15

—«Señora, he de partir para la Cruzada», me dijo mi hijo, apenas terminados los festejos de la coronación. –Leonor, en su carro, junto a Blédhri, parecía de repente cansada.

—Nunca entendí muy bien esa expedición, ya que Ricardo acababa de hacerse con un reino que aún era inestable y estaba rodeado de enemigos esperando una debilidad por su parte.

—Esa fue mi primera protesta ante su deseo. Pero me explicó sus razones, aunque la más importante de todas se la calló. Me dijo que debía contentar a la Iglesia, la cual no andaba muy convencida de apoyar a alguien acusado de sodomía. La historia, propagada por Felipe de Francia, se había extendido por todo el mundo y era casi imposible borrar. El francés había logrado que mi hijo apareciera a los ojos del papa como un pervertido poco fiable. Conseguía así dos fines: uno, alejar a Ricardo de sus tierras, y dos, aparecer como el gran héroe y perfecto caballero, defensor de la causa del Señor. ¡Como si no supiéramos todos que cuando mi hijo estuvo en su corte compartió con él toda clase de diversiones! Porque eso eran sus desviaciones, ganas de buscar nuevas sensaciones…

—También tenía en su contra la forma un tanto desquiciada de actuar de su padre y vuestros enfrentamientos y los de vuestra propia familia con la Iglesia.

—Desde luego, yo nunca fui muy amada por Roma, pero, sobre todo, el deseo de batalla y de brillo estaban por encima de todas las demás consideraciones. Ricardo era un guerrero, no un político, y la idea de pasear los adarves de sus castillos mirando al horizonte, recibir embajadores o enfrentarse a las torticeras intenciones de barones, clérigos o reyes le aburría terriblemente. Yo lo conocía bien. El día en que me exponía sus proyectos, sus ojos brillaban ya con la excitación de las batallas y los triunfos que imaginaba conseguir en Tierra Santa. Felipe partiría con él y el emperador de Alemania ya aprestaba sus efectivos. Acepté. ¿Qué remedio me quedaba? Además, en el fondo, yo no estaba preparada aún para el retiro. La idea de volver a gobernar me estimulaba.

—Todo se puso en movimiento en Inglaterra –recordó Blédhri, entornando los ojos. De repente, allí estaban los leñadores cortando inmensos árboles que enseguida serían naves, los forjadores, los trabajadores del cuero, los campesinos criando hermosos cerdos que luego se ahumarían para poder ser transportados…

—La economía se reactivó considerablemente. Me viene un dato a la cabeza que seguramente tú recordarás mejor que yo misma. En el bosque de Dean se forjaron más de cincuenta mil herraduras…

—Además de las armaduras, cotas de malla y armas… El proyecto de las Cruzadas siempre tuvo algo de mágico. Tanto los grandes señores como los campesinos o los pobres habitantes de las ciudades se contagiaron enseguida del entusiasmo y buscaron la forma de costearse el viaje, empeñándose o vendiendo sus tierras para seguir al rey. ¿Os acordáis, señora, de aquel Adam de Tolwarth, ciudadano de Londres que, entre otros muchos, estuvo junto a Ricardo en el sitio de Acre, comportándose como un consumado guerrero, cuando su oficio era el de curtidor... o no, tal vez picapedrero, o…? Bueno –cabeceó, borrando su interés por el compañero de Ricardo, al que apenas recordaba–, da igual, el hecho es que el proyecto arrastró a gentes de todos los estamentos sociales. También es cierto que la situación era comprometida. La propia Jerusalén había caído en manos de Saladino y el papa urgía a sus señores para que la liberaran.

—No sólo nos preocupaba, o al menos a mí, el hecho de que la ciudad no estuviera ya en manos cristianas, lo más duro era que los francos eran convertidos en esclavos por miles.

—Bueno, Saladino fue generoso…

—No te engañes, Bléd, no hay dirigente generoso; sólo disfraza sus actos de generosidad. En este caso, el sultán vio que los habitantes de la ciudad, después del desastre de Hattin, dirigidos por Balian de Ibelin, estaban decididos a morir defendiendo sus posesiones y lo que no deseaba Saladino era encontrarse con un montón de cadáveres y una ciudad en ruinas. Y, después de fijar precio por su libertad, él mismo pagó la de mil hombres, y su hermano Malik al Adil, el que después estuvo a punto de ser mi yerno, otros mil.

—Ya. Fue una pena que vuestra hija Juana se negara a casarse con él; esa habría sido una buena solución que hubiera evitado mucha sangre. Pero sus creencias religiosas…

—¡Qué ingenuo eres, Bléd! Mi hija puso la excusa de que jamás se casaría con el musulmán a no ser que se hiciera cristiano. Sabía de sobra que en el caso del hermano del sultán eso era imposible. Lo que realmente ocurrió fue que el pretendiente no era de su agrado, por razones que nunca llegué a conocer, y, claro, necesitaba una disculpa de peso para negarse. Mis hijos, excepto Juan, siempre han sabido estar a la altura de lo que se esperaba de ellos. En cuanto se conocieron sus motivos en los países cristianos, a nadie se le ocurrió pensar en que ponía su egoísmo particular por delante de su deber; muy al contrario, todos la admiraron por su acendrada religiosidad.

—Lo que estaba claro era que la situación en Tierra Santa se había puesto muy difícil: beduinos, turcos e incluso bizantinos explotaban a los peregrinos. Y además del motivo religioso estaba el económico.

—Ese era el principal –aceptó la reina con un cabezazo de asentimiento–, aunque no se quisiera hablar de él. Recuerda cómo Conrado de Montferrato repartió la ciudad de Trípoli entre los comerciantes genoveses, pisanos, barceloneses y francos. La obtención de las especias era un gran negocio que nadie estaba dispuesto a perder.

—El emperador parte el mes de mayo de mil ciento ochenta y nueve.

—Sí, su intención era socorrer a Guy de Lusignan, quien después de la muerte del esforzado y joven rey leproso de Jerusalén ostentaba su título y se disponía a poner sitio a San Juan de Acre. Una gran desgracia la desaparición de Federico, quien, apenas un año después, muere ahogado en el río Selef. Sólo unos pocos alemanes quedaban allá, junto a mi yerno Enrique de Champaña, pero esos efectivos eran a todas luces insuficientes.

—Ricardo deja pronto Inglaterra para viajar a Francia y vos lo seguisteis algo más tarde.

—Sí, esperé a ver la reacción que su marcha podía ocasionar entre los señores ingleses, pero el espíritu de la Cruzada había arraigado en todos y nadie pareció ofendido porque su recién coronado rey se marchara a miles de millas de sus posesiones. Habíamos contentado a Juan con nuevos castillos, tratando de evitar que su traicionero temperamento se aprovechara de la ausencia de su hermano para hacerse con la corona. En cuanto a Godofredo, el bastardo de mi esposo, le ofrecimos el arzobispado de York. A ambos Ricardo les exigió el juramento de no pisar tierra inglesa en tres años. Ellos aceptaron todo en el momento, para gozar sus prebendas. Luego, yo misma en el caso de Juan, pedí a Ricardo que lo liberara del juramento.

—Lo que evitasteis fue darles a ambos ningún tipo de responsabilidad o mando.

—Eso desde luego. En Inglaterra elegimos para llevar el gobierno al clérigo Guillermo Longchamp. Un tipo curioso ese Guillermo –reflexionó como para sí la reina–. Era contrahecho y tartamudo, pero un excelente político, aunque en ocasiones demasiado autoritario. De todas formas, él sería el gran canciller e, inmediatamente después de la coronación de mi hijo, se le concedió el obispado de Ely.

—Y, por supuesto, vos seríais la reina hasta el regreso de vuestro hijo.

—Sí y puedo decirte, Bléd, que ese era el único incentivo que me mantenía. Es más, por entonces empecé ya a pactar el compromiso con Sancho de Navarra, para que su hija Berenguela fuera la esposa de Ricardo.

—No estabais dispuesta a que la triste Adelaida se convirtiera en reina de Inglaterra, después de haber sido la amante de vuestro esposo.

—Esa fue la disculpa que pusimos, ya que era una prohibición expresa de la Iglesia que alguien que hubiera cohabitado con un familiar lo hiciera luego con otro. Pero ese impedimento se habría obviado si lo hubiéramos querido. Pero yo no estaba dispuesta a emparentar con el sibilino Felipe. No lo quería cerca de mi corte, ni siquiera por medio de su hermana. Así que, en absoluto secreto, empecé los trámites.

—¿Por qué elegisteis a Berenguela?

—Quería darle a mi hijo una bella esposa; alguien que fuera capaz de contener sus desatadas pasiones. Él mismo me había hablado de la hermosura y prudencia de la dama, a la que había conocido en uno de sus viajes para participar en un torneo. Tan bonita le pareció, me dijo, que le había compuesto unos versos.

