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Las últimas etapas hasta Burdeos, quizá por la proximidad de las comodidades, se hicieron muy pesadas, sobre todo a las mujeres, quienes constantemente cambiaban de los carros a las monturas, en un intento vano de conseguir algún confort. Para que todo fuera más complicado, llovía de forma intermitente pero copiosa, enfangando los caminos y haciendo las ropas pesadas y las lorigas más frías e inhóspitas. En varias ocasiones fue necesario detenerse porque las ruedas de un carro, resbalando sobre el barro, se negaban a avanzar. Se paraba entonces la caravana y los hombres, con hachas y machetes, cortaban ramas de los árboles para colocarlas debajo, de forma que las ruedas pudieran apoyarse en ellas para salir del atolladero. En el caso de que no hubiera vegetación a mano, era necesario acercarse a la carreta que llevaba la leña. Elegir allí algunos palos no muy gruesos y hacer uso de ellos. La maniobra se hacía interminable, soportando el frío y el agua, sin querer prestar atención al cuerpo, que protestaba con estornudos, toses y tiriteras. Pero a medida que se acercaban, Leonor comenzó a ignorar los inconvenientes. Percibía claramente los olores y los colores de su tierra. Hasta las gentes con las que se cruzaba le parecían conocidas. Atravesó el Garona llena de una alegría casi juvenil. Allí, tras las pardas murallas, cobijada por las torres de nueve iglesias y de su catedral, dormía su niñez, sus ilusiones y esperanzas de joven bella y poderosa. Ahora todo era frío y barro, pero tal vez, dentro de los muros del palacio de l’Ombrière…
Se hizo acicalar para entrar en la ciudad. Montó su caballo y, sonriente y graciosa a pesar de la necia y pertinaz lluvia que hacía burbujear los charcos, se acercó a las puertas de la fortaleza, que se abrieron al toque de campanas para su señora. Allí, arropadas por sus gentes, que ignoraban el barrizal y la humedad que los penetraba, estaban la calle de la Torre, la plazuela de Rohan y la ancha plaza del palacio. Sin dejar de sonreír y saludar, erguida sobre el lomo de la bestia, contempló el formidable torreón, construido con gruesos muros y soportado por contrafuertes, l’Arbalesteyre, como lo nombraban su abuelo y su padre, orgullosos de su poderío, y del que presumían asegurando que era inexpugnable, y las otras dos torres, una en semicírculo y la otra en hexágono. Por unos instantes dejó de oír las voces del gentío que la rodeaba y su mente se llenó de ruidos, olores y sabores de la niñez; los tonos tranquilizadores de su madre, su abuela, sus tías, los estentóreos de su abuelo, que a ella parecían no afectarla, y aquellos queridos compañeros de juegos: su hermana Petronila, su tío, el hermoso y valiente Raimundo, y Blédhri, el niño irlandés que una tarde llegó al palacio de la mano de su abuelo, un nostálgico sacerdote de los antiguos ritos, que podía ver el futuro y mandar a los elementos y contar historias antiguas…
Alguien, hablándole muy cerca, la sacó de su evocado edén. Parpadeó, maldiciendo aquella voz, pero escuchándola sin querer hacerlo.
—Os piden justicia, señora –repetía Elías de Malemort, acercándose a su reina, quien a pesar de su sonrisa y sus gestos de saludo parecía hallarse muy lejos de allí.
—Mañana, arzobispo –respondió ella, mirándolo de forma extraña–. Mañana los recibiré.
El tiempo se cerró en una lluvia espesa y fría que enfangó aún más los caminos, haciendo muy difíciles los desplazamientos. Además, Leonor necesitaba tiempo para atender las demandas de sus vasallos, de modo que decidió alargar unos días su descanso en aquellas estancias que tan queridas le eran. El palacio se llenó de vida y las chimeneas volvieron a brillar con las fogatas que confortaban a los maltrechos viajeros. Los vasallos, cumpliendo, casi con gusto al parecer, su obligación de mantener a su señora en sus viajes, se acercaban a la fortaleza, ofreciendo sus mejores viandas, y hasta los villanos traían huevos, leña, leche y queso, que Leonor se apresuraba a recompensar, sabiendo muy bien lo imprescindibles que eran esas vituallas para la supervivencia de aquellas pobres gentes.
Durante las mañanas atendía los pequeños o grandes problemas de campesinos o señores que se empecinaban en asuntos incomprensiblemente enrevesados, bien por las obcecaciones de sus protagonistas o por la bruma del tiempo, que los hacía casi irreconciliables con la realidad que los había suscitado.
Atendió a los villanos de Castelnau, con cachavas inquietas y ropas demasiado holgadas, que se quejaban de que su señor les impedía utilizar los bosques, landas y pastos. Los escuchó en respetuoso silencio y luego pidió que algún representante del castillo explicara sus razones. Se presentó el capellán, de sonrisa untuosa y oquedades en los dientes, quien enumeró las obligaciones incumplidas de los campesinos. Estos debían entregar anualmente rentas sobre el trigo, avena, mijo, lino y carneros que poseyeran, además de una gallina, y ocuparse del acarreo del vino, el trigo y la paja del castillo. El señor les negaba los derechos de uso porque ellos no le pagaban hacía tres años.
Mandó intervenir entonces al representante de los villanos, quien se limitó a bajar la cabeza, admitiendo la realidad de los hechos, pero asegurando que mientras no pudieran utilizar la riqueza de los bosques les iba a resultar imposible cancelar sus deudas.
Así las cosas, Leonor pidió al capellán –a quien, con una cierta náusea, imaginó con las palmas de las manos calientes y húmedas– que, durante un año, el castillo permitiera a los campesinos recoger los productos del bosque, comprometiéndose estos a cumplir, en plazos que se establecerían previamente, sus obligaciones.
Las discusiones, intervenciones y compromisos mutuos se alargaron toda la mañana. Leonor demoró los siguientes pleitos para próximos amaneceres, retirándose a descansar. Mientras se dirigía a sus habitaciones, seguida de Blédhri y sus mujeres, se dejaba arrastrar por el placer morboso que le producía compadecerse de sí misma, recordando aquellos otros días en que en una mañana resolvía todos los litigios que se le presentaban. Cansada, parecía haber olvidado la máxima que repetía a todo el que lo necesitara y sobre todo a sí misma: «Hay que vivir como si la vida tuviera sentido». Caminaba erguida, por pura costumbre y obstinación, procurando que sus pasos fueran firmes y armónicos, pero su mente andaba lejos, demasiado lejos ya de la tierra que pisaba, y lo peor era que la idea de su decadencia y posible desaparición empezaba a no parecerle tan terrible.
—No fueron fáciles los comienzos en París –aseguraba más que preguntar Blédhri, aquella tarde fría y lluviosa en que Leonor descansaba en su lecho, después de una mañana agitada y una copiosa comida.
—No, no lo fueron, pero para mí estuvieron llenos de éxitos, porque era la dueña absoluta de la corte. Luis era apocado y tímido y todos sus acompañantes tenían más voz que él. Enseguida me di cuenta y decidí ser yo quien gobernara. El abate Suger, que ya había sido el consejero de mi suegro, quería ser ahora el verdadero rey. Así que lo aparté, porque si alguien debía reinar en nombre de Luis, ese sería mi papel. Enseguida hube de ocuparme de mi suegra, quien conocía muy bien al pusilánime de su hijo y que con la muerte de su esposo había creído llegado su momento para, a través de su vástago, conseguir el poder que siempre le fue negado. Me deshice de ella mandándola de regreso a sus tierras, donde, por cierto, se casó con un inútil pero apuesto joven. Había puesto en marcha todos sus recursos en mi contra; hasta recordó, ella también, a Constanza de Provenza, la mujer de Roberto, el hijo de Hugo Capeto, quien había escandalizado con sus costumbres y su lengua imparable a toda la corte. Aseguraba que yo era mucho peor que ella y que su hijo acabaría arrepintiéndose de su debilidad para conmigo.
»Lo cierto es que los problemas se sucedían sin pausa. A poco más de un año de mi boda, los burgueses de mi querida Poitiers osaron ligarse en juramento para rechazar mi autoridad sin siquiera comunicármelo. Aquello me hizo montar en cólera; decidí la guerra. Pero que nadie se engañe; yo sola quizá no habría podido llevarla a cabo. Luis estuvo de acuerdo. Decía que, al igual que ya habíamos hecho en Orleans, era necesario un escarmiento. Sabía muy bien que aquellas reacciones iban dirigidas más contra él que contra mí.
