12

—En fin –sacudió la reina la cabeza, como queriendo ahuyentar fantasmas–. Habíamos dejado nuestros recuerdos en un momento aparentemente dulce, y digo aparentemente, porque enseguida, empujados por los mismos demonios de los que te hablaba hace un instante, los hechos que hasta aquel momento habíamos realizado en común y que se habían desarrollado conforme a nuestros deseos iban a comenzar a torcerse apenas nuestros caminos se separaron.

—Constanza, la esposa de Luis, murió al dar a luz otra niña –recondujo Blédhri–, y él, apurado seguramente por la edad y por conseguir frenar de alguna forma vuestros éxitos, volvió a casarse, apenas dos semanas después de su muerte, y eligió nada menos que a Adela de Champaña.

—Esa fue sin duda una inteligente decisión para sus intereses. Adela, con su familia detrás, iba a ser una pared contra la que se podían estrellar nuestras pretensiones. No obstante, de momento aún teníamos en nuestras manos a la pequeña Margarita, así que, en cuanto supimos del enlace del franco, celebramos en Rouen el matrimonio de nuestro Enrique, que para entonces tendría unos cinco años, con Margarita, que tenía dos, y que se estuvo chupando el pulgar durante toda la ceremonia. Pasábamos así a poder tomar la dote de la niña: el Vexin, defendido por la fortaleza de Gisors y que había sido fuente de discordia entre Francia y Normandía desde siempre. Se le había dejado en custodia a la orden del Temple cuando se acordó la boda de los dos niños. De modo que, una vez realizada, ya no había motivo para que ellos la gobernaran. He de confesar que cuando nos la entregaron disfruté, viéndoles salir del castillo, con la cabeza baja, a la caída del sol. Sus siluetas blancas destacaban en el rojizo horizonte, hacia el que enseguida cabalgaron, hasta perderse en él. Quise verlo como un particular e íntimo triunfo sobre Thierry Galeran, el templario amigo de Luis que tantos quebraderos de cabeza me dio. Pobre victoria me parece hoy, pero aquellos eran tiempos de empuje y aturdimiento, en que la fuerza del cuerpo cubría, e incluso anulaba, la reflexión.

—Casi os sentíais dueños de Francia –cabeceó Blédhri, volviendo a vivir lo que había sido un efímero sueño y, pocos años después, la realidad.

—Tan es así que volvimos nuestros ojos fuera de sus fronteras y en la primavera de mil ciento sesenta y cinco conseguimos que Matilde, nuestra hija mayor, fuera la prometida de Enrique, el llamado León, duque de Sajonia.

—Vos estabais entonces exultante; yo diría, si me lo permitís ahora que ya casi nada importa, pedante.

—Arrogante, matizaría yo. Llegué a olvidarme hasta de mi comunicación diaria con la Santa Espina, que rodaba en su estuche, junto a todas mis posesiones, cada vez que me ponía en viaje, sin que yo me ocupara de ella. Y ese mismo verano todo comenzó a desmoronarse, aunque yo no fuera entonces consciente. En agosto nació Felipe de Francia; nuestros sueños de ver al pequeño Enrique rey de aquellas tierras se evaporaron. En septiembre di a luz a la tercera de mis hijas, Juana; la segunda llevaba mi nombre. Y al año siguiente nació Juan, el último. Con él, desapareció la relación con su padre y mi fertilidad, con lo cual, ni siquiera para cumplir un deber Enrique volvió a acercarse a mí.

—Y ahí surgió la leyenda de vuestro rencor hacia Rosamunda. Se llegó a decir que la habíais matado, después de comprar a sus guardianes para lograr penetrar en el famoso laberinto, que nunca existió, dentro de las paredes del castillo, aunque sí que había uno muy extenso y hermoso en sus jardines.

—Sí. Las gentes, siempre deseosas de truculencias y fantasías, convirtieron en piedra los setos del jardín y los metieron en el interior del palacio. Pobre muchacha –reflexionó en voz muy baja, refiriéndose a Rosamunda–, fue otra víctima de Enrique. Ni siquiera llegué a odiarla. Sabía que era muy hermosa y muy joven, pero, aunque ella no lo pensara en su momento de gloria, el que el rey la deseara fue el fin de su vida. La recluyó en Woodstock y luego, casi enseguida, cuando se cansó de ella, en un convento, donde murió al poco. No me molesté siquiera en verla. No tenía más interés para mí que otras muchas. Lo que realmente me preocupaba entonces era la actitud prepotente y despectiva de mi esposo en lo referente al gobierno. Así como la falta de relaciones había sido un descanso, ya que desde hacía años nuestras uniones parecían un ayuntamiento de animales, rápido e insulso, con el único fin de cumplir un deber, lo realmente preocupante era que Enrique quisiera prescindir de mí totalmente, incluso para servir a sus fines, que, ahora me doy cuenta, fue mi papel en su vida.

—Vuestro esposo estaba muy acostumbrado a ejercer su autoridad, por eso le molestabais vos y le molestó Thomas cuando, consciente de su poder como arzobispo, empezó a crearle problemas, negándose a sus constantes caprichos, que pretendían desgastar a la Iglesia .

—Nunca fui capaz de entender la transformación de Becket –especuló la reina, entrelazando los nudosos y frágiles dedos sobre el regazo–. De un gran señor, yo diría que ostentoso en demasía, pasó a vestirse con un ajado hábito agustino, y su mesa, en la que se degustaban los más exóticos y caros manjares, quedó reducida a poco más de una sopa y un pedazo de pan, que compartía con mendigos y menesterosos, quienes llenaban constantemente su mansión y su templo. Sus enfrentamientos con Enrique, quien, efectivamente, había pensado utilizarlo a su capricho en contra de la Iglesia, se hicieron tempestuosos porque, inexplicablemente, Thomas, quien nunca había tenido empacho en atacar a los clérigos, se convirtió en su más acérrimo defensor. Por ello, el motivo por el cual mi esposo le había hecho arzobispo se volvió en su contra. Sus disputas llegaron a tal punto que alguien le aconsejó que se alejara de Inglaterra, y el clérigo, convencido de que su vida corría peligro, se embarcó en Sandwich para ponerse bajo la protección del rey de Francia.

—Tanto vuestra suegra Matilde como vos intercedisteis por Becket.

—Ignoro los motivos que tendría Matilde para hacerlo, pero yo era consciente de que Enrique andaba caminos equivocados, llevado de su empacho de poder, que ahora ya no compartiría con nadie, pues mi suegra, la cual siempre lo aconsejó, murió enseguida. Seguramente ella, quien conocía a su hijo mejor que nadie, también fue consciente del problema y quiso, ya que yo estaba apartada, que Thomas estuviera a su lado para atenuar sus despóticas órdenes, las cuales se sucedían ya sin ninguna reflexión. No sólo se había enfrentado a Luis, también al papa, porque, además de sus problemas con Becket, había mantenido conversaciones con Reinaldo de Dassel, el obispo de Colonia, enemigo del papado.

—Y una vez más, Luis de Francia demostró estar muy por encima, moralmente, de vuestro esposo.

—Efectivamente, cuanto más bajo caía él, más brillaba el franco en su mansa sencillez. Llegó a decir, con absoluto sosiego e indiferencia, que Enrique lo tenía todo, y en Francia apenas tenemos nada, pero no nos falta la alegría –aceptó Leonor, bajando la cabeza–. Enrique envió mensajeros, pidiendo a los señores conocidos que negaran asilo a su arzobispo. Cuando Luis los recibió y supo sus motivos mostró su asombro de que un rey se hubiera atrevido a juzgar a un obispo ya que, aseguró, él jamás habría osado destituir al más humilde de sus clérigos.

