días, Mercadier –Casi sonrió ella, que empezaba a apreciar a aquel hombre, tan despiadado como eficiente–. Si tenéis todo dispuesto, nosotras también lo estamos; podemos partir.
—Me temo, señora, que hoy no va a ser posible. –Se inclinó el hombre, sin contestar a su saludo.
—¿Qué ocurre tan importante para que nos retrase?
—El señor de Dax ha muerto –lanzó el hombre, sin alterar su tono, frío y distante.
—¿Qué decís? –dudó Leonor de haber oído bien.
—Que ha muerto, señora. Alguna de sus muchachas lo ha encontrado cadáver, cuando acudieron a su lecho al amanecer.
—Entonces sucedió al acostarnos. Tal vez la cena… –dudó ella–. Pero no, me fijé en que apenas comía y… ¿Lo han asesinado? –dedujo, acordándose de los hombres de su cuñado, que no era la primera vez que entraban en el castillo sin que sus guardias se enterasen.
—No parece ser así, señora. Al menos, el cuerpo no presenta ninguna herida, ni manchas de veneno, ni rojeces, ni ningún tipo de excoriación, y os aseguro que sus médicos lo han inspeccionado a fondo. Parece ser una muerte natural. Su madre asegura que el padre murió de igual manera mientras dormía. Su hermano os espera para hablar con vos. Me temo que, a falta de herederos vivos, pretende hacerse con el mando, apoyado desde luego por la madre, que apenas se sostiene en pie, pero que tiene una cabeza rauda, dinámica y eficiente.
—Pero eso no es posible, mientras la nuera del difunto esté embarazada –adujó Leonor, empezando a notar que se enojaba innecesariamente, porque, mirándolo bien, ¿qué le importaba a ella que mandaran unos u otros, siempre que no dejaran de pagarle sus impuestos? Sería hasta cómodo que fuera un adulto el que se encargara del feudo, porque en las minorías siempre había conflictos, a no ser…–. Bien –decidió, enérgica–. Enviad a buscar a María y a su nuera. Avisad al señor de Montfort; decidle que venga inmediatamente con sus hombres, dispuesto para un enfrentamiento armado, si fuera necesario, y mientras traedme al hermano y a la madre del difunto.
Al poco, Mercadier y Elías, con Pedro sosteniendo a una vieja encorvada, seguidos de un hombre de poco más de cuarenta años, alto y bien parecido, y varios clérigos, entraron en los aposentos de la reina, quien los recibió, apoyada en Blédhri, con su cara de funerales. Los abrazó y consoló, aunque sabía muy bien que, excepto a su madre, quien podía ver peligrar su situación en el castillo, a nadie interesaba la muerte del señor, más que en tanto en cuanto podía significar un cambio de vida, que en algunos casos podía ser positivo y en otros, como en el caso de la anciana, si su segundo hijo no tomaba el mando, sería nefasto.
—Sé que este es un difícil momento para todos nosotros –afirmó Leonor con los ojos bajos y la voz contrita–, pero también sé que todos queremos lo mejor para las tierras y los hombres que gobernamos. Antes de que yo os transmita mis decisiones al respecto, me gustaría que vosotros me hicierais llegar inquietudes o ideas que tengan que ver con el asunto que nos ocupa. Decid, señora –invitó, alzando los ojos para encarar los afilados rasgos de la anciana.
«¡Dios! –se dolió la reina, sin oír el protocolario saludo con el que la vieja comenzó su discurso–. ¿Será ese horrible aspecto el que todos ven en mí?».
—… es por eso que creo que mi segundo hijo debe ocuparse de la heredad…
«Parece una bruja, encorvada y sucia –pensaba Leonor, entrecerrando los ojos para percibir los detalles–. Pobre Pedro, tener que soportar su olor mientras la ayudaba a caminar, porque estoy segura de que huele a orines y excrementos, no hay más que ver sus párpados llenos de legañas para imaginar cómo estará el resto de su cuerpo… ¿O eso que tiene alrededor de las pestañas no son legañas? ¿Son tal vez verrugas? ¿Y los pelos del bigote? ¿Es que ninguna de sus mujeres tendrá unas pinzas para arrancárselos? ¿Cómo estarán sus cabellos bajo las tocas? Llenos de piojos, claro; no hace más que rascarse».
—Creo, señora, que como ya habéis dado vuestra opinión, será mucho mejor que os retiréis a descansar. Hoy es un día terrible para vos y vuestra edad no aconseja que os sometáis a desgastes innecesarios.
—¡Oh! No os preocupéis por mí –aseguró la anciana–. Me encuentro perfectamente.
—Me alegro muchísimo de que así sea, pero creo que en estos momentos las mujeres de la casa se han hecho cargo del cadáver de vuestro hijo y las normas dicen que deberíais estar presente, así que deseo… Vos no, Pedro, os necesito aquí –ordenó al sufrido muchacho, quien ya se levantaba para ayudar–. Alguno de vuestros clérigos puede conduciros y también confortaros en este difícil momento. Lleváosla de aquí –conminó, tajante, dirigiéndose al grupo de monjes que se amontonaban en una esquina de la estancia. Hubo entre ellos miradas y ligeros empujones hasta que la voz de la reina volvió a oírse, ahora sin tono de apremio, sólo rasposa–: Ahora.
Varios monjes se apresuraron a tomar a su ama, quien obsequió a Leonor con una torva mirada, y a sacarla, casi en volandas, de la estancia.
—¿Y bien, señor? –se dirigió ahora la reina al hermano pequeño del señor de Dax–. Os agradecería que comenzarais por recordarme vuestro nombre, mi memoria ya no es lo que era. –Quiso disculparse con una suave sonrisa, que escondía la falsedad de sus palabras. Nunca había sabido el nombre de los segundones porque no tenía ningún interés para el cobro de sus impuestos.
—Mi nombre es Felipe, señora –contestó el hombre, poniendo su rodilla en tierra.
—Alzaos, amigo –concedió ella–. Tenéis nombre de rey. Es una pena que os hayáis equivocado de familia. –El aludido no sonrió; Leonor no supo si fue incapaz de captar la broma, o si no la entendió como tal. En todo caso pensó que debía andarse con cautela; quizá fuera más listo de lo que imaginaba o mucho más interesado–. Bien, aguardo vuestros motivos, si es que los tenéis.
—Señora, mi hermano esperaba licencia para divorciarse de su esposa y poder dar herederos legítimos a nuestra casa. Yo ya tengo esos herederos. Creo que lo lógico, dado lo intangible de la solución actual, sería que yo tomara el mando y mis hijos fueran la continuación de la heredad, como, por otra parte, vos misma habéis hecho con el rey Juan.
—En primer lugar, Felipe –contestó Leonor, obviando el comentario del segundón, quien no fue consciente de hasta qué punto se había equivocado al hacerlo–, vuestro hermano tenía una esposa en edad de procrear, por lo cual sus razones de repudio no eran válidas. En segundo lugar, su nuera está embarazada y esa no es una solución intangible, como acabáis de apuntar; yo he tocado su vientre y os aseguro que es muy tangible y además se mueve con brío, por lo tanto el heredero legítimo está vivo y dentro de unas pocas semanas lo tendréis en vuestra casa, que es la suya.
—¿Debo entender, señora, que apoyáis al nieto de mi hermano y apartáis a mis hijos?
—Esa es mi idea, sí –cabeceó suavemente Leonor, rubricando sus palabras y su venganza de un advenedizo que se atrevía a compararse con ella.
—Bien, en ese caso, debo deciros que mis hombres tomarán las tierras y el castillo por la fuerza.
—Sabéis que no voy a cruzarme de brazos; mi escolta, que está acampada fuera de las murallas sólo aguarda una orden para intervenir.
—Lo esperaba, señora, por eso he distribuido mis tropas en dos secciones: una, la que ayer llegó conmigo, dentro del castillo, y la otra, fuera, rodeando vuestro campamento. Y no culpéis a vuestros capitanes –disculpó, captando la rápida mirada de Leonor hacia Mercadier–. Mis hombres acaban de llegar desde mi casona de Soustons, y ni siquiera se han mostrado. Esperan mis órdenes apostados cerca de vuestras tiendas, pero su perfecto conocimiento del terreno les ha permitido no ser avistados. Sé también que habéis hecho llamar al señor de Montfort, quien acudirá, sin duda, para apoyar a su hermana, de modo que, me temo, esta será una buena batalla.
—¿Qué queréis, Felipe? –quiso concretar la reina, quien no estaba dispuesta a perder un mes en un asunto que no le importaba demasiado; es más, si decidía permitir a Felipe tomar el mando, le exigiría a cambio impuestos mucho más altos que a su hermano, por lo que saldría claramente beneficiada. De todos modos no podía ponérselo fácil; lo importante era mantener la autoridad.
—Ya os lo he dicho, señora.
—Sí, lo habéis hecho, pero convendréis conmigo que gobernar unas tierras y a unos campesinos con la oposición de la Iglesia y de vuestro señor natural va a ser una tarea poco menos que imposible. Yo os ofrezco una alternativa. Tendrías todo el poder durante la minoría de edad de vuestro sobrino nieto, pero si llega a vivir él será el futuro heredero.
—Esa solución no lleva consigo «todo el poder», puesto que dejáis fuera a mis hijos.
—El tiempo del desarrollo de una persona es largo y pueden ocurrir muchas cosas –musitó Leonor, mirando directamente a los ojos de su oponente.
—Pero –dudó él, sopesando la proposición que iba a ahorrarle gastos y esfuerzos– he hecho promesas a mis hombres; perderé credibilidad si cedo inmediatamente.
—No lo hagáis. Proponed un torneo con uno de mis caballeros. Si ganáis, vuestro será el predio, si perdéis lo gobernaréis durante la minoría de edad del heredero. Y si en ese tiempo ocurriera alguna desgracia, Dios no lo quiera, vuestros hijos serían los herederos. Pero, creedme, aunque ahora os parezca que conseguir el título y la herencia para vuestros descendientes es lo mejor que os puede pasar, os aseguro que en el futuro lo único que os dará serán problemas; pero, en fin, eso tendréis que experimentarlo en propia carne, ahora no creo que alcancéis a entenderlo.
»Bien. ¿Qué os parece la solución del torneo? Eso os salvaría el honor y tendríais el respeto de vuestras gentes, ocurriera lo que ocurriera. Pero, si aceptáis, la lucha deberá hacerse lo más tarde mañana al mediodía. Así, al ocaso, firmaremos los documentos pertinentes y pasado mañana, al amanecer, partiré. Este asunto ya me está demorando demasiado.
