13
Al día siguiente, la comitiva partió con un miembro más, cosa nada reseñable, pues durante el camino había ido acrecentándose con un buen número de peregrinos, comerciantes, trovadores y viajeros de toda clase y condición, que buscaban la protección o la compañía. Leonor había ordenado a Blédhri que viajara con ella, ya que la noche anterior no habían podido seguir con sus recuerdos, y ahora que tenía tan cerca el final de su camino, parecía apresurada por acabar de rememorarlos y ponerlos por escrito. La etapa hasta Santo Domingo de la Calzada no era muy larga, no obstante, el movimiento constante y el frío empezaban a hacer mella en todo el cortejo, y sobre todo en los débiles huesos de la reina.
—Nos llevaron a la torre de Chinon –dijo muy seria, en cuanto tomó asiento en el carro.
—Sí, señora, y allí permanecimos durante casi seis meses, hasta que en el mismo puerto de Barfleur, donde veinte años antes habíamos partido alegres por vuestra coronación, ahora salimos hacia el destierro. Y también, como en aquel momento, los cielos bramaban con una terrible tempestad. Todos parecíamos caminar más despacio y, a no ser que fuera imprescindible, nadie se aventuraba fuera del techado. Todos menos Enrique, quien ordenó aparejar y embarcar bajo una lluvia torrencial. ¿Recordáis sus bramidos, que pretendían ser rezos, sobre el puente de la nave capitana?
—No exactamente, pero desde luego no puedo olvidar un acto tan teatral, que más que una oración simuló un desafío.
—Yo podría repetirlo casi palabra por palabra, porque realmente, en aquel momento, me hizo temblar, por lo provocador que me pareció.
—Sí, estaba preparando un nuevo milagro.
—Que realmente se dio –confirmó la reina con una especie de estupefacción–. Esa misma tarde desembarcábamos en Southampton y, contrariamente a lo que todos pensaban, en vez de hacer frente inmediatamente al rey de Escocia o a Hugo Bigot, quien acababa de tomar partido por mi hijo Enrique, montó la pantomima de Canterbury ante la tumba de Thomas, como un peregrino más.
—Al parecer lo hizo aconsejado por el arzobispo de Rouen, quien lo acompañaba entonces en todos sus movimientos.
—Simuló seguir su exhortación, pero tú, tan bien como yo misma, sabemos que Enrique no hacía caso de nadie, a no ser que comprendiera el beneficio que el asunto podía reportarle. En este caso, las gentes no habían olvidado la muerte de Becket y, para conseguir sus fines, viendo que muchos de los barones se le escapaban, tenía que reconciliarse con el pueblo, porque, si bien era cierto que había vencido a Ricardo en algunos lugares, también lo era que Rancon seguía resistiéndosele y en Inglaterra, el rey de Escocia, el obispo de Dirham, Hugo Bigot y algunos otros señores estaban abiertamente en su contra.
—Al llegar a tierra se negó a comer.
—Lo hizo para que lo vieran. Luego ingirió bastante más que el agua y el pan, que mascó con humilde gesto a la vista de todos. En sus aposentos le fue servida una buena cena, regada con algunos vinos, llevados desde nuestras tierras aquitanas. Pero eso sólo lo vieron sus criados más allegados, aunque siempre hay alguno que habla y unos pocos lo supimos.
—Pero las buenas gentes se sintieron comprendidas, viéndole ingerir, como ellos mismos, un mendrugo de pan mojado en la copa de agua. Y, al amanecer, cuando se dirigió a Canterbury, les mostró su arrepentimiento, pero sobre todo, su cercanía a las costumbres y los intereses de la masa. Llegó a caminar descalzo, vestido de estameña, hasta la tumba, como los múltiples peregrinos que llenaban la catedral desde la muerte de Thomas y mucho más desde su reconocimiento como santo de la Iglesia de Roma.
—Me pregunto si –cabeceó lentamente la reina, perdiendo la mirada en los ramos rojos y verdes del tapiz que pisaba y que la aislaban de las maderas del carro–, durante la noche que pasó junto a la tumba, fue capaz de recordar siquiera el asesinato del arzobispo, el momento en que el clérigo quedó solo frente a los hombres armados que lo atravesaron ante el altar, acusándolo de traidor. No, seguramente no –se contestó a sí misma Leonor–. Él estaba siempre seguro de que las decisiones que tomaba eran las justas y que no había ninguna clase de alternativa a ellas. Aquella madrugada, cuando se durmió apoyado en el túmulo, se reafirmaría en las resoluciones pasadas y proyectaría las futuras, convencido de lo acertado de todas y cada una de ellas.
