Capítulo 29
Vuelvo a entrar en la habitación y Yago me observa con detenimiento. Veo cómo entrecierra los ojos pensando en lo que me va a decir, se toca la nuca con la mano y al final me pregunta:
—¿Era él, verdad?
Me detengo en seco a menos de un metro de su cama, el corazón se me cógela y la saliva se aglutina en mi garganta impidiendo que las palabras salgan.
—¿A qué te refieres? —le pregunto al fin, desconcertada, intentando camuflar mi estado de nerviosismo.
—Al principio me sonaba su cara, pero no terminaba de acordarme de qué. Pero, cuando lo he reconocido, ha sido como si una avalancha de imágenes invadiera mi mente, y entonces lo he recordado todo. Cómo te miraba en el hotel, cómo inhaló tu perfume cuando te acercaste a besarlo en la cara, cómo las venas me ardían por los celos, nuestra discusión de después, mi conversación con Pablo, la noche que pasé en el ático tratando de aclarar mis ideas y, cuando al final comienzo a ver algo de luz, el maldito accidente. Lola, estaba equivocado y tú tenías razón: no me importa lo que él sienta por ti mientras tú estés segura de lo que sientes por mí. —Me acerco con sumo cuidado, como si anduviera por un campo de minas, calibrando lo que debo hacer y mucho más lo que debo decir; apoyo mis manos sobre la cama e intento explicarle lo que siento, pero, antes de que pueda hablar, él me pregunta, poniendo su mano sobre una de las mías y acariciándola con el pulgar—: Lola, ¿tú me quieres?
—¿Crees que estaría aquí si no te quisiera? Claro que te quiero, Yago, llevo nueve días infernales por estar a tu lado. Y no creas que lo he hecho por compasión, porque aquí no tenías a nadie; lo he hecho porque realmente no quería estar en otro lugar que no fuese éste, junto a ti. Sólo me he separado de ti cuando estabas en la UCI y porque las visitas estaban restringidas. Durante ese tiempo, estuve durmiendo en el ático, porque de esa manera creía estar a tu lado. Trabajando he sido un completo desastre... ¡Yo, imagínate, la maníaca compulsiva del trabajo! Había momentos en los que la mente se me quedaba en blanco impidiendo que hiciera nada a derechas. Menos mal que Leo ha estado ayudándome; de lo contrario, no sé qué habría sido del hotel... los papeles se acumulaban en mi mesa y, a las pocas reuniones a las que he asistido, hubiese sido mejor que me hubiera mantenido al margen o al menos calladita, pues en dos ocasiones metí la pata hasta el fondo.
—No me lo creo, Lola. ¿La perfección personificada fuera de control? Eso es imposible —dice incrédulo, abriendo los ojos como platos y con una leve sonrisa.
—Pues créetelo, porque es la verdad, tan cierto como que he dejado la dirección de la cadena. ¡No podía con todo! Ver que no estaba haciendo las cosas como debería, me mataba. ¡Y sabes cómo soy! Todo se quedaba en el aire... «Luego haré esto… más tarde lo otro…», pero al final no hacía nada.
—¡A ver, a ver, espera un momento! —me frena levantando la mano—. ¿Me estás diciendo que has hablado con Sebastián?, ¿que le has dicho que dejas la dirección?
—Sí, pero eso no tiene importancia ahora.
—¿Cómo que no tiene importancia, Lola? Adorabas dirigir la cadena, luchaste mucho por ese puesto y, además, lo hacías bien. ¿Por qué lo has dejado?
—¡No daba abasto, ya te lo he dicho!, así que decidí que tenía que dejar algo y ese algo tenía claro que no ibas a ser tú. Yago, quiero que empecemos desde el principio, como deberíamos haber empezado en su día. Cuando salgas de aquí te vendrás a mi piso, Silvia ya ha llevado allí todas tus cosas. Nunca debí alquilar el ático, como tampoco debí ocultarte mi pasado y mucho menos mi relación con Marcos. Perdóname. Y, para demostrarte lo arrepentida que estoy, estoy dispuesta a cortarla de raíz si eso te tranquiliza, pero ten por seguro que Marcos no es una amenaza; él me sigue queriendo, sí, pero respeta mi decisión. Aunque, por otra parte, entiendo tu postura y, al ponerme en tu lugar, te aseguro que yo también me pondría a la defensiva, así que, si quieres, Marcos saldrá de mi vida, lo entenderé, sólo tienes que pedírmelo, Yago. Tan sólo debes decirme qué es lo que te hace falta para demostrarte cuánto te quiero y lo haré. Nunca antes me había importado tanto alguien y a lo largo de mi vida, por desgracia, he perdido a gente muy valiosa para mí, pero tengo claro que no estoy dispuesta a perderte a ti. Para mí, ahora, tú eres lo principal y sin ti ya nada importa —declaro mientras los ojos se me llenan de lágrimas.