—De modo que cuando Ricardo se reunió con Felipe en Gisors, sabía ya de vuestros proyectos, por lo que entretuvo al francés, asegurándole que, a la vuelta de las Cruzadas, lo negociarían de nuevo.

—Así fue. El franco, renuente, aceptó la dilación porque los asuntos a tratar aquel día eran realmente muy importantes. Además, andaba preocupado al haber perdido hacía poco a su esposa, quien murió al dar a luz dos gemelos, los cuales hubo de enterrar junto a su madre en el nuevo coro de la catedral de París. Lo cierto era que nunca la había amado y que la trató con dureza y despego, pero no dejaba de ser un problema su muerte en un momento tan conflictivo, aunque la pobre Hainaut le hubiera dado ya un heredero… –Leonor detuvo su perorata unos instantes y luego, cabeceando, aseveró–: Fueron unas jornadas verdaderamente fatigosas. Hubimos de hacer pactos políticos, controlar la intendencia que habrían de cargar las naves y contentar a la Iglesia con múltiples donaciones. Teníamos que propiciarlos, puesto que eran los únicos con poder para frenar las intenciones de cualquier adversario que quisiera aprovecharse de la ausencia del rey. Sus excomuniones eran realmente temidas…

—Bueno, sólo a veces…

—Efectivamente, más por la gente del pueblo que por los señores, los cuales las ignoraban en muchas ocasiones; todo dependía del interés que tuvieran por algún castillo o lugar, pero era una baza nada despreciable, así que no podíamos dejar de servirnos de ella.

—Ricardo se despidió de vos en junio, en Chinon, y se dirigió a Vézelay, lugar de concentración de los ejércitos. Y vos, contra todo pronóstico, en vez de viajar a Inglaterra como todos esperaban, os pusisteis en camino buscando los Pirineos.

—Nadie supo de aquel viaje. Aparentemente me dirigía a Burdeos y allí pasé algún tiempo hasta que las naves partieron de los puertos, navegando hacia Sicilia, donde los vientos las retuvieron cerca de seis meses, aunque en un principio habían decidido pasar sólo el invierno.

—Desde luego no fue sencilla aquella misión. Como en esta, nos desplazamos durante el invierno, primero hasta Navarra y, más tarde, atravesamos los Alpes y Lombardía. Buscamos barcos que nos trasladaran hasta Sicilia, primero en Pisa y luego en Nápoles. Los conseguimos al fin en Brindisi y arribamos a la isla al comienzo de la primavera, con la princesa navarra.

—Así fue. ¿Sabes, Bléd, que me admira que evoques mi vida casi tan bien como yo misma?

—Mi vida ha sido casi la vuestra, señora. Apenas recuerdo otros lugares que vuestros castillos, ni otros desplazamientos que vuestros viajes. Sólo mis estudios y mis versos a mí han sido reservados. Y, en el caso de los segundos, la mayoría os los he cantado o recitado en fiestas o en algunas duras tardes de lluvia, niebla y olvido, cuando vuestras libertades estaban recortadas o cuando algún dolor, de los muchos que os han afligido, aparecía de repente.

—Siempre has sido un consuelo para mí, amigo. Incluso ahora, que el desengaño y la desilusión quieren cerrar mi vida, me estás haciendo revivir, recordando conmigo intensas escenas de mi existencia, que me distraen del vértigo de la oscuridad absoluta. Bien. –Sacudió la reina sus tocas, levantando la barbilla como si estuviera recibiendo a embajadores o a extraños–. Sigamos.

—Estábamos entrando en Sicilia… –quiso recordar Blédhri.

—Lo hicimos el treinta de marzo y ese mismo día Felipe salió de sus puertos por no tener que verme.

—A vos y a Berenguela. Entonces comprendió por fin que su hermana jamás sería reina de Inglaterra, y a vos exclusivamente culpaba de la decisión.

—Me informaron de que su última entrevista con Ricardo fue tormentosa, pero se supo derrotado y no le quedó más remedio que aceptarlo, aunque, como más tarde íbamos a experimentar, nunca nos lo perdonó y sus ambiciones sobre algunas de nuestras tierras se convirtieron en sañudos rencores que nos trajeron dolores sin cuento.

—Mientras vos batallabais por su futuro, vuestro hijo parecía divertirse.

—Ricardo se divertía siempre. Su insaciable curiosidad buscaba novedades en cualquier lugar o persona que conocía. Allá, en aquellas viejas tierras, pateó caminos y montes, buscando las ruinas de las que le hablaban sus habitantes; subió incluso al Vesubio, en Nápoles, y cuando supo de un monje que hacía interpretaciones del Apocalipsis, en las que decía poder ver el futuro, lo visitó. Y en las largas travesías por mar, a las que no estaba acostumbrado, aprendió a manejar un barco como un consumado marino… Y todos esos esparcimientos, sin abandonar sus entrenamientos y torneos, que organizaba en cualquier momento y lugar.

—Su fortaleza física había llegado a hacerse legendaria. Sé que, después de elegir en los bosques árboles para sus máquinas de guerra, él mismo los arrastraba hasta el lugar donde eran requeridos. Era capaz de caminar días enteros o de batir a numerosos caballeros en una misma jornada… Y además, escribía delicados versos o discutía de los más enrevesados temas con cualquier clérigo o experto que se encontrara.

—Era terriblemente apasionado –asintió, cabeceando Leonor–, por eso quise llevarle una esposa a la que admirara, para que ella pudiera frenarlo y atemperar sus excesos, que le llevaban a entregarse a las más locas diversiones y a los más exagerados arrepentimientos.

—Nos encontramos allí con vuestra hija Juana, a la que llegó a tiempo de salvar Ricardo.

—Sí, su esposo Guillermo, a quien ya se denominaba el Bueno, había muerto hacía un año y las guerras de sucesión se desataron inmediatamente. El emperador de Alemania quería la isla, apoyándose en los derechos de su esposa Constanza. Tancredo, un miembro de la familia de Guillermo, deseaba también suceder a mi yerno. Mi hija no estaba de parte de uno ni de otro, pero Tancredo se apresuró a encerrarla, para tratar de utilizarla como rehén contra Ricardo, por si acaso este se mostraba partidario del emperador. Cuando mi hijo arribó a Messina y se enteró de que su hermana estaba prisionera, montó en cólera con tal violencia que Tancredo se apresuró a liberar a Juana, quien se reunió con Ricardo en su campamento. Él consiguió inmediatamente que se le abonara su dote, y además hubo de protegerla de los libidinosos deseos de Felipe de Francia, quien, al ver su juventud y hermosura, la deseó para sí instantáneamente. Mi hijo envió a Juana a mi encuentro, separándola así del franco que, al ver que sus intenciones no eran de nuestro agrado y que además su hermana Adelaida, a quien habíamos dejado a buen recaudo en Rouen, no sería nunca reina de Inglaterra, levó anclas y partió lleno de ira.

—Nos reunimos con la princesa en Reggio.

—¡Qué bella la encontré! Hacía mucho tiempo que no la veía, pero la habría reconocido en cualquier parte. Contaba entonces unos veinticinco años y era tan parecida a mí a su edad que me trajo a la memoria la seguridad que da la hermosura a una mujer… –Los ojos de la reina se entristecieron, perdiéndose en la nada. Se recuperó enseguida, afirmando, cansada–: Y que se pierde muy pronto, sin casi haber sido consciente de poseerla. Entre las dos –continuó enseguida con la parte práctica– elegimos los ornamentos que me había preocupado de llevar conmigo para el enlace de su hermano. El día de la boda montaría sobre una silla dorada, cuyo arzón hice adornar con dos leones enfrentados; vestiría una túnica de seda rosa, en la que mandé bordar medias lunas de plata; un sombrero granate con costosas plumas de aves exóticas, sujetas con un hermoso broche de oro, cuyas tallas yo misma había diseñado; un tahalí de seda bordado con leones granates, del que pendía la vaina de oro para su espada, con parecidos motivos al broche de su sombrero… Sentí mucho perderme la ceremonia, porque estaba segura de que, sin mi control, alguien iba a equivocarse, pero antes de partir repasé junto con mi hija y los clérigos encargados del evento todos los ritos que se llevarían a cabo ese gran día. Apenas pude descansar porque los asuntos de Inglaterra me preocupaban, de modo que a los cuatro días hube de partir, dejando a Juana al frente de todos aquellos detalles de los que sólo una mujer es capaz de ocuparse. A su custodia quedaba Berenguela y, en parte, el apasionamiento de su hermano, al que temía más que a nada dejar solo. Pero era imposible estar en todas partes, así que partí, acompañada de Gautier de Coutances, el arzobispo de Rouen y de Gilberto Vascoeuil, un divertido y culto caballero que me hizo la travesía mucho más agradable de lo que yo esperaba.