—Al alba oyó misa y se dejó azotar –puntualizó Blédhri, queriendo equilibrar la balanza.
—Flojito, como de costumbre –aceptó la reina, plegando los labios con desdén–. Compadezco al pobre fraile que lo hizo; estoy segura de que habría preferido que le ordenaran cavar el huerto entero, por miedo de hacer demasiado daño a Enrique. Además, no se encontraría muy mal cuando a continuación se llegó hasta el hospital de leprosos de Harbledown. Donde, por cierto, se quedó a la puerta, ocupado al parecer en atender a las gentes que lo habían seguido hasta allí y metido entre ellos, escuchando muy atento sus quejas, se le hizo tarde para entrar, por lo que, sin dejar su círculo defensivo, hizo una donación de veinte marcos de renta. Todos los interesados comprendieron entonces sus prisas y quedaron muy contentos, tanto los cuidadores como los leprosos, a los que no vio en ningún momento.
—No obstante, la suerte parecía estar de su parte. Aquella misma noche llegó un mensajero para anunciarle la derrota del rey de Escocia y apenas un par de meses después vuestros hijos parecieron someterse.
—Esas noticias fueron terribles. Comprendí, al conocerlas, que la esperanza se había terminado para mí. Sólo quedó de mi parte la Iglesia, que se negó a conceder el divorcio a Enrique, a pesar de sus arrumacos al cardenal de Saint-Ange. Fueron años duros, pero enseguida comencé a aprovechar el tiempo.
—Sí, conseguisteis préstamos de legajos de todos los monasterios de Inglaterra. Algunos incluso los hicisteis copiar.
—Evitaba, leyendo y estudiando escritos, ver las espesas nieblas de los días de invierno que, al igual que mi existencia, parecían cerrarse y ennegrecerse, para ahogar en pegajosas humedades mis deseos de vivir. Pasaba la jornada a la luz de las candelas, cerca de una chimenea, rodeada de monjes y poetas, que me entretenían con sus conocimientos, cuentos, leyendas y música. Evitaba mirar por los ventanales, por no ver la lluvia rasgando incesante las tardes frías y desapacibles.
—Esa era la versión que se ofrecía a vuestro esposo, cuando, más temeroso que compasivo, preguntaba por vuestra vida en la torre de Salisbury. Lo que nadie decía es que permanecíais en contacto con vuestros hijos y señores, esperando la oportunidad que, desgraciadamente, no iba a darse, aunque nunca os permitisteis perder la esperanza.
—En secreto, y a veces con dilación, las noticias me llegaban. Conocí así la defunción de Rosamunda. ¡Pobre niña! Otro juguete roto de Enrique, a quien no pareció afectar en absoluto su muerte porque enseguida se consoló con la triste Adelaida, o Alaïs, como muchos la nombraban, la hija del rey Luis, quien se criaba en la corte para desposarla con Ricardo. A pesar de que su padre apeló a Roma, pidiendo que se celebraran las nupcias apalabradas, el asunto se fue alargando y el futuro de Adelaida se rompió en la cama del rey. Creo que al final la casaron con un noble de segunda fila, ya que su unión con Ricardo era ya imposible.
—Por esa época se celebraron también las nupcias de vuestra hija Juana con Guillermo de Sicilia.
—Desde mi encierro, pedí a mi esposo que nuestra pequeña acudiera a sus bodas como la princesita que era. Supe que se reunió un vistoso cortejo y que mis dos hijos mayores, por turnos, acompañaron a su hermana.
—Su esposo era un gran hombre. Además de muy culto y cortés, un completo caballero. ¿Recordáis el episodio de la hija del rey de Marruecos?
—Pues no mucho… ¡Ah, sí! –se corrigió enseguida–. El asunto fue que el navío en que viajaba la joven naufragó en las costas de la isla y Guillermo, en vez de pedir rescate por ella, la agasajó hasta entregársela a su padre sana y salva. Eso le valió la devolución de dos ciudades que la morisma le había tomado, aunque no quiero pensar que en sus motivaciones estuvieran esos objetivos… –aclaró la reina, con una media sonrisa–. Pero si no fue así, su caballerosidad tuvo un buen pago. No sé por qué –se regañó a sí misma, al tiempo que se envolvía, friolera, en su capa–, sobre todo cuando recuerdo las artimañas de Enrique, tiendo a pensar mal de todo el mundo… Bueno, quizá porque he vivido demasiado y he visto tantas cosas…
—Llegasteis a ver a vuestros dos esposos peregrinar juntos ante la tumba de Becket.