—Vos regresasteis a Poitiers, decidida a no volver a Inglaterra.

—En la Navidad de mil ciento sesenta y ocho, la corte se reunió en Argentan. Las revueltas en contra de Enrique se habían sucedido en Aquitania. Llegó a la cita muy suave y zalamero, con grandes regalos para mí y mis hijos, y en ningún momento levantó la voz ni dio ninguna de las espantadas a que nos tenía acostumbrados y que hacía que los niños huyeran de la estancia si estaban presentes. Incluso intentó hacerme el amor. Me negué, por supuesto; ya eran de dominio público sus relaciones con Rosamunda. No obstante, me hizo ver, con razones de peso, que si permitíamos rebeliones, el patrimonio de nuestros hijos estaría en peligro. Ante eso, acepté viajar por Aquitania, tratando de contentar a mis señores.

—Dejó junto a vos al conde de Salisbury. Para vuestra protección –dijo.

—Así fue, aunque su intención no era esa, pues nunca pensó, y si lo hizo no le habría importado, ya que estaba sopesando la posibilidad del divorcio, nunca pensó, digo, que mi vida fuera a correr peligro. Lo que realmente le interesaba era que el conde controlara mis pasos entre mis gentes.

—Y ahí aparece en vuestra vida el fidelísimo Guillermo le Maréchal.

—En realidad ya estaba junto a mí, pero tras la sombra de su tío, el conde de Salisbury. Apenas me había fijado en él más que en los juegos de guerra, en los que destacaba por su arrojo y, por qué no decirlo, también por su apostura. Pero yo entonces tenía, como casi siempre, demasiados problemas para perder el tiempo en galanterías.

—Aquella mañana salimos camino de Poitiers, donde ya se habían enviado los caballos y armas de guerra por si fueran necesarios. El conde de Salisbury había dejado una pequeña escolta para acompañaros, porque la proximidad a la ciudad no hacía temer ningún encuentro no deseado. Únicamente, y eso fue lo que nos salvó, mandó algunos ojeadores por delante. Cuando estos volvieron a avisar de que los Lusignan se acercaban con una considerable tropa, apenas hubo tiempo de elegiros el caballo más rápido y unos pocos acompañantes, entre los que me encontraba, para que huyerais, mientras el de Salisbury y sus otros hombres los entretenían, haciéndoles frente.

—Fue una extenuante cabalgada hasta Poitiers. Llegamos agotados pero vivos. Lo que no ocurrió con el conde, al que un venablo atravesó por entre los omóplatos. Luego supimos que su sobrino, mi querido Guillermo, había tomado el mando y, aunque mataron a su caballo, protegiéndose la espalda con un espino, luchó y mato a muchos de los enemigos hasta que uno de ellos logró atravesar el matorral y le hirió en un muslo. Cayó prisionero y, de pie en una carreta, para que su vergüenza fuera total, lo llevaron con ellos, sin curarle la herida, que él mismo hubo de vendar con jirones de su ropa. Su apostura le salvó la vida. Cuando la tropa acampó en uno de sus castillos, una joven dama que lo conocía por haberle visto justar le hizo llegar un pan, en cuyo interior había disimulado útiles para curar su herida. Entretanto yo buscaba el medio de liberar a los que habían caído prisioneros. Hube de pagar un alto rescate, pero al fin el muchacho regresó a mi lado y, después de vestirlo, armarlo y darle un nuevo caballo, quedó para siempre junto a mí y mis hijos. Nos ha seguido con entrega y dedicación.

—Vos regresasteis a Inglaterra para acompañar a vuestra hija Matilde en los preparativos de su boda –cortó Blédhri los dolorosos recuerdos, con un nuevo tema que distrajera a su señora.

—Llené cuatro naves con el ajuar de mi hija. No deseaba que comenzara su vida con las estrecheces que yo hube de soportar en la corte de Francia. Hasta veintiocho libras de oro le di para que dorara sus vajillas. Los enviados de su esposo vinieron a buscarla a Normandía; allí me despedí de ella y, entre llorosa e ilusionada, la dejé ir hasta la distante Sajonia, creyendo que una página de mi vida se había cerrado. Satisfecha de lo conseguido con el destino de mi pequeña, regresé al Poitou, junto a mi querido hijo Ricardo, a quien esperaba pasar el poder en cuanto fuera posible. Envié mensajeros y cartas a Enrique durante meses, asegurando que la entrega de las tierras y títulos a nuestros hijos sería beneficiosa para todos. Le daría una buena disculpa para complacer a Luis, ya que tendrían que rendirle homenaje, y al propio tiempo para conseguir restablecer la relación con Becket, atrayéndose así a la Iglesia. Pareció sopesar mis indicaciones y, como sabía que los dos pasos eran necesarios para rehabilitar su imagen, que ahora ya no era precisamente la del Arturo redivivo, sino la de un despótico reyezuelo, a quien se obedece por miedo, no por respeto, su imagen, digo, cambiaría y quizá volviera a recuperar el brillo que tuvo cuando ambos gobernábamos unidos, presentando a las gentes la apariencia de un ideal que las elevaba, conectándolas con un sueño inconsciente, el cual las alejaba de la penuria de su sucia, dolorosa y estricta supervivencia.

»Decidió organizar una asamblea en el castillo de Montmirail, el día de la Epifanía, por aquello de la reunión de reyes… Trataba de explotar lo milagroso y lo mágico; sabía que era lo más intuitivo, lo más visceral y lo que mejor entenderían las masas. Por supuesto yo no fui invitada. Temía mis intervenciones, las cuales solían dejarlo en ridículo, ya que era la única que se atrevía a decirle lo que pensaban todos de sus pataletas de adolescente, las cuales llegaban a oscurecer, e incluso a anular, lo poco de buen político que aún quedaba en él.

—En cambio yo sí que estuve presente dentro del grupo de los acompañantes de Ricardo. Nos reunimos en la gran sala del castillo, donde dos chimeneas ardían con enormes troncos que apenas conseguían evitar que los ateridos alientos desaparecieran antes de salir de nuestros descoloridos labios. Los señores asistentes se arrebujaban, frioleros, en sus capas, que, dependiendo de su categoría, eran de pieles de conejo, oso, zorro y hasta de armiño. Aquí debo decir que a vuestro esposo, en cuanto a su arreglo personal, ya se le echaba en falta vuestra compañía, que le aconsejaba vestuarios dependiendo del acto al que debía acudir. Su aspecto general era descuidado; tanto que hasta el mismo Luis, con sus ropajes casi monacales, aparentaba más importancia y cuidado que el rey inglés. No obstante, aún seguía mostrando fuerza y empuje a la hora de hablar. Después de hacer público el reparto de tierras entre sus hijos, dejando a Enrique Normandía, Maine y Anjou; a Ricardo Aquitania y Poitou, y a Godofredo, señor de Bretaña, ya que hacía poco lo había comprometido con Constanza, dentro del papel que había decidido representar esa mañana de hombre culto y contenido, encomendó a Luis, en el día en que los tres Reyes ofrecieron sus presentes, a sus tres hijos, a lo que este le respondió deseando que pudieran hacerlo bajo la mirada de Dios, recordándole sutilmente su desviada situación.

»Y, aunque Thomas se plegó a su “regio juicio”, cometió el error de “dejar a salvo el honor de Dios”, por lo que su reconciliación quedó en suspenso de nuevo. Mientras, vos no perdíais el tiempo. Enseguida comenzasteis a organizar, con todo secreto, el traspaso de poderes a Ricardo en Aquitania.

—Aproveché el estado de debilidad de Enrique, ya que hasta algunos de sus propios señores normandos, y varios sajones, hartos de su prepotencia y autoritarismo, se habían levantado contra él. Organicé una serie de fastuosos actos que convirtieran a mi hijo en señor de Aquitania antes de que su padre pudiera impedirlo.

