5

La siguiente etapa del viaje continuó tan pesada y aburrida como casi todas. Los días de noviembre eran fríos pero soleados, lo que ayudaba a disfrazar las duras condiciones de los caminos. Habían celebrado el día de los difuntos con misas y banquetes en que, aunque no eran bien vistos por los clérigos, ya que tenían indudables reminiscencias paganas, nadie dudó en atiborrarse de alimentos, unos porque creían saber que los excesos rompen barreras y hacen circular las energías que devuelven los difuntos a la vida y otros por el simple placer de ingerirlos. No obstante, no se detuvieron más de lo necesario. Leonor quería llegar al sur cuanto antes. Discutía constantemente con Elías y Mercadier, asegurando que para Navidades estaría en Castilla. Al principio, ellos le explicaban la gran distancia que aún quedaba hasta Burgos, lo que hacía materialmente imposible llegar antes de enero, y eso si no se cruzaba algún problema que los demorase, luego callaban y asentían ante la cabezonería de su reina, a la que estaban muy acostumbrados.

Aquella noche se habían detenido en Langon, un pueblo formado por dos pequeños burgos a los que daban nombre sus dos iglesias, Notre-Dame y Saint-Gervais. Los hombres habían montado las tiendas, pero para Leonor y sus mujeres se había hallado asilo en la casona con pretensiones de castillo de un potentado de la aldea. Tenía este varón una reata de vacas y un buen hato de patos, gallinas, conejos y palomas, que la reina se apresuró a comprar para dar de comer a sus acompañantes. El hombre, de nombre Mugrón, se frotaba las manos, al tiempo que se quejaba por el poco precio conseguido, cuando la reina era consciente de que en toda su vida jamás sería capaz de ver tanto dinero junto. Asqueada por sus lamentos, le gritó desde el banco donde se había sentado.

—¿Ignoráis acaso que vuestra obligación es mantener a vuestro señor cuando viaja? Sabed que puedo tomar vuestros alimentos sin pagar nada en absoluto, así que dejad de fastidiarme y, antes de desaparecer de mi vista, ordenad a vuestras mujeres que barran y pongan paja limpia en el suelo, pues temo que la que hay sea nido, no sólo de chinches, pulgas y cucarachas, sino también de culebras. ¡Y sacad esos animales de aquí! –alzó aún más la voz, señalando gallinas y conejos que correteaban de un lado a otro, evitando los movimientos de los presentes.

—¡Oh! ¡Sí, señora! –se apresuró el hombre a tomar los cuartos que le ofrecía el arzobispo. Enseguida mandaré que limpien todo y os preparen el ágape. También –añadió como haciendo una gracia– prenderé la chimenea, además de la hornilla para guisar, así no pasaréis frío, pues aquí las noches son gélidas. Retiraré la hierba seca de los lechos y colocaré otra nueva, es cierto que a veces los bichos… Bueno, ya sabéis. Si me lo permitís, señora…

—Desde luego que os lo permito. Y procurad hacerlo rápidamente o me temo que mis soldados no van a tener paciencia con vos y mucho menos con vuestras mujeres.

—Sí, claro, señora, desde luego, señora. –Retrocedía el hombre, tropezando con sus propios pies, mirando asustado las armas de Mercadier que, alto e imponente, no le quitaba ojo.

Varias féminas se pusieron enseguida a la faena y, al poco, el olor a hierba seca y aireada cubría casi por completo el apestoso ambiente de madriguera que, integrado ya en paredes y suelos, sólo esperaba hacer suyos la paja y heno limpios, para que todo volviera a estar como debía.

Cuando los capitanes, después de cenar, se retiraron a sus tiendas, Leonor, con sus mujeres y Blédhri, quedaron junto a la chimenea, oyendo de tanto en tanto las voces y las risas que les llegaban de fuera. Los soldados y las escasas jóvenes del lugar parecían haber encontrado maneras de relación muy satisfactorias, pues sonaba la música, haciendo de la parada una fiesta para los aldeanos, cuya única diversión era asistir el domingo a la misa y luego pasear por el camino hasta el alto de un montejo cercano, desde el que se divisaba el valle y el bosque.