—Desde luego. Cuando me enteré de eso, no sabía si llorar de pura rabia o reírme. Opté por lo segundo. No es bueno entristecerse por nada ni por nadie y mucho menos por semejante astracanada. Al parecer fue el propio Enrique quien aconsejó a Luis, el cual por entonces ya estaba muy enfermo, la posibilidad de viajar a Inglaterra para suplicar al buen Thomas, que era el santo más milagrero del momento, por la salud de Felipe. El heredero de Francia se había perdido en la negra soledad de un bosque. Vagó desorientado durante toda una noche, en que los terrores vividos o inventados lo dejaron enfermo y casi idiota. Sabía muy bien mi esposo tocar los puntos débiles de las personas –constató después de unos instantes de silencio–. Consiguió así una entrevista con Luis, el cual andaba de morros por la faena hecha a su hija Adelaida. Además, por consejo de Pedro de Blois, quien veía que nunca se ocupaba de la Santa Espina, ni siquiera para llevársela de un lugar a otro, lo contentó ofreciéndole la reliquia, obsequioso y compasivo. Le aseguró muy serio, quizá hasta creyéndoselo, aunque –dudó la reina– probablemente no lo hiciera, porque, en ese caso, no se la habría regalado, que ella le sacaría los demonios que la noche del bosque hubieran podido entrar en su cuerpo. Pedro había pensado que, ya de no usarla para sus rezos y consuelo, mejor sería convertirla en un regalo político que suavizara las tensiones del momento; idea que Enrique aceptó enseguida, conociendo la beatería de Luis y olvidado ya del empeño que había tenido en poseerla.
—Nos contaron los desvelos del rey por complacer al franco. Lo recibió en Dover y lo escoltó hasta Canterbury, donde se recogieron ante la tumba del asesinado Becket, como si ninguno de los dos supiera de qué había muerto el arzobispo. Luis donó su copa de oro y cien arrobas anuales de vino de Francia a los monjes, quienes nunca estuvieron tan seguros de la santidad de su hermano muerto.
—Bien fuera por intercesión del santo, por el poder de la reliquia o por la juventud del príncipe, Felipe se restableció y pudo ser coronado en noviembre. Mi hijo Enrique me hizo llegar una larga misiva en la que me describió muy bien los actos de aquella coronación. Apenas los recuerdo; sé que a él correspondió portar la corona en la comitiva, en pago de lo cual se le concedió el título honorífico de senescal de Francia. Y que también hizo regalos tan generosos que hasta los trovadores los cantaron.
—El septiembre siguiente murió cristianamente Luis, dejando a su joven pero ambicioso hijo Felipe al frente de sus tierras.
—No obstante su juventud, el nuevo rey no fue capaz de convertirlas en el lugar alegre que se podría esperar de sus pocos años. Nunca me ha resultado agradable ese hombre; cuida muy poco su aspecto. Su cabello hirsuto y espeso está siempre mal peinado, y además, asunto incompresible en un muchacho, en los comienzos de su reinado no le gustaban los trovadores ni los poetas. Llegó a expulsarlos de su corte, aduciendo que el dinero que le costaban se lo entregaría a los pobres. Nunca lo hizo, pero quedó muy bien ante las masas. Su delicada esposa, a la que apenas prestaba atención, Isabel de Hainaut, se paseaba por los lóbregos pasillos del palacio, que yo conocía tan bien, o hacía peinar constantemente sus rubios cabellos en complicados moños que luego había de ocultar tras los velos. Su propia madre, Adela de Champaña, hubo de dejar la corte y volverse a sus tierras, porque la convivencia con su hijo se le hizo imposible. Fueron las cortes de Champaña y de Flandes las que recogieron el regocijo que yo había sabido imprimir a la mía de Poitiers. Mi querido Bernard de Ventadour se retiró a una abadía y así la mayoría de los poetas y trovadores a los que alimenté y que hicieron de mi corte un lugar alegre y culto. Recuerdo ahora unos de los varios versos de Bertrand de Born, que cuando, en mi encierro, me llegaron me hicieron soñar con los torneos y juegos que presidí en el pasado, pero también me produjeron satisfacción al pensar que mis hijos vivían la alegría de mi familia y de mis tierras y no el desorden y la inquietud de su padre.