—Está bien, señora. Acepto. Pero yo mismo elegiré al caballero con el que mediré armas.
—De acuerdo, pero no ha de ser ni menor de dieciocho años, ni mayor de cincuenta, y siempre que el elegido esté de acuerdo.
—Bien, pues creo que ya lo tengo –declaró casi con triunfalismo Felipe, mirando con intensidad a Pedro, quien apoyado en su lanza, ajeno a la conversación, perdía sus ojos en las losas del suelo–. Quiero a ese joven de ahí; lo he visto comportarse muy noblemente con mi madre, de modo que espero que su forma de lucha sea igual de magnánima.
Leonor y Elías se volvieron al tiempo con la alarma en los ojos. Allí, sin ser aún consciente de haber sido elegido para la pelea, Pedro, dentro de su nube de melancolía, soñaba.
—No –negó, rotunda la reina–. Pedro, no. Es demasiado joven.
El aludido, al escuchar su nombre de labios de Leonor, volvió a la realidad y su mente, en un instante, le informó de todo lo hablado y que, llevado por su tristeza, había pasado por alto.
—Señora –se adelantó el joven–, habéis dicho que el elegido habría de tener dieciocho años; yo estoy a punto de cumplir diecinueve. Os suplico que me permitáis luchar. Quizá sea esto lo que estoy necesitando para hacerme perdonar por vos y para perdonarme yo mismo de esas cosas que me atormentan.
Leonor volvió la mirada al arzobispo. Lo vio ansioso, pero al encontrarse con sus ojos, su cabeza asintió imperceptiblemente.
—Está bien, que así sea. Comenzad ahora mismo con los preparativos –ordenó–. El encuentro será mañana al mediodía.
Desde ese momento, el castillo fue, todo él, una vía para desplazamientos veloces. Cada persona tenía una tarea que desempeñar y se ajustaba a ella sin demora, pues sabía muy bien que de su trabajo dependían muchos otros. El montaje de un torneo debía anunciarse con semanas e incluso meses de antelación, enviando heraldos con invitaciones a señores que acudían a lucir sus habilidades, o para que los segundones de las casas, cuyo entretenimiento e ingresos dependían en parte de los premios conseguidos en las justas, tuvieran tiempo de acercarse al lugar. Pero en este caso el enfrentamiento sería entre dos caballeros, aunque Leonor sabía que, una vez montada la palestra, muchos de los hombres presentes no iban a resignarse a ser meros espectadores.
A pesar de la rapidez con que hubo de organizarse, el castillo se engalanó con gallardetes y colgaduras e incluso la ciudad lucía los mejores mantos, ramos y enseñas que fueron capaces de encontrar en tan pocas horas. Enseguida se cercó el óvalo de la liza, se colocó la valla central y las tribunas para los espectadores. En el centro, cubierta por pieles para evitar en lo posible los vientos, y con los asientos forrados de almohadones, se situó el espacio que ocuparían la reina y sus damas, además de algunos miembros del clero, quienes, a pesar de estar en contra de los torneos, hasta el extremo de negar en muchos casos sepultura en tierra sagrada a los muertos en la liza, acudían, disimulando su entusiasmo, a la gran fiesta de las armas.
Los escudos de los contrincantes se colocaron apoyados en soportes levantados al efecto, para que todos pudieran conocerlos y saber de la importancia de sus casas. Como la reina había supuesto, muchos de los caballeros presentes se apresuraron a presentarse para el juego de armas que les daba ocasión de lucirse ante sus damas y medir fuerzas con sus rivales.
Aquella tarde, cuando Leonor se retiró a descansar a sus aposentos seguida de Blédhri y sus mujeres, ya estaban elegidos incluso los jueces que examinarían las armas, tomarían los juramentos y adjudicarían el lugar a cada caballero, y también el rey de armas, el cual era el encargado de anunciar a cada contrincante.
—Señora –demandó Blédhri, en tanto ayudaba a su reina a sentarse en un sillón mullido con espesos cojines–. ¿Deseáis continuar con los recuerdos para que podamos seguir escribiéndolos o preferís descansar? Hoy ha sido un día pesado y supongo que estaréis agotada.
—Cierto es que me siento fatigada, pero cuando hablo del pasado me ocurre algo extraño, parece que olvido mis achaques actuales y vuelvo a ser la mujer que evoco para vuestros escritos. –Se calló un momento, en tanto hacía un gesto vago, señalando la mesa donde Josselin y Blédhri ponían orden–. Además, mi experiencia actual me hace comprender decisiones que tomé y que en aquel momento ni yo misma entendí.
»Efectivamente, como Bernardo había prometido –continuó como si nunca se hubiera detenido–, quedé encinta y nació mi hija María. No fue el heredero que Luis deseaba, pero al menos demostraba que yo no era estéril, como ya rumoreaba toda la corte.
»En las fiestas de la Pascua subimos a la colina de Vézelay, entrando por su parte oeste, que es la única accesible. Seguimos el sendero del alcor, ahora convertido en amplio camino, hasta alcanzar, en lo alto, la abadía que guarda los restos de María Magdalena, traídos, dicen, por Badilon. Hube de prometer a Bernardo que acudiríamos acompañados de todos los señores. Quería convencerlos, como ya había hecho en privado con Luis, de la conveniencia de la Cruzada, pues ya sabíamos de la caída de Odessa. Las colinas estaban plagadas de gentes que habían acudido a oír al de Claraval. Eligió para situarse la parte noreste del monte, donde sus palabras debieron de santificar hasta el suelo, ya que se habló de construir allí mismo una iglesia. Su sermón fue tan apasionado e intenso que en algunos momentos llegué a temer por su vida. Bueno, esto es una manera de hablar, porque el monje no me importaba nada en absoluto –aclaró, riéndose entre sus escasos dientes–. No recuerdo cuáles fueron sus palabras, lo que sí te digo es que logró encandilar a muchos de los presentes, sobre todo a “la plebe y a las masas”, como luego escribió Guillermo de Tiro, y también a muchos de los barones y, según se dijo después, su discurso acabó de convencer al propio papa, quien andaba dudoso de que la empresa fuera necesaria o siquiera conveniente. Pero, desde luego, Bernardo sabía hablar y seducir. Tantos fueron los que abrazaron la cruz aquel día que no hubo distintivos para todos y hubo de improvisarse cruces con pedazos de tela de vestidos y enaguas.
—Sí –cabeceó Blédhri, perdiendo los ojos más allá de los muros que los rodeaban–. Yo sí que recuerdo algunas de sus palabras, pintando los sufrimientos y las hambres de los cristianos que penaban en manos de los turcos, asegurando además que no faltaría ayuda de lo Alto y eternas recompensas y perdón de los pecados, fueran los que fuesen, para los que se alistaran. También, yo entonces, al igual que vos en Saint-Denis, me asombré de la seguridad de aquel hombre que pretendía hablar por boca de su Dios. «Como piensa en su corazón, así es él», dijo Salomón y aquella mañana sentí que el fraile tenía enorme poder sobre el universo, y no este sobre él. Esa es la facultad de los sabios. Lo envidié, os lo confieso, porque supe que ese poder dimanaba del convencimiento, y yo dudaba, y dudo, de casi todo.
—¿Incluso de las redes que, me aseguráis, mantienen el cosmos, haciendo que todo tenga un objetivo siempre renovado?
—Incluso de eso, señora, incluso de eso. Lo único que tengo seguro es que el mundo que nos rodea es imaginación nuestra y que lo real, si es que lo hay, escapa a nuestras mentes. El pensamiento humano es impotente ante una resistencia inaprensible, huidiza, evanescente... Hay momentos en que parece que estamos a punto de asirla e interpretarla, pero ese instante pasa, dejándonos sólo un regusto amargo y un nuevo chispazo de inútil esperanza.
—Bien. Me niego a haberte oído. Como tú dices, la seguridad y el convencimiento son el poder, así que inventémoslos, si es que no los tenemos.
—Estáis aprendiendo, por fin –sonrió Blédhri–. Eso es lo que hay que hacer, fantasear con lo que nos resulta agradable o tranquilizador. La imaginación es un modo de percepción superior. Todos, en mayor o menor grado, disponemos de ella, pero sólo unos pocos saben de su poder. Pero, sigamos. Estábamos reclutando cruzados en Vézelay.
—Sí, se hicieron muchos aquel día pero luego llegó la realidad. Suger quiso disuadir a Luis. Francia lo necesitaba mucho más que Tierra Santa. Pero cuando Conrado de Alemania se unió a la Cruzada, ya no hubo otro remedio. Y entonces Suger empezó a sufrir de verdad, temiendo que yo quedara al frente del Estado mientras mi esposo guerreaba. Conocía mis dotes para hacerme con las voluntades y sabía también de las antipatías con las que contaba su rey. Ese era su verdadero problema, aunque lo disfrazara susurrando sibilinamente que «una mujer joven y bella no debe quedar sin esposo». La inseguridad de Luis se acrecentaba con esas insinuaciones y comenzó a proponerme, suavemente al principio y luego con autoridad un tanto esperpéntica, que lo acompañara en el viaje. No es que yo lo deseara expresamente, pero tampoco quería que mis señores se acostumbraran a obedecer sus órdenes, pues ya sabes que no hay nada que una más a los hombres que un campamento de batalla. Además, en Antioquía estaba mi tío Raimundo y la idea de verlo y pasar con él algunas semanas me hacía feliz. Él había sido un buen compañero para mí y eso tú lo sabes muy bien porque compartiste muchos de nuestros juegos y travesuras. Siempre nos quisimos mucho. Él estuvo a mi lado mucho más que mi padre y, cuando este murió, se ocupó de todo y arropó mis inseguridades de adolescente con su carácter afable y alegre, capaz de borrar penas y dudas. Aunque no fuera esa, ni remotamente, la razón primera de mi deseo de viajar. Sólo era una más, y no de las más importantes. La causa última habremos de buscarla, si es que deseas escribirla, en la política y el poder, como siempre.
»Suger no me quería en Francia, gobernando en el lugar del rey, así que dejé a mi hija María e intenté hallar motivos que hicieran el viaje más soportable, porque, aunque jamás lo había hecho, sí que había oído de las calamidades, desastres y desdichas sin cuento que ocasionaba con frecuencia.