—Señora, estabais a punto de relatarme vuestra visita a Saint-Denis –apuntó Blédhri, montando la mesita que servía de escritorio en los viajes.

—¡Oh, Saint-Denis! –rememoró la reina, entornando los ojos para volver a ver la iglesia, obra del abad Suger–. Su belleza me deslumbró; diría más, me sobrecogió. Era necesario un gran templo, porque en aquel momento ya empezaban las gentes a reproducirse como conejos. Todos los oratorios se quedaban pequeños. Suger quiso hacer algo grande y desde luego lo consiguió, no sólo por sus dimensiones. Su diseño fue pensado para asombrar y empequeñecer al devoto, marcando su insignificancia ante la magnitud de lo divino. La contemplación de las altísimas bóvedas hacía que una se sintiera como una pecadora y despreciable hormiga. La luz, hasta entonces tan escasa en las iglesias, se derramaba aquí por todas partes, consiguiendo que los colores de los vitrales convirtieran el espacio en algo irreal y mágico. Y luego, en el altar, aquella inmensa cruz de oro, tan alta como tres o cuatro hombres, dominando por completo el conjunto, atrayendo a sus gemas la maravillosa luminosidad que la hacía brillar como si su fulgor fuera interno. Suger conocía muy bien a las gentes; cuidó al máximo los detalles. Los pebeteros estaban colocados en todos los rincones, desenredando perezosamente sus aromas, que trepaban apoyándose en la nada hasta alcanzar las ojivas y luego las bóvedas, creando una falsa idea de mañana primaveral, en un ambiente en el que, a pesar de los vestidos de fiesta, la concentración de sudores se habría hecho insoportable. Los cantos de los frailes ambientaban el recinto, elevando aún más, si eso fuera posible, las pobres y desgraciadas almas de los asistentes, que dentro de aquella belleza eran más conscientes que nunca de que, como siempre les habían enseñado, el único motivo de sus múltiples calamidades eran sus muchos pecados. Aquel día vi lágrimas en los ojos de aguerridos señores, los cuales, responsables de repente de sus vidas pecadoras, ofrecían limosnas para que el cielo, si no los contaba entre los bienaventurados, al menos hiciera como que no veía sus desmanes. Y qué decir de mi esposo... –Aún ofuscada por la tontería, la reina apretó los labios y cabeceó, turbada–. Comenzó por presentarse disfrazado de peregrino.

—No quisiera yo corregiros, señora, pero creo que si Luis estuviera presente no le gustaría nada que utilizarais la palabra «disfrazado» para describir su atuendo –apuntó Blédhri con cierta timidez.

—¿Y cómo entonces debería llamar a su sayal gris y sus sandalias? Era grotesco verlo, rodeado de sus señores, que para la ocasión habían escogido sus ropajes más lujosos, empeñándose muchos para comprar las mejores telas, pieles y joyas... Pero buscaba, una vez más, dejarme mal ante Bernardo, quien todos sabían era enemigo de la ostentación, y no sólo de la ostentación, de la dignidad, diría yo, porque un rey ha de mantener su preeminencia ante sus súbditos, que no lo van a querer más por verlo a su altura; muy al contrario, el pueblo respeta lo que teme o envidia. En fin, que él parecía un campesino y yo lo que era, una reina hermosa y joven, con mis vestidos de brocado y mi capa de armiño. Así, como él pretendía, todos los que me vieran sabrían que los gastos excesivos a mí eran debidos, pues las guerras yo las había inspirado y los trovadores, los bailes y los banquetes eran buscados y queridos por mí. Por tanto, los impuestos debían cobrarse por causa de la caprichosa extranjera –aquí Leonor detuvo su perorata y sonrió, murmurando casi–, como si antes de llegar yo no los hubieran tenido que pagar igualmente; pero es sencillo engañar a los siervos, sólo hay que decirles aquello que desean oír. –Tornó a callarse unos momentos, para luego alzar la cabeza y continuar, llena de orgullo–: No obstante, sobre mi yegua blanca, a sabiendas de todos aquellos contubernios, no dejé de sonreír dulcemente y saludar con una cierta intención, de forma que todos y cada uno de los presentes se considerara especial. En el camino a la iglesia las gentes se apretujaban a nuestro paso y yo, muy observadora habitualmente, vi que sus ojos se elevaban hacia mí, olvidando el sayal de su rey, que caminaba delante.

