Capítulo 28
Los días pasan y mi ánimo comienza a decaer; la esperanza se pierde dejando un camino árido y desprotegido. «Hay que tener fe», me dice Inés, pero yo no consigo encontrar esa fe de la que ella me habla, no logro esa paz que busca en sus rezos y tampoco percibo ese amor que dice que le aporta el Señor con el que se ve capaz de superarlo todo. Lo único que veo es desolación y la poca esperanza que siento es cuando vienen mis amigas, que son en las que me puedo apoyar y a quienes les puedo contar mis penurias. En otras circunstancias hubiese corrido a los brazos de Marcos, pero éstos ya no me reconfortan; sí es cierto que hablamos a menudo, incluso se pasa por aquí todos los días; él me tranquiliza, pero ya nada es como antes.
—Lola, ten paciencia —oigo decir a África.
Sara, África y yo estamos apoyadas en la pared y yo me encuentro entre ambas contemplando cómo Inés le habla a Yago.
—Ya verás como todo va salir bien —prosigue Sara.
—Yo no lo tengo tan claro —contesto desanimada mirando al suelo—. Es difícil de creer —añado.
—Puede que sea difícil, pero no imposible ¿Qué te ha dicho el doctor Navarro? —pregunta África.
—Lo mismo de siempre, que estos casos llevan su tiempo. Pero… ¿cuánto tiempo? Yo creo que me oculta algo. Estoy segura de que Marcos le ha pedido que no me diga lo que ocurre de verdad.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —pregunta Sara.
—¡Sí! ¿Por qué? Me resulta extraño incluso pensarlo, pero empieza a caerme bien —comenta África.
—¡Y yo qué sé! —Suspiro poniendo los ojos en blanco y colocándome frente a ellas—. Imagino que no quiere que acabe desquiciada, aunque pensar eso no me tranquiliza en absoluto. A veces no sé ni quién soy; si no fuese Yago el que está en esa cama, os garantizo que hubiese salido a la calle a buscar un tío con el que echar un polvo y poder olvidarme durante un rato de toda esta mierda. Pero en estos momentos tengo la libido por los suelos. ¿Y cuánto hace que no practico sexo? ¡Ocho días! Eso, en mí, es algo increíble... impensable hubiese dicho hace un par de semanas, si alguien me hubiese preguntado —reconozco sorprendida.
—Pero eso es lo más normal del mundo, Lola —me responde Sara.
—Para mí, no.
—¿Cómo lo puedes saber? ¡Nunca has estado en una situación así!
—No, Sara, pero he estado en otras muy similares y te aseguro que el sexo me ayudaba a sobrellevarlas.
—Sí, pero nunca has querido a nadie como quieres a Yago —interviene África.
—Eso sí es verdad —contesto pensativa y alicaída—. Y por eso me duele tanto que sea él quien está ahí —digo señalándolo con el dedo—. ¿Por qué no me di cuenta antes de lo que tenía? ¡Es irónico, ¿verdad?! No valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos —me reprocho angustiada.
—No te tortures, Lola, todos lo hacemos —dice África.
—Sí, pero, aun sabiéndolo, volvemos a hacerlo una y otra vez, no escarmentamos nunca. Tenías razón, África.
—¿En qué? —pregunta vacilante.
—Estamos aquí para aprender y, si no aprendemos por las buenas, lo hacemos por las malas; yo tenía que volver a confiar en el amor y, como no lo hice, el destino me lo arrebató.
—No digas eso, Lola; nadie te ha quitado nada. Yago aún está aquí, ¿no lo ves?
—Sí, pero… ¿durante cuánto tiempo? —contesto abatida encogiéndome de hombros.
África no me contesta, no tiene una respuesta apropiada; entonces Sara interviene.