»En cuanto supe que viajaría, después de comunicárselo a mis barones, que acogieron la noticia con alegría, me dediqué a convencer a aquellas damas con las que tenía mejor relación y ellas persuadieron a sus esposos para que las llevasen también. Recuerdo con agrado a Florinda de Borgoña, a la condesa de Blois, a Faidide de Toulouse… Decidimos pasarlo bien, en tanto en cuanto las circunstancias nos lo permitieran. Nos llevamos tapices y tiendas para nuestro uso exclusivo, con sus sillas, catres, tinas para los baños, vestidos, pieles, velos, joyas y afeites como para poder celebrar una fiesta diaria. No queríamos, de ninguna manera, carecer de algo durante el viaje y mucho menos hacer quedar mal a nuestros esposos en la visita a las cortes que se cruzaran en nuestro camino. Nunca supe por qué se nos criticó tantísimo por el exceso de equipaje. No sé qué habrían hecho los hombres sin nosotras en Constantinopla o en Antioquía, donde, te aseguro, no estuvimos por debajo de las magnificencias de sus cortes.
—Vuestros señores respondieron a vuestra llamada con generosidad.
—Mi trabajo me costó. Viajé personalmente para convencerlos y, sí, junto a mí estuvieron casi todos ellos: Hugo de Lusignan, Saldebreuil de Sangay, Guy de Thouars y mi querido Godofredo de Rancon, quien enjugó mis lágrimas la mañana siguiente a mi noche de bodas, la cual, como ya has escrito, se celebró en su castillo de Taillebourg. Pusieron sus dineros en mis manos, ellos y las abadías a las que hube de hacer donaciones para conseguir efectivo. Recuerdo ahora que aseguré a Fontevraud una renta de quinientos sueldos sobre las ferias de Poitiers.
—¿Conocisteis personalmente al poeta Jaufre Rudel? –demandó Blédhri.
—¿Aquel que hablaba constantemente de un amor lejano? ¡Oh, sí! E incluso lo traté y me hizo creer que había tomado la cruz por la pasión que sentía por la princesa de Trípoli. Entonces lo admití ciegamente, pero cuando después he pensado en ello, me he preguntado muchas veces cuándo conoció él a la tal princesa, si nunca había salido de Francia. Hoy creo más bien que, como tú y como yo, simplemente imaginaba, para poder continuar. –La reina se detuvo un instante y volvió los ojos al rayo de luna que avanzaba por las losas de piedra hasta casi alcanzar el ruedo de su vestido–. Imaginar un mundo –murmuró sin apartar la vista de la luz argentada, a la que, de tanto en tanto, las chispas de la chimenea hacían centellear–. Una tierra, siempre lejana, que fuera completamente distinta de la que pisamos cada día; una tierra a nuestra medida o, tal vez, a la medida de esas redes de las que me hablas, donde todo tiene un fin y un principio. Un recuerdo de algo mejor que hemos vivido y que no hemos conseguido olvidar. –Tornó a callar, sin dejar la luz, y luego, sacudiendo la cabeza, se volvió para mirar al fuego–. Esa idea absurda que muchos tenemos de que lo maravilloso debe de estar fuera y lejos. Y en aquel momento yo quería pensar que aquella tierra lejana era la buscada, porque estaba segura de que había objetos, entidades o elementos mejores fuera de Francia; y el Oriente, sin duda, era lo más distante a lo que yo podía llegar. Veía las riquezas de las que había oído hablar, las exóticas costumbres, las sedas, los perfumes, el misterio… Después de haber pasado meses de oraciones y abstinencias de todo tipo, el viaje llegó a ser para mí una liberación.
—Se hizo entonces la reunión de Étampes, a mediados de febrero –apuntó Blédhri, para centrar los ojos de la reina, que habían regresado al rayo de luna–. El rey llevó allí a los cruzados para decidir, todos de acuerdo, el camino por el que conducir al ejército.
—Sí, y lo recuerdo muy bien porque había caído una tremenda nevada y el frío era casi insoportable. No estaba muy lejos de París, pero el viaje fue realmente infernal.
—Imagino que serían sesiones tormentosas, dado el gran número de barones asistentes. Sobre todo teniendo, como tenían todos, voz y voto.
—Sí, eso fue lo que se dijo, pero la ruta estaba decidida mucho antes de la reunión. Las órdenes papales estaban claras. Eugenio deseaba que el viaje se hiciera por tierra para congratularse definitivamente con el emperador de Bizancio. Quería ver a los griegos unidos de nuevo a Roma, por tanto, buscaba cualquier situación o hecho que lo acercara a sus pretensiones. Mi tío Raimundo había rendido homenaje al emperador, cosa a la que se habían negado los anteriores príncipes de Antioquía, por tanto, él era una de las bazas del papa y, como consecuencia, sabiendo de mi amor por él, los obispos me habían pedido que yo y, por supuesto, mis señores, apoyáramos dicha propuesta.
»Teníamos en contra a los embajadores que Roger, el rey de Sicilia, había enviado a la reunión. Estaba en guerra con el Imperio bizantino y nuestras tropas en su isla habrían levantado su prestigio e incluso fortalecido su ejército. Fueron unas reuniones tumultuosas, ya que los sicilianos venían decididos a conseguir sus fines. Pintaban la situación con los peores tintes, asegurando que nadie podía fiarse de la palabra de un griego y que, con seguridad, acabarían traicionándonos, pero los obispos, sin alterarse, con la voz suave del que se sabe obedecido sin réplica, desbarataron todas sus protestas y mis señores y yo misma votamos a favor de la propuesta.
»Se decidió el viaje por tierra, lo que obligó a los embajadores de Sicilia a partir, dejándonos sus peores augurios y maldiciones, hasta el extremo de que, al acabar la última sesión, mi esposo pidió una misa que nos librara de sus endemoniados vaticinios.
—¿Recordáis los días pasados en Saint-Denis en primavera?
—¿Cómo no, amigo? Creo que en mi vida había rezado de tal manera. La espalda me dolía de tanto doblarla y las rodillas me crujían como las de una vieja, cada vez que me alzaba, después de horas de preces y monsergas interminables, que a mi esposo parecían siempre demasiado cortas. Llovía de forma persistente e incansable, de manera que las únicas diversiones en la abadía eran las comidas, pero como estábamos en período de penitencia, y aunque yo aduje desde el primer momento que tal vez sería conveniente que mi vientre no adelgazara, por aquello de un nuevo embarazo, no hubo disculpa, ya que mi marido se apresuró a decir que si estábamos en tiempo de penitencia no deberíamos ni siquiera tocarnos, para lo cual medía un paso entre ambos, siempre que, por motivos de representación, tuviéramos que estar codo con codo.
»Comí legumbres, pan, huevos y leche cada día, durante las jornadas que permanecimos allí. Y los únicos tiempos libres de que dispusimos, fuera de los escasos momentos en que se interrumpían los rezos, como toda diversión, caminaba con mis damas por el claustro o me reunía con mis señores en el refectorio o en la sala capitular, siempre vigilados de cerca por Suger, quien imaginaba secretos o conjuras entre nosotros.
»Era el día doce de mayo y, después de lluvias sin fin, amaneció un sol brillante, que Luis enseguida atribuyó a la bendición divina. Aquella mañana, después de que Suger lo autorizara, sí que vestimos nuestras mejores galas, ya que se trataba de “halagar al Altísimo” y deslumbrar de paso a la plebe, la cual rodeaba la basílica y, ebria de devoción y entrega, dejaba sus dádivas para tan alta empresa.
»Luis veneró las reliquias de san Dionisio, rezó interminables retahílas y luego tomó del altar la enseña de Francia, el estandarte rojo y oro, la oriflama que arrancó vítores y lágrimas de los asistentes. Pero el colmo del fervor y la veneración llegaron cuando el propio papa, venido para el evento, después de movimientos y ritos sin cuento, puso en manos de mi esposo la alforja y el bordón de peregrino.
»Cuando al fin intentamos salir al sol, la muchedumbre nos lo impidió. Nos resignamos y dedicamos nuestras atenciones al banquete, que aquel día sí que se realizó con todos los ingredientes y delicados manjares que yo misma había elegido. Desde luego, hube de reconocer entonces que Suger aprendía deprisa.
»Pocos días más tarde nos reunimos en Metz. Allí nos esperaban junto con mis caballeros, a los que yo me preocupé de honrar especialmente, como a Rancon, quien ostentaba el cargo de comandante de la vanguardia del ejército, muy honorífico pero también peligroso. Él lo aceptó con orgullo, porque sabía que era mi forma de decirle que sólo en él confiaba realmente. Allí estaban también los condes de Flandes y el Gran Maestre del Temple, Everardo de Barre.
—Las gentes os rodeaban fascinadas y devotas –apuntó Blédhri–. Recuerdo muy bien una mujer que tenía fama de practicar los antiguos cultos y que, aquel día, a la vista de tan hermoso y formidable ejército, organizado para proteger los Santos Lugares, allí mismo se hizo cortar el cabello, en castigo por sus viejas ideas y, dejando a su familia, se unió a la marcha.
—Muchos fueron seducidos por el despliegue de medios y voluntades. Los estudiados ritos los llevaron a trascender el tiempo y el espacio. Puedo confesarte que hasta yo misma, que ya conocía muy bien, por mi abuelo Guillermo, lo que daba de sí una Cruzada, estaba exultante. Aunque ahora que lo veo con otros ojos, creo que mi entusiasmo era debido al hermoso espectáculo de caballeros y damas engalanados, los estandartes flameantes y la aventura que se abría ante mí, aburrida y hastiada como estaba de mi esposo, sus señores y sus sombríos castillos.
»Partimos, al fin, un alegre amanecer. Íbamos a atravesar tierras de cristianos hasta llegar a Constantinopla, así que, tanto mis damas como yo misma decidimos aprovechar aquellas jornadas para divertirnos, ya que no contábamos con ningún peligro. Luego sí que hubo alguno, puesto que surgieron enfrentamientos, nada más cruzar el Rhin, con lo germanos, borrachos impenitentes, que provocaban al parecer a nuestros hombres, o al menos eso decían ellos. Luego surgieron dificultades de avituallamiento, ya que Conrado de Hohenstaufen había salido por delante y había agotado las reservas de los comerciantes del camino.
—Se criticó esa falta de previsión a vuestro esposo –quiso advertir Blédhri, por si su reina lo hubiera olvidado.