—Ricardo embarcó a su hermana y a su prometida en una nave que debía recalar en Chipre, en cuya catedral tendría lugar el enlace.

—Sí, pero a pesar de mis advertencias en contra de los bizantinos, nunca pensó que su alevosía llegara al extremo que lo hizo. El dromón que llevaba a mi hija y a Berenguela con todas sus posesiones arribó a la costa, empujado por la tormenta, mucho antes que las naves del rey. Y al emperador Isaac no se le ocurrió otra cosa que apoderarse de él, junto con las dos mujeres y sus riquezas, para extorsionar a mi hijo.

—Los hombres, a veces, somos tan soberbios que cerramos los ojos a la realidad –reflexionó Blédhri–. Estoy seguro de que Isaac en ese momento ya conocía de sobra las hazañas de vuestro hijo. ¿Acaso pensó que, rodeado de un poderoso ejército como estaba, iba a consentir que lo derrotara?

—En cuanto se enteró del secuestro, su ira se extendió por toda la isla; apenas tres semanas después, Chipre estaba en sus manos y el emperador prisionero en una de sus fortalezas.

—Según os contaron, la ceremonia del enlace en la catedral de Limassol resultó perfecta.

—Eso me escribió mi hija y estoy segura de que ella hizo todo lo posible para que así fuera. Sabía muy bien que el rito y el fasto son dos formas de controlar a los pueblos. Hay que ponerse muy por encima de sus posibilidades, para que respeten a aquellos que los gobiernan o los dirigen. Después de la pobre experiencia que tuve con mi primer marido, me encargué de aleccionar a mis hijos en ese sentido, que yo había ya experimentado en muchas ocasiones y que fui incapaz de hacer entender a Luis, quien pensaba todo lo contrario. Él creía que los villanos, si veían que alguien se ponía voluntariamente casi a su altura, lo respetarían y obedecerían con más agrado. Ni con el paso de los años llegó a entender a sus propias gentes… –cabeceó, plegando la boca con desdén.

—Enseguida se embarcaron y en junio estaban a la vista de San Juan de Acre. Ricardo hizo en aquel sitio verdaderas demostraciones de un valor casi suicida.

—Esa era la vida que él amaba y que daba salida a su impetuoso temperamento. Sí, después de su llegada poco pudo resistir la ciudad y apenas un mes más tarde entró en ella como vencedor absoluto, dejando en la sombra a Felipe; otra afrenta que al francés le hizo rechinar los dientes, sintiéndose absolutamente desplazado por el brillo de mi hijo. Esa situación se repitió constantemente, hasta el extremo de que el franco, al poco, con la excusa de una enfermedad, se hizo liberar de su voto y emprendió el regreso a Francia, asegurando a quien le quería escuchar que Ricardo se encontraba tan a sus anchas en Tierra Santa que seguramente jamás regresaría.

—Desde luego esos eran sus planes, como pudimos ver más tarde. No obstante, creo que volvió a equivocarse. Al parecer, aunque pudiera controlar al díscolo Juan, no contaba con vos.

—Su mano ya podía verse en la forma de actuar de Juan. En ausencia de su hermano y por mi causa, que le había liberado de su juramento de no pisar tierra inglesa, viajaba por toda la isla, haciéndose conocer, repartiendo prebendas y sonrisas, para conseguir así el amor de un pueblo que ya conocía de oídas sus torticeras intenciones y, sobre todo, su cambiante temperamento, que podía pasar de la entrega absoluta a la ira o el capricho más inexplicable y dañino.

—Apenas os detuvisteis en Roma, deseando llegar cuanto antes a vuestro destino.

—Sí. Visité al nuevo papa. Iba a coronar en aquellos días a Enrique, emperador de Alemania y, por supuesto, no fui invitada, así que me apresuré a conseguir préstamos para la vuelta, unos ochocientos marcos, y embarcarme rápidamente.

—El día de San Juan estabais ya en Rouen.

—Y me había traído conmigo la aprobación del papado para la consagración de Godofredo como arzobispo de York. Consagración que se realizó inmediatamente y que dio pie a nuevos conflictos.

—El bastardo de Enrique quiso presentarse en su diócesis, a pesar de la palabra dada a Ricardo. Pero vuestro canciller, Guillermo Longchamp, recto y autoritario, recordándole su juramento, lo hizo arrestar en Dover.

—Circunstancia que aprovechó Juan, en una demostración de inteligencia que siempre supuse apoyada por las maniobras de Felipe. Quería el francés deshacerse de Ricardo, ya que mi hijo pequeño le parecía mucho más manejable.

—De cualquier forma, Guillermo no gozaba de muchos afectos. Era demasiado autoritario e incluso muchos lo acusaban de querer hacerse con la sede de Canterbury, ya que su arzobispo acababa de morir en Tierra Santa. Su situación era tan mala que hubo de recluirse en la Torre de Londres.

—No obstante, fue citado ante una asamblea reunida en la catedral de San Pablo y, valientemente, se presentó y, aunque se defendió muy bien, llegando a acusar en público a Juan de querer suplantar a su hermano, fue destituido. Su vida peligraba, así que hubo de disfrazarse de vieja y salir de Inglaterra, camino de París, donde supo interesar en sus desgracias a dos cardenales, Jourdain y Octaviano, quienes se dirigieron a Normandía sin solicitar el derecho de paso. Cuando llegaron ante Gisors, el senescal se negó a bajar el puente levadizo.

—A partir de ese momento se produjeron una serie de confusas excomuniones, lanzadas por los cardenales, el obispo de Ely y por los prelados de Inglaterra, dirigidos por Godofredo el Bastardo.

—Fue en esa difícil situación cuando, en las Navidades de mil ciento noventa y uno, recibí la noticia de que Felipe de Francia acababa de llegar a Fontainebleau. Comprendí entonces con absoluta claridad que los problemas suscitados hasta entonces a él eran debidos. De modo que envié órdenes a todos mis senescales para que se aprestaran a defender las fortalezas.

—No era vana vuestra precipitación porque, apenas pasadas las celebraciones, el franco se presentaba ante Gisors, pidiendo que le fuera entregada la plaza. Argüía unos confusos acuerdos alcanzados con Ricardo en la Cruzada.

—Pero ignoraba que yo me había adelantado a sus intenciones y mis barones estaban advertidos. El senescal se negó y él no se atrevió a tomar el castillo por las armas, ya que todos los bienes de un cruzado estaban protegidos por la Iglesia que, como ves, Bléd, en este caso fue muy efectiva –sonrió con intención Leonor.

—Supisteis entonces que Juan aprestaba una flota en Southampton –cambió de tema Blédhri, sin contestar a la reina–. Al parecer quería presentarse ante Felipe para rendirle homenaje y recibir la investidura del ducado de Normandía a cambio de la fortaleza de Gisors deseada por el rey. Inmediatamente nos hicimos a la mar, camino de Inglaterra.

—Desde primeros de febrero, en que llegué a la isla, los días se sucedían en agotadoras reuniones y viajes. Conseguí que los barones entendieran que aquellas noticias que les habían hecho llegar, de que mi hijo quería hacerse proclamar rey de Jerusalén para quedarse en Tierra Santa, no eran más que maquinaciones de Felipe de Francia, que pretendía gobernarlos a través de Juan, quien en ningún caso tendría la fuerte personalidad de Ricardo. Repetí mi alegato en Windsor, en Oxford, en Londres, en Winchester… En todas partes conseguí que los nobles juraran fidelidad al rey. Luego, no hace mucho –reflexionó–, hube de convencerlos de casi todo lo contrario, cuando quise que aceptaran a Juan. Pero en aquel momento yo no lo sabía y mis razones, al creérmelas yo misma, fueron de lo más convincentes. Me resultó mucho más difícil después, pero dejemos que el tiempo discurra cronológicamente. –Manoteó la reina, como queriendo borrar sus anteriores palabras.

—Lograsteis también que Juan fuera incapaz de conseguir víveres para sus naves.

—Desde luego; aborté su pretendido viaje para ponerse al servicio del franco a cambio de sus limosnas. Y mientras me desplazaba por la isla, buscando el acatamiento de los señores, enviaba, una tras otra, cartas a Ricardo, advirtiéndole de la situación.

—Pero él apenas parecía enterarse de las noticias que le prevenían del peligro que corría su reino. Solía contestaros narrando sus proezas y sus planes de conquista.

—Lo que yo estaba haciendo para consolidar su mandato eran manejos políticos. Eso a él le aburría terriblemente, así que los ignoraba, seguro de que yo estaba en condiciones de resolverlos mucho mejor que él mismo.

—Saladino había empezado a negociar, después de la derrota de Acre.