»Fue difícil acercarse a las puertas del templo, porque parecía que todos los francos estuvieran concentrados aquel día en Saint-Denis. Habían llegado peregrinos de todas partes y con ellos comerciantes que vendían hasta el agua para beber. Se había montado un gran mercado y bestias y personas se disputaban el escaso espacio del pueblo que estaba surgiendo alrededor de la abadía. Luis caminaba con la cabeza baja, con cara de responsable, o de pecador, o de sufriente, o simplemente de un ser aburrido, fastidioso y cansón, cuya única misión en la vida es amargar a todos los que lo rodean. Me había pedido que yo marchara a su lado, pero me negué. “Un rey debe estar siempre por encima de sus vasallos”, le dije. “Si vos deseáis hacer penitencia, permitid que al menos yo mantenga la dignidad de la corona.” De ninguna manera estaba dispuesta a llenar de polvo, orines y excrementos mis hermosos vestidos, que además, sin estar subida al caballo, apenas podrían verse. De modo que, cuando insistió, le dije que mi escasa salud de las últimas semanas desaconsejaba semejante esfuerzo. Temía caer desmayada y estropear así el festejo. Asintió de mala gana, porque ante todo estaba la brillantez del día, que nada podía ni debía enturbiar, así que monté mi yegua y conmigo mis damas y los demás señores y prelados, que lo convencieron aduciendo el peligro que podía representar el que las gentes, en su entusiasmo, pudieran echársenos encima. En fin que sólo Luis, con un par de obispos, a los que no quedó más remedio, caminaban encabezando el cortejo cuando llegamos ante las puertas de la iglesia, donde esperaban Suger y otros prelados, además de Bernardo y algunos de sus frailes, tan austeros en su vestimenta como el propio Luis.

»La celebración se alargó durante toda la mañana. He de reconocer que no me aburrí. Suger, como ya dije, había estudiado todo al detalle y los movimientos y actos de los clérigos resultaban tan majestuosos, arcanos y herméticos que las gentes colgaban el labio de pura atención y entrega. El abad, quien, siguiendo los consejos de Bernardo, vivía con gran austeridad, no escatimó en cambio medios “para mayor gloria de Dios” y, entre otros regalos, se apresuró a aceptar el vaso de oro que yo había regalado a Luis cuando el desgraciado asunto de Vitry. Yo misma se lo sugerí, asegurando que sería un buen medio para impetrar perdón por lo acaecido. Se apresuró a darme la razón; no le costó demasiado trabajo desprenderse de él, pues jamás se lo había visto usar, ni tan siquiera el día que se lo entregué, por simple caballerosidad. Poco a poco, y a pesar de mis esfuerzos, se iban desatando los endebles lazos que nos habían mantenido unidos.

—Olvidáis el asunto de la procesión, que tanto os irritó –recordó Blédhri, al tiempo que hacía algunas anotaciones.

