Capítulo 4
África
Los cálidos rayos del sol se filtran por mi ventana, dándome los buenos días. Juan está a mi lado y noto cómo sus dedos se deslizan por mi piel. Yo me hago la dormida, no puedo soportar más esta situación. «Juan no se merece esto», me riño a mí misma.
—Te quiero, África —oigo que dice en un susurro mientras sus tiernos y jugosos labios besan mi hombro.
Me giro, abro los ojos y me encuentro de frente con el hombre al que más amo en el mundo, con el hombre al que siempre he amado.
—Buenos días —me saluda con una sonrisa radiante.
Y al ver esa sonrisa, esos ojos, no puedo librarme de pensar una y otra vez en lo mismo, en lo que le oculto, en mi embarazo.
—Tenía muchas ganas de estar así contigo —añade acurrucándose en mi pecho. Yo no puedo evitar removerme debajo de él.
—África, ¿qué nos está pasando? ¿Qué es lo que te preocupa? —me pregunta mirándome a los ojos—. Llevas dos días rarísima, en cuanto te toco… ¡No sé! ¡Me evitas! —suelta tocándose el pelo.
—Juan, yo… —Pero no puedo continuar la frase, cierro los ojos para no mirarlo.
Y entonces noto su sabor en mi boca y eso hace que me excite. Llevo desde el miércoles esquivando su cuerpo, sus labios, pero, al saborear su lengua, mi libido se desata. Lo agarro por la cabeza y mis caderas se frotan con las suyas; siento su erección y mi cuerpo lo echa de menos. Juan me quita las bragas y la camiseta con la que he dormido. Él ya está desnudo y mi cuerpo se estremece al notarlo dentro de mí... pero, justo en el primer empujón, todo mi cuerpo se bloquea.
—¡Para, Juan, para, por favor! —le pido apartándolo de mí con las manos.
—¿Qué es lo que pasa, Afri? ¡Estoy comenzando a agobiarme! —dice levantándose de la cama.
—¡No! No te vayas, te lo ruego —le pido con ojos suplicantes sentándome en mis talones.
—¿Qué es lo que quieres, África? —plantea presionándose los lacrimales con los dedos. Se le ve desconcertado y eso me duele.
«No puedo hacerle esto —me digo una y otra vez—. No puedo herirle de nuevo.»
—Abrázame —solicito tímidamente.
Juan adopta la misma posición que yo y me abraza con todo el amor que pueden expresar sus brazos. Y sentir ese amor me obliga a contárselo todo.
—Juan, tengo que explicarte una cosa —empiezo a decir sin soltarme de sus brazos y hundiendo la cabeza en su hombro.
—¿De qué se trata, Afri? ¿Dime qué es eso que tanto te preocupa? —Su voz es dulce, comprensiva y llena de cariño... y no puedo esquivar el dolor que siente mi corazón de tan sólo pensar en lo que le voy a decir, en lo que le voy a hacer.
—Antes quiero que sepas que te quiero, que te he querido siempre y que siempre te querré.
—Y yo a ti, Afri. ¿A qué viene esto ahora? —pregunta soltándose de mi abrazo y deslizando su pulgar por mi mejilla con dulzura—. ¿Qué es lo que sucede? ¿Qué es eso que tanto te agobia?
—Lo que me angustia es que me dejes.
—No te voy a dejar, Afri. Estoy aquí. ¿No me ves? Siempre he estado aquí. —Sus palabras me conmueven y una parte de mi corazón quiere confiar en lo que dice, aun sabiendo que puede que cambie de opinión en cuanto le cuente toda mi lucha interna.
—Juan, estoy embarazada —le anuncio sin pensármelo dos veces.
Él se queda quieto. «No se esperaba esto y menos aún se espera lo que me he callado, pero vamos a ir poco a poco», me digo a mí misma.
—Cuando lo dejamos, se me olvidaron varios días las pastillas —le explico estudiando la tensión de su rostro. Él sigue sin decir nada, con la mirada perdida en el vacío más absoluto. Yo lo miro a los ojos, pero no consigo entender lo que me quieren decir, no logro averiguar qué es lo que está pensando. Los minutos se me hacen eternos y eso provoca que me ponga nerviosa. Y, al ver que no reacciona, las palabras de Sara vienen a mi mente…
Juan
Llevo varios minutos contemplando cómo duerme y no puedo dejar de mirarla, de pensar en lo afortunado que soy al volver a tenerla aquí, a mi lado. Y, sin embargo, no sé qué es lo que le pasa; llevamos tres días distanciados y no consigo saber la razón.