—Bertrand era un gran señor al que agradaba la guerra, como él mismo afirma en uno de sus poemas –Blédhri entrecerró los ojos y citó:
Me gusta que los batidores
hagan huir con su ganado a las gentes
y me gusta seguir tras ellos
hombres de armas todos juntos,
y place a mi corazón
ver castillos fuertes asediados,
muros derruidos y rotos
y las huestes en la orilla...3
—Si alguien –asintió Leonor, plegando los exiguos labios, que ahora no mordisqueaba para enrojecerlos porque nadie la contemplaba– se hubiera detenido a leer esos versos, que, por cierto, eran mucho más largos y detallados, habría entendido que mi responsabilidad en la rebelión del Poitou no fue tan decisiva como quisieron hacer creer. Todos mis señores estaban hartos de los caprichos y abusos de Enrique y, como tú mismo has dicho, los hombres aman la guerra y sólo necesitan una buena disculpa…
… Y ya entrado en batalla,
todo noble buscará con esfuerzo cortar cabezas y brazos,
pues vale más muerto que vivo y vencido.
Leonor calló, bajando los ojos, arrastrada ella también por el frenesí de las batallas que había contemplado y que tan bien reflejaba Bertrand en sus versos, los cuales, al leerlos una lejana noche, le hicieron soñar algo grandioso y terrible.
—Alcancé a ver, gracias a un poema parecido al que hemos recordado, al retirarme a descansar, a mi hijo mayor.
—Soñasteis con Enrique el Joven, tocado con una corona de oro y otra de luz. Recuerdo que desde el primer momento os empeñasteis en decir que iba a morir.
—Tú, aunque quisiste ocultármelo, lo sabías también –acusó, mirando de frente al hombre, quien bajó los ojos–. No hacía falta conocer «lo oculto» para interpretar correctamente aquel bellísimo sueño. Su simbología borró mis límites y fue capaz de integrarme en una realidad sagrada, donde todo ha sucedido ya. Cuando el archidiácono de Wells llegó con la mala noticia, no lo dejé hablar, adelantándome a sus palabras. Apenas escuché luego los detalles: que había muerto peleando bravamente y que sus heridas se infectaron y que…
—Aquella premonición, extrañamente, os ayudó a soportar con entereza el golpe.
—Sí, el ver a mi hijo coronado de luz me hizo pensar en que había ya un lugar reservado para él, en alguna parte mejor que este mundo. Además, su generoso corazón y su arrepentimiento al darse cuenta de que se había enfrentado a su padre, aunque tuviera motivos, limpió su vida de los errores que todos cometemos, por bien que deseemos vivirla.
—Cuando hizo llegar a su padre la súplica de perdón, Enrique, desconfiado, no quería creer lo que el obispo de Agen le estaba trasmitiendo. Hubo de insistir el santo hombre para que le concediera una prueba y poder presentarla ante el herido.
—Sí, cuando mi esposo se convenció de la veracidad del asunto, le entregó un anillo adornado con un gran zafiro, haciendo votos por el restablecimiento de nuestro hijo.
—No pudo el joven con el mal que se extendió por su sangre y, sabiéndose herido de muerte, dictó su testamento y, vestido con una sencilla túnica y con una cuerda al cuello por sus pecados, se acostó en las cenizas que había mandado colocar en el suelo, sin dejar de besar el anillo. Repartió todos sus bienes y encargó a Guillermo le Maréchal, su fiel amigo y compañero, que tomase la cruz y acudiese en su nombre a los Santos Lugares y también que todos los señores que lo acompañaban suplicaran a su padre vuestra libertad. Falleció al atardecer y, cuando ya muerto quisieron quitarle el anillo, no fue posible, así que todos los presentes interpretaron que era un signo de que el Señor había perdonado sus culpas.
—Ni siquiera en esos tristes momentos mi esposo se sintió débil –murmuró Leonor con los ojos resecos, fijos en sus manos, que como pájaros enfermos descansaban sobre el regazo–. Lleno de soberbia, se empeñó en ignorar que la sangre derramada vuelve estériles los campos, las mujeres, los proyectos... Muy al contrario, muerto el rey coronado, decidió no volver a reconocer a ninguno de sus otros hijos el derecho y comenzó a crear discordias entre ellos e incluso conmigo. Ahora comprendo que no deseaba a Ricardo como heredero porque no estaba seguro de que fuera capaz de engendrar, estando informado de sus inclinaciones sexuales. Lo que desconocía su padre, porque nunca se preocupó de sus vástagos más que como posibles rivales o herederos, era que la sexualidad de Ricardo era muy acomodaticia. Pero se empeñó en que quedara clara su pretensión de coronar a Juan, un niño nervioso y díscolo, porque, además de que era el que más se le parecía, era retraído y temeroso y creía que no iba a crearle problemas, y… –Se interrumpió unos instantes la reina, mirando con un cierto asombro a su amigo–. ¿Te das cuenta, Bléd, de que, hasta después de muerto, ha logrado imponer su voluntad?