—Sí, ese fue uno de sus muchos errores. Pero te aseguro que no fue por desconocimiento, porque Rancon le advirtió que en la Primera Cruzada Godofredo de Bouillon había tomado la precaución de elegir distintas rutas, para no esquilmar las tierras por las que pasaran, pero Luis aseguró que «aquellos eran otros tiempos, y que ahora lo que sobraban eran alimentos, puesto que las gentes sabían muy bien labrar sus tierras y cuidar sus cosechas, no como en el pasado…». ¿O acaso Rancon no había visto crecer las ciudades y multiplicarse a sus habitantes? Eso se debía, sin duda, a la abundancia.
»El caballero calló y bajó los ojos, para que el rey no leyera en ellos la burla. ¿Es que era tan difícil imaginar la diferencia del abastecimiento de una ciudad al de un ejército? Pero yo les había advertido que evitaran enfrentamientos, no sólo con los señores franceses, también, y sobre todo, con el rey, quien se sabía tolerado por ellos, pero no admitido y desde luego poco respetado. Así que mi buen señor calló y con él todos los míos, y por supuesto los franceses que, aunque supieran que la advertencia estaba cargada de fundamentos, no iban a dar la razón a los risueños y jaraneros del sur.
»El viaje fue largo y, aunque buscábamos todos los divertimentos posibles, los inconvenientes de dormir en una tienda, por muy cómodo que sea el catre, son múltiples. Además, los alimentos comprados, ya que mi esposo había prohibido expresamente los saqueos, no sólo eran carísimos, lo que mermaba constantemente el presupuesto, sino de muy baja calidad y sobre todo, y eso era lo peor, de tan poca variedad que había días que comíamos y cenábamos lo mismo. El calor era sofocante y aunque cada noche nos bañábamos en nuestras criticadas tinas, que luego muchos nos pidieron prestadas, andábamos siempre sudados e incómodos dentro de nuestros vestidos, y eso que las señoras nos librábamos de todo lo que no fuera imprescindible. A veces vestíamos exclusivamente una túnica liviana que dejaba que el cuerpo se aireara con las escasas ráfagas que en los bochornosos días de aquel verano nos envolvían. Eso volvía loco a mi esposo, quien aseguraba que nuestra indumentaria no era debida al calor, sino al deseo de llamar la atención y alterar a los hombres.
»Con estos y otros incidentes sin importancia, llegamos a Constantinopla a primeros de octubre.
Pedro decidió pasar la noche orando en la capilla. Sabía que sus errores habían sido grandes y ahora estaba dispuesto a repararlos, venciendo, sin ningún lugar a dudas o componendas, a su oponente, ya que le había parecido entender que ese era el deseo de la reina.
Después de la cena, sin comunicar a nadie su intención y evitando ser visto, por no dar explicaciones, se acercó a la iglesia. La helada se hacía con la noche, consiguiendo que las estrellas, gélidas y brillantes, se instalaran, con soberana indiferencia, en los charcos del suelo. El joven caminó, evitando los espacios abiertos. Iba pegado a las paredes, sigiloso y huidizo, atento a los movimientos de la guardia y a los escasos criados que, cumpliendo sus tareas, atravesaban el patio corriendo para evitar el frío. Cuando llegó a la puerta de la iglesia, preocupado porque quizá iba a encontrarla atrancada, se sorprendió agradablemente al hallarla entornada. Penetró por el estrecho espacio, para no hacer que el portón chirriara y se encontró dentro de la capilla, con una única vela en el altar alumbrando el amplio recinto. Un poco asustado de las sombras que habitaban el templo, trató de ver los rincones achicando los ojos, pero, cuanto más era su interés, más impenetrables eran las tinieblas. Convencido de que su intención era buena, pensó que nada podría dañarlo en la Casa del Señor. Caminó silente por uno de los laterales; quería acercarse lo más posible al débil cerco de luz, que se le antojaba hospitalario y caliente, aunque manteniéndose fuera de él, por si alguien entraba, pues deseaba pasar inadvertido. Se arrodilló para hacer su saludo al Señor y murmuró una oración de reconocimiento de pecados y de perdón. Al alzar la mirada hasta el Cristo crucificado, quien sufría sus múltiples llagas sin quejarse, le pareció ver el ruedo de un vestido moverse en las sombras. Sacudió la cabeza, riñéndose a sí mismo por su cobardía. ¿Cómo iba a ser el paladín de la reina al día siguiente si era un niño asustado por la penumbra de una iglesia? Continuó su oración, reconociendo ahora su debilidad como hombre, la cual le había llevado a los brazos de Brianda, poniendo en peligro el importante viaje de su señora. Aunque –dudó– él actuó de buena fe. En todo caso ella debía ser la… Un siseo de faldas tras el altar. Un despiste de atención. Nada. Estaba claro que quería liberarse de la culpa, cargándola sobre los débiles hombros de una mujer. No se reconoció a sí mismo en las leyes de la caballería que había jurado guardar. Estaba mal para un caballero y además sabía que no era exactamente cierto. Él había sido quien trepó por la parra hasta los aposentos de la joven y él quien la despojó de sus ropas y quien… Ahora un suspiro, dulce y suave, como de un niño. Quizá la Madre de Dios quería así hacerle ver que lo comprendía y que era bueno que admitiera… Miró hacia la imagen de la Virgen, la cual, desde su altura, lo contemplaba a su vez, hierática y distante, cargando a su Hijo sobre la rodilla, mientras en la mano libre sostenía el mundo. Su expresión le habló de resignación y lejanía de los pequeños problemas. El bien y el mal son relativos para una mirada universal. Ella sabía de los grandes dolores humanos, comprendía su angustia, pero le hacía ver que no era importante, que tenía arreglo, porque estaba el perdón y la comprensión y Leonor solía ser «magnánima» en asuntos de parejas. Acabaría permitiendo aquel amor, nacido con tantos inconvenientes, porque eso eran sólo, nimias contrariedades originadas en malos entendidos. Se sintió reconfortado; la mirada de la Señora le hablaba de ilimitadas distancias en el tiempo y en el espacio y él se agobiaba por unos pocos días. Ahora más que nunca estaba seguro de poder arreglar aquel contratiempo. Vencería al de Dax y pediría a la reina que…
—¡Señora! –dijo en voz alta, dirigiéndose a la imagen–. Ved que estoy aquí para solicitar vuestra comprensión y ayuda y sobre todo vuestro perdón por haber actuado como un niño caprichoso, olvidando que, hace meses ya, fui investido caballero.
—Al fin lo habéis dicho.
Pedro miró a la imagen y a la mujer que, a sus pies, le tendía los brazos. Su cabeza comenzó a estallar en chispitas diminutas. Allí, frente a él, casi tocándole con sus vestidos estaba la Madre de Dios. Se alzó con prudencia, no fuera asustarla y hacer que desapareciera. Dio un paso para acercarse y luego pensó que no debería estar de pie ante la Virgen así que intentó arrodillarse de nuevo, pero la mujer se acercó y se lo impidió, tomándolo por los codos; y entonces la vio.
Ante él, hermosa y sonriente, estaba Brianda. Dio un paso atrás, desasiéndose de sus manos tendidas. No estaba seguro de que su oración hubiera tenido tiempo de hacer efecto y tembló, pensando de nuevo en algún efecto maligno.
—¿Qué hacéis vos aquí? –preguntó, completamente alterado, conteniendo su deseo de abrazarla y de, olvidado ya del lugar, tomarla allí mismo.
—Lo mismo que vos, rezar –contestó ella dulcemente.
—Pero vos…
—Yo soy tan buena cristiana como la que más. No hagáis caso de las habladurías, que sólo son calumnias inventadas para justificar los atropellos de los que he sido víctima y que ya os he explicado.
—¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí?
—No lo sabía. En realidad me escondía de las gentes y me protegía del frío de la noche. Cuando llegasteis me asusté terriblemente; creí que alguien me había visto entrar y venían a por mí. Pero la Gran Madre me ha protegido y os ha enviado para que os pida perdón por la noche que entré en vuestros aposentos. Nunca debí hacer semejante cosa, pero mi amor por vos es tal que me impidió pensar. Si hubiera respetado los deseos de la reina, habría llegado el día en que habríamos podido amarnos en libertad, con su consentimiento y el de todos. Así, mi pasión me ha convertido en una proscrita que huye constantemente, escondiéndose, siempre cerca de vos, para poder veros aunque sea de lejos. –Brianda bajó los ojos a las pulidas piedras que reflejaban la luz de la luna que entraba por uno de los arcos de la ventana; entrelazó las manos ante su regazo para que Pedro estuviera tranquilo. No iba a acercársele, ni atreverse a tocarlo–. No quiero incomodaros y mucho menos estorbar vuestros rezos –continuó sin mirarlo–. Me retiraré al lugar que ocupaba cuando entrasteis, detrás del altar, donde tengo mi capa para protegerme algo del frío, así podréis olvidaros de mí y dedicaros a vuestras devociones, las cuales, imagino, tendrán que ver con la prueba de mañana. Estad tranquilo –aseguró, mirándole a los ojos–. Nunca volveré a molestaros, pero sabed también que tampoco dejaré de amaros ni me alejaré demasiado de vos.
—Esperad –quiso tomarla por la larga manga para evitar que se fuera, pero el tacto de sus vestidos encendió su pasión de tal manera que se apresuró a soltarla, estremecido y torpe–. Quiero deciros –casi tartamudeó, cuando ella se volvió a medias a mirarlo– que, aunque he cometido errores, mañana podré redimirme a ojos de la reina y le pediré que me permita unirme a vos.
—¿Y vuestro tío, el arzobispo? –demandó ella, entornando las pestañas con dulzura–. Él se imagina cosas extrañas, incluso malignas, por lo que ha oído de mí, y no consentirá la unión.
—No temáis, él obedecerá lo que la reina ordene, la ama y respeta y si ella os acepta él también lo hará.
—Mucho habréis de esforzaros por lograr que Leonor os escuche y conceda vuestros deseos.
—Os prometo que lidiaré como nunca lo he hecho. Mi brazo y mi cabeza estarán con vos en todo momento.
—Entonces venceréis. Pero cuidad de que nada ni nadie os distraiga, eso sería peligroso. Las dudas y los sentimientos de indefensión socavan la fe y provocan la derrota. Estaré allí, miradme.
—No podréis, la reina…
—No temáis, ella no me verá, sólo vos lo haréis porque lo deseáis.
—¿Queréis decir que os soñaré?