Todo empezó el miércoles… África se encontraba tomando el sol en la tumbona completamente desnuda, yo estaba intentando concentrarme en el trabajo, pero me era imposible al verla así.
—¡Afri!
—¿Si? —me contestó con los ojos cerrados.
—¿Sabes qué día es hoy? —le pregunté excitado.
—Miércoles, 20, ¿por? —respondió despreocupadamente, sin tener ni idea de lo que significaba esa fecha para nosotros... cosa que me gusto aún más, ya que me encanta sorprenderla. Y así se lo recordé, acercándome a ella mientras me quitaba la camiseta.
—Hoy hace un mes que nos reconciliamos.
Entonces ella abrió los ojos y contempló mi evidente excitación; me sonrió y me hizo un hueco en la tumbona, sabiendo perfectamente lo que yo quería. Me recosté a su lado y mis manos fueron directas al punto donde sus piernas se unen, mientras la besaba. Entonces África apartó mi mano y se levantó bruscamente como si acabara de recibir un chispazo.
—¿Qué pasa? —le pregunté confuso.
—Tenemos que celebrarlo, Juan —me contestó decidida.
—Es lo que pretendía hacer —le respondí desconcertado.
Pero África ya estaba vistiéndose y su cabeza comenzaba a pensar a un ritmo imposible de seguir, así que me levanté resignado, sabiendo que ya no había modo de pararla, y volví a mi ordenador. En ese momento no le di mayor importancia, África a veces es así, tiene puntazos de locura transitoria y, cuando esto sucede, es mejor seguirle la corriente y no hacerle demasiado caso.
El día pasó entre llamadas sin contestar, miradas esquivas y desapariciones fortuitas, pero, poco antes de que llegara todo el mundo, la encontré agachada metiendo bebida en la nevera y en ese momento supe que esa vez no se me iba a escapar. Me aproximé sigilosamente a ella, agarré sus caderas y acerqué mi cuerpo al suyo tanto como pude. África se sobresaltó y entonces mi pecho se pegó a su espalda y le susurre al oído.
—¿Sabes cómo me estás poniendo al verte así...?
—Creo que lo estoy notando —contestó al percibir mi erección—, pero dentro de nada llegará todo el mundo, así que tendremos que dejarlo para otro momento —añadió al girarse, ofreciéndome una bandeja de carne que se sacó de la chistera.
—Creo que nos daría tiempo de uno rápido —le insistí dejando la carne en la encimera, pero justo en ese momento sonó el timbre y vi desaparecer mis planes como por arte de magia.
—Yo creo que no —repuso dirigiéndose rápidamente hacia la puerta.
Por una décima de segundo me pareció incluso verla aliviada y eso me preocupó. Durante la cena, la observé detenidamente y la vi cuchichear más de lo normal con Sara. Una de las veces en las que me acerqué a donde estaban, las dos se callaron de inmediato y cierta tensión se apoderó del ambiente, así que decidí irme, pero ellas no evitaron que me fuera como ha ocurrido en otras muchas ocasiones. África hubiese tirado de mi brazo al darme yo la vuelta y, entre risas, hubiera impedido que me marchara. Y eso, exactamente eso, fue lo que me hizo sospechar que algo ocurría.
Poco más tarde me senté frente a ellas con tres cervezas en la mano; las noté incómodas, pero debía intentar averiguar cuál era el motivo.
—¿Se puede saber de qué lleváis hablando durante toda noche? —les planteé directamente ofreciéndoles los botellines.
—Yo no quiero —contesto África nerviosa.
—De todo y de nada… ya sabes, cosas de chicas: del último vestido que me he comprado, del esmalte de uñas de moda y todo eso —me dijo Sara cogiendo una cerveza e intentando disimular.
Pero África vio mi cara y de inmediato supo que no me creía nada de lo que Sara había dicho, así que puso los ojos en blanco y, con un suspiro, añadió:
—Del repentino viaje de Lola; algo le pasa y no nos lo ha querido contar.