»Llegamos ante la ciudad con grandes máquinas de asedio que nos permitieron tomarla enseguida sin pérdidas importantes. El municipio formado fue disuelto y como garantía hablamos de llevarnos a los hijos e hijas de los principales burgueses –la reina se detuvo un momento en su narración, para murmurar como para sí, con una cierta perplejidad–. Que no sé yo por qué demonios se armó tanto alboroto; sin duda habrían vivido mucho mejor entre nosotros que con ellos. Suger, quien aún no se había ido por entonces, convenció a Luis para que no lo hiciera. Cuando este cedió, el monje, desde una ventana, proclamó lo clemente, justo y misericordioso que era el rey, el cual perdonaba a todos los integrantes del municipio y renunciaba a llevarse a los rehenes. Los habitantes de Poitiers pasaron de odiarlo a adorarlo. Suger había conseguido, con alguna artimaña que nunca fui capaz de captar, hacerles ver que todo el conflicto había venido por mi parte y toda la generosidad y perdón era del rey. Luis andaba eufórico. Había quedado como un gran señor, un valiente que, desde luego, no tolera insurgencias, pero que perdona y que cuida de los intereses de su dama. Claro que en este caso eran sus propios intereses, pero no me importó que presumiera de protegerme, aquello era parte de mi plan de mujer débil que necesita apoyarse en el brazo poderoso de un hombre. Y tan bien lo hice que Suger no pudo volver más a palacio.
»Pero llegó el desgraciado asunto de Vitry-le-François, al que nadie habría dado importancia, ya que fue simplemente un acto de guerra como otros muchos, si Luis no lo hubiera hecho. Pero ya habían pasado seis años de nuestro matrimonio. Yo empezaba a notar que su pasión por mí se enfriaba. Ese fue el motivo de su tan cacareado arrepentimiento; ese y la idea de estar enfrentado a sus queridos maestros.
»El ejército había entrado en la ciudad y los fuegos comenzaron a propagarse por sus callejuelas. La multitud, haciendo uso de la ley de invulnerabilidad de la Iglesia, se encerró dentro del templo. Después, nadie supo explicar si algún combatiente enloquecido había prendido una hoguera junto al edificio o simplemente las llamas que ardían por doquier habían llegado a él, el caso fue que se incendió con todo el pueblo en su interior. Luis contemplaba la batalla desde el monte de la Fourche. Algún clérigo presente debió de reprocharle la quema de la iglesia, que era tierra sagrada e inviolable, a la que ni siquiera los reyes tenían acceso sin permiso. En él volvieron a hacerse presentes las enseñanzas de la abadía y consideró terrible el pecado cometido, tanto que hubo de ser retirado del lugar, enfermo.
»Durante el tiempo de pasión había olvidado y rechazado el control de la Iglesia, hasta el punto de que el papa había prohibido el toque de campanas en sus dominios. Se enfrentó con algunos de sus señores, como Guillermo de Lezay, quien se había negado a prestarle homenaje. También lo había hecho con el conde de Tolosa, pues yo deseaba la ciudad, que ya había sido objetivo de mi abuelo. Pero aunque yo lo quisiera, si él no la hubiera ansiado también, no se habría intentado. Tolosa era un territorio muy apetecible para añadir a los pequeños dominios de su reino. La expedición fue un completo fracaso, por eso inmediatamente se procuró salvar el honor de Luis. No había sido él quien lo había querido, decían, la instigadora había sido yo, que con mis caprichos obligaba a tomar decisiones equivocadas al rey. Le hice entonces un costoso regalo: un vaso de cristal tallado, con el pie de oro y guarnecido de piedras preciosas. “Para agradecerte la ayuda que me has prestado, ya que a mí no me importa si lo has conseguido o no, como a esos parlanchines señores que ahora te critican, lo que realmente me importa es el hecho de que te hayas esforzado por mí”. Me guardé muy mucho de recordarle que él era el primer interesado en conseguir añadir tierras a sus escuálidas posesiones y mucho menos le hablé de mis intenciones al traerme conmigo a mi hermana Petronila, con quien me había puesto de acuerdo para, entre las dos, dominar la corte. Lo justifiqué simplemente diciéndole que yo me encontraba muy sola y que ella estaba ya en edad de buscar esposo y que, tal vez, podría ser una buena baza para la política del reino.
—Se dijo entonces que vuestra hermana se había enamorado de Raúl de Vermandois –comentó Blédhri con una media sonrisa.
—Tú, al igual que yo, sabes que eso no fue cierto. Pero mi hermana era muy consciente de la necesidad de afianzar mi poder en Francia. Las dos sabíamos que estábamos rodeadas de enemigos que sólo pretendían utilizarnos para gobernar nuestras tierras. Teníamos que intentar defendernos y a nuestro alcance sólo estaba la triste solución que todas las mujeres hemos usado: la conquista de un hombre, para aprovechar el tiempo que dure su sometimiento y actuar según nuestros intereses.
—Desde luego era un poco raro, viéndoles juntos –aceptó Blédhri–, pensar que era el amor el que empujaba a vuestra bella hermana a los brazos de un cincuentón tuerto y además casado.
—Sí, pero la vanidad de los hombres no tiene límites. No fue difícil para Petronila dejar ver su blanca piel o sus delicados pechos de niña. La primera vez se fingió sorprendida. Imagínate la escena que, desde tu punto de vista masculino y además de viejo, entenderás enseguida. Miró al «intruso» con ojos asombrados temerosos y cándidos, en tanto trataba desmañadamente de cubrirse. La segunda vez fue bañándose en el río. Extrañamente, ni yo ni mis mujeres estábamos junto a ella. Sabíamos que Raúl pasaría por el camino, llamado aquella mañana por el rey, y mi hermana se separó de todas nosotras, acercándose al sendero. Cuando sintió los cascos del caballo, comenzó a salir del agua, con la camisa pegada a la piel. El caballero se detuvo entre la maleza, haciendo retroceder previamente a sus hombres, y ella, inocente, ingenua y casi infantil, puesto que en aquel momento contaba dieciséis años, se despojó de la camisa para retorcer el agua que la empapaba. Luego volvió a colocársela y correteó hasta el lugar donde el resto de las féminas la esperábamos. A partir de ese momento sus encuentros con el de Vermandois fueron constantes y desde luego «casuales». Siempre había una sonrisa tímida o un aleteo de pestañas o un entuerto que el hombre hubiera de arreglar porque la «pequeña» no era capaz. Petronila, quizá con la sabiduría para el amor de nuestra familia y también con mis consejos de todo lo aprendido en aquellos años, volvió loco a Raúl, quien se creyó de verdad que eran sus encantos los que arrastraban a Petronila a su lecho, y Luis, con todo su puritanismo y beatería, tampoco fue capaz de poner en duda que una hermosa niña cayera rendida a los pies de su viejo senescal, es más, yo diría que miraba el ayuntamiento con una cierta envidia.
—Intervino cerca de los obispos de Laon, Senli y Noyon –recordó Blédhri, apuntando estos datos en su pergamino.
—Hasta ahí llegó mi dominio sobre él. Los tres obispos, complacientes con su rey, buscaron y por supuesto encontraron en antiguos legajos, sólo por ellos conocidos, que la esposa de Raúl, por desgracia sobrina de Teobaldo de Blois, conde de Champaña, era pariente de su esposo, con lo cual su matrimonio era nulo. Una vez cumplido este requisito, se celebró la boda en la que el novio andaba casi babeante alrededor de Petronila, la cual contaría por entonces unos diecisiete años.
—Y ahí empezaron los problemas con la Iglesia.
—Sí, ahí empezaron, porque yo, que había atado muy bien todos los hilos, desconocía que el de Champaña y la casa de Vermandois habían sido enemigos irreconciliables hasta hacía muy poco. El padre de Luis había conseguido apaciguarlos antes de morir, pero sus rencores aún seguían latentes, de modo que Teobaldo se quejó al papa y este le dio la razón. Accedió incluso a celebrar un concilio en sus tierras. En Lagny se reunieron los obispos e Yves de Saint-Laurent, el legado del papa, excomulgó a los recién casados y a los obispos que habían consentido su unión.
—A este enrevesado asunto hay que añadir los problemas del arzobispado de Bourges –abundó Blédhri en los conflictos.
—Sí, también ahí fui yo quien aconsejó a Luis, pero debo decir, como siempre en mi defensa, que era él quien quería nombrar obispo a Caduc, su canciller. Yo le dije entonces que tanto mi padre como mi abuelo habían nombrado prelados sin tener ningún miedo a las reacciones de la Iglesia, bastante sensibilizada en aquel momento con el asunto de los nombramientos, ya que deseaba tener en puestos importantes a personas afines, que no se atrevieran a colocar al rey por encima del papado.
Cuando el elegido por la Santa Sede llegó para tomar posesión de su nuevo cargo, se encontró con las puertas de la ciudad y de la catedral cerradas.
—Así las cosas, se produjo el desgraciado asunto de Vitry –apuntó el anciano para reconducir la historia, levantándose a continuación. Se estiró, llevando las manos a la espalda.