—Vos también echasteis mano del milagro y las antiguas creencias –sonrió Blédhri, con una cierta sorna.

—Sabía, al igual que mi esposo, que hay una parte de nosotros que parece conectar con el misterio y hallarse a gusto en él, de modo que, después de la Pascua presenté a mis vasallos su nuevo duque y ellos le prestaron juramento; hicimos un viaje por las posesiones para que las gentes conocieran y disfrutaran de la refinada educación que le había dado, y como, además, se parecía muchísimo a mi padre y a mi abuelo en su encanto personal y en su forma distendida y amable de tratar a todo el mundo, pocos de los que se le acercaron escaparon a su embrujo. Y después, como tú dices, aprovechando la magia, o la religiosidad, que tanto da, organicé una gran fiesta en Limoges.

—Lo cierto es que el acontecimiento que acababa de darse, y en el que participamos propiciándolo con extrema sutileza, facilitó mucho las cosas, pero debo reconocer que supisteis utilizarlo muy bien.

—Con tu ayuda, Bléd; con tu valoración de la conexión entre todo lo creado me enseñaste a manipular a los hombres, tocando esa parte espiritual, mágica y misteriosa que nos ensambla en la totalidad y que escapa a nuestro control consciente. Los monjes de Santa Valeria, guiados por nosotros, acababan de descubrir un antiquísimo documento en que se narraba la vida de la mártir, y las gentes se apiñaban, más devotas que nunca, alrededor de su santa protectora. Hacía muchos años que había decaído un ritual en el que se colocaba al duque un anillo que contenía, se aseguraba desde tiempo inmemorial, reliquias de Valeria. Yo lo mandé incluir en las celebraciones, aprovechando la devoción y la piedad que el susodicho pergamino había despertado en señores y vasallos. La imposición del anillo sacralizó la investidura de mi hijo.

—Aún puedo ver el desfile interminable de clérigos, revestidos de las capas pluviales de seda con las que los obsequiasteis, recibiendo a Ricardo a las puertas de San Esteban. El obispo, con la mano izquierda sosteniendo la cruz de oro que le habíais regalado, lo bendijo con la derecha, tomando la luz que entraba por los ventanales sobre el gran anillo, en el que mandasteis colocar una amatista, sostenida por dos serpientes anilladas. Lo revistió luego con una túnica de seda y, con el canto de los monjes de fondo y los rezos y la entrega de los asistentes, le colocó en el dedo el anillo de Santa Valeria, que, aunque bastante menos valioso que el suyo propio, arrancó verdaderas lágrimas a muchos de los presentes, quienes en aquel momento se habrían dejado matar por él, no sólo al estar influenciados por el rito, sino porque también recordaban las arbitrariedades de su padre, a causa de los enfrentamientos con el abad de San Marcial, que lo llevaron a imponer multas a todos los habitantes.

—Por eso, además de por el asunto de Santa Valeria, elegí Limoges para la ceremonia –aclaró Leonor–. Le entregaron luego la espada y yo misma le calcé las espuelas. Cuando, después de prestar juramento sobre los Evangelios, lo vi en el altar, con el estandarte en la mano y su resplandeciente corona, empecé a imaginar que tenía esperanzas de derrotar a su padre.

—Hicisteis partícipe a Ricardo de algunas de las donaciones que realizasteis en aquel momento.

—De todas; quería que mis vasallos empezaran a verlo como el verdadero señor.

—Siempre he creído que vuestro esposo sospechó que tras vuestra decisión había mucho más que una simple ceremonia.

—Seguramente, porque se apresuró a coronar a Enrique, nuestro heredero, en Londres, en junio. Pretendiendo con esa maniobra eclipsar mis actos y atraerse a nuestros hijos, a los que yo había advertido de que jamás los dejaría gobernar mientras estuviera vivo, y, de paso, para ofender a Becket, quien debería haber sido el encargado de realizar la coronación.

—Mandó a su orfebre fabricarle una corona al príncipe, que le costó más de treinta y ocho libras.

—Sí. Estaba claro que deseaba seducir a su hijo de la única forma en que era capaz, comprándolo. Y luego, durante el banquete, para honrarlo, se empeñó en hacer la mascarada de servirlo.

—Pero no valieron de mucho sus esfuerzos. Enrique le contestó a su empeño en demostrar su deseo de honrarle, con aquella famosa frase, que bien parece inspirada por esos demonios que vos decís nos acompañan a veces.

—No podría decir si fueron los demonios o los ángeles los encargados de sugerírsela pero, desde luego, fue dicha oportunamente para cortar las payasadas del rey, quien ya empezaba a ponerse en ridículo, en su empeño de aparente servilismo.

—Me gusta recordarla. Si no os molesta –pidió Blédhri–, quisiera repetirla, antes de consignarla por escrito.

—Desde luego. Es una de las pocas satisfacciones que me quedan de los recuerdos de mis pequeños.

—Cuando vuestro esposo, ofreciendo una bandeja de capones rellenos, en tanto inclinaba la espalda ante vuestro hijo, dijo: «Es extraño ver a un rey servir la mesa…»2.

—A lo que Enrique, el Joven –interrumpió Leonor, con una risita perversa y complacida–, contestó: «Pero no es imposible ver al hijo de un conde servir al hijo de un rey».

—Con la coronación –quiso volver al hilo de la historia, Blédhri–, vuestro esposo no sólo había ofendido a Thomas y desobedecido al papa, sino también a Luis, ya que su hija Margarita tenía que haber sido coronada al mismo tiempo que su esposo, Enrique el Joven.

—Verdaderamente el rey parecía haberse vuelto un patoso estadista. Todos sus movimientos estaban marcados por la visceralidad y así poco o nada se puede hacer en política.

—El veintidós de julio hubo de acudir a otra entrevista con el franco para tratar de arreglar sus despropósitos.

—Sí. Se hizo en Fréteval, el día de la festividad de María Magdalena; ignoro si con el deseo de perdón que tuvo la santa ante el Señor, o simplemente por casualidad o por su infantilismo, disfrazado de oportunismo, que parecía ser la constante en las acciones de mi esposo en los últimos tiempos. Se mostró amable y hasta dulce, tanto con Luis como con Thomas, que estaba presente, con el fin de conseguir una posible reconciliación. Prometió todo lo que le pidieron: una nueva coronación que contentaría a Becket, quien sería el encargado de realizarla, y a Luis, ya que en ella su hija estaría presente; renovaría su antigua amistad con Thomas, en los mismos términos que había tenido en el pasado y hasta sostuvo el estribo del arzobispo para que montara; en fin, una de las mascaradas a las que ya tenía acostumbrados a todos sus acompañantes. Pero cuando llegó el momento de dar el beso de paz, imprescindible en un acuerdo, se negó a hacerlo. Entonces todos supieron que sus promesas habían sido falacias. Tan convencidos estuvieron todos de su mendacidad que hasta el arzobispo se despidió de él con infinita tristeza, quejándose del pesar que le producía saber que no volverían a verse.

—Thomas lo conocía muy bien y supo en aquel mismo momento que jamás lo perdonaría; no he conseguido entender cómo, partiendo de esa base, regresó a Inglaterra.

—Quizá todos pensamos ser más poderosos de lo que realmente somos, o más invulnerables o más protegidos por poderes amables y desconocidos. Becket había conseguido llegar a lo más alto, partiendo de casi nada, aparte de su gran inteligencia y capacidad. Se sabía querido por el pueblo y probablemente deseó pensar que también por Dios. Viendo la tranquila fluidez con que se había desarrollado su ascensión, no quiso entender que nadie es más que nadie cuando se enfrenta a la muerte.