—No, querido, no me olvido; ya me gustaría, ya. Me pareció tan grotesco que hube de apretar los puños para no acercarme a impedir semejante despropósito. Tú no te encontrabas cerca y no puedes imaginarte la escena. Iba a comenzar la procesión y las gentes se apretujaban a las puertas, impidiendo la salida de sacerdotes y obispos. Y Luis, en vez de ordenar a los guardias que abrieran paso, lo hizo él mismo, quizá para ver si su sola presencia bastaba para hacer camino, o quizá por llegar al colmo de la entrega de sí mismo, para que quedara bien claro su arrepentimiento. Cuando consiguió abrir una vía, después de algún codazo y empujón, que me hicieron enrojecer de pura vergüenza, suplicó a los clérigos que cargaban con las reliquias de san Dionisio, que le permitieran acarrear a él también los relicarios. Como dijo Suger después, nunca se había visto una procesión más emocionante. Y seguramente fue verdad, porque las gentes, desbordadas por la actitud de su rey, no se atrevían ni a hablar. Igualito que yo, que para evitar gritar improperios, hube de apretar los dientes, en tanto profería insultos, haciendo que rezaba con rápidos movimientos de labios.

—¿Deseáis que comente el banquete que siguió, las limosnas a los pobres y los perdones que se repartieron ese día con generosidad? –inquirió Blédhri, cabeceando dubitativo–. Porque yo, desde luego, apenas recuerdo detalles.

—Tampoco yo, amigo, tampoco yo. Estaba demasiado preocupada por la pugna que me esperaba en cuanto las gentes comenzaran a retirarse. Al terminar el oficio religioso, repartí limosnas, panes templados y crujientes, cuencos de carnes cocidas con verduras, jarros de vino y leche, vestidos, mantas, botas, hasta algún apero de labranza, que sabes muy bien lo valorados que son, pero que se regaló a algún siervo que había destacado por no sé qué historias de obediencia y entrega. En ningún momento dejé de sonreír ni de agradecer las bendiciones de las gentes, pero mi cabeza andaba trabajando en las palabras y actitudes que serían convenientes para convencer a Bernardo, de quien yo sabía dependía que se levantara la excomunión, y que los hipos, lloriqueos y gemidos de mi penitente esposo pasaran a ser los actos de un hombre y caballero normal, pero al menos que se considerara perdonado y con él todos nosotros, para que pudiéramos disfrutar de la vida, aunque fuera un poquito, sin estridencias ni exageraciones, pero sin plañimientos y rezos a todas horas, como estábamos haciendo en los últimos meses.

—Os vi dirigiros al interior del monasterio, caminando un paso detrás del de Claraval –apuntó Blédhri, sabiendo que aquella situación no habría sido del agrado de la reina.

—Sí, decidí comenzar desde el primer momento con mi papel de pecadora arrepentida. Él tampoco hizo ningún amago de esperarme. Creo que disfrutaba con la situación, que le colocaba aún más alto de lo que estaba.

»Me hicieron entrar en una celda en la que sólo había una silla junto a un camastro; probablemente el dormitorio de Suger o alguno de sus ayudantes, ya que el resto de los monjes dormían en enormes habitaciones, en las que ardía una vela toda la noche para evitar tentaciones, no supe si con el fin de ahuyentar al demonio, o rehuir movimientos inadecuados de alguno de los pobres muchachos que vivían negando su cuerpo. El caso fue que Bernardo, alto, enjuto e imponente, se quedó parado en medio del cuarto, con las manos dentro de las mangas de su hábito y los ardientes ojos fijos en los míos que, y esto sí que te aseguro no era teatro, aleteaban asustados.

»Me invitó a hablar, dándose cuenta probablemente de que se me había secado la lengua. Tartamudeando, lo que me encorajinó al no ser capaz de mantener un continente digno, ante un fulano que yo sabía no era más que un hombre, reconocí haber pecado e imploré humildemente perdón.

»Dulcificó su voz de trueno, satisfecho al parecer de mi actitud, aceptó el hecho de mis faltas y afirmó, lo que era aún más grave, que había inducido a otros a pecar.

»Entonces empecé a notar un extraño calor en el pecho, presagio de una explosión a todas luces inadecuada, dadas las circunstancias. Respiré hondo y traté de controlarme bajando los ojos para que Bernardo no pudiera leer en ellos la rabia que empezaba a quemarme el vientre.