—Sí –aceptó Leonor–. Luis andaba en un sinvivir, sabiendo que su querida Iglesia estaba en su contra. Suspiraba constantemente, doliéndose de su situación, de que el entredicho mantuviera silenciosas sus campanas y que sus amados monjes no quisieran ni verlo. Fue entonces cuando el enfrentamiento con el conde de Champaña nos condujo ante las murallas de Vitry. No era, estoy segura, la intención de Luis acabar con las gentes de la ciudad, ya que ninguna conquista sirve para nada sin vasallos que trabajen la tierra. El hecho sólo se justifica por un tremendo error, o tal vez, y eso ya lo pensé en su momento, aunque me guardé de insinuarlo, que alguno de los seguidores del conde Tolosa, por orden suya, realizara semejante carnicería con el único fin de desacreditar, de una vez por todas, a Luis. Si así fue, desde luego lo consiguió.
—Fue amonestado por Bernardo, ¿verdad? –inquirió Blédhri, tornando a sentarse.
—Sí. Ya lo había hecho otras veces, pero la diferencia fue que ahora mi frailecito andaba quejumbroso por los rincones, arrepentido de sus desvíos para con aquellos que lo habían educado, así que sus palabras encontraron terreno abonado.
»Le habló el de Claraval asegurando que hasta ese momento había culpado de sus extravíos a la juventud, pero que de ahora en adelante proclamaría que multiplicaba los incendios y las destrucciones de iglesias y, sobre todo, y eso fue lo que acabó con las pocas resistencias que a Luis le quedaban, lo amenazó diciendo que esperaba para él un castigo severo. No fue capaz de terminar la campaña, dejó a su hermano Roberto al frente del ejército y se retiró a la Cité para ayunar y rezar a todas horas, despreciando todo tipo de diversiones.
Leonor había comenzado pronto aquel amanecer a escuchar a sus vasallos y sus problemas. Se había dado bien la resolución de los asuntos y ya iba por el tercero, cuando Elías de Malemort se le acercó para susurrarle:
—He pedido a Mercadier que se lleve lejos a Brianda. Sólo espera vuestra venia para hacerlo.
—Aguardad a que termine este caso, arzobispo. Luego decidiremos.
El asunto tratado era muy del gusto de la reina y estaba dispuesta a hacer un escarmiento. Era una anciana, pero no había olvidado su juventud, siempre sujeta a los caprichos masculinos, en que el único escape eran aquellas insulsas cortes de amor donde las mujeres jugaban a ser señoras. La dama de Saint-Médard denuncia a su senescal por los perjuicios que le ha ocasionado en sus tierras. En venganza contra su señora, había destrozado los cercados de algunas de sus posesiones.
El capellán de la casa explicaba los motivos que habían llevado al senescal a semejante despropósito. Al parecer, el hombre se había enamorado de una sobrina de su ama, que formaba parte de sus acompañantes. La muchacha estaba destinada desde su nacimiento a un señor cercano y además era casi una niña a la que el senescal desagradaba profundamente. Su tía protegió a la chica de las intenciones del individuo, quien en una ocasión, empujado por su irrefrenable pasión, llegó a querer tomar por la fuerza a la doncella, cuando jugueteaba con otras muchachas junto al río, ofreciendo así los hechos consumados, para que no hubiera remedio. La rápida intervención de la guardia personal de la señora, que paseaba cerca, impidió el desafuero, dejando al hombre con las calzas a la altura de las rodillas, zozobrando entre la rabia, la insatisfacción y los ecos de las risas de las jóvenes y los soldados a los que al día siguiente debía mandar. Se fue de allí encorajinado y, quizá por no matar o matarse, se había dedicado durante toda esa noche al destrozo sistemático de las cercas.
—¿Cómo sabéis que fue el senescal el causante del estropicio? –interrogó la reina al enviado, estudiando la expresión del acusado, quien la miraba ceñudo.
—Señora, muchos de los lugareños lo vieron; incluso hubo uno que se acercó a preguntarle por qué lo hacía, creyendo que tal vez deberían construir otras nuevas y el senescal lo golpeó con el mazo, rompiéndole un brazo.
—¿Qué tenéis que decir a eso, señor senescal? –demandó Leonor la opinión del hombre, antes de emitir el juicio.
—Yo no tengo que justificarme ante villanos, señora. Han inventado esa historia porque me odian. Vos mejor que nadie sabéis que los rústicos, con tal de no trabajar, y yo los obligaba a ello, son capaces de cualquier cosa.
—¿Hasta de romperse un brazo para poder acreditar algo? –casi sonrió Leonor, sin dejar los ojos del acusado, quien los bajó para balbucear.
—No se lo rompí por eso, lo hice porque no quería terminar su tarea, que además era imperfecta.
—¿Desde cuándo sustituís al capataz en los campos? Me temo señor que no me queda más remedio que creer la otra versión y, por tanto, os condeno a restituir todas las cercas derruidas a su primitivo estado y a no acercaros a la susodicha damita, a menos que queráis acabar encerrado en mi torre, y podéis felicitaros de que no os imponga una multa, ya que no conseguisteis llevar a cabo la violación que intentasteis. Os aconsejo por vuestro bien que os mantengáis apartado de la chiquilla. Y dejo en manos de vuestra señora la decisión de que continuéis, o no, desempeñando el puesto en que os había colocado. Si quisiera ella sustituiros, deberéis alejaros de sus tierras tanto como ella desee que lo hagáis –esperó unos segundos, sin dejar de mirar con severidad al acusado. Luego, acompañando sus palabras con un gesto displicente, concedió–: Podéis iros.
Rodeado de risitas contenidas a duras penas, el senescal, después de hacer una reverencia a la reina, abandonó el salón, seguido del resto de los asistentes al juicio que, a prudente distancia, comentaban en susurros la sentencia, deseando por su propio bien que la dama alejara lo más posible al vengativo conquistador.
Cuando el salón se vació de extraños, Leonor encaró a Elías.
—¿Me decías, señor?
—Os pedía permiso para enviar lejos a Brianda.
—¿Y eso? –se interesó inmediatamente la reina, mirando con atención al arzobispo.
—Anoche se presentó en el cuarto de Pedro. Nadie sabe cómo consiguió burlar la guardia de vuestra puerta y la de mi sobrino, pero cuando él se despertó, ella estaba junto a su lecho.
—Debo recordaros, señor, que la prohibición de salir de sus habitaciones era para Pedro, no para Brianda.
—Desde luego, señora, pero además de que las circunstancias, como ya os he dicho, son inexplicables, es aún más incompresible su actitud ante la negativa de mi sobrino a cohabitar con ella, recordándole vuestra prohibición.
—¿Sí? –el interés de Leonor crecía por momentos.
—Primero se encolerizó terriblemente, hasta el extremo de amedrentar a Pedro…
—Quien no tuvo más remedio que tomarla… –quiso adivinar Leonor, soltando una risita.
—No, señora. Mi sobrino no quiso desacatar vuestras órdenes y trató de convencerla de que debía desistir y regresar a vuestras habitaciones, antes de que fuera notada su ausencia.
—¿Y?
—Entonces la chica comenzó a llorar y a gritar, abofeteando, mordiendo y arañando al pobre Pedro, que sólo pudo acabar metiéndose bajo el lecho, llamando a gritos a la guardia de la puerta, que a pesar de los bramidos de la mujer, no había oído nada.
—Me parece ver que lo que menos os importa es el hecho de que la chica haya querido acostarse con Pedro –apuntó la reina, desplazando suavemente el trasero sobre el cojín, que más que estar relleno de plumas, parecía tener clavos en su interior, tal era el dolor que le producía la larga sentada sobre sus delicados huesos.
—Veo que lo habéis entendido bien, señora. Lo que más me ha asustado ha sido el hecho de la invisibilidad de Brianda.
—Exageráis, Elías. ¿No es más sencillo pensar que la guardia estuviera dormida?
—¿En las dos puertas, señora? ¿Cuatro hombres? Los dos sabemos que se turnan para dormir, pero por la cuenta que les tiene, siempre hay uno despierto, pues saben que si algo ocurre en la noche serán duramente castigados.
—¿Y un soborno, tal vez? ¿Habéis pensado en ello?
—Desde luego, señora, Mercadier se ha encargado de interrogarlos. Conocéis de sobra sus métodos. Todos, por separado, han asegurado que ninguno vio nada y que a esa hora se mantenían en sus puestos. Además, el propio Pedro, una vez que hubimos conseguido tranquilizarlo, explicó que, a pesar de los bramidos terroríficos de Brianda, la guardia sólo oyó sus propios gritos de alerta y en ningún caso los de ella.
—Debo convenir con vos que es un caso chocante. Dejadme que estire un poco el cuerpo y tome alguna infusión y luego hablaré con ella.