Camino de Nájera, Leonor ordenó a sus mujeres que viajaran en carromatos distintos para que Blédhri la acompañara. De repente parecía tener prisa por continuar con sus recuerdos, o tal vez eran para ella más gratificantes que la insulsa charla de las muchachas.

Se despidió de la viuda Teresa, quien parecía haber rejuvenecido y que sonreía con una especie de satisfacción, que a Leonor le recordó la expresión estúpida que se les queda a las madres primerizas cuando contemplan a su recién nacido, como si fuera el único espécimen que ha pisado la tierra. Prometió detenerse en su casa a la vuelta y ordenó a Elías que se pusiera a la cabeza de la caravana, para permitir a Mercadier unos momentos más junto a la «inconsolable» viuda, tan «alterada y contrita», que aún no había tenido tiempo de elegir vestidos más apropiados para el duelo en que se encontraba.

—Te he mandado viajar conmigo porque anoche me di cuenta de que la política está llenando nuestros escritos y apenas tocamos el modo de vida. En este tiempo, a pesar de haber sentido ya la derrota en dos ocasiones con dos hombres distintos, en Poitiers, tras sus protectoras murallas, junto a mis hijos, logré reunir una alegre corte que me permitió olvidar mi situación y disfrutar del arrojo y la belleza de la juventud que me rodeaba. Teníamos varias iglesias, como la de San Juan, San Hilaire y Santa Redegunda, además de la catedral de San Pedro, desde la que en uno de sus vitrales contemplaré el pasar de la vida, cuando ya no esté en ella, pero quise mejorar el palacio ducal, donde construí una gran sala.

»Tenía conmigo a Enrique el Joven y a Ricardo, y además mis hijas mayores estuvieron también largas temporadas en mi compañía. María y Alix amaban, como yo, la poesía, las danzas, los torneos y las cortes de amor, donde jugábamos, rayando la perversidad barnizada de una aparente inocencia, a mantener e incentivar la sensualidad y el deseo insatisfecho de los caballeros, como una sencilla forma de control sobre su agresividad y afán de gobierno y dominio. Cuando su insatisfacción sexual llegaba a límites casi insostenibles, estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que su dama pidiera o simplemente deseara. En fin, un método de supervivencia en un mundo de hombres. Todos competíamos por mantener alto nuestro ingenio, nuestra belleza y cualquiera de las capacidades que poseyéramos, además de crear una atmósfera de erotismo contenido, que respirábamos a cada momento, engañando lo ordinario, lo común, lo corriente, lo habitual, lo inamovible… La insoportable carencia de finalidad de la existencia.

—Vuestros hijos eran hermosos y poseían el encanto de sus abuelos aquitanos –quiso cambiar el tema Blédhri, por impedir que la reina se sumergiera en su gran obsesión que, sobre todo desde que se había retirado a Fontevraud y sus ocupaciones habían disminuido, rondaba su cabeza con una persistencia enfermiza.

—Sí. Sobre todo mi querido Ricardo –aceptó enseguida ella, olvidándose momentáneamente del gran enigma que ninguna de sus lecturas o conversaciones conseguían aclarar–. Sus ojos claros y su pelo rojizo me tenían hechizada; pero también su continente majestuoso y distante, que se hacía próximo en cuanto sus labios sonreían.

—No os olvidéis de Enrique el Joven –recordó Blédhri, quien siempre había sentido una especial debilidad por aquel príncipe.

—No, no me olvido de él, aunque ya me gustaría. –Bajó los ojos consternada la reina–. De él y de todos mis hijos a los que he tenido que enterrar. Nunca he podido entender por qué se han ido antes que yo, dejando aquí a una vieja que sólo tiene recuerdos, la mayor parte de ellos dolorosos –soltó con un cierto enfado. Luego dulcificó el tono para añadir–: Era también muy hermoso –admitió, pensativa, colocándose una cansada mano en la frente– y además terriblemente generoso; demasiado bueno para ser rey, quizá por eso no llegó a serlo nunca más que de nombre.

—Cuando ambos caminaban juntos –recordó el anciano, entrecerrando los ojos, como si pudiera ver aún las altas siluetas de los dos hermanos en los dibujos del tapiz que les protegía del frío exterior–, no sólo los seguían los ojos de todas las jóvenes presentes, también los hombres, y hasta los perros y los caballos, quedaban hechizados por sus figuras… –Calló, por miedo a que un inoportuno sollozo le borrara la vida y le trajera la dolorosa visión de la muerte de los dos muchachos. Se frotó las manos, que se le quedaban heladas al escribir, no sólo deseando calentarlas, sino queriendo borrar aquella hermosa imagen de energía y vigor desperdiciados–. Habíamos dejado a Becket regresando a Sandwich –apuntó, deseando, él también, entretener su mente.

—Supe que había sido una entrada triunfal. Los campesinos lo acompañaron en procesión hasta su iglesia. Allí toda la población lo esperaba con la ciudad engalanada. Eso ocurría el día uno de diciembre. No sabía, o no quería saber Thomas, que ese recibimiento estaba firmando su sentencia de muerte. El día veintinueve del mismo mes, recibimos la noticia de su asesinato, en el altar de su templo, mientras celebraba la misa. Estábamos todos pasando las Navidades en Bures cuando llegaron los mensajeros.

—Enseguida vuestro esposo se encerró en sus aposentos, negándose a comer, llevado del disgusto que la nueva le había producido.

—Sí. Esa fue la imagen que quiso transmitir, pero no consiguió engañar a nadie, y mucho menos a mí, que estaba al corriente de que, en la noche, sus criados subían a su cuarto platos y platos de comida, que el rey engullía entre risotadas, al tiempo que competía con alguno de sus íntimos en los juegos de tablas. Cuando le pareció que su fingido dolor había sido suficiente, llamó a su escribiente y empezó a dictar cartas y a mandar embajadas, con las que pretendía librarse de la culpa que sabía iban a atribuirle. Una vez cumplido este requisito, desapareció camino de Irlanda, poniendo tierra por medio entre los milagros de Thomas, que inmediatamente, según aseguraban clérigos y campesinos, se realizaban ante su tumba, y su culpabilidad, la cual, a tenor de la situación, podría pasarle cuentas, pues las gentes estaban realmente enojadas por la muerte de su querido arzobispo. Los peregrinos comenzaron a afluir hacia la catedral y el papa Alejandro excomulgó a los asesinos y a sus cómplices y lanzó el entredicho sobre las tierras inglesas. La situación para Enrique se estaba volviendo realmente muy peligrosa.

—Pero él, con su capacidad de reacción característica, cuando vio que la cosa no tenía remedio y que era culpable a los ojos de todos, montó otra de sus mascaradas.

—La penitencia de Arranches –confirmó la reina–. Y para que fuera más dramática, quiso realizarla en presencia de Enrique el Joven, además de clérigos y señores, e incluso vasallos y campesinos.

—No le importó jurar sobre los Evangelios que no sólo no había mandado matar a Thomas, sino que ni siquiera lo había deseado.

—Juró eso y todo lo que los monjes le pidieron entonces. Renunció a las Constituciones de Clarendon y se dejó flagelar, «flojito», eso sí, ante todos los presentes.

—Eso ocurría en mayo. En Navidad se presentó en Chinon, donde, después de casi tres años en que no os había molestado, comprobó la felicidad de vuestra corte y el respeto de vuestros vasallos; impresión que, por mucho que deseó disimular, no le gustó en absoluto.

—Sobre todo porque ya empezaba a crecerse de nuevo, pues sus asuntos con la Iglesia habían quedado zanjados, no sólo por su penitencia pública, sino por las dos fundaciones religiosas que había prometido y que ya estaba costeando. También había suavizado el enfado de Luis, que ya había visto a su hija Margarita coronada el septiembre anterior, en Winchester. Su despotismo estaba aflorando de nuevo.