Yago levanta una mano, recoge una de mis lágrimas con su pulgar y me dice:
—Lola, no te voy a pedir eso; ahora lo entiendo, fue alguien imprescindible para ti en el pasado, pero ahora, en el presente, soy yo, punto, no hay más que hablar del tema —sentencia acercándome con su mano a sus labios, y ese rencuentro con su boca hace que todo mi cuerpo se estremezca, llevándome a lo más alto, llevándome hacia donde hace tantos días que no estaba, haciéndome alcanzar el nirvana de nuevo.
»Sí que me echabas de menos, princesa —me dice con voz ronca mirándome a los ojos de forma incandescente mientras nuestras frentes permanecen unidas.
—No sabes cuánto —le contesto volviendo a saborear su boca.
Una enfermera nos interrumpe y, al vernos literalmente comiéndonos la boca, hace un leve carraspeo con la garganta. Yago y yo recobramos la compostura de inmediato. «Traigo el calmante, el doctor Pérez me ha dicho que te dolía la cabeza», dice. Nosotros asentimos y, cuando se va, seguimos hablando sin parar uno al lado del otro. Son las cinco de la mañana cuando el cansancio comienza a hacer mella en nuestros cuerpos y los dos sucumbimos al sueño. A las siete, noto vibrar mi móvil, pues lo puse en modo silencio para no despertar a Yago. Es Sara.
Sara: Lola, lo importante es que ha despertado, el resto poco a poco. Ya verás cómo, dentro de nada, esto sólo habrá sido como un mal sueño. En media hora recogeré a Inés, la dejaré en el hospital y me iré a trabajar, así que no nos veremos. Luego te llamo y me cuentas. Un beso enorme para ti y otro para Yago.
Lo leo y vuelvo a guardar el móvil en el bolsillo de mi chaqueta para seguir durmiendo un rato más, pero es poco el rato que transcurre, pues, antes de las ocho, llega Inés, con tal entusiasmo que me sobresalta.
—¿Por qué no me has avisado? —me recrimina alzando la voz.
—Chist —le siseo para que baje el tono. «¡Mierda! Debí decirle a Sara que no le contara nada», pienso mientras busco una explicación coherente—. Lo siento, era demasiado tarde. Cuando despertó, avise al médico, que le hizo un examen rápido, y al poco se volvió a dormir, estaba cansado y le dolía la cabeza, pero está bien. Le expliqué que habías venido y está deseando verte —le comento para desviar su atención. Sé que tiene razón, tal vez debí llamarla, pero quise reservarme el privilegio de disfrutar de él a solas.
—Ves, Lola, como Dios nos escucha —afirma con suma alegría, bajando la voz.
—Sí, tienes razón —reconozco sin ninguna convicción de que esto sea obra suya, aunque sé que oírme decir eso a ella la reconforta y por eso lo hago.
—Cada día que abrimos los ojos, es un día más que debemos agradecerle, Lola. Sabía que Yago iba a despertar. Y lo sabía porque, lo que otras personas llaman presentimiento, yo lo llamo escuchar al Señor, porque Él nos habla; luego en nuestras manos está que prestemos atención o no a lo que nos dice —añade con enorme felicidad.
A eso de las ocho y media, Yago se despierta e Inés se emociona y se abraza a él agradeciendo a Dios lo que ha hecho por su hijo. Poco después viene el doctor Navarro con Marcos, y mi pulso se acelera. «¿Qué hace Marcos aquí?», me pregunto nerviosa.
—Buenos días, Yago, soy el doctor Navarro, tu neurólogo. Ya me ha informado el doctor Pérez de que ayer te encontrabas en plenas facultades, pero de todas formas quisiera comprobarlo por mí mismo, haciendo un examen más exhaustivo. Para ello necesito que esperen fuera —dice dirigiéndose a nosotras.
Yo observo a Yago y después a Marcos, que se gira para que le lea los labios; «Tranquila», me dice sin que nadie se dé cuenta. Yago escucha con atención al doctor Navarro, que le explica en qué van a consistir las pruebas, e Inés comienza a tirar de mí para salir de la habitación.
—Vamos, querida —la oigo decir. Y, aunque no quiero irme, al final lo hago arrastrando los pies.
—¿Has desayunado? —me pregunta al salir.
—No —respondo mordiéndome las uñas.
—¡No puedes alimentarte de eso! —me regaña apartándome la mano de la boca—. Ahora mismo vamos a tomar algo. Te invito a un café —dice encaminándose hacia la cafetería.