—¿Qué decís, señora? No creo conveniente en absoluto que volváis a acercaros a esa mujer. Empiezo a pensar que lo que nos dijeron de ella tiene su punto de verdad.
—¿Pretendéis acaso privarme de una diversión? –interrogó Leonor, juguetona, al tiempo que se apoyaba en los brazos de su sillón para levantarse–. ¿Creéis que voy a dejar sin estudiar un caso extraño que está sucediendo ante mí? –encaró a Blédhri, que esperaba a sus espaldas–. Creo, amigo, que mis vasallos, a pesar de los muchos años transcurridos, aún no me conocen. Acompañadme ambos a caminar al sol; y vosotras –se dirigió a sus mujeres, quienes esperaban en un rincón de la estancia–, traedme la infusión, la tomaré mientras paseo.
Salió al patio porticado, donde un enorme pozo en el centro era el único adorno. Caminó lentamente por el lado oeste, tratando de captar para su delicado armazón todo el sol que, abrigado por las gruesas paredes, producía un engañoso efecto de calidez. Una de sus mujeres le acercó una copa con un líquido caliente que ella se apresuró a beber.
—¡Dios! ¡Qué amargo está esto! ¿Es que debo poner yo misma la cantidad justa de miel que deseo? ¡Dejad, dejad! –apartó a un lado a una de las jóvenes que se ofrecía para poner más dulce–. La próxima vez no me molestaré en pedíroslo. Así estaréis más libres para vuestros cotilleos y amoríos. Por cierto, Margarita –tomó por la manga a la chica que se alejaba–, ¿quieres decirme por dónde salió Brianda de nuestras estancias para que nadie la sintiera?
—No lo sé, señora –se aturulló la chica con las faldas y los nervios–. Ninguna de nosotras la vio salir y os aseguro que las puertas no se abrieron, porque si no vuestros mastines habrían ladrado.
—Cierto es, Elías –admitió la reina, soltando a la joven, quien se alejó rauda–. En ningún momento oí ni tan siquiera moverse a los dos mastines leoneses que mi hija me regaló hace algunos años, y os aseguro que su corpulencia no permite demasiados sigilos. Además, puedo afirmar que son los mejores pastores que he visto; cuidan como nadie de su territorio.
—Esa es la mejor prueba, señora. Yo no había ni siquiera pensado en ellos, pero ahora que lo decís, estoy aún más seguro de que Brianda se valió de malas artes para llegar al cuarto de Pedro sin ser vista.
—¿Qué pensáis, Bléd? ¿Eso sería posible?
—Nada es imposible si conocemos la forma de llevarlo a cabo, señora –el anciano pareció ensimismarse un instante, para luego explicar–: Conocí a un viejo, que murió enseguida, un pobre andrajoso al que no parecían escuchar. Yo sí lo hice, pero, a pesar de mis cuidados, la muerte se lo llevó sin que consiguiera aprender de él. Decía que la palabra tiene capacidades de realización que ignoramos. Indudablemente ha de tratarse de determinados sonidos, emitidos en algunos contextos. Por lo que he escuchado, parece ser que la joven sabe algunas cosas que otros ignoramos o, para nuestra desgracia, no llegamos a creer, porque para ello deberíamos olvidar lo aprendido y eso es casi imposible para nuestras mentes, donde la niñez graba a fuego los conocimientos, veraces o no.
—¿Desgracia, decís? –intervino rápido el de Malemort–. Estamos hablando de poderes demoníacos, señor –pronunció las últimas palabras con un ligero tartamudeo, al tiempo que se persignaba apresuradamente.
—¿Por qué soléis atribuir al Maligno todo aquello que os resulta incomprensible? Por comodidad tal vez –se contestó Blédhri a sí mismo, sin dejar que la boca abierta de su oponente articulara palabra–. Todo aquello que puede ser imaginado existe. En este caso puede tratarse, simplemente, de una conciencia capaz de percibir revelaciones de lo sagrado, lo cual se manifiesta según sus leyes, que en algunos casos, sin saber cómo, son descubiertas por alguien. –El anciano detuvo su apasionada perorata, perdiendo los ojos en la jofaina que una de las jóvenes presentaba a la reina, donde un rayo de sol se partía, convirtiendo el líquido en una bella joya. Con trabajo, apartó su mirada del recipiente y continuó–: Desde luego es mucho más cómodo alejar de nosotros, en forma de maldición, lo que se sale de las normas establecidas, en vez de tratar de estudiarlo y conocerlo.
—¿Sagrado, decís? ¿Qué significa sagrado para vos? –se acaloró el arzobispo. Y luego, sin esperar respuesta, se removió inquieto, para afirmar–: Hay asuntos de los que es preferible separarse. La Santa Madre Iglesia…
—La Santa Madre Iglesia está encantada con estar rodeada de ignorantes que acaten sin preguntar porque las cuestiones suelen ser siempre molestas; es preferible aferrarse a lo conocido, o a lo que nos han contado; es mucho más cómodo para el que dicta y para el que escribe. Os empeñáis en rechazar que el poder está alrededor y que sólo tenemos que encauzarlo para poder utilizarlo.
—Señor Blédhri…
—Señor arzobispo…
—Señores –intervino la reina, entre divertida y amoscada, tendiendo las manos hacia una de las mujeres, con la copa vacía, para sumergirlas luego en el líquido hialino, que se descompuso en chispazos deslumbrantes–, dejad vuestras eternas disputas para otro momento. Creo que tenemos un asunto importante en el que debemos centrarnos. El sol se está escondiendo y el frío se intensifica. Entremos dentro. Llamad a Mercadier y a Pedro.
—¿Y Brianda? ¿No queréis hablar con ella? Hacéis bien desde luego, porque los endemoniados…
—Tal vez luego, señor arzobispo. Tal vez luego, cuando conozca todo lo demás, la haga llamar.
Mercadier se apresuró a presentarse ante la reina; traía consigo a uno de los guardias nocturnos. Hincó su rodilla en tierra, evitando mirar a su señora, un tanto avergonzado por haber sido derrotado por una mujer.
—Señora –saludó el capitán, empujando al soldado, quien miraba a la reina, sabiendo que de su decisión dependía su vida. Cayó arrodillado a sus pies sin poder valerse de las manos que llevaba atadas a la espalda.
—Contadme qué habéis averiguado –urgió Leonor al mercenario, después de corresponder con una leve inclinación de cabeza.
—Siento deciros que poca cosa, señora. He interrogado a los cuatro hombres y por separado me han dicho lo mismo. Por eso he traído sólo a uno, porque sus declaraciones son idénticas. Todos aseveran no haber visto ni sentido nada y después de estar con ellos una hora, puedo aseguraros que lo declarado es cierto.
Leonor se fijó en los moretones y rastros sangrientos que adornaban la piel del guardián y se convenció de que lo afirmado por Mercadier era exacto. No obstante, después de hacer un gesto para mandar que se soltaran los brazos del muchacho, que se mantenían en una forzada y dolorosa postura, preguntó:
—¿Es cierto, hijo, que permanecías en tu puesto completamente despierto?
—Señora, yo podría jurar, Dios me perdone, que estaba completamente lúcido, pero ahora, después de saber que la señora Brianda salió de vuestros aposentos sin ser sentida por nosotros, ya no me veo capaz de confirmar nada. –El muchacho, que había levantado la cabeza para contestar, mostrando sus labios y ojos hinchados y negruzcos, tornó a bajarla, deseando que aquel martirio terminara cuanto antes y se le ajusticiara sin más, ya que no podía defenderse de ningún modo.
—¿Alguien os ofreció, o tal vez vosotros mismos bebisteis o comisteis algo antes o durante el tiempo que duró la guardia?
—Yo no lo hice. Recuerdo que tenía un hambre feroz y que estaba deseando que pasara mi turno para poder echarme algo al coleto. No sé si mis compañeros lo harían, pero, en todo caso, sí que comentamos Riquelme y yo que podríamos zamparnos un jabalí entero, así que deduzco que él tampoco había comido.
—Mercadier –ordenó la reina–, haced que curen y den de comer a los muchachos. Está claro que no ha sido responsabilidad suya. Lleváoslo y traedme a Brianda antes que a Pedro.
Al poco, el mercenario se presentaba ante la reina con el rostro demudado y los dientes apretados.
—No está, señora. Ha huido; ha escapado de la estancia donde la había metido. Estaba bien cerrada y custodiada y no se encuentra allí, la habitación está vacía –el hombre aclaraba la situación, más que para informar a Leonor, para convencerse a sí mismo de lo sucedido y de la magnitud de su derrota–. Os aseguro que es imposible pero… no está. Se ha ido sin que nadie la haya visto en ningún lugar. Ni siquiera la guardia de las murallas, que vos sabéis controla exhaustivamente todo lo que entra o sale, ha notado ningún movimiento. Si me lo permitís –el desconcierto inicial dio paso inmediatamente al hombre de acción– tomaré unos pocos hombres y saldré tras ella.