—Dos meses más tarde se entrevista con Humberto de Maurienne para concertar el matrimonio de vuestro pequeño Juan, de siete años, con Alix, la hija y heredera de las tierras del lago de Ginebra y la Saboya.

—Su apuesta por encontrar salida hacia Italia, junto con una cierta ambición imperial, le costaron cinco mil marcos de plata, que hubo de entregar a Humberto, más la promesa de dotar a Juan con Irlanda, varios castillos en Inglaterra y, sobre todo, tres plazas de gran importancia en el límite de sus posesiones en el Poitou: Chinon, Loudun y Mirebeau.

—Estaba dispuesto a pagar muy alto su deseo de poder.

—Tanto que no valoró, porque ni siquiera se le pasó por la cabeza, que sus otros hijos no estuvieran de acuerdo. Hasta que en Limoges, donde había convocado una segunda asamblea para informar a sus señores de la boda de nuestra Juana con el rey de Sicilia y de sus decisiones respecto a Juan, se encontró con la oposición abierta de Enrique el Joven.

—Debió de ser para él un gran golpe, ya que en ese momento parecía volver a disfrutar de la buena suerte y la imagen de gran señor que había desaparecido con vos.

—Sus trapicheos le valieron, incluso, el homenaje del traidor Raimundo de Toulouse, quien, después de haber conseguido salvar su ciudad, gracias a la protección de Luis, le volvió la espalda. Primero repudió a la pobre Constanza de Francia, a la que había maltratado desde el comienzo de su matrimonio y luego se puso bajo la protección de mi esposo. De todas formas, tú debes de saber mucho mejor que yo lo ocurrido aquel día, ya que no me encontraba presente.

—Efectivamente, vuestro hijo, delante de toda la asamblea reunida, reprobó a su padre las concesiones hechas a Juan, por las cuales sus otros hermanos perdían parte de sus posesiones, y, ya puesto, le reprochó que no le hubiera concedido sus tierras, sin las cuales la doble coronación de la que le había hecho protagonista no era más que una de sus habituales bufonadas. El rey salvó la incómoda situación, tomando a risa el temperamento angevino de su hijo y, para contentarlo, dijo –aunque todos supimos que era para controlarlo– que lo llevaría consigo.

—Fue también ese día cuando el traidor Raimundo de Toulouse le previno de nuestras maniobras para desgastar su poder –quiso apuntar la reina, alterada aún, pues esa entrevista había sido el principio de sus desgracias.

—Sí, señora. Esa misma tarde, cuando vuestro hijo, aparentemente libre, se movía por los alrededores del castillo, siempre «protegido» por la guardia del rey, Enrique recibió en privado a Raimundo. A mí me pareció ver en el fuego que en su reunión había hablado mal de vos y de vuestros hijos y así se lo hice saber a Enrique el Joven. Por medio de sobornos, el príncipe pudo conocer al detalle su conversación. En ella se dijo abiertamente que vos estabais levantando contra él al Poitou y a sus propios hijos.

—Aquella misma noche salisteis de viaje –cabeceó Leonor, asintiendo, mientras sentía moverse en su estómago la incertidumbre que entonces le había tocado vivir– y tanto tú como Guillermo le Maréchal no os apartasteis de mi hijo ni un momento, pues llegasteis a temer por su vida.

—No sólo hicimos eso, también nos dedicamos a planificar su huida, pues como vos decís, temíamos que su padre acabara con él. Lo llevaba constantemente de caza e incluso le obligaba a dormir en su propia cama, lo que hizo muy difícil programar los pasos que dar para hacer que el príncipe pudiera huir sin ser apresado de nuevo. La noche que pasamos en el castillo de Chinon nos pareció el momento más oportuno. Yo preparé un brebaje, concentrando amapola, melisa y algunas otras cosas, y se lo entregué a Enrique el Joven, para que en un descuido de su padre lo volcara en su copa; eso lo haría dormir profundamente, de forma que vuestro hijo pudiera salir del cuarto. Mientras, Guillermo había comprado con largueza a varios de los capitanes de la guardia y, milagrosamente, el puente de la entrada principal no se levantó aquella noche. Cuando amaneció y vuestro esposo despertó, nosotros ya llevábamos horas de cabalgada. Nos persiguió, no obstante, sañudamente. A no ser por la previsión de Guillermo, quien había concertado monturas de repuesto cada pocas millas, nos habría alcanzado antes de llegar a las tierras de Roberto de Dreux, el hermano de Luis, el cual ya nos esperaba y nos acogió con afecto. Guardaba un mal recuerdo de vuestro esposo por aquel enfrentamiento que sostuvieron después del absurdo sitio de Toulouse.

—Y de nuevo Luis protegiendo mis intereses, ahora en la persona de mi hijo.

—Y de nuevo –remarcó Blédhri–, con fina ironía, dejó atónitos a los enviados de Enrique, los cuales le pedían que les entregara al príncipe, asegurándoles que no era el rey de Inglaterra quien le hacía aquella petición, pues estaba con él.

—Cuando sus enviados le llevaron aquella respuesta –aclaró la reina con un cierto orgullo– también le informaron de que Ricardo y Godofredo se encontraban también en París y de que la rebelión se había extendido por toda Aquitania.

—Fue ese un mal momento para vuestro esposo. Llegó a escribir al papa, quejándose de la maldad de sus hijos.

—Le encantaba hacerse la víctima, sobre todo si sospechaba que sus llantinas podían proporcionarle algún provecho. En esa carta incluyó frases quejumbrosas en las que casi se podían adivinar sus lágrimas y en las que se dolía de que sus amigos lo hubieran abandonado y le guardaran rencor.

—Realmente tenía motivos para quejarse –aceptó Blédhri–. Sus hijos estaban en París bajo la protección de Luis y la rebelión se extendía por Aquitania, donde los señores expulsaban a todos sus acólitos. Los Rancon, los Larchevêque, incluso los Lusignan, rechazaban su autoridad, y los condes de Saint-Maure se declararon sin ambages a favor de Enrique el Joven.

—Ocasión que aprovecharon los señores ingleses, hartos de sus impuestos, para protestar, adhiriéndose a la rebelión; incluso el rey de Escocia se posiciona del lado del joven rey. Desde luego, la mayoría de estos señores buscaban sus propios intereses, ya que mi hijo, después de recibir un nuevo sello, regalo de Luis, se hartó de hacer concesiones. Pero consiguió que todos afirmaran que quien había sido rey de Inglaterra ya no lo era.

—Es en ese momento cuando los acontecimientos empiezan a desbordarse.

—En junio, Felipe de Flandes ataca Aumale, mientras que Luis y mi hijo cercan Verneuil. Al propio tiempo, muchos castillos ingleses caen y, en Bretaña, algunos barones de entre los sublevados toman la fortaleza de Dol.

—Pero de nuevo Enrique reacciona prestamente. Sabe que los vasallos que aún le son fieles son inferiores en número a los rebelados, así que empeña castillos, joyas y tierras para pagar mercenarios, sin importarle el menoscabo que iba a sufrir su imagen adoptando una decisión tan mal vista. Es en ese momento cuando comienza a pensar que estáis protegida por la Santa Espina y maquina un plan para hacerse con ella.

—Llegó a empeñar hasta su espada ceremonial, enriquecida con hermosos diamantes. Consiguió reunir un ejército de más de veinte mil hombres, obligándolos a cubrir etapas mucho más largas de lo habitual para llegar cuanto antes a los puntos conflictivos. Y nunca supe si por el robo de la Santa Espina o por el inmejorable estratega que era, comenzó a recuperar las plazas perdidas.