—Sí, así ha sido, señora. Pero aunque continuó viviendo y, a la vista de sus actos, sin mucho dolor ni amor por sus hijos, sus últimos años fueron, al decir de los que permanecieron en su compañía, desordenados, confusos, intranquilos y muy poco productivos. Dejó de imaginar lo maravilloso y se perdió en la oscuridad.
—Se volvió de barro. Olvidó todas sus fabulaciones de juventud, cuando quería que lo vieran como la reencarnación de Arturo y para ello actuaba y a veces hasta pensaba como él. Llegó un momento en que dentro de su sucia y abandonada apariencia no quedaba más que sombra.
—Sus hombres se quejaban de que hasta el pan lo comían a menudo lleno de moho y bebían los vinos avinagrados y nunca había un día de paz a su lado. Mataba, mutilaba o golpeaba indiscriminadamente. Sus castigos por las escasas piezas de caza de Inglaterra se hicieron famosos…
—Debieron de ser años terribles para sus fieles. Y en cuanto a los deseos de mi hijo moribundo de suplicar mi libertad, no se hicieron realidad más que en conceder un permiso para que mi hija Matilde me visitara, acompañada de su esposo Enrique, el duque de Sajonia. Parece ser que este hombre andaba algo encelado porque Bertrand de Born, que había sido su huésped en Argentan, piropeó demasiado, según sus palabras, a su esposa. No sabía entender el caballero a los trovadores y poetas –afirmó, con un gesto desdeñoso– y, por lo que dijo el mismo Bertrand, su corte era de lo más aburrida. También me concedió permiso mi esposo para devolver la visita a mi hija, cuando, al poco, dio a luz a su pequeño Guillermo, en Winchester.
—Y os regaló un bello vestido escarlata y una silla dorada.
—Sí, y también consintió en que me desplazara a otras residencias que reunían mejores condiciones que mi torre. Al año siguiente de la muerte de mi hijo, por San Andrés, nos congregó a todos en Westminster y por Navidad en Windsor.
—Pretendía dejar claro que se había ablandado –sonrió Blédhri.
—Pero no engañó a nadie, a pesar de sus donaciones y las que me permitió hacer a mí. Enseguida comprendimos que sus intenciones eran conseguir que Ricardo cediera algunos de sus derechos a su hermano Juan, quien ahora pasó a ser su favorito, quizá porque era tan inestable, desaliñado y marrullero como él mismo.
—Creo que en aquellos días pudo ver que no era fácil rendiros y, sobre todo, no le gustó comprobar que, a pesar de vuestros sesenta y dos años, os conservabais hermosa y activa. Mucho más atractiva que él, quien apenas contaba cincuenta.
—Desde luego su aspecto era deplorable. Había engordado demasiado y aquella pierna que arrastraba desde que recibió la coz de uno de sus caballos le hacía parecer un viejo decrépito. Pero, sobre todo, dejaba traslucir su alteración interna y su falta de ilusiones. Demasiada materia en su vida; no había lugar ya para el alma.
—El desorden en la existencia acaba por pasar cargos. El rey no había respetado ninguna norma, todo estaba a su disposición y hacía uso de ello sin tasa. Es bueno, como os he dicho en más de una ocasión, disfrutar, pero todo con medida, y él nunca la tuvo. Las orgías son regresiones al caos primordial. Pueden traer la renovación si es eso lo que se busca en un rito, pero vuestro esposo sólo quería enfangarse en el olvido. No fue capaz de someterse al orden y a los ritmos que tranquilizan. Entrar en el fárrago lo alteró de tal forma que llegó un momento en que ni siquiera era capaz de permanecer sentado. Recordad a Pedro de Blois cuando aseguraba que ni en las comidas, ni en las cabalgadas, ni en las veladas había control de ningún tipo.
—Se rodeó, además, de una clase de gentes que no le aportaban más diversión que la excitación de sus bajos instintos, como rameras, truhanes, bufones… ¡Qué lejanas debían de parecerle aquellas cortes de nuestra juventud –suspiró, modulando apenas la reina–, donde los caballeros pugnaban por ser la imagen rediviva de Arturo y las damas reencarnaban a las reinas o las hadas que dormían en el tiempo y que todas deseábamos volver a despertar! Probablemente ni siquiera recordara los poemas o las narraciones que tanto placer nos habían dado –concluyó, pensando que si hubiera sido de otra manera, no habría podido prescindir de aquellos refinamientos hasta llegar a convertir sus castillos en los lugares mugrientos y chabacanos en los que vivió en sus últimos años.