—¿Y a dónde os dirigiréis? ¿Al norte o al sur? Si nadie es capaz de verla, si no deja ningún rastro, ¿cómo os orientaréis? –Mercadier escuchaba a la reina, pateando intranquilo y nervioso las piedras del suelo–. Os necesito a mi lado, no quiero que perdáis el tiempo persiguiendo a una… bueno, lo que sea. Se ha ido, ¿no? Pues dejémosla.
—Pero, señora –adujo, intentado controlar su ira–, eso no es ejemplarizante. Nada punible debe quedar sin castigo o las gentes pensarán que somos blandos y entonces…
—Entonces vos os encargaréis de hacerles entrar en razón como siempre habéis hecho. Este asunto no es importante. No afecta para nada a nuestro viaje ni a ninguna de nuestras gentes. Limitaos a no olvidarlo, tal vez en el transcurso del tiempo tengáis ocasión de resarciros.
—Eso ni lo dudéis siquiera, señora. –Enrojeció violentamente el mercenario al imaginar su venganza. Nadie se burlaba de Mercadier y esa maldita bruja iba a saberlo si caía en sus manos.
—En cuanto a vuestro sobrino, arzobispo, creo que deberíamos revisar su castigo, ya que, dadas las circunstancias, empiezo a pensar que el pobre muchacho fue una víctima de las malas artes de Brianda.
—No me gustaría tener que admitirlo, señora. No es bueno que los subordinados vean una debilidad o un error en sus superiores –dudó Elías, aunque en el fondo estaba deseoso de levantar la sanción al hijo de su hermana, al que amaba tiernamente, pero no quería mostrar flojera de ánimo, pues sabía que eso era el principio de la falta de autoridad, de la que podían derivar todos los males.
—No os preocupéis, Elías, traédmelo a mí y yo lo haré. A mis años, la autoridad o se tiene o hace mucho que se ha perdido. Además, tampoco importa demasiado, queda tan poco tiempo… –Leonor sacudió la cabeza, enfadada consigo misma, acababa de mostrar una debilidad y, como decía el arzobispo, eso no era buena política. Rio forzadamente para simular una broma e insistió–: Vamos, amigo, enviádmelo y dejadme a mí.
Mientras Mercadier y Elías salían en busca de Pedro, Leonor hizo una seña a Blédhri para que se acercara.
—Bléd, ¿qué crees que ha sucedido?
—Esa chica sabe, señora. Ignoro quién ha sido su maestro o si ha nacido con esos dones; aunque también, siendo tan joven, ha podido desarrollarlos involuntariamente debido a los sufrimientos que parece haber tenido que padecer en los últimos meses. Lo que está claro es que puede mandar a los elementos y manipular la mente de los hombres.
—Me encantaría tenerla cerca. Siento muchísimo que se haya ido –apuntó Leonor con una nota de pesar en la voz.
—No creo que fuera conveniente. Parece que no está usando sus poderes debidamente. Se siente muy dolida y sus emociones la arrastran. Cada vez que uno de sus caprichos le sea negado, su parte oscura estallará con imprevisibles consecuencias. Si pudiera permanecer junto a ella unos pocos días, tal vez lograra hacerle entender y orientar sus energías. Si continúa haciendo uso de ellas de esa forma negativa, llegarán a dominarla y entonces sí que podremos hablar de malignidad. Además, todo lo que expresa una modalidad de lo sagrado debe estudiarse en profundidad. –El anciano tornó a separarse hasta su lugar a espaldas de Leonor al ver llegar a Elías con su sobrino, quien caminaba tras el arzobispo y junto a Mercadier, de forma vacilante y cansada.
—Señora. –Se apresuró a doblar su rodilla ante la reina.
—Me han contado, Pedro, que esta mañana no habéis tenido una agradable experiencia –comenzó Leonor, dulcificando la voz al notar el abatimiento del joven.
—No, señora, no ha sido en absoluto placentera, pero, no obstante, debo confesar que no me comporté como vos habríais esperado de mí. Al poco estaba escondido bajo el lecho como una rata asustada. De modo que os suplico que busquéis para mí el castigo más severo que se os ocurra, porque no he recordado siquiera los juramentos de servicio y entrega que acabo de hacer al recibir mi investidura. Estoy tan avergonzado que si mis creencias no me lo impidieran, ya me habría quitado la vida, ya que para tan poco sirve.
—Alzaos, hijo. Es cierto que se espera de un caballero que esté dispuesto a entregarlo todo por una causa o una persona, pero esa exigencia sólo puede hacerse cuando ese hombre se enfrenta a algo conocido o esperado. Nadie, oídlo bien, nadie, por importante, valiente o santo que sea, puede, ni podrá nunca, pedir un enfrentamiento a aquello que escapa a las entendederas sin temor. Lo incompresible es siempre peligroso y todos lo sabemos. Este ha sido vuestro caso. Y estad seguro, cualquiera habría reaccionado como vos lo hicisteis. Habéis sido víctima de algo inexplicable, que ninguno de nosotros fue capaz de ver hasta hoy. Por tanto quiero que vuestro castigo sea suspendido y en las próximas horas departáis con Blédhri. Espero que él sepa haceros entender algunas cosas.
—Señora –se apresuró el de Malemort–, yo podría…
—Sé que lo haríais muy bien, Elías, pero tengo el capricho de oír lo que Blédhri tiene que decir al respecto y además, así, vuestro sobrino irá, poco a poco, en los tiempos que él desee y elija, informándome de los detalles de su experiencia, así que si no os importa…
—Desde luego, señora –aceptó Elías, apretando los labios, al tiempo que retrocedía hasta las puertas de entrada del salón, acompañado de Mercadier.
—La situación de Luis era complicada –apuntó Blédhri, señalando con su dedo algunos renglones ya escritos.
—Desde luego –captó Leonor enseguida el momento al que se refería–. Desde el malhadado día de Vitry el rey había cambiado completamente. Bueno, en realidad había recuperado su forma de ser, que en los primeros años de nuestro matrimonio, llevado de su pasión por mí, había dejado de lado. Prohibió todas las fiestas, banquetes, torneos… Expulsó a algunos de nuestros mejores trovadores porque además se volvió celoso; no podía tolerar que mi belleza inspirara algunos de sus mejores versos. Sin duda recordáis a Marcabru, quien constantemente me ensalzaba en sus cantos. Aseguró que lo único que pretendía el poeta era acostarse conmigo, así que lo echó de la corte y a otros muchos más, los mejores diría yo. Sólo tú, amigo, te salvaste porque habías estado conmigo desde que ambos éramos casi bebés y porque le aseguré que si te alejaba de mí, partiría a mis tierras y no me vería nunca más. Y no es que le importara demasiado perderme de vista, ya que apenas visitaba mi lecho, pero no quería, de ninguna manera, disgustar a su abate Suger, a quien había vuelto a llamar a la corte y seguía empeñado en conseguir descendencia legítima.
—Recuerdo perfectamente aquella época –evocó Blédhri–. Sólo podíamos reunirnos en vuestros aposentos y preferiblemente cuando Luis, arrodillado en las piedras de la capilla y con los pies descalzos, rezaba interminables padrenuestros.
—Sí, fueron unos meses lóbregos, de constantes misas, limosnas, sacrificios y ayunos. Bien es cierto que yo evitaba todo lo que podía aquellas historias, aduciendo que debía cuidar mi cuerpo para propiciar los embarazos, por lo que mi plato siempre era distinto de los otros en la mesa, y mis vestidos, para desesperación de Luis, que ya me veía ardiendo en los infiernos, siguieron siendo hermosos, porque «mi obligación es aparecer deseable a los ojos de mi esposo, para incentivar, siempre dentro de la decencia, su necesidad de acudir al lecho para hacer un príncipe». –Leonor rio francamente, sin controlar sus labios, puesto que estaba sola con Blédhri y él sabía de sobra que su dentadura ya no era lo que había sido hacía años.
—Pero como siempre, o casi siempre habéis hecho, supisteis capear el temporal, al menos por un tiempo.