—Bueno, seguro que a la vuelta lo hace, no le deis más vueltas al asunto y animaos un poco, que parece que estéis en un funeral. Se suponía que la fiesta te hacía ilusión, y tu cara parece indicar todo lo contrario, Afri. —Entonces, ella me miró intentando simular una sonrisa y ocultar su inquietud, pero fue perfectamente consciente de que no lo consiguió.
—Sí, Juan tiene razón, no deberíamos agobiarnos, seguro que tan sólo debemos explicarle qué es lo que nos preocupa y todo se solucionará —contestó Sara como si realmente a quien se lo dijera fuese a África; ella la fulminó con la mirada y esa mirada me confirmó que pasaba algo de verdad.
Después de aquello, aproveché la ocasión en la que Sara estaba hablando con David, y África se encontraba sola en la cocina.
—Afri, ¿qué es lo que pasa? —le pregunté mirándola a los ojos.
—Nada —respondió nerviosa.
—Sé que me ocultas algo, te noto distante desde esta mañana —le contesté tocándome el pelo.
—Son cosas tuyas, Juan, no pasa nada. Tan sólo estoy preocupada por Lola, ya te lo he dicho —dijo y se acercó a mí para darme un beso tratando de mitigar mis sospechas.
La noche continuó algo más relajada y, cuando Luis cogió la manguera y empezó a mojar a todo el mundo, la vi reír mientras forcejeaba con mi hermano por la manguera. ¡Estaba preciosa! Y entonces pensé que tal vez África tuviera razón y todo estaba en mi cabeza, así que ignoré todo lo anterior, saqué las botellas del cubo que habíamos llenado de hielos ya inexistentes y les tiré el agua helada por encima. Luis, en un acto reflejo, se apartó y apenas lo mojé, pero a África le cayó de lleno encima y, al ver cómo me miraba, no pude evitar reírme, aunque de inmediato supe que tendría problemas... pero nunca pensé que los problemas tendrían el sabor de sus labios, porque África se abalanzó sobre mí y caímos los dos sobre la tumbona. Todo esto consiguió disminuir por completo la tensión que habíamos acumulado a lo largo del día, y la volví a besar... y fue fantástico poder olvidar todo lo anterior con tan sólo contemplar la intensidad con la que me miraba.
Eran las dos de la madrugada cuando nos metíamos en la cama. Sara y David fueron los últimos en irse; nos ayudaron a recoger y a limpiar, pero aun así nos dieron las tantas y estábamos agotados, así que nos dormimos enseguida. Por la mañana desayunamos a todo correr, como de costumbre, y no nos vimos en todo el día. Pero por la tarde apareció de nuevo la distancia, la frialdad y el nerviosismo por parte de África. Y, después de cenar, en vez de acurrucarnos en el sofá a ver la tele juntos como era habitual, ella dijo que le dolía la cabeza y se fue a la cama esquivándome de nuevo. El viernes le propuse comer juntos, pero al parecer no podía porque tenía muchísimo trabajo y por la tarde había quedado con las chicas. Así que, cuando llegó a casa, yo ya tenía un plan en mente.
—Estoy muerta —dijo dejándose caer en el sofá.
—Te voy a llenar la bañera para que te puedas relajar mientras preparo la cena, ¿quieres? —le pregunté besándole la frente.
—Eso sería perfecto, Juan —me contestó mientras yo subía las escaleras de camino al baño.
Preparé algo rápido, una ensalada con queso de cabra y un surtido de patés, y me encaminé hacia el baño dispuesto a unirme a ella.
—¿Quieres compañía? —le pregunté cuando ya tenía un pie dentro de la bañera. África tenía los ojos cerrados y se sobresaltó al verme.
—Eh… La verdad es que pensaba salir ya —me respondió nerviosa.
—Venga, Afri, llevo dos días detrás de ti y tú no haces más que evitarme —me quejé recostándome frente a ella pero sin tocarla.
Al ver que yo respetaba su espacio, ella pareció relajarse un poco y me contestó.
—No es cierto, lo que pasa es que estoy con la cabeza en otro sitio.