—Deberías irte un rato a casa, darte una ducha y dormir un poco —me sugiere con dulzura, tras sorber de su taza.
—No, estoy bien, tranquila —respondo inquieta «¿Qué demonios hace Marcos ahí?», vuelvo a preguntarme intentando hallar una explicación.
—Lola, quedamos en que yo estaría durante el día y tú, por la noche, y tu parte del trato no la has cumplido, así que vete a descansar. Ahora no tienes de qué preocuparte, ya has visto que Yago está bien —dice poniéndome una mano sobre mi brazo—. Te agradezco muchísimo lo que estás haciendo por mi hijo, pero ahora necesitas desconectar un poco. Yo no me moveré de aquí.
Pienso detenidamente lo que me dice y su argumento es cierto. Acordamos eso, pero yo nunca lo dije en serio y hasta ahora esta situación la he sorteado bastante bien. A media mañana me iba a casa, me duchaba, dormía apenas un par de horas, comía algo que Silvia me había preparado el día anterior, me pasaba por el hotel y volvía lo antes posible; la mayoría de las veces, a las tres de la tarde ya estaba en la habitación, a lo sumo a las cuatro, y hay que reconocer que todo este trajín ha hecho mella en mí, porque tengo un aspecto horrible. Vaqueros, camiseta básica y deportivas. Pelo enmarañado apañado con una coleta y sin maquillar. «¡Ésta no eres tú, Lola! Escúchame, hazte un favor a ti misma y a todos los que te rodean: descansa un poco y arréglate en condiciones», me reprocha mi Lola interior.
—Tienes razón, Inés, necesito dormir. Pero antes prefiero esperar para saber cómo ha ido todo.
—No seas tonta. No sabes cuánto va durar lo que sea que le estén haciendo, puede que sea un par de minutos o toda la mañana, y tú necesitas urgentemente dormir, así que vete a casa.
—Está bien, me voy —acepto rendida, levantándome de la silla.
—Tómate el tiempo que consideres oportuno, querida. Por cierto, ¿has llamado a Pablo?
—No, no he tenido tiempo —me disculpo.
—Déjalo, ya lo llamo yo; se alegrará al saber que está despierto. Pero antes llamaré a mis hijos para comunicarles la gran noticia —dice sacando su móvil del bolso.
—Vale, vuelvo enseguida —digo despidiéndome. Ella levanta una mano, sacudiéndola en el aire para que me vaya tranquila, mientras se pone el teléfono en la oreja.
En el ascensor llamo a Marcos; aún sigo dándole vueltas a la misma pregunta, pero tiene el móvil apagado, así que le mando un wasap a él y otro a Leo.
Lola: Ahora me voy a dormir pero, en cuanto me despierte, te llamo.
Lola: Hoy no voy a ir al hotel, encárgate tú de todo. No obstante, si hay algún imprevisto, no dudes en llamarme; para cualquier otra cosa, mándame un e-mail.
Al entrar en casa voy directa al vestidor y, como una tonta, me siento en la butaca para contemplar la ropa de Yago. Aún no me puedo creer que dentro de poco estará aquí. Me pongo el pijama bostezando y repto hasta mi cama; el olor a sábanas limpias hace que me relaje y en breve estoy durmiendo. Cuando me despierto son más de las cuatro de la tarde. Voy a la cocina y como un poco de ternera guisada que me ha dejado mi duendecillo mágico. «No me explico cómo subsistiría si no fuese por Silvia», pienso metiendo el plato en el lavavajillas. Abro el grifo de la ducha y me sumerjo en un baño vigorizante de agua templada que hace que todo el cansancio acumulado de estos días se vaya a través del desagüe. Cuando salgo, desprendo energía e ilusión por cada uno de mis poros y la tensión que apareció cuando vi entrar a Marcos en la habitación es inexistente. «Es normal que estuviera allí; a fin de cuentas, se está tomando muchas molestias con Yago», pienso entrando en el vestidor en busca de la ropa apropiada. Quiero que Yago me vea como el primer día, tal y como se enamoró de mí. Para ello elijo una blusa gaseada color verde lima con unos pantalones ajustados de color negro, me maquillo un poco eliminando la única señal evidente de lo malos que han sido estos días atrás, me seco el pelo marcando más mis rizos y dejando que se muevan libres, que es como más le gusta a Yago, y, para terminar, me pongo unos zapatos de tacón, un tacón cómodo pero elegante, y me dirijo hacia el hospital tan ilusionada como si acudiera a mi primera cita con la persona que he estado esperando toda mi vida.