—El tiempo es algo que solemos medir por segundos, minutos y horas; las horas hacen días; los días, semanas; las semanas, meses, y los meses, años, pero de lo que no nos damos cuenta es de la cantidad de recuerdos, emociones e ilusiones que hemos vivido durante ese período de tiempo, y eso es lo que realmente importa. Los años que hemos compartido junto a la persona amada, los meses durante los que hemos escuchado el sonido de su voz siendo nuestra melodía preferida, las semanas que hemos acumulado entre sus brazos y durante las que hemos reído con sus absurdos chistes, los días que hemos estado a punto de mandarlo todo a la mierda por sus ridículas manías, las horas en las que la reconciliación era la mejor recompensa después de una pelea, los minutos en que tan sólo una de sus sonrisas hacía que se despejara un día nublado y amargo, y los segundos en los que te encuentras ahora. Y, sabiendo esto, Lola, ¿sigues pensando que da igual? ¿Que no ha merecido la pena lo que has vivido anteriormente? Porque, comparando esto con todo lo anterior, esto son tan sólo unos segundos, Lola, y eso es lo que tienes que apreciar.
—Yo no quería decir eso —le contesto.
—¿Y qué es lo que querías decir, entonces? —me pregunta Sara confundida.
—Que desearía acumular muchos más de esos momentos, pero por desgracia creo que no voy a tener oportunidad.
—Nunca hubiese pensado que fueses tú la que dijese eso, Lola, eso me pega mucho más a mí. Yo soy la que dejo que las situaciones se apoderen de mí, la insegura, la que esconde la cabeza y aguanta el chaparrón antes de enfrentarse a cualquier cosa. Y no pienso consentir que pienses así, que tires la toalla tan fácilmente.
—¿Y cómo lo vas a conseguir, Sara? Estoy cansada, no tengo fuerzas ni para seguir pensando en que todo esto pronto se acabará —suelto cabizbaja.
—Si algo te caracteriza, Lola, es la fuerza que tienes en tu interior; te he visto enfrentarte a tornados de gran escala con esa energía y, si para recuperarla necesitas decapitar a alguien, soy capaz de arrastrar de los pelos a Mario y ofrecértelo como sacrificio para que seas su verdugo.
—Eso no estaría nada mal, ¿sabes? Creo que me ayudaría bastante —respondo levantando los ojos con una media sonrisa torcida.
—Lo sé —dice dejándome ver su alegría.
Llega la noche, todo el mundo se ha ido y yo aprovecho para acurrucarme al lado de Yago.
—De nuevo tú y yo solos, cariño. Hoy es la tercera noche que compartimos esta cama y estaría bien que no hubiese una cuarta. Por favor, Yago, quédate conmigo —le imploro mientras las lágrimas se apoderan de mí; intento contenerlas como de costumbre, pues no me gusta llorar delante de él estando así, pero esta noche me es imposible.
Y justo en ese momento, cuando hundo mi cabeza en su pecho, noto cómo su mano roza mi espalda; me sobresalto y lo contemplo detenidamente, esperando una señal que me verifique que esto no lo he soñado, que es real, que me acaba de tocar la espalda. Pero la señal no llega, así que apoyo mi cabeza en su pecho y comienzo a dejarme llevar por el sueño, un sueño al que me voy acostumbrando.
Es noche cerrada y el frío se apodera de mí. La espesura de la niebla me envuelve impidiéndome llegar a ningún sitio; yo camino desesperada intentando buscar algo que me indique por dónde debo ir, pero estoy completamente perdida, sin saber qué dirección tomar o qué senda escoger. De repente, entre toda esa angustiosa sensación, oigo que alguien grita mi nombre generándome una inquietud mayor; intento averiguar de dónde procede y corro hacia allí, pero, cuando llego, no encuentro a nadie y la voz vuelve a llamarme, aunque esta vez desde otro lugar. Yo vuelvo deprisa sobre mis pasos, nerviosa, al reconocer de quién es la voz que oigo, al saber que es Yago quien me llama, pero no lo encuentro y al final me despierto asustada, confusa y con la respiración agitada. Miro a Yago y lo veo con los ojos abiertos. Por un segundo creo que sigo soñando; abro y cierro de nuevo los ojos sin poder creer lo que ven.