»Me justifiqué, asegurando que había sido el amor hacia mi hermana lo que me había llevado a lograr la anulación del anterior matrimonio de su galán Raúl de Vermandois. Insistí en mi equivocación y pedí su mediación, así como la del abate Suger, para detener la guerra con el de Champaña y, si posible fuera, obtener el perdón de su santidad.

»El monje, agrandando los ojos en un fingido asombro, indicó que debía de haber un error, ya que había sido convocado para interceder con sus oraciones en la consecución de un heredero.

»Le aclaré entonces que ese era el motivo final y principal de todo, pero que mi esposo, comido por los remordimientos, no era capaz de ver sus obligaciones para con su pueblo.

»Cabeceó, plegando los labios en un gesto de obviedad, que cargaba sobre mis espaldas la obligación de lograr un heredero.

»Interrumpí su perorata sobre mis deberes, para insistir en que mientras Luis no se sintiera liberado de su pecado no acudiría a mí ni se ocuparía de los asuntos de Estado. Había dejado incluso la guerra en manos de su hermano Roberto... Bajando las pestañas, en una infinita entrega, le adulé al decir que sólo él podría liberar a mi esposo y lograr que volviera a vivir.

»Sin alterar su gesto, asintió, permitiendo que sus rizos rojos, que ya empezaban a clarear, bailaran alrededor de su rostro. El tema era peliagudo, afirmó, ya que debía conseguir el perdón del santo padre, asunto complicadísimo, según dijo. Luego tendría que convencer al rey de que ya había penado lo suficiente, para que regresara a la vida y, por último, interceder por mí, cosa que al parecer era lo más difícil, para que me quedara encinta.

»Como respondiendo a un arrebato, me arrodillé ante él porque me pareció que era lo que esperaba y deseaba, ya que en ningún momento me había mandado sentar. Le aseguré que había acudido a visitarle porque sabía que estaba más cerca de Dios que ningún otro hombre y que nadie podría ayudarme si él no lo hacía.

»Enseguida rechazó la posibilidad de abandonarme, ni a mí ni a cualquier otro que lo necesitara, pero, bajó un tanto la voz para seguir, ahora tenía un problema importante que le mantenía la cabeza ocupada. Calló, esperando probablemente a que le preguntara, pero no me dio la gana hacerlo; quise que pusiera también su precio sin facilidades.

»Al ver que no le daba la ocasión para lucirse, explicó, con un ligero malhumor, que el santo padre valoraba la posibilidad de una nueva Cruzada, ya que le llegaban constantemente noticias de que los turcos pensaban sitiar Odessa. Era una de las primeras ciudades conquistadas y, además, se conservaban unas cartas que el mismísimo Jesús había dirigido a Abgar el Negro, rey de la urbe. La posesión de la plaza tenía, por tanto, un gran valor simbólico, pues se había convertido en la representación del empuje cristiano en Tierra Santa. También, continuó imparable mientras yo sentía las rodillas martirizadas por las piedras del suelo, estaba el asunto de los segundones de las grandes casas, quienes, ávidos de posesiones, no se detenían ante la extorsión y el saqueo, ni siquiera de abadías o cenobios; era necesario orientar su agresividad hacia otros lugares.

»Me apresuré a mostrar acuerdo, sin cuestionar el asunto de las divinas cartas, ignoro si por saber que no sería conveniente en absoluto o por las ganas que tenía de abandonar la humillante postura que me laceraba. A pesar de que imaginaba cuál sería el siguiente paso, afirmé, y eso lo hice convencida, que los Santos Lugares no debían ser hollados por herejes.

»Sin moverse del sitio, Bernardo apuntó la gran dificultad de involucrar a los reyes cristianos en el proyecto.

»Le aseguré que Luis lo aceptaría encantado, pues eso significaría para él la redención total. Alcé los ojos para mirarlo, deseosa de que me indicara que podía alzarme. En vez de eso, me contempló a su vez, mientras me preguntaba si yo también estaría dispuesta a involucrar a mis señores de Aquitania, sabedor de que sólo de mí dependían.