—Así podría explicarse, sí –cabeceó ella–. O –dudó la joven, bajando los ojos– tal vez no sea exactamente eso. Las propiedades del alma son difíciles de definir. Yo sólo sé cómo usarlas, no cómo elucidarlas y, desde luego, tampoco logro explicar por qué se muestran en mí y no en otros. Lo único que puedo decir es que hubo un día tan doloroso que, en mi desesperación, quise salir, liberarme y me sentí volar, o tal vez flotar, o... No lo sé; sólo experimenté un tiempo eterno y un lugar sagrado... Cuando quise explicar lo ocurrido, nadie me escuchó porque para ello habían de dejar de lado la razón. –Calló un instante, tratando de encontrar nuevas palabras; al no lograrlo, decidió dejarlo; lo que realmente importaba era que Pedro se preparara, que adquiriera la seguridad que le faltaba para que, al amanecer siguiente, fuera el vencedor–. Pensadme –ordenó– y estaré con vos durante todo el torneo. Mañana os veré en las gradas; ahora rezad.
No tuvo tiempo el caballero de decir o hacer nada, la mujer desapareció tras el altar y, cuando la siguió, decidido a continuar aquella extraña conversación, no consiguió ver nada más que el manto en el suelo, al pie de la escalera que bajaba a la cripta. Tomó la capa en sus manos y la acercó a su rostro, sintiendo todo el perfume amado y gustado aquella noche, lejana ya. Pensó en precipitarse escaleras abajo para buscarla entre los enterramientos de la abadía, pero un escalofrío le recorrió la espalda y tuvo que admitir que la mujer, si es que estaba allá abajo, era más valiente que él. Para disculpar ante sus propios ojos su flojera, buscó la excusa de los rezos nocturnos que había venido a hacer. No estaba nada seguro de que si volvía a encontrarse con Brianda fuera capaz de contenerse y no quería manchar su pureza para la prueba que le esperaba. Así que dejó con cuidado el manto en el lugar donde lo había encontrado y tornó junto a la Madre, que enseguida lo envolvió en su mirada preñada de infinitos.
No supo si rezó o soñó pero, casi al instante, una débil luz rosada comenzó a entrar por los arcos, tornando los rincones lúgubres en espacios hospitalarios. Se puso en pie y estiró todo su cuerpo, sin recordar su experiencia nocturna. Se sintió luego mal, porque su expresión vital le pareció una falta de respeto al Cristo doliente y a la Madre que lo acunaba, adivinando. Se arrodilló y rezó un apresurado acto de contrición y, cuando estaba pensando en que debía salir al patio para prepararse, porque tal vez ya lo estuvieran buscando, recordó.
Toda la secuencia del incidente de la noche anterior se desarrolló en su cabeza. Olvidando el rezo a media oración, se precipitó tras el altar, iluminado ahora por la luz rosácea. La capa ya no estaba donde la recordaba y la pesada puerta que cerraba el paso a la cripta se encontraba encajada en su lugar, con una gruesa cadena protegiendo su apertura. Un tanto aturdido, dio un paso atrás, echando mano a su espada y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba desarmado. Se creyó objeto de un robo, cosa bastante frecuente, pues las buenas armas eran muy caras y no todos los caballeros se las podían permitir. Precipitado, volvió sobre sus pasos y entonces contempló con asombro como su espada y escudo, el cual no recordaba haber llevado consigo la noche anterior, estaban colocados sobre el altar, a los pies de la Señora, que ahora, con la luz solar, parecía sonreírle.
Sin hacerse preguntas, desbordado de amor por lo divino y lo humano, cayó de rodillas y pidió con fervor por su misión, su vida y su amor. Liviano y casi alegre se alzó, tomó sus armas y salió al patio.
Allí fuera el aparente desorden se convertía en torbellino. Los criados y señores se mezclaban, atentos cada uno a sus objetivos, que cada cual juzgaba prioritarios, ya que encadenados entre sí harían que un fallo fuera el de toda la fiesta.
Los pajes de Pedro se le echaron encima cuando salió de la capilla. Andaban nerviosos y excitados por su desaparición. Al verlo, sus suspiros y sonrisas de alivio se extendieron por todo el patio. Lo condujeron a los aposentos de los hombres, donde ya tenían preparada para él una tina de agua caliente y las ropas que iba a vestir extendidas sobre el lecho que no había utilizado en toda la noche. El joven se dejó hacer y, una vez vestido, bajó con ellos y sus amigos hasta las tiendas que se habían montado en una de las cabeceras del espacio de contienda, para que los participantes guardaran en ellas armas e incluso ropajes de repuesto, por si los que llevaban puestos sufrían algún desgarro. Entraron en la suya y allí estaban sus cosas ordenadas ya, esperando.
Pedro se paseó por el palenque con algunos de sus compañeros, observando si todo estaba organizado. El muchacho fingía contemplar con atención todo aquello que los demás comentaban, pero en realidad miraba a hurtadillas hacia el estrado en que iban a sentarse las damas, para ver si, entre las pocas que se movían por él, casi todas doncellas de la reina que cuidaban de su futura comodidad, estuviera Brianda; pero no la vio, ni allí ni en ninguno de los lugares que alcanzaban sus ojos. Quedó formando parte de un grupo de caballeros que comentaban, excitados y alegres, el enfrentamiento que iba a tener lugar.
—Venceréis sin duda, Pedro –decía Raimundo de Barbotan, uno de sus íntimos, que también pensaba participar y que durante años había medido sus armas con el joven en sus múltiples entrenamientos y juegos–. Sin duda sois mucho mejor, más rápido y más listo que el de Dax, aparte de más joven, y aunque él piense que eso es un inconveniente porque tiene más experiencia, la fuerza y las respuestas automáticas son más nuestras que de ellos, los viejos, quiero decir –aclaró el muchacho, crecido y seguro de su belleza, juventud y poder.
Hubo una llamada a los participantes, que se reunieron alrededor de los elegidos como mariscal y jueces de campo. Ya habían supervisado el correcto estado de las armas y partido la tierra y el sol, informando a cada contrincante del lugar que debería ocupar en la liza; ahora, en presencia del obispo de Dax, les iban a tomar juramento.
Primero recordaron las reglas: no herir de punta al contrario, no pelear fuera de las filas; no dañar al caballo del rival, dirigir los golpes al rostro o pecho exclusivamente, y no atacar al caballero que alzara la visera. Luego, el clérigo les tomó juramento uno a uno. Recibieron sus bendiciones con la rodilla en tierra y, una vez cumplido el rito, todos se retiraron a sus tiendas. Era el momento de que las gentes tomaran los lugares asignados en las gradas y la mayoría del pueblo se situara alrededor de las vallas. Entonces llegarían las damas, con Leonor a la cabeza, sonrientes y coquetas, exhibiendo sus mejores galas, para ocupar sus cómodos asientos en el palco engalanado y protegido de los vientos con gruesas pieles y piedras calientes que se colocaban a los pies de las mujeres, para evitar, en lo posible, el frío de la mañana de noviembre.
Una vez situado cada cual en su lugar, las trompetas, timbales y tambores sonaban, los caballeros montaban y, acompañados de sus escuderos, varios infantes, un cirujano y un clérigo, desfilaban sus colores y gallardía alrededor del palenque, para su propio regodeo, el placer de sus damas y el desenfreno baboso de la plebe, extasiada por el colorido de los estandartes, el brillo de las armaduras y los elegantes movimientos de los integrantes del cortejo que, aunque en su interior dudaran o temieran el encuentro, sonreían con altanería, mostrando en todo su poder su juventud y fuerza.
Tras el gesto de asentimiento de Leonor al mariscal, este ordena a los heraldos que avisen del comienzo. El encuentro entre Pedro y el de Dax sería el último, así que los caballeros, que ya conocían el orden y su situación, después del saludo a la reina y a su dama, quien ata a la punta de su lanza un pañuelo o simplemente una cinta, se colocan en sus puestos y la liza comienza.
Los combates se suceden a caballo y a pie, sin mayores incidentes, hasta el momento en que Pedro, quien se había pasado todo el tiempo mirando a las gradas, buscando en ellas el rostro de Brianda sin conseguir verla, hubo de montar y dirigirse a las damas para su saludo. Iba pensando que, tal vez, puesto que iba a justar en nombre de Leonor, a ella tendría que ofrecer su lanza, ya que Brianda no estaba presente. Su sorpresa estuvo a punto de hacerle perder la compostura cuando, muy cerca de la reina, en primera fila, su amor le sonreía con dulzura y entrega. Su aturdimiento se reflejó en su caballo el cual dio un trastabillón, que su pericia de jinete salvó sin consecuencias, obligándolo a prestar atención a lo que estaba sucediendo, dejando por unos instantes los ojos de su amada. Dominó su montura, saludó a Leonor e inclinó su lanza ante la joven, quien se apresuró a atar en ella la cinta con sus colores. Aunque Pedro estaba seguro de que todo el palenque iba a rugir a la vista de su acto, a nadie, incluida la reina, pareció extrañarle la presencia de Brianda, quien, sin dejar de sonreírle, se atrevió incluso a lanzarle un beso con la punta de los dedos. Pedro creyó recibirlo sobre su piel y, después de inclinarse de nuevo, salió para ocupar su lugar, con el pecho tan henchido que pensó no tener espacio dentro del peto. Tenía prisa por acabar; estaba deseando finalizar la lidia para poder abrazar a su amor, así que se colocó en su lugar y aún tuvo que esperar a que Felipe lo hiciera. Bajaron las viseras de sus yelmos y se miraron ambos desde lejos, esperando la orden de ataque. Tal vez, en los ojos del de Dax pudiera haber odio, pero en los de Pedro sólo había amor e impaciencia por terminar.
Cuando sonó el aviso, los caballos se lanzaron al galope con la rabia de sus jinetes. Por unos instantes las respiraciones se contuvieron, luego todo sucedió muy deprisa. Se oye un tremendo golpe y Felipe, derribado, después de una pequeña vacilación, se levanta del suelo y torna a montar sin alzar su visera. Pedro lo maldice entre dientes por su terquedad. «Este necio me va a hacer perder toda la mañana». Vuelve a su lugar y toma la nueva lanza que su escudero le tiende. «No pretenderá este imbécil aguantar las seis caídas reglamentarias antes de rendirse… Creo que le golpearé con más fuerza».
Una nueva embestida con el rugido de la plebe, que enmudece unos instantes antes y después del golpe. Esta vez el arma resbala por el escudo hasta la cabeza de Felipe, que cae y se mantiene unos momentos aturdido, sin apenas movimiento. Pero se alza de nuevo y, consciente de la falta de equilibrio que le impide montar, arroja lejos de sí la lanza, la cual se apresura a tomar un paje, dejando en su mano la espada y una terrorífica maza.