—Vuestros hijos, Ricardo y Godofredo, estuvieron en permanente enfrentamiento con él…
—Hábilmente manejados por Felipe de Francia, quien enseguida se mostró como un político mucho más capaz de lo que había sido su padre. Ricardo llegó a creerse su amigo, sobre todo después de que, en un rapto de afecto apasionado, le regalara la Santa Espina «por devolverla a su legítimo dueño, el rey de Inglaterra», le dijo. Y en su corte murió Godofredo, en un torneo… en un estúpido accidente –rememoró la reina, retorciendo los frágiles huesos de sus dedos–. Y, según me dijeron, le hizo un bello funeral en el coro nuevo de la catedral de París. No escatimó medios; las campanas entenebraron la noche, recordando la ubicua e ineludible muerte, verdadero lazarillo y única certeza en la vida de todos y cada uno, incluso de los nobles; hecho que, en vez de alegrar al populacho, el cual podría ver que en alguna faceta de la existencia prima la igualdad, lo aterra aún más, pues deduce que si los grandes, con todo su poder, no son capaces de escapar o al menos suavizar el óbito, su propio sino vital de perro apaleado será, con mucho, peor que el reservado a sus amos; además, son tan estúpidos que realmente sienten la desaparición de los señores, porque parecen encontrarse desorientados sin la guía que los conduce y el espejo brillante, hermoso y bien alimentado en el que pueden mirarse cuando, mientras trabajan con los lomos doblados, los ven pasar de reojo, sin levantar la cabeza, camino de sus cacerías, torneos o bailes. Nunca podrá ser eliminada la estructura aristocrática porque la masa desea ser guiada; para eso es necesaria la jerarquía natural. –Leonor, con la mirada perdida, trataba de distraer con sus comentarios el verdadero y doloroso hecho que trataban. Se centró luego con un largo suspiro y siguió con sus recuerdos–: Felipe regaló al clero ornamentos nuevos y, agradecidos, elevaron sus tristes cantos, que treparon por los muros, recordando a los presentes que sólo ellos tenían la llave de la esperanza, la palabra que liberaba de la angustia, el poder de acabar con el terror del infierno, más doloroso y largo aún que la fatigosa vida terrena… Consiguieron crear un ámbito de dolor sublimado, que arrancaba lágrimas a todos los presentes, incluidos los señores, quienes, con sus mejores galas, arroparon a mi hija, María de Champaña, la cual presidió el cortejo, a falta de otro familiar más directo que pudiera hacerlo. Poetas y trovadores pusieron en pergamino y música la corta vida y las hazañas de mi pequeño… Su esposa, Constanza de Bretaña, le había dado ya una hija y estaba encinta. Pronto dio a luz un niño, al que puso por nombre Arturo y, llevada por el odio hacia nuestra familia, no sé si por algún nefasto comentario sobre la conveniencia de la muerte de Godofredo, lo entregó a Felipe de Francia, para que se criara en su corte, multiplicando así problemas y dolores.
—Felipe –quiso cortar Blédhri la tristeza de la reina con asuntos más pragmáticos– buscaba que vuestros hijos estuvieran en pugna constante con su padre, porque tenía muchos asuntos pendientes con él y Enrique dejaba correr el tiempo sin darles ninguna solución.
—Sí, andaba en litigio la herencia de Margarita, el Vexin y la fortaleza de Gisors, que deberían haber vuelto a la corona francesa a la muerte de Enrique el Joven. Pero, en teoría, esa dote había pasado a Adelaida, quien estaba comprometida con Ricardo. No obstante, los caprichos de Enrique, como ya hemos visto, hicieron inviable ese desposorio, por lo que las relaciones entre los dos reyes eran terriblemente tensas. Hasta el punto de que en la reunión que celebraron junto al célebre árbol de Gisors, las presiones llevaron a los hombres a enfrentarse y las conversaciones se suspendieron.
—Volvieron a reunirse luego en Bonmoulins, donde acudió también Ricardo acompañando a Felipe.
—Quería el francés exigir que el matrimonio de Adelaida y Ricardo se llevara a cabo, pidiendo también que a mi hijo se le reconociera como rey de Inglaterra. Pero mi esposo, sin el temor de mi poder, que en su momento le había impulsado a coronar a Enrique el Joven, estaba más que decidido a no permitir que, otra vez, uno de sus vástagos pudiera eclipsarlo, de modo que se negó a aceptar la proposición. Entonces Ricardo rindió homenaje al francés y le pidió protección, como señor natural, para sus Estados. Esto era un desafío público y una declaración de guerra a su padre. Partió luego con Felipe y pasó las Navidades en su compañía, dando a los ojos de todos la imagen de la más íntima amistad.
—En cambio, en Saumur, Enrique las celebró abandonado de casi todos sus señores, enfermo ya, junto a Juan, al que seguía empeñado en hacer rey a su muerte, y del fiel Guillermo le Maréchal.