Entro en el hospital y veo cómo el entusiasmo que desprendo es percibido por todo aquel que se cruza en mi camino; los hombres giran la cabeza para contemplarme y las mujeres cuchichean unas con otras y todo eso hace que una sonrisa se instale en mi cara, regodeándome de gusto al revivir de nuevo esa situación a la que estoy acostumbrada... y así, con toda la fuerza que había perdido y que ahora he recuperado, me dirijo hacia la habitación cuatrocientos veintidós; antes de entrar, escucho cómo Inés habla con Yago.
—Es una mujer encantadora, cielo, no veas lo bien que se ha ocupado de todo; no me tuve que preocupar de nada. Cuando me llamó, ya tenía el billete esperándome en el aeropuerto; luego me vino a recoger Pablo y, cuando llegué, me percaté del mimo con el que te trataba y de lo bien que te ha cuidado. Tiene mucho carácter, pero se nota que te quiere; a las pobres enfermeras las lleva por el camino de la amargura como vea que te descuidan un poco más de lo que ella considera oportuno. Todos han estado muy pendientes de ti; el doctor Pérez se pasaba por aquí varias veces al día, es un hombre muy atento y agradable, y parecía verdaderamente interesado en tu recuperación.
—Tal vez sea porque es un buen amigo de Lola, mamá —oigo que le dice y noto desde aquí cómo se le tensa la mandíbula al hablar.
—Sí, eso me han dicho. Aunque, si te digo la verdad, no creo que sean tan buenos amigos como dicen, pues parecen evitarse constantemente. Él intentaba venir cuando ella no estaba.
«Ves, Lola, como no debes dejarte influenciar por África», me reprocha mi Lola interior sacudiendo el dedo índice. Justo en ese momento decido entrar. «Ya he oído bastante», me digo a mí misma.
—Hola, Inés. Hola, cariño —digo dándole un tímido beso en los labios.
Aún no me acostumbro a tener muestras de afecto delante de su madre, pienso incómoda.
—Hola, princesa —me responde mirándome de arriba abajo—. ¡Estás preciosa!
—Gracias, la ocasión lo merece —contesto risueña.
—¡Has traído flores, Lola! Es un ramo impresionante —dice Inés levantándose a olerlas.
—Pensé que darían un toque de luz y alegría a la habitación. ¿Qué ha dicho el doctor Navarro?
—Todo ha salido bien —responde Inés contenta, pero la cara de Yago no refleja tanto entusiasmo como la de ella.
—¿Qué sucede? —les pregunto mirándolos a los dos.
«Tal vez Marcos no me dijo toda la verdad cuando me llamó para comentarme el resultado de las pruebas», pienso al verlo desanimado.
—He perdido fuerza en todo el lado derecho —responde enfurruñado.
Yo suspiro aliviada.
—Ya te han dicho los médicos que eso, con rehabilitación, lo recuperarás —replica Inés colocando las flores en un lugar visible.
—No me han garantizado que me recupere al ciento por ciento y tú estarías contenta aunque estuviera inválido de cuello para abajo —le reprocha Yago.
—¡Pues claro que lo estaría!, porque eso significaría que estarías vivo. ¿Sabes lo que esa palabra significa? —responde alterada.
—Por favor, mamá, no quiero discutir. Sabes perfectamente lo que pienso respecto a ese tema y eso no es vida.
—Bueno, tranquilicémonos. Ése no es el caso, así que no merece la pena hablar del tema. Y tú, si te han dicho que con rehabilitación mejorarás, deja ese mal humor a un lado, que no me he puesto tan guapa para ver esa cara —le regaño con determinación dándole unos golpecitos en el hombro con un dedo.
Veo cómo Inés se ríe y, al verla reír, Yago se contagia y él a mí. Y es así cómo nos encuentra Pablo cuando entra por la puerta.
—Me alegra veros de tan buen humor, pero os aseguro que lo que traigo os lo pondrá aún mejor. He conseguido pasarla sin que me la confisquen —anuncia bajando la voz divertido mostrando la botella que lleva bajo la chaqueta.
—Será una broma, ¿verdad? —dice Inés arrebatándosela de las manos—. ¡Debes de ser la única persona en el mundo que le trae esto a un enfermo! —lo censura indignada.
—Inés, por Dios, si es la sangre de Cristo —le replica Pablo riéndose.
—¡No blasfemes! Y ten más respeto hacia el Señor —contesta ofendida.
Yago y yo nos miramos y no podemos contener la risa al ver lo cómica que nos resulta esta escena. La tarde pasa, dando paso a la noche. Las chicas han venido a última hora de la tarde y, como de costumbre, Sara ha acompañado a Inés al ático. Yago se ha quedado dormido y yo enciendo mi portátil intentando ponerme al día en el trabajo.