«Será estúpido –piensa Pedro–. Está medio alelado y no se rinde. Bueno –decide mientras descabalga–, tendré que darle una lección…». Toma sus nuevas armas y camina, acercándose a Felipe, quien, ciego de rabia, no le permite llegar. Se abalanza sobre él, que no lo esperaba, y con la maza busca su cabeza. El joven tiene apenas tiempo de ladearse y el pesado artilugio cae sobre su hombro izquierdo, abollando la armadura e hiriendo la carne. Los gritos se intensificaron cuando Pedro vacila y retrocede, buscando el equilibrio. Consigue estabilizarse, sintiendo un lacerante dolor en el hombro que le hace soltar la maza. Su mano derecha se cierra alrededor del pomo de la espada y una furia densa, casi material lo rodea, haciéndole rechinar los dientes de pura cólera. Aquel hombre es el obstáculo que se interpone entre él y Brianda. Hasta aquel momento, no había sido para él más que una misión encargada por su reina y que pensaba cumplir lo mejor posible, pero ahora, después de aquel traicionero golpe, todos los días pasados entre los lloriqueos de los críos en la carreta, sirviendo de chufla a todos sus amigos y compañeros, la falta de Brianda que, como una proscrita, se escondía siguiendo a la caravana, la absurda idea que llegaron a meterle en la cabeza de que la muchacha tenía tratos con el demonio, además del insoportable ardor de su piel, eran obra exclusiva de aquel hombre que tenía enfrente. Sin pensar siquiera que está en inferioridad de condiciones al carecer de maza, se lanza contra su oponente y, sólo en el último instante, tuerce unas pulgadas su brazo para desviar la punta de su espada que buscaba el corazón de Felipe. El golpe, dado lateralmente, es suficiente para tumbar de nuevo al de Dax, hiriéndole además en el brazo derecho. Suelta la espada y cuando ya Pedro suspira aliviado, pensando que su oponente está a punto de levantar su visera, ha de ponerse de nuevo en guardia porque el herido aparta de sí con un gesto airado al médico y se lanza de nuevo contra él. Ahora sí que tuvo tiempo de prepararse y, aunque la maza vuelve a golpearle en el mismo hombro que, herido ya, le parece estallar en puntos de dolor, aún tiene tiempo de buscar la cara de Felipe y, con saña verdadera, machacar con el pomo de la espada la frente de su adversario que oye crujir bajo el abollado yelmo. El caballero cae y no tiene tiempo ni ganas de alzarse la visera, cosa imposible por otra parte, debido a la deformación sufrida por el metal. Enseguida acuden los ayudantes de ambos contendientes, que se hacen cargo de ellos mientras la masa aúlla de puro placer, viendo borrarse los brillos de las armaduras con la sangre que se derrama.
Pedro fue atendido por uno de los médicos y por el propio Blédhri, quien acudió presuroso a la tienda. Aunque la herida era dolorosa, debido a que la deformación de la armadura había cortado la carne en algunos puntos, las heridas no eran graves porque no había roturas de huesos. Lavaron y vendaron su hombro, intercalando entre capa y capa de tela las hierbas que el anciano había sacado de la pequeña bolsa que siempre colgaba de su cintura. Luego, le dio a beber un líquido verde y amargo, que casi enseguida le hizo sentir mejor, más fuerte y casi sin dolor. Pidió ropa limpia, se cambió y, erguido, ignorando sus molestias, se dirigió al castillo para recibir los parabienes de los presentes y hacer su petición a la reina, en cuanto terminara el banquete.
Era el héroe de la jornada. Felipe no pudo asistir a la comida, pero, según las normas, ofreció al vencedor, por boca de su senescal, sus armas y su caballo, además de algunas joyas familiares y varios libros. Desde luego no se había quedado corto el vencido, opinaba la gente a la vista de los presentes que mantenían algunos criados. Pedro aceptó los plácemes del anciano senescal, se interesó por la salud del herido y sólo tomó los libros, dejando las joyas y demás ofrendas, asegurando, para que su oponente no se sintiera ofendido, que al no haber justado por placer, sino por servicio, se consideraba más que pagado con aquel presente.
Se llegó luego hasta el sillón que ocupaba la reina, arrodillándose ante ella con la cabeza baja.
—Mi querido muchacho –casi suspiró Leonor, disfrutando la belleza de la juventud a sus pies.
—Señora, espero haber interpretado vuestros deseos.
—Lo habéis hecho a la perfección, amigo. Felipe tendrá que ocuparse del predio durante la infancia de su sobrino y luego dejar que el legítimo heredero tome las riendas, en cuanto llegue su mayoría de edad, si Dios lo permite. ¿Os hace sufrir la herida? –se interesó ella, realmente preocupada–. Levantaos y tomad la postura en que os encontréis más cómodo. Tal vez necesitéis sentaros…
—No, señora. Me encuentro bien y el dolor, después de la pócima que Blédhri me ha hecho beber, ha descendido mucho.
—Me satisfizo ver que ya hay una dama a la que dedicáis vuestros éxitos. Intenté verla cuando le rendisteis la lanza pero me fue imposible.
—La hay, señora, y vos la conocéis bien.
—Me alegro de que sea una de mis mujeres. Si lo deseáis, haré que os preparen una bella boda en cuanto lleguemos a Castilla.
—Eso es precisamente lo que deseo, pero antes he de pediros algo.
—Contad con ello, Pedro. Hoy es vuestro día y os concederé lo que deseéis.
—No quiero tomaros la palabra antes de informaros de cuáles son mis pretensiones.
—Me asustáis –quiso bromear Leonor–. Supongo que no desearéis mi reino.
—No, mi señora, sólo quiero a la mujer que siempre he querido y que vos conocéis bien.
—Creo que ese asunto quedó terminado con la marcha voluntaria de Brianda, quien no tuvo el valor de esperar para darnos explicaciones de sus irreflexivos actos –el tono de Leonor se había alterado ligeramente, recordando, a su pesar, sus inexplicables pesadillas. En cuanto a Elías de Malemort, que hasta ese momento sonreía satisfecho, entrecerró los ojos, haciendo que sus pobladas cejas formaran una raya ininterrumpida.
—Probablemente –aceptó Pedro, bajando las pestañas para huir de la inquisitiva mirada de la reina y del malhumor de su tío–. Pero ¿no habéis pensado, señora, que tal vez sólo se fue asustada de las repercusiones de su irreflexivo acto? Creo poder aseguraros que no hay en ella nada maligno, sólo una absoluta indefensión que pretendo, si vos lo permitís, proteger.
—Me pedís algo que me violenta –argumentó Leonor, moviéndose inquieta en su sillón. No estaba segura de querer cerca a Brianda. Por otra parte la joven la fascinaba; quizá ella tuviera respuestas…–. Además, vuestro tío –e hizo un ademán, indicando a Elías que se aproximara– no estará de acuerdo con que os conceda lo que deseáis. ¿No es así, arzobispo?
—Desde luego que sí, señora. Quiero para mi sobrino una dama que no desaparezca de los ojos de los mortales cuando la buscan –ironizó el arzobispo, con sus cejas más juntas que nunca.
—Creo, señor, que fuimos engañados por los guardias. Lo que contaron es imposible y todos lo sabemos. Simplemente Brianda supo esconderse muy bien y huir antes de ser descubierta. Os suplico, querido tío, que al menos le concedáis un tiempo de prueba. Si la reina lo autoriza, podría, como ya lo hizo, viajar entre sus mujeres. Así, vos y la reina misma vigilaríais sus actos, que, estoy seguro, serían los de una mujer normal, si como tal fuera tratada.
—Señor –la curiosidad y el placer de lo desconocido atrajeron a Leonor por encima de cualquier otra consideración. Ahora fue ella quien buscó los ojos del de Malemort–, hoy vuestro sobrino nos ha hecho un gran favor. Creo que se merece nuestro reconocimiento. No me gustaría tomar una decisión que fuera en contra de vuestros deseos o los de vuestra familia, así que yo también os pido que consideréis la posibilidad de permitir el regreso de Brianda y, durante un tiempo, estudiar sus reacciones y formas de actuar. Si, a la postre, la joven se ha mostrado natural y corriente como cualquier chica, a vuestra decisión queda permitir o no el enlace. –La reina miró ahora a Pedro, haciendo un gesto para que se alzara–. ¿Estaríais de acuerdo con esta solución, si vuestro tío la acepta?
—Desde luego que sí. Gracias, señora –se entusiasmó el joven.
—No tan deprisa, muchacho –intervino Malemort, airado–. Aún no he dicho que sí.
Pedro bajó la cabeza e incluso sus hombros parecieron descender bajo un gran peso. Esperó en silencio. Ya no tenía más qué decir. En el fondo no le extrañaban las reticencias de su tío. Él mismo llegó a creer aquella absurda historia de la invisibilidad y, partiendo de esa idea, no había más explicación que una intervención maligna.
—¿Me permitís, señora –intervino Blédhri, quien como siempre guardaba las espaldas de su reina–, que hable un instante con el señor de Malemort?
—Desde luego que sí, amigo, si él lo concede.
—¿Señor? –interrogó Blédhri, mirando al arzobispo.
—Por supuesto –aceptó este enseguida–. Pero, si no os molesta, me gustaría terminar este asunto primero.
—Es que lo que tengo que deciros tiene mucho que ver con vuestra decisión.
—En ese caso… –cabeceó, asintiendo Elías, al tiempo que daba unos pasos atrás, seguido de Blédhri.
Todo pareció quedar en suspenso en los pocos instantes en que los dos hombres hablaron, separados del grupo. Luego, el compañero de la reina tornó a su lugar y el arzobispo, tras unos instantes de duda, volvió a reunirse con el grupo.
—¿Y bien, Elías? –urgió la reina.
—Acepto la propuesta pero sólo con una condición, que la pareja no se encuentre a solas en ningún momento hasta que se decida su futuro.
—Ya habéis oído a vuestro tío –encaró Leonor al joven–. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, señora, lo estoy –admitió Pedro, sufriendo ya los ardores de la prohibición y la espera.