—¿Y me puedes decir dónde exactamente? —Ella no respondió y se produjo un incómodo silencio. Los dos nos miramos intensamente: ella sopesando si debía contarme lo que me escondía desde hacía días y yo deseando que me lo contara de una vez, pero África no dijo nada, así que suspiré atormentado llevándome la mano al pelo y terminé cambiando de tema.
—¿Quieres que te dé un masaje?
—Juan, tú no quieres darme un masaje y a mí no me apetece lo que tú quieres —me contestó con una leve sonrisa, como si se sintiera culpable por ello.
—Entonces, ¿qué es lo que te apetece, Afri?
—Estaría bien poder estar así. Juntos, sin que tú pretendas nada y yo no te tenga que decir que no —contestó.
—Está bien, entonces cuéntame algo.
—¿Qué quieres que te cuente? —me preguntó meditabunda.
—No sé… lo que tú quieras —la animé—. ¿Qué os ha contado Lola? —terminé planteándole.
África no me respondió; en su cabeza no había espacio para otra cosa que no fuese aquello que la torturaba desde el miércoles. Comenzó a sentirse violenta y acabó diciendo mientras salía de la bañera:
—Anda, vamos a cenar.
Fue entonces cuando estuve seguro de que África me ocultaba algo y no tenía ni la menor idea de qué podía ser.
Recuerdo todo esto mientras deslizo suavemente mis dedos sobre su brazo intentando demoler esa barrera invisible que ha creado desde entonces, deseando poder volver a encontrarme completamente con ella de nuevo. Beso su hombro y consigo despertarla al fin.
Abre los ojos y, al mirarme, es como si me abriera una pequeña ventana hacia su corazón, dejándome ver la angustia que hay en su interior. Le digo cuánto la quiero y la abrazo, haciéndole sentir que no está sola, que siempre estaré a su lado y, sobre todo, que puede confiar en mí, que me puede contar cualquier cosa, pero la noto incómoda en mis brazos y eso me agobia.
—Juan, yo… —comienza a decirme nerviosa, pero, al cerrar los ojos para evitar mi mirada y poder seguir hablando, me abalanzo sobre sus labios en un intento desesperado de recuperarla y su respuesta es mejor de lo que esperaba, ya que sus piernas se enroscan a mi cuerpo pidiéndome más y yo, aliviado, lo deseo todo, así que le quito la ropa y entro dentro de ella... pero, al igual que el miércoles, África me rechaza con brusquedad y mi mente revive los días en los que estuve separado de ella y la agonía de esos días se hace latente. Me levanto de la cama atormentado decidido a irme, pero oigo cómo África, con voz quebrada, me pide que me quede. Intento encontrarle una explicación a todo esto, pero me es difícil hallarla y mucho más saber qué es lo que debo hacer.
Así que le pregunto con desazón:
—¿Qué es lo que quieres, África?
—Abrázame —me implora y, al ver cómo la culpabilidad la consume por dentro, con suma paciencia la abrazo comprensivo y deseando infundirle la confianza que le hace falta para que, al fin, me cuente aquello que la está consumiendo.
Pero ni en un millón de años hubiese esperado oír lo que me acaba de decir y, al repetir esas palabras en mi mente, «Juan, estoy embarazada», la respiración se me colapsa y una imagen aparece en mi mente. La imagen de ese tipo recorriendo con sus sucias manos el cuerpo de África. Todo dentro de mí se tensa y ya no oigo lo que África me sigue diciendo.