—Sí y hasta creo que ambos líderes, según las noticias que me llegaban de mi hijo, consiguieron entenderse muy bien a nivel personal, al punto de querer, como ya comentamos, arreglar todo el problema con una boda. Pero como eso no fue posible, los enfrentamientos continuaron y la gloria de mi hijo se extendió por toda la cristiandad. En muchas ocasiones peligró su vida y en otras estuvo a punto de ser hecho prisionero, pero consiguió derrotar nuevamente a Saladino en Escalón.

—Y en Jaffa –evocó Blédhri, tratando de ver a Ricardo joven y triunfante de nuevo y no humillado por el dolor y la enfermedad–, donde pretendieron sorprenderlo y, aun sin tiempo de vestirse para la batalla, derrotó a los musulmanes, que eran diez veces más numerosos que sus hombres. Al poco supimos que vuestro nieto Enrique, el hijo de María de Champaña, había sido elegido por los barones presentes en la Cruzada para ser el nuevo rey de Jerusalén.

—Sí, aquello fue conmovedor. Mi estirpe empezaba a gobernar el mundo. Pero el espejismo duró poco; enseguida entendimos todos que no se podría recuperar la Ciudad Santa. A los comerciantes les interesaban los enclaves de la costa y esos ya habían sido tomados. Redujeron los recursos que mantenían a mi hijo y él comprendió que, con los hombres de que disponía, jamás podría emprender la conquista. Maldijo la partida de Felipe de Francia, que le había dejado solo, después de haberlo casi obligado a emprender la empresa. Sin ejércitos ni dinero no se puede mantener una guerra. Después de la victoria de Jaffa negoció con Saladino. Consiguió de este que respetara la franja costera, que quedaría en manos de los comerciantes, y que los cristianos pudieran viajar a Tierra Santa sin ningún tipo de trabas. El sultán llegó a ofrecerle un salvoconducto para que pudiera visitar Jerusalén, pero Ricardo lo rechazó, porque no se consideró digno, ya que no había sido capaz de liberar la ciudad.

—Supimos entonces que el día de San Miguel el rey había embarcado a Berenguela y a Juana para que regresaran, y que él mismo pensaba hacerlo pocos días más tarde. Tenía intención de pasar la Navidad en Inglaterra. Fue también en ese momento, como supimos después, cuando confió la Santa Espina a su hermana. Recuerdo vuestra alegría al recibir la misiva.

—Desde luego, mi última experiencia como reina había sido agotadora. Estaba deseando que mi hijo regresara para que se encargara de todo. Empezaba a estar cansada de tanta cavilación y ajetreo. Pero sobre todo, temía que mis actos, si no eran suficientemente inteligentes u oportunos, pudieran ser la causa de que Ricardo perdiera su corona. No sabía en aquel día de júbilo que era el último que iba a tener en mucho tiempo.

—Señora –se acercó Elías al carro–, tenemos a la vista el valle donde se encuentra San Juan de Ortega. Nuestros exploradores han regresado, advirtiendo de que en el monasterio os aguarda vuestra hija y vuestras nietas, Berenguela, Urraca y Blanca. Os lo anuncio, por si quisierais acicalaros y tal vez cabalgar, aunque os advierto que el frío es muy intenso.

—Gracias, arzobispo. Y sí; quiero arreglarme un poco. Bléd, déjame ahora y ordena a las mujeres que vengan.

Poco después, la reina montaba su yegua, sonriente y rejuvenecida, habiendo borrado los signos de cansancio de su rostro por un esfuerzo de voluntad y dominio de sí misma.

Dejaron atrás los espesos bosques de pinos y abetos y, orillando el arroyo de Valdefuentes, bajaron hasta el vallecito donde se encontraba el monasterio.

En el camino, el arzobispo informaba a la reina, quien deseaba siempre estar enterada de los detalles que pudieran servirle a la hora de conversar con los habitantes de los lugares que visitaba, de la vida y milagros del santo que daba nombre al lugar. Al parecer había sido un compañero de Domingo de la Calzada en la construcción de los puentes de Logroño, Nájera y Santo Domingo y, conociendo las grandes dificultades con que las que se enfrentaban los peregrinos en estos parajes, no sólo por lo abrupto del terreno, sino por los bandidos que habitaban sus bosques y la dureza de su clima, fundó el monasterio para alivio de los caminantes, que podían así protegerse, al menos durante las largas noches de invierno, tras los muros y al calor de las chimeneas de los hermanos, y llenar la barriga con sus churruscantes hogazas y grasientos tocinos en los buenos días. Si acaso las limosnas no habían sido suficientes, siempre habría una sopa de coles, que no alimentaba demasiado pero calentaba las tripas, engañando el hambre hasta quedar rendidos por el cansancio y el bendito olvido del sueño.

Habían de vadear el arroyo. Al otro lado, Leonor, la reina de Castilla, flanqueada por sus hijas y rodeada de la corte, esperaba a su madre.

Leonor, ayudada por Pedro, desmontó y, manteniendo su espalda recta y su sonrisa de labios plegados, esperó a que su hija se acercara. Lo hizo enseguida esta y dobló la rodilla ante su madre, quien contuvo sus deseos de abrazarla, limitándose a tomarla por los codos para ayudarla a levantarse. Mientras lo hacía y los dos cuerpos casi se rozaban le susurró:

—¡Qué hermosa estás! Realmente pareces una jovencita, a pesar de tus… ¿cuarenta años? –dudó. Sin esperar respuesta continuó rápida–: ¡Qué contenta estoy de haber podido llegar a verte de nuevo!

Luego se separó y destinó su atención, en un profundo estudio, disimulado por la amable sonrisa, a las pequeñas, que, una a una, fueron acercándose a inclinarse ante aquella anciana a quien su madre veneraba y que tan importante y lejana les parecía. Mientras las observaba, calibrando cada uno de sus ademanes, gestos y movimientos, además de sus rasgos físicos, les hablaba con una distante cortesía, midiendo hasta sus respuestas emocionales que, por el candor de su juventud, aún se reflejaban en sus ojos.

Después fue presentada a los señores castellanos presentes en la recepción. Ella a su vez hizo lo propio con sus acompañantes y se apresuró a silbar al oído de Mercadier su deseo de entrar cuanto antes en el monasterio, pues sus pies comenzaban a helarse, ya que, aunque al final no había nevado y el día acabó despejado y limpio de nubes, en las tierras aún quedaban rastros de la nieve de la noche anterior. El mercenario se adelantó a uno de los importantes señores del cortejo y, en el latín vulgar en el que todos los pueblos se entendían, le suplicó que se abreviara el protocolo pues la reina deseaba descansar. El hombre a su vez hizo un par de advertencias e inmediatamente el cortejo pasó al interior del edificio.

Se distribuyeron las estancias y Leonor, precedida de su hija y sus nietas, se dirigió a la suya, manteniendo sus elegantes andares y su aspecto regio.

Cuando las puertas se hubieron cerrado por fin a espaldas del último señor, madre e hija se miraron intensamente. La reina abrió los brazos y la joven corrió a esconderse en ellos como cuando, de muy pequeña, huía de miedos inventados o de los estallidos de ira de su padre. Las niñas, quienes creían haber entendido cuál iba a ser la forma de trato que iban a mantener con su abuela, quedaron un instante descolocadas; luego, cuando su madre se apartó, después de precipitadas palabras entre las dos mujeres que apenas entendieron, se fueron acercando a la imponente dama, que ahora también les abría los brazos para besarlas con cariño.

Después del largo rato en que permanecieron sentadas juntas, con las manos enlazadas y los ojos prendidos unas en otras, recordando y proyectando, olvidadas de sus respectivos deberes, una de las muchachas de Leonor se acercó para recordarles que la hora de la cena estaba próxima y era preciso prepararse.

—Leni, querida –su hija volvió a oír el diminutivo cariñoso que casi había olvidado y las lágrimas acudieron a sus ojos, recordando los días de la niñez, cuando todo parecía posible–, he de vestirme y te aseguro que ahora no puedo hacerlo demasiado deprisa, o alguno de mis débiles huesos podría romperse –quiso bromear la madre, a la vista del dolor que reflejaba la bella mirada que la contemplaba con tanto cariño–. Sabes que hemos de cumplir con los barones que nos aguardan y de los que de alguna manera dependemos; luego, cuando la cena termine, volveremos a reunirnos aquí; tengo tantas cosas que contarte…

Efectivamente, el ágape transcurrió, como era de esperar, entre politiqueos disfrazados de cortesías, veladas promesas que ofrecían prebendas y palabras que, según interesaran o no para los fines de cada cual, se captaban y comentaban a conveniencia o se dejaban pasar como si no hubieran sido oídas. Tras una cortina transparente, unos bardos cantaban las hazañas de algún héroe, castellano por supuesto, que a nadie interesaban y que tampoco escuchaban, porque las negociaciones eran intensas e importantes. Cuando la pesada reunión terminó, sus protagonistas, entre sonrisas y halagos, fueron retirándose a sus aposentos en cuanto la reina lo hizo, seguida de Blédhri, junto con Leni y sus hijas.