—Bien, en ese caso –se levantó la reina para dirigirse a su lugar en la larga mesa, dispuesta ya para el banquete–, puesto que todo ha quedado resuelto, al menos de momento –y al decirlo miró con intención hacia el joven–, podemos comer de una vez, que estoy deseando descansar para partir mañana, si no surge un nuevo enredo. –Las últimas palabras salieron con un cierto enfado, que aún hizo estremecer a Pedro, temeroso de una reacción negativa de último momento, pero enseguida notó el cambio en su tono, cuando se volvió hacia él para decir–: Y ya puestos, si sabéis dónde se esconde vuestro amor, podéis invitarla a disfrutar del banquete.
—Gracias, señora –se aturulló el chico, mirando de soslayo a su tío, quien evitó sus ojos, dirigiéndose, al parecer muy presuroso, a ocupar su lugar en la mesa. Leonor le sonrió cómplice, en tanto se sentaba en su sillón e indicaba graciosamente a los demás que hicieran lo propio.
Pedro salió disparado, para dirigirse a la capilla, pero no llegó demasiado lejos. Allí, a las puertas del salón, esperaba Brianda, más hermosa, si es que eso fuera posible, que la noche anterior. Le sonrió dulce y le tendió la mano, que él se apresuró a apoyar, para hacer la entrada en el comedor.
Leonor pasó la tarde descansando en sus aposentos y, salvo alguna interrupción, debida a asuntos que hubo de resolver, disfrutó de sus recuerdos de Constantinopla, añadiéndolos a los ya compilados por Blédhri.
—La impresionante visión de la ciudad no podré olvidarla nunca –rememoraba, con los ojos perdidos en su juventud–. Aquel formidable triángulo que encerraban las murallas más imponentes que había visto jamás, dejando asomar por encima torres y más torres de todas formas e incluso colores. Era el momento del ocaso y los rayos rojizos arrancaban destellos de cada piedra, convirtiendo el lugar en un joyel fantástico.
»Luego, en los días que pasamos con el emperador, tuve ocasión de visitar algunos de sus edificios. Recuerdo muy bien la impresionante estancia del trono del Gran Palacio donde fuimos recibidos. En el Salón de los Diecinueve Lechos, de tamaña hermosura que era utilizado para las coronaciones, se celebraron algunos de los banquetes con que nos agasajaron. La familia imperial tenía sus aposentos privados en el palacio de Dafne y como curiosidad te diré que las emperatrices daban a luz en otro edificio, la Porfídea, que tenía por función acoger los primeros gritos de los hijos del emperador, ya que era dedicado exclusivamente a ese fin. Había otros próximos como el palacio de Justiniano, el Crisotriclinio, o el llamado Sala de Oro, puedes imaginarte el porqué. La residencia imperial estaba unida con interminables pórticos, por un lado al puerto privado de Comneno y por el otro al Hipódromo, donde se hacían fiestas y reuniones populares.
»Las calles principales de la ciudad dibujaban una Y, en uno de cuyos brazos estaba la Puerta de Oro, y en el otro la iglesia de San Jorge. Fui informada de que había más de cuatro mil villas y, para mi asombro, cada una de ellas contaba con un aljibe privado. Cierto es que algunos de nuestros hombres se refirieron a la existencia de barrios miserables donde las gentes se hacinaban entre montones de basura, como algunos de la zona portuaria, pero eso lo hay en todas partes y en nuestras ciudades por doquier.
»Reduciendo gastos, el emperador seguía viviendo en el palacio de las Blanquernas. Hacía muchos años que sus antecesores habían dejado el fasto del Gran Palacio. Su residencia actual estaba al norte de la ciudad y desde sus murallas podía verse el puerto y el llamado Cuerno de Oro.
—Recuerdo la gran muchedumbre que acudió a recibirnos –apuntó Blédhri, disfrutando, él también, de aquellos días de poder y gloria, en que la juventud hacía que el mundo fuera pequeño y sus leyes casi manejables.
—¡Oh, sí! –confirmó Leonor–. Se llegaban a nosotros, siempre con cara de asombro, pues nunca dejamos de ser para ellos los «bárbaros celtas». Pensaban que la cultura era de su propiedad y les costaba admitir que nos presentáramos correctamente vestidos y con buenos modales.
»Dignatarios muy escogidos nos recibieron a un día de marcha de la ciudad. Sus carantoñas eran tan excesivas que no pude por menos de pensar que eran algo falsas. Me guardé de comentarlo con mi esposo, pero sí lo hice con Rancon, quien los miraba a su vez, desconfiado.
—Escogisteis una escolta de muy pocas personas –le recordó su fiel compañero.
—Tú entre ellos.
—Sí, señora, y aunque en aquel momento ya os lo agradecí, debo volver a hacerlo, pues por nada del mundo habría querido perderme aquella experiencia.
—No me lo agradezcas, amigo. Te llevé conmigo, así como a Rancon y a mis doncellas, porque deseaba tener a mi lado gentes de fiar pues, como ya dije, aquellas zalamerías me ponían nerviosa e intranquila. Desde luego que me negué, más tarde –confirmó de nuevo, volviendo a sentir la ira que le produjeron en su momento las pretensiones de los lacayos–, cuando fuimos recibidos por Manuel Comneno, a que dos de sus acólitos me sostuvieran los brazos, como era la costumbre, hasta que, una vez ante el trono, los visitantes se arrodillaban, totalmente abrumados por los brillos del mármol, el oro y los mosaicos en los que estaban representadas batallas importantes del imperio. En el suelo permanecían, con el rostro en tierra, hasta que una seña del emperador los liberaba y los ayudantes los izaban casi en volandas. Las piedras preciosas del trono que ocupaba Manuel y sus regias vestiduras me hicieron mirar de reojo las de mi esposo, el cual, advertido del fasto de la corte que visitábamos, se había adecentado algo más de lo habitual en él, pero que, aun así, parecía el criado del emperador. No ocurrió eso conmigo y con mis mujeres. Nosotras dimos empaque y señorío a los francos. Se vio entonces la razón de nuestro voluminoso equipaje, aunque nadie nos lo reconoció –admitió, cabeceando, decepcionada aún–, pero todos andaban orgullosos aquel día de sus esposas, las cuales habían conseguido que nuestra delegación no pareciera un grupo de mendigos ante aquel despliegue de lujo.
—El palacio Filopation que nos asignaron como residencia no desmerecía en absoluto de lo que llevábamos visto hasta entonces. También en él resplandecían los mármoles y los oros por todas partes y, cuando menos lo esperabas –rio Blédhri, encantado por las sensaciones recobradas– tenías un criado a tus espaldas, al que no habías sentido acercarse, debido a los espesos tapices que cubrían los suelos. Recuerdo que salimos en varias ocasiones a ver las fieras salvajes que el emperador había traído de tierras lejanas y que guardaba en los bosques que rodeaban el palacio. ¿Y la sorpresa del rey Luis al ver llegarse hasta él, en una de las cacerías, al emperador con un par de leopardos, que caminaban a su lado como dos gatitos? –volvió a reír, rememorando la imagen de los ojos asombrados del rey–. Tampoco puedo olvidar su mal gesto ante los pomposos tratamientos que había que dar a los dignatarios del reino y, sobre todo, cuando os veía disfrutar de aquellos refinamientos que a él le sacaban de quicio.
—Sí, Luis fue poniéndose cada vez más nervioso e irascible a medida que veía mi integración absoluta en aquella corte, que desde el primer momento me pareció el lugar ideal para vivir. Y sobre todo, no podía soportar las atenciones de Manuel, un verdadero caballero y, para más complicación, un bello ejemplar humano. Era hermoso, sí –evocó la reina con una placentera sonrisa–, y un conquistador perfecto. Sobresalía en toda clase de juegos o ejercicios en los que participaba, dejando a mi enclenque esposo muy por detrás, a pesar de que en muchas ocasiones se mantuvo en segunda fila para permitir que Luis no hiciera el ridículo de manera tan ostentosa. Pero no sólo lo sobrepasaba con mucho en las demostraciones físicas. En las culturales, que era de lo que más presumía Luis, de sus conocimientos de teología, geografía y, cosa curiosa, astrología, dejaba a mi rey y a sus maestros de la clerecía muy por detrás y, sobre todo, por una capacidad de crítica y curiosidad que ponía en cuestión todo, lo cual escandalizaba absolutamente a Luis, acostumbrado a aceptar sin hacerse preguntas todo lo que oliera a creencias religiosas.
—La ceremonia de Santa Sofía sí que agradó a vuestro esposo.
—Desde luego que sí, por lo pesada y compleja que fue. Copió algunos de sus ritos, que luego pretendió establecer en las misas que oíamos a la vuelta.
—No obstante, debéis admitir que, aunque larga, fue realmente esplendorosa. Muy bien pensada para influir en las mentes de los devotos, que acababan dándose golpes de pecho, arrepentidos de sus pecados, los cuales habían de exculpar con rezos interminables y cuantiosas limosnas. Vuestro esposo incluso hizo una gran ofrenda.
—¡Oh, Luis! Él nunca necesitó excesivas persuasiones para entregar hasta su camisa a la Iglesia. El reino les habría dado si lo hubieran querido… Pero dejemos los rezos. Yo disfruté mucho más en el Palacio Sacro donde se nos ofreció el banquete, aunque hube de soportar la conversación de la emperatriz, Berta de Sulzbach, hermana de Conrado, enamorada hasta los tuétanos de su marido y que no hacía más que hablar de sus hazañas y atenciones y, debo confesarlo, yo, un tanto envidiosa, no acertaba a explicarme cómo aquel hermoso varón era capaz de soportar a una gordita insulsa que ni siquiera sabía vestirse. Aunque ya entonces me fijé en que las miradas de Manuel no iban dirigidas a su esposa, ni siquiera a mí, como te confieso habría deseado; su sobrina Teodora, una joven tan hermosa como su tío, respondía a sus ojos con una sonrisa llena de intención.
—Fue la primera vez en mi vida que probé el caviar –apuntó Blédhri, poniendo los ojos en blanco– y los tenedores; eso sí que fue un descubrimiento, a pesar de que nuestros hombres se resistieran a usarlos, pensando que era casi femenino.
—Sí, hasta que experimentaron su funcionalidad; luego apostaban entre ellos para premiar al que mejor supiera utilizarlos. Luis, patoso, trataba de copiar a Manuel, hasta que un pedazo de cabrito relleno salió disparado de su plato al mantel de seda. Se volvió cárdeno, pero el emperador fingió estar muy entretenido con su esposa, hasta que un criado retiró el trozo de carne de encima de la mesa. Ahora me río recordándolo, pero te aseguro que en aquel momento habría deseado que la tierra se abriera para poder desaparecer. Menos mal que enseguida se separaron las cortinas que ocultaban a los músicos, para mostrar unos mimos que hicieron su trabajo rodeados de bailarinas apenas vestidas, las cuales semejaban flotar, consiguiendo que sus lascivos movimientos parecieran elegantes; pero, como recordarás, no pasaron desapercibidos para los hombres y tampoco para las mujeres, que mirábamos asombradas el partido que puede sacarse de un cuerpo femenino.