—Entonces empezó nuestro verdadero calvario. Recibisteis, por medio de Pedro de Blois, su secretario particular, la carta de Rotrou de Warwick, el arzobispo de Rouen. En realidad, su verdadera misión, además de entregaros la misiva, que él mismo había escrito, era conseguir hacerse con la Santa Espina y llevársela a su señor, quien había empezado a obsesionarse con la idea de que todo le salía mal desde que os habíais ido llevándola con vos. En ningún momento se le ocurrió pensar que sus acciones no habían sido las convenientes; atribuyó sus conflictos a la falta de la reliquia. Mientras vos leíais la orden del clérigo, que os instaba a regresar con vuestro esposo, Pedro se las arregló para hacerse con el regalo de vuestro tío Raimundo, que tanto poder dio a vuestra mente desde aquellas otras difíciles circunstancias en que la recibisteis.

—Lo cierto es que no le costó demasiado trabajo conseguirla porque yo hacía tiempo que la había olvidado en su pequeña arquita, sobre el reclinatorio donde oraba cada noche. Y, en cuanto a la misiva, me ordenaba el regreso, después de pedir perdón, asegurando que si no lo hacía, yo sería la causa de la ruina general, amenazándome además con el anatema de la Iglesia. Y todo eso, después de que mi reacción había venido dada por el desprecio y postergación a la que había sido sometida por mi señor. Pero a nadie parecía importar ese hecho; yo sólo era una malvada mujer que había osado levantarse contra su esposo, fuera injusto, despótico o infiel.

—Una vez recuperada Normandía –concretó el anciano, sintiendo toda la amargura que las palabras de Leonor reflejaban y que él había vivido y compartido en su momento con la reina–, el rey se dirigió hacia el Poitou y devastó las tierras entre Tours y Poitiers y puso sitio a las posesiones del leal Raúl de Faye quien había ya partido hacia París para pedir a Luis asilo para vos. Enseguida se hizo con Faye-la-Vineuse. Entonces…

—Entonces comprendimos que todo estaba perdido y, en la noche, como ladrones, salimos de Poitiers camino de París. –Leonor bajó la cabeza y apretó sus manos, asustada aún del momento en el cual, vestida de hombre, hubo de hacer frente al grupo de mercenarios que, por orden de Enrique, patrullaban los alrededores de la ciudad–. Éramos un pequeño destacamento de caballeros. No quisimos llevar más guardia por no llamar la atención, pero aquellos canallas tenían la promesa de mi esposo de que, si eran capaces de encontrarme, ya que estaba seguro de que intentaría huir, les entregaría tierras y posesiones para que pudieran vivir con comodidad el resto de sus vidas; después se limitó a darles unas pocas monedas –aclaró con un gesto de obviedad–, pero en aquel momento ellos no lo sabían, de modo que su dedicación e interés eran extremos. En cuanto vi sus negras siluetas destacando sobre la ancha luna, vislumbré el futuro que me esperaba. Sabía que no se atrevería a matarme porque había demasiados intereses de por medio, pero mi vida, desde aquel momento en sus manos, estaba acabada.

—Señora –interrumpía sus recuerdos Mercadier–, estamos llegando a Nájera. ¿Deseáis caminar un poco antes de entrar en la ciudad?

—Sí, gracias –afirmó la reina, haciendo intención de estirar sus anquilosadas piernas. No le gustaba que las gentes extrañas la vieran bajar del carro haciendo esfuerzos inútiles, que solían terminar en brazos de Pedro o del propio Mercadier–. Traedme una montura –ordenó cuando logró poner los pies en el suelo, ayudada por el mercenario–. Ahora caminaré un poco para conseguir estirarme. ¡Dios! ¡Qué frío hace! –tiritó, arrebujándose en su capa, que Brianda se apresuró a cubrir con otra forrada de piel de zorro–. Gracias, querida. Me alegra verte cerca de mí. Ayer te eché de menos la mayor parte del día.

—Estuve ocupada, señora –se disculpó la joven, con los ojos en la nieve endurecida que pisaban.

—Espero que esas «ocupaciones» hayan sido para bien de alguien.

—Estoy segura, señora, de que «alguien» ha podido rehacer su vida sin las ataduras de una situación sin solución posible.

—No tengo claro que cualquiera puede intervenir en los designios divinos, aunque su intención sea buena –dudó la reina, sin dejar de contemplar a la muchacha, quien no osaba mirarla.

—Yo tampoco, señora. Pero hay momentos en que no parezco ser yo misma. Necesito hacer algo y no puedo elegir.

La conversación se interrumpió con la llegada de Elías. El arzobispo se había adelantado y ya había conseguido asilo para la reina y sus allegados en el monasterio de Santa María la Real. El resto de los hombres deberían pasar una noche más junto a los fuegos que no dejaban apagar nunca, y dentro de las tiendas, las cuales conservaban algo menos frías que las tierras que los rodeaban, cambiando frecuentemente piedras que calentaban junto a las hogueras y ayudados también de las espesas mantas que Leonor compraba personalmente, para poder estar segura de que su calidad mantendría a sus hombres medianamente confortables.

Caminó unos momentos alrededor de los detenidos carros y luego, con la ayuda de Pedro, montó su caballo. Brianda volvió a acercarse con una piedra de las del interior del carromato, que aún guardaba algo de calor, envuelta en una espesa tela. Alzó un poco las capas de su señora y la colocó cerca de su vientre.

—Os ayudará en el camino que falta –justificó, sonriendo con dulzura.

—Gracias, querida –quiso ignorar Leonor las extrañas luces que de tanto en tanto parecían surgir de la tierna mirada de la chica–. En cuanto lleguemos a Castilla, si así seguís deseándolo ambos –dijo, volviéndose ligeramente hacia su derecha, donde aguardaba Pedro por si fuera necesario–, os organizaré una boda que se recordará en estas tierras y en las nuestras y que cantarán los trovadores y los poetas.

Pedro sonrió, bajando los ojos al pomo de su espada. Brianda contempló a su señora, ahora con una mirada completamente pura, y aceptó casi con lágrimas:

—Es lo que más deseo en este momento. Mi agradecimiento será eterno.

—No necesitarás tanto, muchacha –rio la reina, tomando las riendas y taloneando a su montura–. Lo bueno que tiene deber favores a un viejo es que enseguida quedas libre de obligaciones. Y ahora, vamos. La noche nos envuelve y ya sabéis que detesto viajar a oscuras.

Enseguida comenzaron a verse a lo lejos los hachones que iluminaban las puertas de la ciudad. Sus primeros hospitaleros fueron cinco forajidos que se balanceaban en sus cuerdas, sin temer ya la oscuridad que los envolvía, ni el cierzo que los hacía oscilar como si no fueran más que harapos vacíos. Seguramente llevaban varios días colgados, porque el hedor que el viento traía era insoportable. No obstante, nadie pareció darse cuenta y apenas los que hubieron de pasar cerca alzaron los ojos hasta los rostros deformados, para bajarlos enseguida con una mueca entre indiferente y asqueada; algunas damas, en un movimiento maquinal, se llevaron las manos enguantadas al rostro, pero nadie hizo el más mínimo comentario.

Entraron cruzando el puente sobre el río Najerilla. Alguien, probablemente el arzobispo, comentó que un tal Juan de Ortega lo había reconstruido hacía ya muchos años. Dejaron a su izquierda el hospital de Santiago, cuyas puertas bullían de gentes, esperando pacientemente su turno para entrar, cenar y calentarse. Se oían quejidos. Había algunos enfermos, lacerados por el dolor y ateridos de frío, que deseaban imaginar que, una vez traspasadas las puertas, sus pesadumbres cesarían. El resto de la ciudad parecía deshabitada. Nadie caminaba ya por sus callejuelas; las gentes, empujadas por las sombras y la nevisca, la cual comenzaba a arremolinarse en las esquinas, se amontonaban junto a los fuegos, cenando, si el día había sido propicio, o tratando de conciliar el sueño, ignorando los rugidos de sus tripas vacías, si la suerte no les había acompañado.