—Sí, lo hice, pero te aseguro que con muchísimo trabajo y poniendo en movimiento toda clase de artimañas, ya que pretendía utilizar a uno de los más altos representantes de la Iglesia, que incluso en aquel momento en que aún caminaba sobre la tierra se le tildaba ya de santo. Y tú, mejor que nadie, sabes que yo no me he dejado impresionar nunca por nadie, pero aquel hombre tan alto, hermoso y espiritual, ya que sus frecuentes ayunos lo habían despojado de las abundantes carnes que suelen arrastrar los hombres de más de cincuenta años, haciéndole parecer mucho más joven, me conmovía; quizá por mi amor a lo bello, y desde luego no puedo dejar de admitir que Bernardo lo era. Pero no sólo hablo de su físico; se creía sin ninguna clase de duda aquello de lo que hablaba y por lo que vivía, lo que convertía su presencia o su discurso en algo absolutamente convincente e inapelable. Los ritos en los que intervenía hacían que las gentes conectaran con un tiempo y un espacio originarios y misteriosos, logrando que sus movimientos y palabras fueran decisivos e inexorables. Recuerdo que hasta mi padre, harto de sus censuras, irrumpió en la iglesia donde celebraba misa, armado y belicoso. Bernardo se limitó a encararlo, llevando en sus manos la hostia sagrada y su mirada de fuego, en la que ardía su convencimiento de estar en posesión de la verdad. Mi padre hubo de abandonar sus armas sobre el suelo de la capilla y arrodillarse, vencido por el poder de aquellos ojos que mandaban desde sus inamovibles certezas.
—Acudisteis al de Claraval para pedir su intercesión para dar un heredero al trono.
—Eso fue lo que se contó a quien deseó escucharlo, incluido mi esposo, y en parte en esa historia me apoyé para poder llegar a Bernardo, pero lo que yo pretendía era que su influencia actuara en Roma para arreglar el asunto de la excomunión de mi hermana, que ni siquiera a ella importaba, pero sí a Luis, y que también lo hiciera cerca del rey, para acabar con aquel estado de funeral constante en que se desenvolvían nuestras vidas.
»Mi hermana había estado en mis aposentos para quejarse de la situación con su boda, que tan bien habíamos planeado.
»Aseguró, como yo ya sabía, que, aparte del enfrentamiento con el de Champaña, no habíamos conseguido nada provechoso. Suger había vuelto a palacio y Luis hacía sólo lo que le ordenaban sus capellanes y frailes. El rey no me escuchaba. Si la situación no cambiaba ni ella ni yo tendríamos futuro en la corte.
»Pedí que me ofreciera alguna sugerencia y me dijo rotunda que deberíamos reconciliarnos con él y que, para lograrlo, el primer paso era hacerlo con su Iglesia, valedora entonces de Teobaldo de Blois. Además, creía que debía quedar embarazada, en la seguridad de que eso me daría poder y prestigio.
»Me parecieron imposibles aquellos objetivos. No tanto conseguir la reconciliación con la Iglesia, que ya de por sí lo era; lo más difícil sería lograr un embarazo, puesto que Luis, desde el episodio de Vitry, rechazaba cualquier satisfacción física, sobre todo las relaciones conmigo, pues estaba convencido de que sus males habían venido por mi causa.
»Ella insistió en que precisamente ese era el cambio más importante. Si no lograba arreglarlo estaríamos perdidas.
»Cuando me dejó, no pude por menos que disfrutar de la libertad que me daba no tener que soportar las pegajosas caricias de Luis. Pero supe que sus babosos envites eran la única salida para la situación creada y tenía que conseguirlos a través de los mismos que ahora criticaban el «doloroso control» que había ejercido sobre él. Ellos, capellanes y frailes, eran los únicos a los que el rey respetaba y obedecía y, por tanto, sólo a ellos escucharía.
»Recuerdo que aquella fue una hermosa mañana de primavera. Las semanas anteriores había llovido en abundancia, por lo que las tierras, húmedas y calientes por el sol de mayo, dejaban salir la vida que habían mantenido oculta y protegida durante el invierno. Era el momento perfecto: la primavera, la renovación, la fecundidad... –Leonor se ensimismó en aquellas dulces ideas de renacimiento y por unos instantes le pareció notar los movimientos de sus hijos en un vientre fértil, que nada tenía que ver con el que ahora sentía seco y yermo. Enseguida sacudió la cabeza y continuó–: Yo siempre me demoraba en el lecho hasta bastante más tarde del desayuno, algo que molestaba especialmente a mi esposo, acostumbrado a levantarse antes del alba, como era lo habitual en sus amados cenobios. Bien, pues la noche anterior había tomado la decisión de reconquistarlo desde su propio bando, ya que desde el mío parecía ya imposible. Mucho antes de que la luz entrara por los ventanales, me levanté y me hice asear y vestir, eligiendo uno de mis ropajes más discretos y de tonos más apagados y anodinos. Mandé que mis cabellos quedaran completamente cubiertos tras los velos, pues sabía que los mechones que, a veces, como si de un descuido casual se tratara, dejaba escapar de las tocas, eran motivo de escándalo para el rey y sus clérigos, sobre todo cuando antes de hacerlo mandaba que los rizaran con unas tenacillas de hierro que calentábamos al fuego. En fin, que aquel amanecer conseguí acicalarme en unos pocos minutos y, muy seria y circunspecta, me dirigí a la capilla para la primera misa a la que solía acudir Luis y en la que yo nunca lo acompañaba. Cuando llegué, seguida por mis damas, con aspecto de pobretona, humilde, pálida y triste, los clérigos, después del asombro consiguiente, tomaron su expresión más altiva y severa, ya que, sospechando que esa actitud era indicativo de pecados o problemas que ellos tendrían que resolver, debían mostrarse rigurosos para conseguir mayor provecho en sus intereses. Tomé mi lugar junto al altar y después de arrodillarme con gestos de piedad y entrega, que fueron observados al detalle, me senté, paciente, a esperar la llegada de mi esposo.
»Las puertas se abrieron de par en par, dejando entrar la luz rosácea del amanecer y la larga silueta de Luis, quien avanzaba por el pasillo central con los pies descalzos, sin hacer ruido, casi levitando de pura santidad. Me apresuré a arrodillarme y tomar el gesto más devoto, de forma que cuando él se colocó a mi lado, apenas lo miré un instante, en un silencioso saludo, para apresurarme a seguir con mis rezos.
»La celebración transcurrió de la misma forma pesada y aburrida en que solían desarrollarse los rezos del rey. Pero yo, decidida a conseguir lo que me había propuesto, la soporté sin perder un ápice de devoción y entrega. Al terminar, mi esposo se puso en pie y yo me demoré, esperando a que él hiciera el primer gesto de acercamiento. Me tendió efectivamente su mano para ayudarme a alzar, pero esto no quería decir demasiado, porque el rey ante todo era un caballero. Me apoyé en él y al levantarme, le sonreí tiernamente durante unos segundos, que no alargué, porque mi expresión no fuera mal interpretada. Apoyada en su brazo salí de la capilla. Allí, a la misma puerta, sin esperar su despedida, me solté de su brazo, le hice una reverencia y me alejé hacia mis aposentos, seguida de mis mujeres. Yo no volví los ojos, pero alguna de las jóvenes que lo hicieron con disimulo me hablaron de su cara de palo, asombrado por mi falta de alegría y buen humor habituales.
»A la hora del almuerzo, uno de sus señores se acercó a mis habitaciones para invitarme expresamente a la “mesa del rey”. Con cara triste le aseguré que nada me haría más feliz que “acompañar a mi señor en su refrigerio”, pero que sintiéndolo mucho tenía que declinar su invitación porque me sentía indispuesta. Pasé la tarde sin pisar siquiera el patio, y aunque tú y algún otro que ahora no recuerdo me acompañabais con vuestros versos y carocas, el cuerpo me pedía ejercicio y aire libre en un día tan brillante de sol y con todos los olores de la tierra convertidos en flor. Pero me mantuve en la línea que me había trazado y hasta el siguiente amanecer no torné a salir para repetir la escenita de la capilla. Así anduve más de una semana y, cuando ya sólo me faltaba morder las paredes de mi voluntario encierro, una tarde, Luis se presentó en mis aposentos sin ni siquiera hacerse anunciar.
»Le saludé inclinándome, pero manteniéndome a prudente distancia para no asustarlo.
»Él, sin moverse del sitio, tan cercano a la puerta como había podido colocarse para permitir cerrar los batientes a su espalda, me dijo que había venido a visitarme porque estaba preocupado por mí.
»Afirmé que sentía mucho ser motivo de pesadumbre para él y le aseguré que me encontraba muy bien, tal vez un poco cansada y abatida. Enseguida le pedí permiso para sentarme por tener poca resistencia física. Le habían contado que yo no salía de mis aposentos, a pesar de los hermosos días que estábamos disfrutando. También estaba informado de que apenas comía y de que rezaba constantemente.
»Le dije que no debía prestar demasiada atención al servicio porque siempre desorbitaba los hechos. Desde luego que mi personal no había exagerado en absoluto, simplemente se había limitado a repetir en distintos lugares y momentos la lección dictada por mí.
»Pidió conocer lo que me alteraba, diciendo que fuera esperaban sus médicos para examinarme.