—El primer día en que entramos en el Hipódromo quedamos deslumbrados, no sólo por sus dimensiones, pues me dijeron que podían entrar en él treinta mil personas, sino por la riqueza de sus adornos, de los que podía disfrutar el pueblo, ya que la entrada era libre. Bellísimas obras de arte ornaban cada rincón al que se dirigieran los ojos.
—Era muy hermoso aquel grupo de caballos que el imperio había arrebatado a Alejandría –asentía Blédhri, tornando a ver los brillos del bronce, reflejando el sol de la tarde–, así como la columna que se habían traído de Delfos, con tres serpientes enroscadas, que me llamó la atención enseguida; y el obelisco, el cual, sólo con verlo, supe que muchos hombres lo habían contemplado dejando en él parte de su esencia. Me informaron de que era antiquísimo y que procedía de Heliópolis. Y la loba que amamantaba a Rómulo y que se habían traído de Roma…
—Sí –lo interrumpió la reina con un manoteo que quiso frenar la enumeración de esplendores que ella estaba ya contemplando en sus recuerdos–. La belleza se podía disfrutar por doquier, aunque también podíamos notar la inquina y el casi desprecio de aquellas gentes por nosotros. Los hombres se quejaban de los altísimos precios que les pedían por todo. Recordarás el incidente del flamenco que enloqueció en el mercado del oro y comenzó a llenarse los bolsillos con las joyas que se mostraban para su venta… ¡Pobre diablo! Luis hubo de pedir al conde de Flandes que se lo entregara para ajusticiarlo… –La reina calló un momento, sintiendo el desagrado de algunos de sus barones que, viéndola disfrutar, le advertían de posibles traiciones–. Cuando el rey me comunicó el deseo de irse, no opuse ninguna resistencia, como él tal vez temía. Rancon me tenía informada de rumores que no me gustaban nada. Es más, cuando al partir, Manuel, sonriente, nos anunció la victoria de Conrado sobre los turcos, un cierto empalago en sus palabras me hizo dudar de la veracidad de la información. Como pudimos verificar enseguida, no había habido tal victoria. Muy al contrario, cuando en los alrededores de Nicea nos topamos con la vanguardia de los alemanes, nos comunicaron su gran derrota. Estaban agotados y hambrientos. El emperador estaba informado y trató de engañarnos. Entonces aún no sabíamos por qué, pero enseguida conocimos que los guías facilitados por él habían conducido al ejército por desfiladeros en los que quedaron expuestos a las flechas de los turcos, al hambre y la sed, ya que les habían asegurado que sólo tardarían ocho días en llegar a su destino, cuando en realidad hicieron falta tres semanas. Estuvo claro que sus atenciones para con nosotros sólo eran un entretenimiento para que no llegáramos a tiempo de socorrer a Conrado... –Leonor calló unos momentos, entrecerrando los ojos, un tanto asombrada de sí misma, al darse cuenta de que no sólo no odiaba a Manuel, sino que lo admiraba. Enseguida continuó, para admitirlo ante su cronista–: Te aseguro que la figura de Comneno no sólo no perdió para mí valor a la vista de su traición, muy al contrario, creció, porque vi en sus manejos a un político que trataba de sobrevivir en un espacio que se le hacía cada vez más difícil. Tenía conflictos con Sicilia y la amenaza del islam por el este. Sobrevivía manejando las rencillas entre los musulmanes de Anatolia y Siria. Veía que un enemigo común, como éramos los cruzados, no haría sino unirlos y eso a él no le convenía en absoluto, ya que los francos o los alemanes volverían a sus tierras cuando se cansaran de las guerras y lo dejarían solo con sus dificultades. Por otra parte, acababa de firmar una tregua con los turcos de Anatolia, por lo que, después de nuestra primera batalla en el río Meandro, hubo de admitir que no podría socorrernos, cuando le reprochamos que los turcos se retiraran tras las murallas de Antioquía, una plaza Bizantina. Él me hizo entender entonces que para gobernar hay que tener una memoria selectiva que olvide lo honesto y tome lo conveniente.
—Entonces el rey eligió un itinerario más largo pero más seguro que el de los alemanes. Evitó los desiertos y los peligrosos desfiladeros y dirigió la expedición por Pérgamo hacia el golfo de Esmirna, para llegar a Éfeso, Laodicea y el puerto de Adalia. Y ahí llega otro momento que las crónicas os critican.
—Sí, por eso quiero aclarar los sucesos, como te dije al principio, cuando te pedí que escribieras nuestras memorias. Si alguien en el futuro las lee, al menos le harán dudar. Ese debe ser el objetivo de todo escrito –reflexionó como para sí misma–, hacer tambalearse las certezas del lector.
—Tenéis razón –asintió Blédhri, cambiando de expresión para indagar–. Y, decidme, ¿qué fue lo que realmente ocurrió? Porque todos aseguran que Rancon, cuando se adelantó con la vanguardia, sólo obedecía vuestras órdenes.
—¿Pero tú crees que soy idiota? –inquirió la reina, furiosa, cambiando enseguida su expresión, al recordar que su compañero sólo hablaba por otras bocas–. Cuando se decidió el itinerario más largo, todos los señores, incluido Godofredo, estuvieron de acuerdo. Creo recordar que cuando el conde de Maurienne apuntó la posibilidad de mantener la columna lo más compacta posible, fue el propio Rancon el que aseguró que esa era la única forma de evitar ataques, ya que nos sabíamos observados constantemente por los turcos, que sólo esperaban la ocasión propicia.
—Entonces es casi imposible entender su decisión de seguir avanzando.
—Pues fue algo sencillo y un tanto infantil, pero es la verdad, porque él mismo me dio explicaciones, cuando el resto de los señores franceses querían ajusticiarlo. Al llegar al monte donde había decidido acampar era mediodía, ya que el cálculo del tiempo del desplazamiento no había sido exacto. Se encontraron con una pequeña meseta en que difícilmente entraría todo el ejército, batida por vientos inmisericordes y recalentada por el sol de oriente, el cual no parece ser el mismo que el de nuestras tierras. Viendo que aún restaba mucho día, que los hombres estaban frescos y que pensaba que el resto del ejército estaba a punto de alcanzarlos, decidió seguir, bajando la falda del monte hasta una gran llanura, la cual se extendía al pie de la elevación. Una cortadura que les pareció un regato la atravesaba y en sus laderas habían prendido algunos árboles que prometían cobijo. Dejó unos pocos hombres arriba para indicar el camino a los que habían de llegar y continuó bajando para alcanzar el arroyo.
—Ahora me explico que cometiera tal estupidez. El engaño del agua, en un terreno desértico, embota la cabeza de los hombres.
—Y así fue, porque realmente no la había; sólo una quebrada, que quizá hacía muchos siglos llevó agua, o probablemente ni siquiera eso; sólo una cicatriz en la tierra. Cuando la alcanzó, su desilusión no tuvo límites; aun así, el hecho de que algunos de sus hombres encontraran un sombrajo bajo el que tenderse lo consoló de su error y, sólo cuando vio que la tarde avanzaba y que el grueso del ejército no llegaba, pensó en que quizá habrían sido atacados y volvió sobre sus pasos hasta encontrarse con el descalabro.
—Se dice que vuestro esposo se comportó como un gran líder y un verdadero héroe.
—No digo que no luchara, porque sería un pazguato si ante un ataque no se defendiera, pero él nunca tuvo madera de guerrero. La suerte le hizo retroceder hasta poder subir por una ladera donde encontró unas peñas que lo protegieron, por lo que pudo defenderse bien de los que trepaban por el estrecho camino. Yo no lo vi, pero me lo contaron con detalle algunos de los hombres que lo siguieron. Además, su dejadez en el atuendo fue una suerte, porque ninguna insignia lo distinguía de sus soldados y cuando los turcos se cansaron de atacar su posición, abandonaron, sin saber que habían tenido en sus manos al rey de Francia.
—Fue un duro momento, sobre todo para las mujeres, quienes, guardadas en el centro de la columna, hubieron de meterse bajo los carros, esperando y rezando para que los hombres que las protegían no cayeran, dejándolas solas.
—Sin duda la situación fue terrible, pero os aseguro, porque estaba entre ellas, que si los soldados hubieran caído, los turcos no lo habrían tenido fácil, ya que todas estábamos armadas con espadas y puñales. Probablemente habrían acabado venciéndonos, porque ninguna estábamos preparadas para la lucha, pero eso se aprende con la necesidad y, desde luego, más de un disgusto les habríamos dado.
—Los jornadas que siguieron a la batalla del monte Cadmos fueron tristes –cabeceó Blédhri, colocando los pliegues de la túnica que siempre vestía, excepto en casos en que hubiera que luchar–. Recuerdo días y noches sin parar, curando heridos.
—Sí, y ahí también fueron preciosos los conocimientos y atenciones que las mujeres tuvieron con los dolientes. Nos multiplicábamos para tratar de atender a todos los que requerían nuestros cuidados y puedo asegurarte que, en muchos casos, nuestras palabras y caricias fueron un bálsamo, sobre todo para aquellos a los que no se podía ayudar de otra forma y para los que fuimos madres, hermanas o esposas.
—Caminamos después hasta el puerto de Attalia, mucho más despacio porque llevábamos heridos, y allí fue donde vuestro esposo, al fin, se dejó convencer para viajar por mar hasta Antioquía.
—No le quedó más remedio porque, a pesar de los buenos oficios de su gobernante, Landolfo, las provisiones escaseaban y, además, los capitanes nos hicieron observar la precariedad de la plaza, que no resistiría un ataque turco. Su decisión fue un descanso para todos, pero otra vez nos falló Manuel Comneno. Nos prometió los bajeles que le pedimos pero apenas nos envió la mitad. No obstante, Luis, impaciente por continuar y fiado de sus nuevas promesas, se embarcó junto con las damas y los más importantes caballeros hacia Siria. Cuando los detenidos en Attalia vieron que los bajeles no llegaban, hubieron de continuar por tierra hasta Antioquía, donde llegaron muy debilitados.