—Menos mal que se ha terminado la prueba –suspiró Leonor, desprendiéndose de sus tocas, que las joyas que las adornaban hacían pesadas–. De todas maneras –siguió, mientras se sentaba en un alto sitial, elegido expresamente para ella por su hija–, ¿acaso ha sido una impresión mía o la situación no está tan clara como debería? ¿Has visto lo mismo que yo, Bléd?

—Sí, señora –asintió el anciano, que ya se había situado a espaldas de la reina–. Los barones parecen un tanto renuentes.

—¿Hay algo que yo deba saber, querida? –interrogó la reina a su hija.

—No creí que fuera tan importante como para preocuparos por ello. –Bajó la mirada Leni, apretando la mano de su hija pequeña, que descansaba en su regazo–. Anteayer hubo un pequeño temblor de tierra y a continuación una gran mancha negra se extendió por todo el valle, hasta el punto de parecer noche sin luna.

—Bueno –quiso contemporizar la reina–, no creo que un simple terremoto, que además no ha ocasionado ninguna víctima, sea un problema que pueda interponerse en nuestros planes.

—No ha sido sólo eso, señora –continuó explicándose la reina de Castilla–. Cuando la sombra se alejó, de un cielo sin nubes cayó un intenso chaparrón en una pequeña área delimitada por dos viejos árboles…

—Tampoco la lluvia me parece razón suficiente para…

—Señora –intervino Blédhri–, ¿me permitís? –preguntó, señalando a Leni.

—Desde luego, amigo.

—¿Y vos, señora? –interrogó a la joven, quien lo miraba con el mismo cariño que siempre había visto en sus ojos desde que la sostuvo en sus brazos, tantas tardes de lluvia, entreteniendo su inquieta mente con sus historias.

—¡Claro, querido Bléd! –se apresuró Leni a responder, recordando la paciencia del hombre, en la que se habían apoyado, no sólo ella, también alguno de sus hermanos, cuando sus padres viajaban o recibían mensajeros o… Miró de soslayo a la vieja Ágata a la que también había querido mucho, pero ella sólo sabía mecerlos con canciones de cuna y, cuando crecieron lo suficiente para dejar de mamar, todos habían preferido la compañía de Blédhri, quien los arrastraba con sus leyendas y sucedidos a países remotos, mucho más hermosos que el que pisaran en aquel momento, fuera cual fuese, poblados de seres malvados o angélicos, siempre atractivos y heroicos.

—¿La lluvia que cayó era sólo agua?

La pregunta del anciano sorprendió a Leonor, quien lo miró como si, de repente, hubiera captado que chocheaba. No obstante, la respuesta de su hija la descolocó por completo.

—No era agua –afirmó Leni, convencida–. Yo misma la toqué –aclaró al ver la mirada confundida de Leonor–. Se trataba de una sustancia un tanto untuosa y… de color rojo oscuro –lanzó la reina, bajando los ojos, porque su madre no viera en ellos el miedo–. Y, además –continuó con un cierto trabajo–, desde el día del terremoto ha caído ya dos veces, a la misma hora y en el mismo lugar. Las gentes aseguran que es sangre y que el fenómeno se debe a vuestra llegada, porque el matrimonio de mi hija Urraca con Luis de Francia no es conveniente para estas tierras –lanzó con un cierto empacho, que llegó a llenarle los ojos de lágrimas.

Leonor bajó la cabeza, tratando de asimilar aquel estúpido inconveniente que venía a sumarse a todos los que había tenido que ir sorteando para conseguir que su nieta se convirtiera en reina de los francos. En ningún momento pensó que el asunto pudiera ser algo que tener en cuenta, a no ser desde el punto de vista de su misión. No fue así la reacción de Blédhri, quien paseaba, con la mirada perdida en las piedras del suelo, alrededor de la estancia.

Durante un momento nadie habló, ni siquiera las niñas, quienes habían estado parloteando entre ellas durante la conversación de los mayores. Cuando Leonor alzó la frente, se encontró con los ojos de Brianda prendidos en los suyos. Le pareció que su mensaje era tranquilizador, así que se olvidó del anciano, quien seguía con sus paseos y sonrió a su hija.

—Verás, pequeña, ahí arriba –y señaló con su largo dedo huesudo al techo de la estancia, queriendo ver en él el cielo inalcanzable– suceden cosas que ignoramos. El conocimiento de los hechos nos ayudaría a sublimar el miedo. Eso que ha ocurrido, seguramente, tendrá una explicación muy racional y real, sólo que no tenemos datos para dilucidarlo. No podemos dejar que un pequeño temblor de tierra, porque estoy segura de que los dos fenómenos están relacionados, decida nuestros proyectos vitales.

—Decís bien, majestad –intervino Blédhri–, pero el asunto no es cuál sea la causa del fenómeno, que estoy seguro de que tiene una explicación completamente racional, como vos habéis dicho. El problema es que las gentes, llevadas de un fanatismo que no es otra cosa que la expresión de sus dudas, lo crean y se dejen influenciar por él hasta el extremo de cambiar sus vidas o hacer que los demás cambien las suyas. ¿Los rumores se propagan entre los villanos o también entre los señores? –interrogó a Leni, quien lo miró consternada.

—También los barones andan preocupados por el tema y en corrillos apartados, en la misma corte, nos han avisado de que no se habla de otra cosa.

—Hemos de preterir esa historia cuanto antes –decidió Leonor, dejando de lado el asunto, que no le importaba en absoluto, ya que, si algo tenía de bueno su vejez, era que le había enseñado a no temer a casi nada, pues sabía que los hechos se sucedían e incluso se repetían, pero siempre se olvidaban si había otros nuevos que los sustituyeran en el imaginario de los hombres–. ¿Se te ocurre algo, Bléd?

—Desde luego que sí, señora; ya sabéis que una de mis facultades ha sido convocar tormentas, así que creo que, con tiempo, sería también capaz de desconvocarlas, aunque este tipo de lluvias no parecen regirse por los procedimientos habituales y necesitaría estudiar su mecanismo…

—¿Quieres decir que no es la primera vez que oyes hablar de algo así? –interrogó Leni con una cierta esperanza en la voz.

—Desde luego que no, señora. En las tierras de Eire e incluso a orillas del viejo río de los astures, junto a las montañas del norte de León, que vos conoceréis, se dieron algunas veces este tipo de fenómenos y mi abuelo me habló de ellos. Lo que ocurrió fue que, al no ser frecuentes y tener tantísimas cosas que enseñarme, nunca me dijo por qué se producían ni la forma de controlarlos.

La reina de Castilla suspiró con una cierta relajación al saber que el asunto parecía un fenómeno natural y no un aviso que el cielo le enviaba.

—Vamos, pequeña –intervino su madre con un punto de enfado que la joven recordaba muy bien–. No me digas que tú también piensas que la lluvia tiene algo que ver en el delicado asunto que tratamos…

—No, señora –se apresuró ella, negando con la cabeza e incluso con los hombros–. Yo estoy feliz con que mi pequeña… –y al nombrar a la jovencita extendió la mano y acarició sus largos cabellos, sujetos en la frente con una pequeña diadema de oro– pueda llegar a ser reina de Francia. Vos sabéis muy bien que yo misma propicié el enlace de Berenguela con Alfonso de León. Así, en su dote le cedimos los castillos del infantazgo que antes le habíamos ocupado, con lo que no pareció una derrota por nuestra parte, ni una victoria por la suya. Además, estando mi hija en su corte, espero que nuestros desencuentros desaparezcan. Por eso, cuando me llegó vuestra propuesta, la acepté con agrado pues de ese modo aumentan nuestras alianzas, ya que las fronteras están constantemente amenazadas, sobre todo después de la derrota de Alarcos… –Leni calló un instante, reflejando en sus ojos todas las preocupaciones que la inestabilidad de su reino le producían–. Sí –afirmó como para sí misma–, fue una gran derrota. Mi esposo había pactado con el rey de León que debía acudir con sus ejércitos, pero todavía no he podido, ni he querido, saber si el problema fue que el leonés se retrasó, o que Alfonso, huérfano desde muy niño, acostumbrado a defenderse solo, no quiso esperarlo; el hecho fue que se enfrentó en solitario a los moros y sufrió una tremenda derrota. –El dolor de la muerte y la hambruna que trajo consigo la batalla se reflejaron en el gesto de la reina, luego, alzando la vista, se forzó a sonreír–. Deseo esa boda, señora, pero si nuestros barones se opusieran…

—Sí –se movió la reina intranquila en su sillón–. Eso sin duda sería un gran problema. ¿Qué puedes hacer al respecto, Bléd?