—En primavera, Felipe y Ricardo reanudaron las hostilidades, tratando de forzar un arreglo.
—Fue en la reunión de Colombiers cuando el franco, queriendo dejar claro su poder juvenil frente al caduco Enrique, le ofreció su capa para que se sentara.
—Pero mi esposo, aun enfermo y acabado, con la poca dignidad que le quedaba, se negó a aceptarla. No obstante ese desaire disfrazado de compasión, y puesto que Tours y Le Mans acababan de caer en manos francas, se acordó una tregua.
—Debió de ser un duro momento para vuestro esposo el camino de vuelta a Chinon.
—Esa fortaleza siempre había sido su preferida y he de reconocer que su ubicación sobre el monte que lame el río Vienne es muy hermosa. Los meses que pasamos allí después de convertirme en su prisionera fueron incluso agradables. ¿Recuerdas nuestros paseos sobre la muralla? Desde ella se contemplaban idílicas vistas sobre el río, con las casitas, colgadas del monte o dispersas por la llanura y los campos circundantes. Nadie podía moverse en los alrededores sin ser visto desde las almenas. Además, Enrique había embellecido las estancias del castillo y construido varias chimeneas que las hacían confortables. Incluso restauró las murallas, rellenando huecos y levantando muros que el tiempo y las batallas había derrumbado. Llegó a tender un puente para unir las dos orillas, lo que propició que la población se extendiera más allá de las cercas... –Leonor calló unos instantes con los ojos perdidos en la ciudad de Chinon, que contempló aquellos meses en que sus esperanzas de conseguir el perdón de Enrique le hicieron aún disfrutar de las bellezas del lugar. Luego, suspiró ante la dura realidad y los hermosos paisajes se borraron ante la dureza del castigo. Una nueva idea se hizo con su mente. Alzó una ceja y discurrió un tanto desorientada–: A veces he tratado de entender los sentimientos de mi esposo en el tiempo de enfermedad y aislamiento, una vez de vuelta en Chinon. Pero su prepotencia era tan grande que he sido incapaz de ponerme en su lugar. Tal vez, cuando se negó a aceptar la capa de Felipe, entendió que su tiempo estaba acabado o, por el contrario, a pesar de la pérdida de Le Mans, ciudad muy querida para él porque allí estaba enterrado su padre, aceptó la tregua, esperando recuperarse y machacar a aquel jovencito que había osado despreciar su poder haciendo, con su escenita falsamente compasiva, mofa de sus muchos años y de su enfermedad.
—De todas formas, si acaso no entendió en aquel momento su derrota, sí que pareció comprenderla en toda su magnitud cuando le fueron leídos por el fiel Le Maréchal los nombres de los señores desleales.
—No llegó, según me dijeron, ni a escuchar la lista entera. Al oír el primero, con el dolor que le produjo saber que Juan le estaba traicionando, hizo un gesto que impidió la relación del resto. «¡Ya basta!», interrumpió, con estas o parecidas palabras, y creo que en aquel mismo momento se abandonó a la muerte.
—Al tercer día vieron que un reguerito de sangre salía por su boca y su nariz.
—Sí, entonces comprobaron que había fallecido.
—Señora. –El rostro de Elías apareció por entre el tapiz del carro–. Tenemos a la vista el pueblo de Domingo, el santo hombre que desbrozó los bosques del lugar y construyó el puente para cruzar el río Oja, la iglesia y el hospital que atiende a los peregrinos. ¿Deseáis bajaros y caminar? Antes de que lo hagáis debo deciros que el frío es muy intenso. Tal vez prefiráis llegaros hasta el hospital sin descender a tierra.
—No, gracias por vuestra preocupación, arzobispo. Bajaré y estiraré el cuerpo. Decid que acerquen mi yegua y una capa de pieles.
Pedro apareció como por ensalmo junto al carro para sostener a la reina, o mejor para alzarla y depositarla luego, suavemente, en tierra. Ella se apoyó en él para dar los primeros pasos y después tensó el cuerpo, queriendo alcanzar la estatura perdida, pero, aunque las pulgadas mermadas no regresaron, sí consiguió su prestancia habitual, la cual, ni sus muchos años ni las largas horas sentada conseguían quebrar.