Es el momento de tomar una decisión. Una decisión que cambiará el resto de mi vida. Sólo tengo dos opciones: mandarlo todo a la mierda, que es lo que más me apetece en estos momentos, o seguir a su lado. Lo primero es un impulso provocado por el odio, los celos, el rencor… pero… ¿qué pasará cuando esos sentimientos desaparezcan?, ¿me arrepentiré si decido seguir su consejo? En cambio, lo segundo sé que es lo que desea mi corazón, aunque ahora la rabia me impida escucharlo. Y luego está la siguiente cuestión: tanto si elijo la primera como la segunda opción, deberé afrontarla y asumir las consecuencias sin mirar atrás. Pero… ¿seré capaz de hacerlo? No lo sé. ¡Dios! No lo sé. «Juan, tranquilízate e intenta mantener la mente fría —me aconsejo arrastrado por esta vorágine de dudas—. Considera todas las opciones y no te concentres en lo que ahora sientes. Tienes que tomar una decisión sabiendo que es la más importante que has tomado a lo largo de tu vida. Si decides abandonarla ahora y luego te arrepientes, puede que África no te lo perdone jamás. En cambio, si permaneces a su lado aun sabiendo que ese hijo no tiene nada que ver contigo, sabes perfectamente que puedes llegar a superarlo porque sabes lo que es estar sin ella al igual que sabes que sin ella te dejarías morir.» Así que esto es lo que decido, permanecer a su lado considerando a ese hijo como mío, como si nunca hubiese existido ningún otro. Ese hijo es mío. Mío y de África. Ella me observa esperando mi respuesta, pero al mirarla a los ojos me siento engañado y el odio vuelve a crecer dentro de mí; estoy a punto de dejarme llevar por ese resentimiento y mandarlo todo a la mierda, pero de repente una voz interior me dice:
«Juan, todo esto ya está superado, sabías que se habían acostado, ella no te lo ocultó y tú decidiste perdonarla. Además, tú la empujaste a sus brazos; si no la hubieras abandonado, ahora no te estarías planteado todo esto».
«¡Sí, pero ahora está embarazada! Y puede que el hijo sea de él», le contesto con rabia.
«¡O puede que sea tuyo!», me replica mi voz interior. Y, al contemplar esa otra posibilidad, es como si todo se aclarase.
«¡Es cierto!», me digo con ilusión.
Puede que yo sea el padre de la criatura que crece dentro de la mujer que amo. Porque la amo, la amo con toda mi alma y estoy seguro de que no puedo vivir sin ella como también estoy seguro de que África me ama. Por lo tanto, ese niño tiene que ser nuestro, no hay otra posibilidad. Y así se lo confirmo a África.
—Es mío —digo convencido.
África
Para cuando Juan al fin reacciona, yo estoy deseando que un rayo me fulmine al instante y acabe con esta amargura de una vez por todas. Y esto mismo me hace dudar de lo que mis oídos perciben. No sé si me ha formulado una pregunta o si es una afirmación. Así que, tímidamente, abro la boca para decirle que no lo sé, pero, antes de que mis cuerdas vocales puedan hacerse oír, me pone un dedo en los labios, exigiéndome que me calle.
—No es una pregunta, Afri. Te estoy diciendo que ese niño que llevas dentro es nuestro, tuyo y mío. Te estoy diciendo que no hay nadie más y que nunca lo hubo. Ese hijo es nuestro, Afri, me has entendido: ¡nuestro!, ¡tuyo y mío! —vuelve a repetirme, entre dientes—. Y ahora, Afri, necesito que hagas una cosa por mí.
—¡Claro, Juan, lo que quieras! —digo desconcertada.
—Quiero hacerte el amor, quiero sentir tu cuerpo, tus labios, quiero degustar el sabor salado de tu piel. Quiero estar dentro de ti y no salir en una eternidad. Necesito que me digas cuánto me quieres, cuánto me deseas. Tengo la intención de hacerte el amor como si nos fuese la vida en ello. Hoy pretendo tocar tu alma, Afri —declara sin apartar sus ojos de los míos ni por un segundo y con una intensidad que abrasa mi cuerpo. Una intensidad que se expande por toda mi piel, haciendo que todo mi interior se funda.
Me lanzo a sus brazos, le agarro la cabeza y, tocándonos frente con frente, le digo:
—Juan, si algún día me faltas, si algún día te pierdo, ten por seguro que te llevarás contigo mi último aliento, porque no me imagino este mundo sin ti. Te quiero.
—Siempre —me responde antes de besarme.
Nuestros labios se juntan en un beso apasionado y febril. Sus manos se deslizan por todo mi cuerpo y noto cómo entra dentro de mí, fuerte, potente, profundo y con rabia, pero es una sensación intensa y placentera. Es una sensación que me llena. Y, como me ha prometido hace breves instantes… toca mi alma con sus dedos.