—Puedo intentar evitar que el fenómeno se repita, pero no creo que lo consiga para mañana mismo y me temo que estas rarezas suelen ser periódicas y mostrarse en dos, tres o cuatro ocasiones, hasta que por sí mismas desaparecen sin producir ningún tipo de daño.

—No me importan en absoluto los daños en este momento –replicó adusta Leonor–. Lo que me interesa es que no vuelva a repetirse y que las gentes lo olviden cuanto antes. Tendremos que repartir algunas prebendas más entre los clérigos y llenar la barriga a los indigentes y a los peregrinos que transiten el Camino; eso hará que estén mucho más propicios a hacer lo que deseo, sin ocuparse de la lluvia de sangre o de lo que demonios sea. Por cierto, creo recordar que has dicho que cae a la misma hora y en el mismo lugar –casi afirmó, dirigiéndose a su hija.

—Así es, señora; suele ocurrir alrededor de mediodía –aseveró Leni, volviendo a encogerse sobre sí misma al recordar la desagradable experiencia.

—Bien, Bléd –concretó Leonor, pragmática–, ponte ahora mismo a estudiar el asunto y ver qué puedes hacer. Sería importante evitar que volviera a repetirse. Ahora, vosotras dejadme. Estoy agotada y debo pensar en los pasos a dar para borrar esa sensación que me dices se ha extendido entre vuestras gentes. Mañana temprano venid a verme. Quizá tengamos resuelto el problema, ¿verdad, amigo? –preguntó a Blédhri, quien paseaba de nuevo alrededor de la estancia con la cabeza baja.

—Desde luego lo intentaremos, señora –respondió, deteniéndose un momento para despedir a la reina de Castilla y a sus hijas, que salieron de la estancia. A continuación, cuando las puertas se hubieron cerrado a sus espaldas, se acercó a Leonor para decir–: Señora, no he querido mencionarlo ante vuestra hija porque me ha parecido realmente asustada, pero desconozco completamente la forma de parar esa rareza y, lo que es peor, no tengo ni idea de qué la produce; además, apenas he traído conmigo pergaminos que pudieran aportarme información y…

—Ponte a ello inmediatamente, Bléd –cortó la reina, seca–. Ve a hablar con el prior, tal vez los monjes tengan algún escrito o conocimiento que pueda servirte. Necesito evitar que mañana ese estúpido inconveniente interfiera en mis planes. Quiero que mi nieta reine en Francia; así, casi todo Occidente nos pertenecerá y mi existencia habrá estado justificada.

—Señora, vuestra misión ha sido más que cumplida. Habéis gobernado y…

—Quiero este último logro, Bléd, así que consigue lo que te pido. Vete ya.

—Sí, señora –asintió el anciano, inclinándose ante la reina, para retroceder hasta las puertas y desaparecer tras ellas.

—Voy a acostarme –decidió, desabrida, Leonor. Las mujeres acudieron inmediatamente a su alrededor. En algún momento, mientras la despojaban de sus vestidos, le pareció ver que los ojos de Brianda la buscaban, pero su malhumor era tal que no se detuvo a analizar la sensación. Bebió su tisana de amapola y melisa y se dejó arropar, sin volver a hablar una sola palabra. Después de moverse con trabajo a uno y otro lado durante largo tiempo, las hierbas comenzaron a hacerse con su excitado cerebro y se quedó dormida.

Soñó que subía por una larga escalera, cuyos peldaños se afanaba en barrer. La porquería que amontonaba cuidadosamente en uno de los lados del escalón caía, sin que ella pudiera impedirlo, en el que estaba debajo y que acababa de limpiar. Se sentía muy cansada, pero barría y barría, queriendo por encima de todo, incluso de la fatiga que notaba aumentar por momentos, dejarlos limpios y hacerlo deprisa porque tenía que acabar de subir y la escalera cada vez le parecía más larga. Entonces, a su lado apareció Brianda y, tomando la escoba, inclinó la espalda y comenzó a barrer.

—Señora –sintió el susurro de su dulce voz y levantó los párpados, sabiendo dónde iba a encontrarla. Allí, junto a su lecho, sin haber despertado a Ágata, la joven la miraba con sus desconcertantes ojos que chispeaban a veces dulces a veces diabólicos–. Mañana caerá sólo agua y lo hará sobre Blanca, no sobre Urraca. Quizá deberíais aprovechar la circunstancia…

Leonor quiso centrar su mirada y hacer preguntas, pero cuando se despertó del todo, Brianda no se encontraba junto a ella y en el cuarto reinaba el silencio, sólo alterado por las rítmicas respiraciones de las mujeres y el débil resplandor del fuego de la chimenea que empezaba a apagarse. Apoyándose en un codo y en ambas manos, se volvió del otro lado y, analizando su sueño, trató de tornar a dormirse. Le pareció sentir, ya medio dormida, la puerta de la estancia que se abría y luego se cerraba con sigilo.

Cuando comenzó a amanecer, hacía rato que la reina estaba despierta. Contra su costumbre, había permanecido en el lecho, recordando con una cierta confusión su sueño de la noche, que por supuesto tendría mucho que ver con el asunto que se llevaba entre manos y que le preocupaba resolver. Pero no alcanzaba a dilucidar la solución que, estaba segura, le había ofrecido su mente al estar libre del control de la vigilia.

Las mujeres se fueron despertando. Ella sentía sus movimientos y suspiros, pero ninguna se atrevía a levantarse, por si la reina dormía. Cuando supo que sus razonamientos no iban a aportarle nada nuevo, llamó a Ágata, quien se apresuró a poner los pies en el suelo y, tras ella, todas las jóvenes. Algunas, siguiendo a la vieja niñera, rodearon su lecho, temerosas de que la demora se debiera a una indisposición.

—No estoy enferma –bufó–. Dejad de preocuparos por mi salud y pensad todas qué demonios podemos hacer con esa porquería que cae del cielo y que, como no logremos que cese, va a impedirnos realizar la misión que nos ha traído hasta estas tierras.

Las mujeres callaron, aparentando estar muy atareadas con sus pequeñas obligaciones alrededor de la soberana, quien se dejaba hacer con los ojos perdidos en su problema. En cuanto estuvo vestida y peinada ordenó, seca:

—Traedme a Blédhri.

En tanto llegaba el anciano, tomó el cuenco de leche caliente con miel que le tendía Ágata y se sentó junto a una ventana observando el cielo sin nubes, por el que ya comenzaba a desplazarse un pálido sol, al que observó interrogante. Desde luego todo parecía normal. La luz, perezosa, exploraba la frialdad de la tierra cuarteada, que imaginaba crujiente bajo los pies de los campesinos y los criados, los cuales, seguidos de perros o críos, se desplazaban apresurados por los campos o por los patios del monasterio. Álamos desnudos parecían buscar protección en sus vecinos, los abrigados pinos, revestidos de todo su verdor, aún guardaban, en rincones escondidos del sol, pequeños rimeros de nieve. Unos pocos jinetes se perdían en la distancia, camino de Burgos, seguidos de sus capas ondeantes; sus figuras se recortaban en el resplandor naciente, tomando, según el viento, distintas formas, todas armónicas y hermosas…

—Señora –el saludo de Blédhri interrumpió su comunión con la belleza del instante. Se volvió con trabajo y trató de centrar sus ojos, haciéndoles perder su expresión soñadora.

—¿Has conseguido algo? –preguntó enseguida, pragmática.

—No, señora; lo siento mucho. No he podido saber qué produce semejante fenómeno. No obstante, sí que puedo formar una gran tormenta de nieve que…

—Que haría destacar aún más la lluvia roja si llegara a producirse –concluyó la reina, adelantándose a la conclusión del anciano, quien bajó la cabeza un tanto confundido.

—Señora –se adelantó unos pasos Brianda, separándose de las demás mujeres, quienes recogían la estancia amontonando los catres tras un tapiz–. ¿Me permitís hablar?

—Desde luego –casi se apuró Leonor, recordando entre brumas su sueño de la noche anterior–. Pero –se creyó en la necesidad de mostrar autoridad; de ningún modo deseaba que la joven pudiera notar la dependencia que sentía de ella en aquel momento– espero que no quieras entretenerme con alguna tontería; sabes que el asunto que nos ocupa es importante y… –Calló, vencida por los sabios ojos que la contemplaban. Quizá, discurrió, con lo dicho ya habría salvado su posición–. Vamos, di –ordenó, alzando la barbilla, a falta de otro signo de autoridad más significativo de jerarquía.

—Señora –repitió la joven–. No busco entreteneros –se demoró, con una cierta perversidad, conociendo muy bien su posición de poder, lo que hizo que Leonor bufara casi de forma imperceptible–. Sólo deseo tranquilizaros. Hoy no lloverá sangre.

—¿Cómo te atreves a afirmar algo que es imposible saber? –interrogó Blédhri, completamente alterado, sin pedir siquiera licencia a la reina.