Con rapidez, Brianda y alguna otra de sus mujeres se acercaron a cubrirla con la capa de piel, y Ágata –que, una vez cumplida su misión con las jóvenes violadas, se había apresurado a alcanzar la caravana– le presentó un vaso de tisana humeante, cuya tibieza había conseguido mantener colocando el recipiente entre las piedras calientes de su carro. Leonor bebió sin preguntar, plegando los labios en un gesto de asco. Todos bajaron la cabeza, esperando su habitual comentario de falta de miel, pero en ese momento no se produjo; preguntó en cambio, dirigiéndose al de Malemort:
—Y, decidme, Elías. Ese Domingo, ¿dirigió las obras o se apoyó en alguien para conseguir hacerlas?
—Comenzó solo, señora, ayudándose de algún caminante que, por asilo y comida, compartía durante algunas jornadas sus trabajos. Taló árboles y desbrozó el Camino para facilitar el paso de peregrinos. Luego, como era de esperar, algunos señores y reyes lo apoyaron con sus donaciones. Al morir fue enterrado en el mismo Camino. Más tarde, cuando se construyó la catedral sobre su tumba, se desvió el paso que, si os fijáis cuando lleguemos al pueblo, traza una pequeña curva. Mercadier se ha adelantado hasta el hospital para comprobar que vuestros aposentos se encuentran en condiciones, aunque los monjes estaban avisados desde hace semanas. Espero que nos hayan reservado espacio bajo techo. La noche se presagia fría y desapacible; creo que incluso podría nevar.
—Bien –cortó Leonor, una vez satisfecha su curiosidad con los sucintos datos del arzobispo–. Ayudadme a montar, quiero llegar al pueblo cuanto antes.
—Está muy cerca, señora. En nada llegaremos al rollo, que, hoy, según dijeron los ojeadores, está vacío. Cosa rara en un camino tan transitado, por el que discurren toda clase de gentes y no todas piadosas y honradas.
Efectivamente, enseguida vieron la picota y a continuación la ermita de San Lázaro con su anexo dedicado a los leprosos. Al pasar cerca de la catedral, de nuevo Elías informó a la reina de que había sido construida en su momento para dar cobijo a los restos del santo, quien había querido ser enterrado en el propio Camino y que ahora no se encontraría muy a gusto, pues por la situación del propio edificio este se había desviado.
—En fin, todo sea por el bien de la Iglesia y sus santos –suspiró el arzobispo, comprensivamente.
—¿Sus santos decís, señor? –interrogó Blédhri con una cierta sorna–. Si vuestras informaciones son fiables y estoy seguro de que lo son, Domingo pidió ser enterrado en el Camino para ser él mismo tierra hollada hacia Compostela y, por lo que veo, su deseo no ha sido respetado.
—Creo, señor –defendió enseguida el de Malemort, ignorando sus propias palabras de poco antes–, que la intención del santo sería estar siempre junto a los peregrinos, no exactamente ser pisado por ellos. Por tanto, aunque parezca que no se haya respetado su deseo, en el fondo así ha sido, puesto que tanto la catedral como su tumba están siempre rodeadas de caminantes que, según me han dicho, llegan a esperar largas colas para orar ante el túmulo.
—Ya –aceptó Blédhri–. Siempre encontráis una justificación a todo y hasta conseguís que parezca santa y conveniente.
—¡Vamos, señores! –interrumpió la reina–. Dejad vuestras eternas discusiones. Ahí está el hospital.
Hicieron un gran esfuerzo los monjes y la cena que ofrecieron a Leonor y sus acompañantes, que se sentaron junto a ellos en el refectorio, consistió en una suculenta sopa de coles con tocino, carne de cerdo guisada con setas y castañas hervidas en leche y endulzadas con miel. La conversación giró indefectiblemente alrededor de la vida y milagros de su santo fundador, y Leonor, utilizando hábilmente los recién adquiridos datos proporcionados por Elías, consiguió ganarse el respeto del abad, quien aquella noche se acostó rezando por la alta dama que albergaba y que, ahora estaba seguro, había sido criticada y vilipendiada sin ningún motivo real.
—¡Dios! –exclamó la reina, desprendiéndose de los velos, apenas cerrada la puerta de los aposentos a sus espaldas. Se dejó caer en un sillón, extendiendo los pies para que alguna de sus mujeres la liberara de sus botas de flexible piel de cabra, pero que, aun así, al final del día, martirizaban sus pies presionando los marcados huesos. Antes de que nadie hubiera captado su gesto, ya Brianda se arrodillaba para descalzarla, colocando a continuación un cojín bajo sus plantas para aislarlas del suelo.
—Gracias, querida –aceptó sus cuidados la reina, ignorando aquella inquietante mirada, que por instantes parecía desprender chispas de un extraño fuego interior–. Puedes peinarme. Y tú, Bléd, acércate, hoy tengo más ganas de hablar de mis recuerdos que ningún otro día. Hoy trataremos de mi liberación.