Cuando llegaron frente al monasterio, nuevamente Elías explicó que el gran rey Alfonso, el que había conseguido extender sus fronteras hasta la ciudad de Toledo y que fue el sexto de su nombre en León, Castilla y Galicia, lo había entregado al control de los monjes negros, enfadando tanto al obispo de aquel momento que se había ido de la ciudad, trasladando su residencia a Calahorra.

Los monjes los esperaban fuera de las cercas, encabezados por su prior. Aguantaban el frío reinante con sus livianos hábitos y sus pies calzados con sandalias que, sólo con su vista, hicieron tiritar a la reina. Pusieron su «humilde residencia» a disposición de tan alta dama y sus acompañantes.

—Agradezco vuestras muestras de acatamiento, prior, pero creo que por el bien de vuestros hermanos, mis hombres, vos y yo misma, deberíamos hacer nuestros parabienes a cubierto.

—Desde luego, señora –aceptó con alegría el superior, quien se había sentido en la obligación de presentar sus respetos en la puerta, cuando en realidad, mientras lo hacía, le castañeteaban tanto los dientes que hubo de morderse la lengua para, con el dolor, distraer su tembladera–. Entrad, entrad, que ya tenemos encendidas las chimeneas y presta la cena. Sólo tenéis que decirnos cuándo deseáis comer o si necesitáis alguna otra cosa que esté a nuestro alcance.

Sus últimas palabras quedaron casi cubiertas por unos desgarradores gritos que llegaban desde uno de los interminables pasillos laterales. El prior miró a uno de sus monjes con furia contenida y luego a la reina, dulcificando su gesto, para disculpar.

—Señora, os ruego que no prestéis atención a esos destemplados aullidos. Es uno de nuestros monjes, a quien, desgraciadamente, parecen haber colonizado los demonios. Antes de vuestra llegada ordené que fuera llevado a los bodegas, pero –se interrumpió unos instantes para mirar de nuevo a sus hermanos, iracundo–, por lo visto, no basta una orden para que se obedezca; habré de repetirla de nuevo.

—Esperad, señor –le detuvo con un gesto la reina, inmediatamente interesada–. ¿Por qué decís que los demonios lo han habitado?

—Veréis, señora, hace semanas que se empeña en decir que su pierna derecha no le pertenece, de hecho, no puede moverla, por lo que pretende arrancársela, para poder volver a caminar aunque sea apoyado en una muleta. Asegura que pertenece a un ladrón, el cual penetró en la iglesia del monasterio para robar y que, después de detenido, fue torturado para obtener su confesión y más tarde ahorcado. El hermano Pelayo, el que ahora grita, fue el encargado de administrarle los sacramentos antes de la ejecución y, al parecer, quedó muy impresionado por lo que el joven le contó. Se empeñó en decir que el chico era inocente y quiso detener a los soldados cuando se lo llevaban para ejecutarlo. Probablemente, el bandido estaba poseído por los demonios, que serían los que le empujaron a cometer el sacrilegio y cuando el hermano Pelayo se acercó a él se pasaron a su cuerpo. De todas formas no os preocupéis, señora, ahora mismo se lo llevarán a las bodegas y durante vuestra estancia no volveréis a oír sus lamentos.

—¿Habéis tratado ya de exorcizarlo? –intervino el arzobispo, cruzando las manos sobre el estómago, haciendo girar rápidamente, uno sobre otro, los pulgares, probablemente por la prisa que tenía en llegar a sus aposentos, descansar y cenar hasta llenar su tripa, que se quejaba hacía rato, tanto que por momentos llegó a temer que los aullidos no fueran del monje endemoniado sino de sus vacías entrañas.

—Desde luego –alzó algo la barbilla el abad, mirando con cierto desdén al recién llegado–. Pero no ha dado resultado. Así que he decidido mantenerlo atado hasta que Dios decida llevárselo.

—¿Con los demonios dentro, Padre? –se asombró Mercadier–. Eso sería condenarlo por toda la eternidad y, por lo que decís, él no parece culpable de nada.

—Hay una persona conmigo –apuntó la reina, tendiendo la mano hacia atrás para tocar a Blédhri– que me gustaría que viera al monje enfermo.

—No está enfermo, señora –puntualizó el prior–. No tiene dolores ni fiebres. Sólo grita y pretende arrancarse la pierna. Imagino –quiso remarcar, buscando la aprobación del arzobispo– que coincidiréis conmigo en que no estamos hablando de males normales. No obstante, señora, si vos lo deseáis, vuestro acompañante puede ver al hermano Pelayo, pero, como supongo que estaréis fatigada, os sugeriría que reposarais y comierais algo antes.

—Me parece buena idea, señora –intervino, rápido, Elías–. El día ha sido largo y cansado; no conviene que os agotéis demasiado porque aún queda bastante camino.

—Está bien –aceptó Leonor, conteniendo su curiosidad, al comprender que todos estaban extenuados y hambrientos. Después de cenar se acercaría, junto con Blédhri, a ver al endemoniado.

Procuró abreviar en lo posible y, en cuanto terminó el ágape, pidió ver al padre Pelayo. Dirigidos por el prior, caminaron por interminables pasillos, alumbrados precariamente por teas sujetas a las paredes con aros de hierro, hasta llegar a la celda común, donde los hermanos dormían. Allí estaba su catre, en un rincón separado del resto de los lechos. En aquel momento descansaba plácidamente, con una media sonrisa en su rostro barbudo, que enmarcaban largos y descuidados cabellos. Alguien había arropado con una manta su escuálido cuerpo, cubriéndolo hasta la altura de los hombros.

Blédhri se acercó despacio al enfermo y apartó la frazada, dejando al descubierto sus manos y pies atados al catre. Aunque las ligaduras eran de tela, los esfuerzos por librarse, según se apresuró a aclarar enseguida el prior, habían hecho profundas heridas en sus muñecas y en sus tobillos.

—Nadie puede curárselas –seguía el santo hombre, abrumado por el preocupante aspecto de las magulladuras–. Es imposible acercarse a él sin que esté atado.

Blédhri tomó del cinto su daga de plata, con forma de media luna y, limpiamente, cortó las ataduras. Lo que hizo retroceder instintivamente a todos los presentes, excepto a Leonor, quien se mantuvo en su puesto, sin perder detalle de los manejos de su amigo. Puso este una mano sobre la frente y la otra sobre el vientre del enfermo, en tanto cerraba sus ojos y bajaba la cabeza hasta tocar la barbilla con el pecho. Parecía murmurar algo, pero ninguno de los presentes fue capaz de entender sus palabras. Cuando terminó su cantinela, abrió los ojos, al tiempo que lo hacía también el enfermo. Todos los que miraban volvieron a retroceder varios pasos. Pelayo contempló tranquilo al hombre que acariciaba su cuerpo con movimientos ligeros, que parecían llevar algo hacia lo alto de su cabeza, más allá de la almohada. Se dejó hacer, sin moverse, con la mirada ingenua y mansa que siempre tuvo y que algunos ya no recordaban.

—¿Podrías sentarte, hijo? –preguntó Blédhri suavemente, con una cierta dulzura.

—Claro –contestó enseguida el enfermo, intentando apoyarse en sus manos, lo que le arrancó un gemido de dolor e hizo que unas gotas de sangre mancharan aún más su lecho.