—Simplemente lo sé –contestó la muchacha, bajando los ojos, realmente confundida e indecisa.

—Pero… –dudó Leonor– comprenderás que una afirmación no es suficiente para que te crea. Deberías darnos otros datos y…

—No puedo daros ningún dato y mi afirmación es lo único que tenéis –soltó Brianda, mirando de frente a la reina, que en aquel momento deseó tener suficiente valor para azotar a aquella muchacha y poder borrar así su retadora mirada. En vez de eso, bajó sus ojos y claudicó, recordando su aviso de no hacía mucho, cuando les informó de que la vieja niñera y el monje regresarían sin daño.

—Está bien. Confiemos en que sea como tú dices. En cuanto a ti, Bléd, prepara todo lo que necesites para provocar una gran tormenta de nieve en el caso de que comenzara la lluvia. No podríamos hacerla desaparecer, pero las gentes buscarían cobijo y los copos acabarían por cubrir el rojo.

—Bien, señora –aceptó el hombre, mirando con desconfianza y un cierto temor a la jovencita, quien le devolvió la mirada, ahora limpia, pura e inocente.

La mañana transcurrió entre audiencias, concesiones, enfrentamientos y decisiones. Lo normal en la vida de una reina que no estaba dispuesta a permitir que un fenómeno atmosférico pudiera interponerse en sus planes. En los momentos en que las entrevistas lo permitían, conversó con sus dos nietas, tratando de hacerles perder su prevención, para penetrar en su temperamento, educación y convicciones. Estaba segura de que su hija habría supervisado, como ella misma lo había hecho, las enseñanzas y las compañías de sus hijas, pero también sabía que las tareas de gobierno dejaban muy poco tiempo libre. Además, eran más absorbentes y estimulantes que unos mocosos llorones. Su nieta Blanca, con ser la más pequeña, contando apenas doce años, le pareció, con mucho, la más bonita, prudente y culta. Por otra parte, hubo algo que la fascinó casi instantáneamente: conocía de memoria cantares, poemas e historias de trovadores, de los muchos que habitaban la corte de sus padres, y además en varias lenguas. Se expresaba con soltura en inglés, latín, francés, leonés, y en la propia lengua de oc, que hablaba constantemente con su madre; asunto nada raro por otra parte, en unos momentos en que los soberanos reinantes sabían que, sobre todo sus hijas, tendrían que partir para hacer su vida en otros países, dependiendo de las alianzas que en el momento fueran convenientes o necesarias. En cambio no consiguió que le mostrara ningún bordado. Cuando se lo pidió, entornó los ojos y se disculpó diciendo que los había dejado en Burgos.

—Los «olvida» muy a menudo –intermedió su madre, presente en aquel momento–. Sólo se sienta a bordar cuando sus ayos la obligan. Desde luego, pienso que si llega a reinar en algún lugar, a no ser que su esposo sea un déspota y no le permita intervenir en los asuntos de Estado, no tendrá demasiados momentos para aburrirse, y vos conocéis tan bien como yo que eso del bordado sólo sirve para matar el tiempo. En cambio –quiso dar valor a la pequeña–, lee constantemente y sus maestros aseguran que nunca se cansa de preguntar. Y, como vos misma sabéis porque lo seguís haciendo –apuntó Leni, con una media sonrisa–, es lo mejor para entender a las gentes, que en ocasiones guardan en sí abismos de maldad, difíciles de controlar porque son desconocidos incluso para ellos mismos. Así también se pueden comprender sus motivaciones, la evolución lógica de unos hechos y las formas de gobernar, pues nada es nuevo; todo se ha vivido ya en la historia.

Leonor asintió distraídamente, mientras acariciaba los rubios cabellos de su nieta.

—¿Queréis que montemos un ratito? –preguntó de pronto la reina–. Así podréis mostrarme los alrededores del monasterio mientras llega la hora de comer.

—Señora –se apresuró a advertir Leni–, falta muy poco para el mediodía y puede que vuelva a caer esa sangre y no sería conveniente que nos vieran regresar mojadas y enrojecidas.

—No te preocupes –cortó serena la reina, mirando a Brianda, quien le sonreía tranquilizadora–. No lloverá, y si lo hace será para bien. Abrigaos porque, aunque está el sol claro, debe de hacer un frío tremendo. Traedme una capa de piel –ordenó, volviéndose a sus mujeres–. Id a prepararos; yo os esperaré en el patio.

Leni y sus hijas salieron con la cabeza gacha, obedientes, pero no convencidas de que aquella excursión fuera lo más conveniente en aquel momento. Blanca tomó la mano de su madre y quiso tranquilizarla.

—No temáis, la abuela ha dicho que no volverá a caer la sangre y deberíais creerla. Es vieja y sabia. Ha tenido mucho tiempo para aprender y seguro que sabe lo que va a ocurrir en el futuro. Tal vez –quiso deducir de sus propias palabras– los ancianos conozcan muchas más cosas que nosotros… ¿Recordáis a la bruja de las montañas a la que a veces visitamos? Es igual de vieja y sabe tantas cosas… Puede que no caiga más sangre, si la abuela lo dice –concluyó, completamente tranquila. Su madre la miró con una cierta envidia, mientras se dejaba abrigar y, seguida de las niñas, salió al patio para montar su caballo.

Mercadier y alguno de sus hombres, junto con varios caballeros castellanos, rodearon a las mujeres y salieron de los muros del monasterio. Dejando a los caballos que tomaran un paso cómodo, marcharon por un sendero, subiendo a un montejo desde el que se divisaba el valle. Leonor tendió su cegata mirada con absoluta limpidez, como si realmente pudiera analizar cada detalle del paisaje que la rodeaba. De repente, oyó a Brianda junto a su oído. Le aconsejaba visitar el paraje donde le habían anunciado que llovería sangre. En voz alta, con una cierta travesura, propuso:

—¿Qué tal si fuéramos a ver el lugar donde decís que llueve sangre? No me gustaría irme de aquí sin estudiarlo de cerca. Creo que la naturaleza nos habla y que nuestro deber es escuchar.

—Señora –casi murmuró su hija para evitar ser oída por los señores que las rodeaban–. Es casi mediodía. Si el fenómeno se produce, no tardará en hacerlo.

—No temas, muchacha –trivializó, sonriendo con un cierto desenfado casi juvenil y un tanto juguetón–. Vamos hasta los árboles que me has dicho y puedes estar segura de que el cielo, a pesar de esas pequeñas nubes, no se atreverá a fastidiarnos con la lluvia sucia. No te permitas temer –aconsejó luego, bajando el tono– o el miedo te impedirá actuar y nadie te respetará. Muestra siempre seguridad. Los demás piensan que tú sabes y puedes más que ellos, por eso eres su reina y por eso te obedecen. Alza la cabeza y sonríe aunque estés derritiéndote por dentro. Pareces haber olvidado mis enseñanzas y eso no me gusta. Pon a trabajar tu imaginación, tal vez así podamos entender esta rareza, si es que trata de mostrarnos una realidad superior. Aunque, como ya te dije, probablemente sea un fenómeno natural que tenga una prosaica explicación, la cual simplemente desconocemos. Y ahora –continuó ya en voz alta–, mostradme esos dos árboles que, para que no nos molesten, igual habríamos de cortarlos –bromeó, mirando a sus acompañantes con absoluta tranquilidad–. Vamos a verlos y más les vale no fastidiarnos con tonterías, porque necesitamos a alguien o a algo a quien echar la culpa y si se portan mal, esta noche nos calentaremos con sus ramas.

La comitiva, encabezada por algunos señores castellanos, se dirigió hacia un prado tendido al sur, donde destacaban dos viejos robles de anchísimos troncos. Aún conservaban hojas secas en sus brazos. Los guías se detuvieron fuera de la cerca de piedra que delimitaba el terreno.

—¿Es que no hay una portillera? –preguntó Leonor, alzando la voz.

—Parece que sí, señora –contestó Blédhri, haciendo avanzar su montura hasta estar a su lado–, pero dada la hora, quizá sería más conveniente que nos retiráramos.

La reina se volvió un tanto, para susurrar, mordiendo las palabras.

—¿Acaso te has hecho viejo de repente? ¿Desde cuándo renuncias a experimentar algo diferente e inexplicable?

—No es eso, señora, de hecho pienso quedarme cuando todos os hayáis ido, pero tengo la experiencia de que tras algunos acontecimientos enigmáticos se mueven fuerzas que persiguen objetivos que van mucho más allá de nuestros cicateros intereses. Por tanto creo que las conveniencias aconsejan que…

—Conducidme hasta el portillo –ordenó, ignorando los consejos de su amigo– y vosotros quedaos aquí –dijo mirando alrededor–. Entraré sola.