»Insistí en que me encontraba algo abatida y que se me pasaría pronto. Él, a su vez, quería conocer el motivo de tal languidez, ya que no era normal en mí, lo que le hacía temer que pudiera estar enferma.
»Fingiendo una cierta duda, respondí que no necesitaba medicinas y que prefería no hablar por no inquietarle. Pero, francamente desazonado, me urgió para que contara mis cuitas.
»Le conté lo inútil y vacía que me encontraba, ya que llevábamos seis años conviviendo y no había cumplido mi obligación como esposa. Bajando la cabeza, admití que a veces me comportaba de forma algo irresponsable, pero que, en el fondo, sólo pretendía generar ruido alrededor para no pensar. En los pasados meses, en que él había apreciado tanto el silencio, yo había llegado a identificarme de tal forma con la situación, que ya no deseaba nada; simplemente estar en soledad hasta que el Señor decidiera llamarme.
»El rey se alarmó, lo cual me encantó. Me aseguró que era muy necesaria para él y para el reino. Aceptó el hecho de llevar semanas apartado y de que, posiblemente, continuaría así hasta que se considerara libre de pecado; luego acudiría a mi lecho y, si la Santísima Madre de Dios nos ayudaba, procrearíamos.
»Me apresuré a decir que ese era el primer paso a dar. Me refería a procrear, aunque a él debí aclararle que no era a rezar a lo que me refería, como entendió en un principio.
»En pocos días debíamos acudir a Saint-Denis para la consagración del coro y allí encontraríamos al bendito Bernardo. Le sugerí buscar el consejo del fraile, si le parecía bien, para saber qué debía hacer para mejor servir al reino y a él mismo. Además, estaba segura de que su intercesión sería definitiva para que pudiéramos concebir un hijo.
»Luis me miró, primero con suspicacia, luego, viendo la limpidez de mi mirada, con una cierta lástima. Se asombró de que algo que hacía muy poco me movía a risa, en aquel momento me interesara tan profundamente.
»Me di por ofendida y quise despedirle a él y a sus médicos, pero se apresuró a mudar el continente, asegurando que mi cambio le hacía feliz, que no ponía en duda mis intenciones y que, desde luego, hablaríamos a Bernardo de nuestros problemas.
»Aprovechando su debilidad, con delicadeza, le aseguré que deseaba pedirle algo más. Accedió con prontitud. Puse por delante mi pudor femenino y le hice saber que deseaba hablar a solas con el fraile.
»Con una cierta reticencia transigió, y yo, suspirando cansada, se lo agradecí, pidiéndole que me dejara porque la tensión me había agotado. Se levantó enseguida, volvió a sugerir la posibilidad de ser atendida por sus médicos y, al suspirar yo apenas, salió.
Leonor se sintió cansada e interrumpió su conversación con Blédhri sobre sus recuerdos del pasado. Apenas había disfrutado de ellos, porque anteriormente había asistido a la reunión del anciano con Pedro y poco o nada había conseguido extraer de ella. El chico respondía casi con monosílabos a las preguntas del anciano y de la propia reina. Sus ojos andaban perdidos por la estancia y cualquier ruido lo sobresaltaba, haciendo que se encogiera sobre sí mismo como si esperara un golpe.
—No era una persona, señora –aseguraba temeroso–. Lo que yo vi era un demonio.
—¿Es que habéis visto con anterioridad un demonio?
—No, señor, nunca, pero he visto los murales de las iglesias y era un ser parecido a los que hay pintados.
—¿Con cuernos y cola? –se burló delicadamente Blédhri.
—No, en realidad –reflexionó como para sí–; era una hermosa mujer.
—¿En qué quedamos, Pedro? –intervino Leonor, un tanto incomodada por la contradicción–. ¿Era un diablo o un ángel?
—¡Oh, no, señora! De ningún modo se le podía confundir con un ángel. Sus ojos despedían rayos de fuego y sus dientes eran largos y puntiagudos como puñales. Pero aun así –se adelantó a la nueva objeción– era hermosa... terriblemente hermosa.
—Entonces, ¿qué os hizo temerla? –quiso concretar Blédhri, asintiendo en dirección a Leonor de forma casi imperceptible.
—No podría decirlo, quizá la energía que se desprendía de ella y que sabía podría controlarme en cualquier momento, y yo no quería, de ninguna forma, faltar a la promesa que os hice, señora, aceptando vuestra sanción por haberla traído conmigo sin pedir permiso. El calor de su cuerpo quemaba como fuego y su mirada me arrastraba hacia ella sin que yo pudiera evitarlo, así que, dándome cuenta de que no podría resistir mucho más, me tapé el rostro con las manos y me escondí bajo el lecho, llamando a gritos a la guardia.
—Y cuando entraron, ¿qué ocurrió? –indagó, interesada la reina.
—Nada, señora. Se hizo el silencio, desapareció el calor y, cuando asomé por debajo de las pieles, me encontré con una niña débil e indefensa en manos de los dos guardias, que me miraban asombrados mientras salía de mi escondite. Nunca podré olvidar la chispa de burla de su mirada.
—No temáis por eso –quitó importancia al asunto Leonor–. A estas alturas saben muy bien de qué misterios hablamos. Seguro que a ninguno de ellos se le ocurre bromear con lo vivido. Me gustaría que a medida que vayáis recordando algún detalle que ahora no conseguís traer a la memoria, aunque os parezca trivial, nos lo hagáis saber a Blédhri o a mí. Este asunto me resulta incompresible y eso no me gusta nada.
Había despedido a Pedro, un tanto desilusionada con los datos conseguidos. No obstante, Blédhri había cabeceado durante toda la conversación como si a él sí que le hubieran resultado los hechos esclarecedores.
—¿Qué has sacado de todo esto, Bléd? –inquirió la reina en cuanto Pedro hubo salido, olvidando el protocolo del trato, como a veces hacía con algunos de sus amigos o sirvientes.
—Poca cosa nueva, señora. Lo único que he hecho ha sido afirmarme en lo ya expuesto. La muchacha posee unos poderes que la sobrepasan y si no aprende a usarlos van a hacer mucho daño a los demás, o a sí misma, en cuanto sean de domino público y las gentes la consideren un engendro maligno.
—Bien, dejemos este asunto, mañana quiero salir al amanecer hacia el sur y deseo retirarme a descansar temprano.
Durante casi dos horas, Leonor había rememorado los hechos que rodearon su decisión de entrevistarse con Bernardo. Al llegar a ese punto, había decidido dejarlo para el día siguiente.
—Estoy agotada, Bléd. Haz que nos traigan algún alimento aquí y después nos retiraremos.
—Como deseéis, señora, pero debo deciros que me habéis dejado en ascuas. Habría deseado conocer ahora mismo los detalles de vuestra entrevista.
—Sabes casi palabra por palabra lo que hablé aquel día. No obstante, aprovecharé la noche para tratar de recordar cualquier cosa que pueda resultar interesante para nuestra historia. Y ahora, ordena la cena y preparémonos para el viaje de mañana.
Leonor comió, un tanto desganada, una sopa de coles con torreznos y huevos de pato cocinados en la propia grasa del animal. Apartó de sí el siguiente plato de cabrito asado con miel, observando con un cierto asco el apetito voraz de Blédhri, quien dio buena cuenta de su ración. Rechazó también la masa de harina y huevo que, formando hermosas flores, había sido frita en mantequilla y rociada luego con miel. Bebió, eso sí, su copa de vino, aunque rehusó una segunda. Pidió, en cambio, una infusión de valeriana y amapola, que tomó con un cierto asco, pero con la confianza de que la ayudaría a conciliar el sueño.
Blédhri eructó satisfecho y se levantó, ofreciéndose a masajear los hombros de su señora, como solía hacer cada noche.
—Hoy no, Bléd –negó ella, levantándose a su vez–. Estoy demasiado cansada; ya no es sólo mi cuerpo el que se niega a seguir; noto que mi mente se aburre y, por el contrario, en cuanto algo inusual le hace cavilar en asuntos poco o nada ordinarios se agota, como en el caso de Brianda, que ignoro por qué me desasosiega más de lo que debería ser normal.
—Tal vez percibís alguna alteración que ella haya producido y que a los demás nos pasa inadvertida.
—Si eso es así, no desearía percatarme de nada, al menos hasta mañana al amanecer. Ahora estoy molida y lo único que me gustaría sería dormir y olvidar.
—No podréis olvidar aunque durmáis. Alguna parte de vos seguirá trabajando con lo vivido hoy.
—Mientras no sea consciente, no me importará. Pero de verdad que deseo distanciarme del peso del vivir y sólo consigo hacerlo cuando duermo. Eso, Bléd, ¿querrá decir que la muerte es un descanso, o simplemente volver a la matriz primigenia?