»Bajé la cabeza, evitando que leyera mis ojos, o que tal vez mis dientes se dispararan para morderlo sin piedad. Me estaba cobrando el favor a un alto precio. El papa nos perdonaría, Luis acudiría a mi lecho, la vida en la corte se normalizaría, pero yo habría de poner mis dineros y mis gentes a disposición de la Iglesia.

»Contemporicé, indicándole que mis vasallos pertenecían ahora a mi esposo, pero presionó sin piedad. Conocía, dijo, que los aquitanos toleraban a Luis, pero sólo a mí respetaban y obedecían. Directamente me preguntó si estaría dispuesta a ayudar a la Santa Iglesia. No daba lugar a dilaciones ni evasivas. Aquel era su precio por dulcificar mi vida; no iba a admitir regateos. Por unos instantes quise tener la esperanza de que tal vez nunca se pusiera sitio a Odessa o de que la ciudad resistiera o de que el papa no quisiera la Cruzada, o de que… Bien, el asunto era claro: o transigía o me resignaba a vivir en un convento los años que me quedaran de vida.

»Asentí, mirándolo desde el suelo, con convencimiento y entrega, asegurándole que mis tierras, mis hombres y yo misma estábamos y estaríamos siempre al servicio de la Iglesia de Jesucristo y de él, su digno representante. Las últimas palabras las añadí con rabia, queriendo dañar la falsa humildad de Bernardo, pero debí de conseguir el efecto contrario, porque alzó la cabeza, que hasta entonces había mantenido ladeada, y sonriendo abiertamente por vez primera, me tomó de los codos para ayudarme a levantar y, con absoluta seguridad, sentenció: “Buscad la paz del reino, que Dios, en su misericordia, os dará lo que le pedís. Os lo prometo”.

»Debo admitir que me impresionó aquello de “os lo prometo”, dicho con tal infalibilidad. Me pregunté si aquel hombre era un gran comediante o realmente creía lo que decía y en esa creencia estaban su fuerza y su poder, capaces de fascinar a sus oyentes hasta el extremo de lograr cualquier cosa que se propusiera, no sólo para sí, también para los demás. –Aquí la reina se detuvo un instante y luego, encarando a Blédhri, con un tono completamente diferente del empleado hasta entonces, inquirió–: ¿De verdad crees, amigo, que algunos son capaces de influir de tal manera en el universo que pueden cambiar sus leyes?

—No creo que se puedan cambiar las normas básicas que marcan la vida, o al menos de momento no sabemos cómo, pero ya os he dicho en más de una ocasión que nuestra voluntad puede modificar el entorno de forma inexplicable. Este tema ha sido motivo de otros debates y sabéis que es largo e intrincado; dejadlo, si os parece, para que podamos acabar con el asunto de Bernardo, que tanto iba a influir en vuestra vida.

—Tenéis razón. No sé por qué, siempre acabo en el mismo debate. Se trata, en el fondo, de la muerte y la desaparición, o por el contrario, de la esperanza. Dejémoslo pues y sigamos con el pasado, que, os confieso, parece rejuvenecerme, haciéndome vivir de nuevo. Bien –quiso centrarse, cerrando los ojos y entrelazando las manos sobre el regazo, sin preocuparse de esconderlas en las mangas, como hacía habitualmente ante extraños que no debían ver sus venas hinchadas o sus arrugas, las cuales, por mucho que tratara con clara de huevo batida con mantequilla, vino y tomillo, no conseguía disimular–. Sigamos, pues.

—Al salir de allí, muy cerca, como por casualidad, me encontré a Suger. Estaba exultante, no parecía acordarse de mi entrevista, porque ni siquiera la mencionó; tal vez la expresión de mi rostro le habló de la victoria de su Iglesia. Lo que no podía imaginar entonces era que Luis también acudiría a las Cruzadas, cosa con la que él nunca estuvo de acuerdo.