—Señora –llamó tímidamente la pequeña Blanca–, ¿puedo acompañaros?

Los ojos de Leonor se adelantaron a las palabras de su hija que había abierto la boca dispuesta a negar. Leni calló, bajando la mirada y la abuela sonrió a la nieta, compartiendo un mismo sentimiento. Ambas deseaban saber y desafiar. Y su actitud, marchando erguidas en sus monturas hacia la entrada y luego hasta el punto medio entre los dos árboles, dejó sin habla a los presentes que, aunque estuvieron a punto de comentarios o protestas, callaron mudos de asombro, ante un reto que no entendían y que los amedrentaba.

Abuela y nieta se movieron alrededor de los dos gigantes, que las empequeñecían, taloneando sus monturas, las cuales parecían reacias a obedecer. Enseguida, unas gotas de lluvia comenzaron a caer y la reina miró a la niña temiendo que se asustara y saliera de allí, dejando su imagen tocada ante los ojos que la contemplaban, pero la pequeña extendió su mano, ofreciéndola a las gotas que enseguida mojaron su palma.

—¡Es agua, abuela! –casi gritó, olvidando el tratamiento al que estaba obligada por el protocolo.

—Sí, mi niña –respondió Leonor, sonriéndole con dulzura–. Es agua porque probablemente nunca ha sido otra cosa aunque lo haya parecido. Pero tú debes pensar y, si puedes, llegar a creértelo, que tú lo has propiciado con tu voluntad y deseo de saber. Nunca temas nada. Procura limitarte a actuar según te dicte tu conciencia, sin que nada ni nadie te limite. Y ahora vamos a reunirnos con los demás o acabaremos empapadas y con un buen catarro, y eso haría que nuestra imagen perdiera mucho a los ojos de los que nos contemplan. Sonríe siempre y endereza la espalda. Hoy has aprendido tu primera lección de reina.

Antes de entrar en el refectorio para el gran banquete organizado por la reina de Castilla, al que también acudiría el rey Alfonso junto con su hijo Fernando, Leonor envió a buscar a Leni. Cuando se presentó ante ella, le indicó un sillón, sentándose a su vez.

—Te he mandado llamar porque deseo que nos pongamos de acuerdo en las decisiones a tomar.

—¿Decisiones? –se despistó la reina–. Creí que ya las habíamos tomado. Habíamos determinado que mi hija Urraca se fuera con vos para casarse con Luis de Francia.

—Básicamente ese es el asunto: la boda con Luis. Pero como no deseo que haya ninguna clase de renuencia al respecto, quiero utilizar la escena de hace unos momentos, junto a los robles, como una decisión divina.

—Madre… –se alteró un tanto la mujer, olvidando el tratamiento debido.

—Leni, las cosas no ocurren porque sí. Tienen siempre una causa. La diferencia entre los señores y los villanos es que nosotros sabemos utilizar los acontecimientos a nuestra conveniencia y ellos no. Por eso nosotros dirigimos y ellos sirven.

—Pero en este caso están también involucrados los barones y a ellos no será fácil convencerlos y mucho menos engañarlos.

—Todos tenemos un punto flaco, querida, y es nuestro pavor al más allá. Los clérigos se aprovechan de él para imponer su voluntad incluso a los reyes. En este caso debemos utilizarlo para borrar la mala impresión que la lluvia de sangre produjo en tus gentes. Algunos de ellos vieron el milagro de hace unos momentos. Tendremos unos testigos entusiastas.

—¿Qué milagro? –se interesó inmediatamente Leni, redondeando los ojos.

—El que acaba de darse bajo los robles.

—Pero eso sólo fue lluvia…

—Eso es lo que tú quisiste ver y, seguramente, sin nuestra debida orientación, vieron los señores que te acompañaban. Pero ¿acaso no eran esos mismos los que hace poco aseguraban que la lluvia de sangre indicaba que Urraca no debería casarse con Luis? ¿No manejaban entonces la idea del milagro? Pues bien, vamos a darles otro para que olviden el anterior y además se encuentren satisfechos, porque han obedecido al Señor, que ha de juzgarlos en un futuro más próximo del que todos desearían.

—¿Y a Alfonso? ¿Hemos de mentirle también? –se dolió, por adelantado Leni, comprendiendo en toda su extensión el plan de su madre.

—Eso depende exclusivamente de ti. Yo no conozco a tu esposo. Pero sí que he tratado muy en profundidad a otros hombres y puedo decirte que a veces es preferible que ignoren nuestras motivaciones o puntos flacos. El misterio hace que nos respeten e incluso que nos amen mucho más. Y ahora, ve a ponerte hermosa. Yo, con las debidas diferencias, voy a intentar lo mismo. También resulta más sencillo convencer a los hombres desde la belleza. Y no te asombres de mis palabras; limítate a asentir porque, recuerda, todos, incluso los que no lo han visto y ni siquiera lo saben, han de sentirlo y aceptarlo.

Cuando Leonor llegó ante las puertas de refectorio, el rey Alfonso de Castilla la esperaba rodeado de su corte. Al verla aparecer, se adelantó y, junto con su hijo, dobló la rodilla ante ella, seguido de todos sus acompañantes.

—Señora –dijo, sin levantar los ojos–, bienvenida a nuestras tierras. Vuestra fama os ha precedido y, en nuestro caso, también el amor que vuestra hija os profesa y que ya hemos hecho nuestro.

—Alzaos, señor. Veo que vuestra gentileza va pareja de vuestra gloria. Conozco los detalles de vuestra victoriosa campaña en Navarra. –Se detuvo un momento la reina, como para tomar aire y para hacer que sus palabras quedaran remarcadas e hicieran olvidar las huidas del rey ante Abu Yusuf y sus peticiones reiteradas de tregua, que sólo había logrado cuando el leonés se convirtió en su yerno–. También nos –continuó luego, tomando las manos de Alfonso– hemos llegado a amaros a través del amor que Leonor os dedica y que, según sus palabras, es correspondido. En este mismo momento quiero agradecéroslo, pues, como vos conocéis muy bien ya que sois padre, uno de los mayores deseos de cualquier progenitor es poder llegar a ver felices a sus retoños.

A la reina le pareció ver en el jovencísimo príncipe Fernando a su hijo Ricardo, tal era su apostura y continente, y le dedicó al muchacho palabras de cariño, que enmascararon su dolor al recordar su reciente pérdida. Dedicó luego su atención a los señores que le fueron presentados, para los que tuvo, en su breve plática, un detalle particular sobre su vida o hazañas que los encantó, y que ella se había molestado en documentar en el curso de la mañana. Cuando terminó sus saludos, casi ninguno recordaba sus renuencias de días anteriores, embelesados por la gran dama que «a pesar de sus muchos años, parece joven». Ninguno, excepto los que como Blédhri la conocían muy bien, supo ver el dolor que le martirizaba la espalda y que sólo era visible en un pliegue de su frente, la cual mostraba su esfuerzo de voluntad por mantenerse erguida y sonriente. Cuando dieron por terminados los saludos, Alfonso ofreció su brazo a Leonor, quien lo tomó, ligera y graciosa, y, seguidos de Leni, la cual se apoyaba en Elías de Malemort, sus hijos y el resto de la corte penetraron en el refectorio. Allí, los platos se sucedieron sin que la reina fuera consciente de lo que portaban. Su interés estaba concentrado en relatar con unción y convencimiento el milagro del que hacía poco habían sido protagonistas. El rey la escuchó en silencio, y Leni, que fingía comer, mientras hacía lo mismo que su madre, convenciendo al señor que tenía a su derecha, evitaba que sus ojos se encontraran con los de su esposo. Pronto se extendió por la mesa el asunto y los caballeros que habían estado presentes en el momento de la lluvia a su vez narraban con muchos más detalles el instante en que la reina y su nieta, debajo de los dos robles y rodeadas de un halo de luz, que todos habían percibido sin ninguna duda, fueron bendecidas por las gotas de lluvia de agua completamente limpia, borrando así el maleficio de los días previos. Enseguida surgió por sí misma la conclusión. Todos la aceptaron con cabezazos de asentimiento. Estaba claro que el cielo no deseaba que Urraca fuera reina de Francia. Como había sido pensado en un principio, debería ser entregada al rey de Portugal, y en cuanto a Blanca, en quien nadie había reparado hasta ese momento por ser la más pequeña de las hermanas, no había ninguna duda, ella debería ser la elegida para reinar sobre los francos.

Por la noche, Leonor no llamó a su hija a su lado. Sabía que era preferible que estuviera dispuesta para su esposo. Quizá el monarca tuviera alguna duda y a Leni correspondía quitársela. En cambio sí que ordenó a Blédhri que la acompañara. El éxito de su misión le había dado ánimos para encarar uno de los momentos más difíciles de su vida. Quería aprovechar el momento de euforia para recordarlo.