—Traed una jofaina no demasiado grande con agua y preparad luego un baño bien caliente, donde pondréis un puñado de sal –ordenó Blédhri, en tanto lo ayudaba a incorporarse y a desprenderse de lo que quedaba de su hábito, el cual, cuando lo arrojó al suelo, quedó por unos instantes tieso sobre la piedra hasta que cedió y cayó, doblándose sobre un lado.

Mientras, en cuanto llegó la palangana, la colocó sobre el regazo del enfermo y le ordenó mirar el agua, sin apartar la vista de ella. En ningún momento dejó de masajear el vientre de Pelayo, aunque sí llevó la otra mano desde la frente a la pierna enferma. El monje se dejaba hacer sin separar los ojos del recipiente que sostenía en su regazo. Por un momento su mirada se dirigió al semblante del prior y un gesto de miedo encogió todo su cuerpo. Blédhri, sin abandonar sus rítmicas caricias, indicó la puerta con un gesto a todos los que contemplaban la escena.

—¿Puedo quedarme? –susurró Leonor, esperanzada.

—Aguardad a que Pelayo os mire –contestó el anciano–, él dirá si podéis o no.

Pelayo parecía ahora muy preocupado, contemplado la salida de las personas que habían seguido a la reina hasta su lecho. Cuando el prior, quien había quedado rezagado, cruzó el umbral, cerrando la puerta a sus espaldas, ojeó unos instantes el semblante de la mujer y, olvidándose de ella, tornó su mirada a Blédhri, con un ligero suspiro de descanso.

—Podéis quedaros –aceptó el anciano, indicando una sedilia apartada a Leonor; él tomó otra para sentarse junto al catre.

—Pelayo, mira al agua y cuéntale cuál es tu mal –ordenó el anciano, sin dejar de acariciar el vientre del hombre. Su voz, aunque cálida, era extraña y lejana.

—La pierna de Berengario no me deja huir –respondió enseguida el monje, extrañado de que en una jofaina de agua pudiera ver tantos reflejos y colores, que se entrelazaban formando una especie de red, hermosa y brillante, cuya sola vista lo tranquilizaba, expandiendo su alma mucho más allá del recipiente.

—¿Por qué deseas hacerlo?

—Porque no he encontrado a Dios.

—Dios no está al alcance de sus criaturas.

—No, pero si está en sus obras y aquí no lo siento.

—¿Quieres decir que no encontraste en el monasterio la piedad que buscabas?

—Quiero decir que no me rodean hombres de Dios.

—Entonces, ¿cuál es exactamente el problema que hace que desees partir?

—Vine buscando a Dios y en este lugar no está.

—¿Deseas regresar con los tuyos?

—No. Yo quiero pertenecer a un monasterio, pero sólo si sus hombres son reflejo divino.

—¿Has visto, tal vez, algo que te haga sospechar que aquí no se honra como sería debido al Señor?

—Eso es.

—Y te sientes atrapado porque ya has hecho los votos y no puedes marcharte.

—Sí.

—Berengario tampoco pudo huir.

—No, aunque yo grité a todo el que me quiso oír que no era culpable. Cuando hube de llevarle los sacramentos, me contó que, por una gallina que le habían prometido, le obligaron a robar el oro del altar, amenazándolo, si se negaba, con llevarse a su mujer al prostíbulo de la ciudad. Cuando lo pillaron, lo ejecutaron al día siguiente de su detención, sin permitirle hablar con nadie ni defenderse y mucho menos acusar a su inductor. Yo no pude evitarlo; entonces deseé más que nunca salir de aquí, para buscar otro cenobio donde la corrupción no haga olvidar al Señor y sus mandatos.

—¿Conoces ahora cuál es tu problema? –preguntó Blédhri, después de una breve pausa, en la que detuvo sus movimientos, bajando los párpados, él también, al agua, que ahora había perdido su belleza, convirtiéndose en lo que parecía, un oscuro agujero sin fondo.

—Sí, lo sé –afirmó, sin dudarlo.

—¿Sigues deseando partir?

—Sí.

—Hazlo, entonces.

—He hecho votos perpetuos. Además, en cuanto vos os vayáis, la pierna tornará a ser la de Berengario.

—¿Eres capaz de saber en este momento que tu pierna es realmente tuya?

—Sí, lo sé.

—¿Comprendes que tu mente se rebela contra ti, por no poder hacer lo que realmente deseas?

—No entiendo por qué ocurre semejante cosa, pero ahora sé que es así, como vos decís. No obstante, también sé que no podré controlarlo cuando la idea vuelva a mi cabeza.

—No volverá.

Blédhri tomó la palangana y, se acercó a uno de los ventanales; apartando el paño que lo cubría, arrojó el agua por la ventana. Entraron entonces unos monjes con una tina y varios cántaros del agua que siempre se mantenía caliente en los potes de hierro que hundían sus abultados vientres en las cenizas de los hogares.

—Ayudadme a sumergirlo en el baño –ordenó el anciano. Pero cuando los hombres se aproximaron denegó, indicándoles la puerta–. No, vosotros podéis iros, la reina lo hará.

Leonor se levantó y con una mezcla de asco y conmiseración se acercó al catre, tomando uno de los escuálidos brazos del enfermo.

—No es necesario que hagáis esfuerzos –aclaró Blédhri–. Limitaos a impedir que se ladee. Él buscará el agua.

Efectivamente, Pelayo, apoyándose en sus débiles piernas y en los brazos de los dos ancianos, entró en la tina, sumergiendo todo su cuerpo, tobillos y muñecas incluidos, lo que le arrancó un débil gruñido de dolor. Su cuidador masajeó ahora sus cabellos y sienes; él, abandonado a un bienestar que creía olvidado, insistió en su cantinela, pero ya con una voz débil, como de niño mimado.

—Volverá en cuanto os marchéis –dijo, buscando de nuevo la mirada del anciano–, porque no puedo partir.

—¿Ese es ahora todo vuestro problema? ¿El que no podáis partir? –Tocó el anciano el pecho del enfermo, para mover expertamente sus manos sobre la reseca piel–. Podríais, si alguien más alto lo pidiera.

—Sí, ese es ahora mi problema. Habéis hecho que el agua se lleve mi obsesión; pero sé que volverá si continúo aquí. Y nadie va interceder por el hijo de un leñador que, aunque sea el más listo de toda su caterva, nació, como su padre, para hacer la leña del señor.

—¿Os gustaría formar parte del séquito de la reina Leonor?

—¿Podría celebrar misa cada amanecer y rezar a todas las horas en que debo hacerlo?

—Desde luego. Pero antes de seguir, creo que deberíamos consultar a la propia reina, quien está aquí presente.

El monje la buscó con los ojos y, al verla, suplicó:

—Señora, ¿permitís que os acompañe? Tan sólo sería una disculpa para salir de aquí. Luego, si os resulto gravoso, podéis dejarme en cualquier otro cenobio de la orden.

—Le diré a vuestro prior que necesitáis un tratamiento más largo y que os llevaremos para curaros –explicó Leonor, al tiempo que asentía a la súplica–. Y ahora, como veo que no tenéis más demonios dentro que los terrenales, y eso me resulta muy aburrido, voy a retirarme. Dejad que Blédhri os dirija; él sabrá muy bien lo que debéis hacer. Mañana hablaré con vuestro prior. Pero voy a daros un consejo, que si decidís pertenecer a mi séquito es una orden. Mantened la boca cerrada. En el mundo hay cosas que ni siquiera se deben pensar y mucho menos ponerlas en palabras. No me extraña que vuestra cabeza haya saltado por los aires, lo que por otra parte –concluyó, dirigiendo una media sonrisa a Blédhri– os ha salvado la vida.