—Creo, señora, que la fuerza que regenera las estaciones y la vegetación hace lo propio con los hombres que ya han muerto y que son atraídos por la fecundidad, que ha de devolverlos a la vida. ¿Acaso no tenéis vos la sensación de haber vivido siempre? –indagó el anciano, deseando tranquilizar a su señora, para que el sueño acudiera a relajar su mente. Sin esperar respuesta continuó–: Nada que no exista puede ser imaginado. Si lo sentís es porque no habéis olvidado la sensación de la existencia eterna, que es lo que habéis hecho y haréis por siempre. De todas formas, no creo que sea buen momento para comenzar una charla que tan onerosa suele resultaros habitualmente.
—Tenéis razón, amigo, idos para que pueda acostarme. Tal vez mañana, durante el camino, sigamos hablado de este asunto.
Blédhri se inclinó ante su reina y retrocedió hasta casi la puerta, allí se volvió y dejó que una de las mujeres le abriera, saliendo tan derecho, elegante y acompasado que Leonor no pudo evitar una leve sonrisa, al darse cuenta de lo difícil que le iba a resultar a la muerte acabar con aquellos dos viejos.
Dejó que sus mujeres la desprendieran de sus pesados vestidos. En camisa, sentada junto a la chimenea, permitió que le lavaran el cuerpo, mojando pequeños trozos para evitar tiritar. Últimamente, sobre todo en los días fríos del invierno, prefería aquella forma de higiene a los largos baños que gustaba tomar en su juventud. Ahora la dejaban agotada y además, incluso en pleno verano, pasaba mucho frío. Alguna de las mujeres deshizo su complicado peinado, el cual, a pesar de mantener oculto bajo los velos, se empeñaba en realizar cada día. El peine de plata con incrustaciones de oro, grabado con extrañas letras árabes, se deslizaba por sus largos cabellos con suavidad y cuidado. Había sido un regalo de su tío Raimundo de Poitiers, cuando llegó, con su primer marido, a Antioquía. Jamás había permitido que nadie la peinara con cualquiera de los otros muchos peines, algunos hasta con piedras preciosas engastadas, que había en su tocador. Cada mañana y cada noche, la muchacha encargada del arreglo de sus cabellos sabía que aquel y sólo aquel peine debía desenredar el pelo de su ama.
Una vez lavada y perfumada con flores de lavanda, vistió una nueva camisa de seda con los puños y el cuello bordados con las armas de los Plantagenet, casi perdidas entre hojas de olivo. Apoyada en dos de sus jovencitas se acercó al lecho y se dejó acostar y arropar. Sus damas descansaban alrededor, en pequeños catres que se colocaban cada noche rodeando la cama principal y que eran retirados al amanecer para no entorpecer el deambular por el cuarto. Al cabo de un rato, todas las mujeres descansaban plácidamente, acunando con su suave respiración la voluntad de Leonor de abandonarse a una dulce somnolencia.
Poco tiempo después, ella también dormía, pero su sueño fue corto e inquieto. «Maldita sopa de coles –discurría su cabeza, sintiendo retortijones en sus tripas–. Soy una idiota; no es la primera vez que esto me ocurre y sigo insistiendo en comerla. No volveré a hacerlo».
—No deberíais, no, señora. Si sabéis que os sientan mal, es un poco estúpido que las ingiráis.
—¿Qué haces tú aquí? ¿Acaso no sabes que nadie, sin permiso, puede entrar en mis aposentos?
—Lo sé muy bien, señora, pero convendréis conmigo que, en mi situación, no sería lo más oportuno solicitar vuestra venia.
—Creo que llamaré a la guardia para que os detengan.
—No lo hagáis, puesto que ahora duermen profundamente y no podrían escuchar vuestra voz; en cuanto a vuestras damas, vos misma podéis verlas, les ocurre exactamente lo mismo.
—Bien, veo que no me queda más alternativa que atender a lo que tengáis que decirme, así que procurad ser breve.
—He venido para reconocer vuestras atenciones. Hube de marcharme sin hacerlo y no me encuentro a gusto. Aunque no puedo dejar de pensar que tal vez os mostrasteis demasiado severa en el castigo elegido. Creo que fue excesivo e innecesario. Aunque sois una reina y eso obliga a… En fin, es algo en lo que tengo que pensar, porque a veces dudo si ser agradecida o vengativa; reflexionaré sobre ello y tomaré la decisión que me convenga según el caso. En un momento aventurado me protegisteis y eso creo que no estaría bien que lo olvidara, de modo que cuando necesitéis algo, no tenéis más que llamarme y entonces decidiré cómo actuar.
—¿Llamaros? ¿A vos? Habéis traicionado mi confianza y eso es imperdonable.
—Señora, sé que no he obrado como habría sido debido después de vuestra amable protección; os suplico perdón por ello, pero sólo y exclusivamente por eso. En lo demás, algo más fuerte que yo me impulsó esa noche a buscar a Pedro. Tal vez quería medir si su amor por mí era más fuerte que su lealtad a vos. Me falló, como todos; os ama y os respeta y ni siquiera mi pasión fue capaz de cambiar eso. Se negó a tomarme sin vuestro permiso y huyó de mí. Por eso os odio, a pesar del amor que me inspiráis porque gracias a vos estoy libre. Después, las cosas ocurrieron muy deprisa, tanto que no sabría contaros cómo se desarrollaron los hechos. De repente me encontré encerrada, sin conocer el castigo que se me iba a imponer y desee ardientemente salir de aquellos muros. Al instante me encontré en el bosque y allí estoy. Os lo digo porque no vais a traicionarme; no sé por qué estoy tan segura de vos, pero así es. –La muchacha se calló unos instantes reflexionando, luego concluyó–: Quizá porque mi padre sirvió a vuestro abuelo y sé que vuestra familia no se deja intimidar fácilmente, ni siquiera por los poderes eclesiásticos. De cualquier forma, procuraré estar siempre cerca por si me necesitáis.
—No os molestéis –negó firmemente con la cabeza la reina, tratando así de ocultar su miedo por aquella joven que la miraba desde detrás de sus largas pestañas, tan pronto con adoración entregada, como con hondo rencor–. Haced vuestra vida, yo soy muy vieja y en el poco tiempo que me queda creo que mis necesidades serán más bien pocas.
—Se me ocurren algunas cosas que podríais precisar –apuntó Brianda con una media sonrisa.
—¿Por ejemplo?
—La Santa Espina.
Leonor abrió los ojos sobresaltada. El fuego se había apagado. La estancia estaba sólo alumbrada por la luz de la luna, la cual se colaba por entre los tapices que cubrían los ventanales. «Aún es de noche», pensó, castañeteando los dientes de puro terror. A su alrededor las mujeres dormían plácidamente y la habitación, al menos en las zonas iluminadas, estaba vacía. Forzó sus ojos cegatos, tratando de ver en los rincones umbrosos. Cejó en su empeño, porque su falta de visión, unida a las tinieblas de algunas partes de la estancia, llenó su mente de quimerinas figuras, que cuanto más miraba más vida cobraban. Suspiró quejumbrosa. Acababa de estar junto a Brianda, había hablado con ella y resulta que todo parecía haber sido un sueño. Estuvo a punto de llamar y pedir velas y fuego en la chimenea. Tal vez con la disculpa de que tenía frío, nadie se daría cuenta de que lo que ocurría en realidad era que su señora no era más que la rapaza que en la noche grita en las cuadras porque ha visto un aparecido, moviendo a risa a todo el mocerío del castillo, el cual, al día siguiente, chirigotea con el asunto, haciendo guasa en canciones y chascarrillos del sucedido.
Apretó los labios y se envolvió en las pieles, dejando fuera sólo la nariz. Intentó dormir, repitiéndose que ella era una reina, vieja y sabia, que ya había pasado por todas las pruebas que cualquier mortal podía esperar en este mundo. ¿Es que iba a tener ahora miedo de un sueño? Sí, se contestó a sí misma, por la sencilla razón de que lo vivido no había sido un sueño. Brianda había estado allí, hablando con ella de… ¡Santísima Virgen! Había hablado de la Santa Espina… De la Santa Espina. ¿Quién la había informado de la existencia y los problemas que parecían ir a derivarse de su posesión? Desde luego que nadie. Aquello era un secreto de Estado. Las personas que lo conocían sabían que un tratado es algo absolutamente confidencial del que sólo los participantes pueden hablar. Ahora sí que sus dientes castañetearon sin pudor. Ella había estado allí y además era capaz de leer su mente… Había dicho que se escondía en el bosque próximo, mandaría a buscarla y… No, no podía hacerlo. No sabía muy bien por qué, pero no podía y no sólo no enviaría a detenerla, sino que evitaría hablar de ella y de aquella noche porque algo le decía que esa actitud era la correcta y la conveniente. Cerró los ojos, súbitamente tranquilizada y, sin darse cuenta, se durmió.