Juan se queda a mi lado y me acaricia el vientre. Yo lo miro a los ojos, pero no consigo que me digan en qué piensa. Tampoco me atrevo a preguntárselo, este ha sido el mejor desenlace que me podía imaginar. Y en estos momentos quiero creer que él tiene razón, que este niño que llevo dentro es de los dos, que da igual quién sea su padre biológico o que nunca llegue a saberlo. Eso ya no importa, ahora lo único importante es que, pase lo que pase, nos ponga los obstáculos que nos ponga la vida, vamos a seguir defendiendo nuestro amor y vamos a seguir juntos para el resto de nuestros días.
—¿En qué piensas? —me dice sin retirar su mano de mi vientre y dándome un beso.
—En cuánto te quiero, Juan. No te merezco. ¿Y tú?
—En nuestro hijo —contesta relajadamente.
—¿En nuestro hijo? —le pregunto sorprendida.
—Sí, Afri, ahora vamos a ser tres —dice cerrando los ojos.
—Juan, ¿no nos estaremos precipitando? ¿No estaremos fingiendo algo que no es real? Quiero que seas sincero conmigo. Si de verdad tienes dudas, quiero que me lo digas. Prefiero enfrentarme a todo esto ahora, que es cuando tiene remedio.
—¿Estás insinuándome que quieres abortar? —me pregunta atónito, incorporándose para mirarme a los ojos.
—Si este niño que llevo dentro va a hacer que te vayas, va a provocar que nos separemos... sí, eso es lo que estoy diciendo. Puedo vivir con eso. Con lo que no puedo vivir es sin ti, Juan. Ya intenté hacerlo una vez y me perdí en el camino. Y ahora estoy pagando las consecuencias. Pero no quiero volverme a perder y, si esto va a tener ese final, prefiero solucionarlo ahora. Ya intentaremos tener otro hijo después, si eso es lo que quieres. Un hijo por el que no sientas dudas cuando lo mires, cuando se ría o cuando lo cojas en brazos. Un hijo del que puedas estar orgulloso.
—Afri, yo ya estoy orgulloso de este niño que me vas a dar, ya te lo dicho. Sé que es mío, de eso no tengo ninguna duda.
—¿Cómo lo puedes saber, si ni yo misma lo sé? —pregunto incrédula.
—Lo sé y ya está, Afri. Tengo un presentimiento, eso es todo. Pero, aunque biológicamente no fuese así, no me importaría, porque para mí sería nuestro.
Veo que sus palabras son sinceras y no puedo evitar preguntarme si no está queriendo negar la realidad. Existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que sea de él, ¡claro!, pero también está el otro cincuenta, y ése es de Oliver. Y para mí es casi imposible negarlo. No comprendo cómo puede cerrar los ojos a lo evidente.
«¡Déjalo ya, África! —me riñe mi conciencia—. Te acaba de decir que él está tranquilo, que va a seguir contigo. ¿No es eso lo que quieres?»
«Sí», me respondo a mí misma en una conversación mental.
«Entonces, ¿cuál es el problema?»
«El problema está en ponernos una venda en los ojos y negar lo que ha pasado. El problema es que ahora estamos bien, él lo ha aceptado y yo me alegro, pero no puedo evitar preguntarme... ¿y si es de Oliver? Me da miedo que sea así y que en un futuro no pueda aguantar la presión, la incertidumbre, y al final decida abandonarme, ¡Y, si yo me pregunto todo esto, me es imposible creer que él no lo haga!»
—¿Qué es lo que pasa, Afri? —me dice dándome un beso en la frente y sacándome de mi propio debate mental.
—Nada, Juan, déjalo —le contesto levantándome.
—Afri, sé lo que piensas —me aclara desde la cama—, y no pienso irme a ninguna parte, no me voy a mover de aquí, ni ahora ni nunca. Te lo digo de verdad, te lo prometo. He tomado una decisión y pienso cumplirla.
Y entonces no puedo controlar mis brazos, mi cuerpo, mi cabeza; creo que no hay nadie en este mundo que pueda querer tanto a otra persona como me quiere Juan, como nos queremos.
—Para mí lo eres todo, Juan, y cada día que paso a tu lado es como vivir en un oasis en medio del desierto —le declaro antes de volver a encontrarme con su boca.
Esa boca que me desea, que me vuelve loca y que no me canso de degustar. Esas manos que no paran de expresarme una y otra vez cuánto me aman.
—Juan, te quiero.
—Yo más, Afri, yo siempre —oigo que me dice mientras permanezco entre sus brazos.