—¡¡Oh, Dios mío!! ¡¡Yago, estás despierto!! —exclamo al comprobar que es real lo que veo—. ¡¡Estás despierto!! —repito sin poder contener mi alegría. Comienzo a darle besos por toda la cara, de izquierda a derecha y de arriba abajo, sin dejar de repetir una y otra vez lo mismo hasta que al final le pregunto—: ¿Estás bien? —Él me contesta afirmativamente con la cabeza y yo corro en busca de la enfermera.
»¡Es Yago! ¡Está despierto! —anuncio aún nerviosa.
—Vale, Lola, tranquilízate; ahora mismo voy. Antes déjame avisar al doctor.
Yo vuelvo a contemplar a Yago, que me mira con los ojos como platos, como un niño asustado. «No me conoce, no se acuerda de mí —pienso sin dejar de mirarlo—. ¿Qué habrá pensado? ¿Se habrá preguntado quién es esta mujer tan loca que no para de darle besos?» Recorre con su mirada toda la habitación, aturdido, confuso, y vuelve a posar sus ojos en mí. No dice nada y yo comienzo a morderme las uñas, una costumbre que mi padre consiguió quitarme pero que estos días he vuelto a recuperar. Estoy histérica y no puedo contener los nervios, así que, como él no habla, lo hago yo.
—Yago, cariño, soy Lola. ¿Estás bien? ¿Sabes quién soy? —le pregunto con toda la dulzura que puedo expresar en estos momentos.
Justo cuando va a abrir la boca para decirme algo, entra la enfermera con el médico de guardia y me hacen salir de la habitación. Necesito desahogarme, preciso contarle a alguien esta sensación que siento por dentro, esta alegría y esta incertidumbre a la vez. Pero ¿a quién, si son las dos de la madrugada? Es demasiado tarde para llamar a las chicas. Decido ser prudente y, antes de llamarlas, les mando un wasap.
Lola: ¿Estáis despiertas? Yago se ha despertado y necesito hablar con alguien.
Lola: Creo que no me conoce. ¿Qué hago si no me conoce?
Lola: ¡¿Y si todo lo que sentía por mí se ha esfumado?! ¡¿Qué hago si ya no me quiere?! ¿Debería ser yo, ahora, quien le conquiste a él? Yo no sirvo para eso, no tengo tanta paciencia como él... aunque... si verdaderamente se ha olvidado de mí, tendré que intentarlo al menos, ¿no?
Lola: Debo hacerle recordar quién soy, se lo debo. ¿No creéis?
Lola: Bueno, mañana hablaremos. Un beso.
Después de varios minutos, no obtengo respuesta; entonces la impaciencia se apodera de mí y, sin pensármelo demasiado, mando un wasap a quien sé que seguro me va a contestar.
Lola: Yago se ha despertado. ¿Podemos hablar?
Al segundo mi teléfono suena, obteniendo su respuesta en forma de llamada.
—Hola, Marcos; siento haberte despertado, pero necesitaba hablar con alguien —me disculpo agitada.
—No te preocupes, no estaba durmiendo; has hecho bien en avisarme. ¿Cuánto hace que ha despertado?
—Sobre unos quince minutos, como mucho media hora.
—¿Ha dicho algo?
—No. A mí, no, parecía confuso —le comento con tristeza—. Ahora está con el médico. ¿Y si ha perdido la memoria?
—Lola, no te agobies, es normal que ahora se encuentre desorientado, ya hemos hablado de eso, pero no creo que se haya olvidado de ti, creo que eso sería imposible.
—Marcos, que me digas eso no me ayuda en absoluto —le contesto pensando en lo que me dijo África.
—Lo siento, pero creo que es la verdad y hablo por experiencia, eres una mujer inolvidable.
—Marcos, por favor. No es el momento; te he llamado porque necesito a mi amigo médico, no al hombre que sigue sintiendo algo por mí.
—Está bien, Lola, tienes razón. Me visto y en quince minutos estoy allí.
—No hace falta que vengas —le contesto incómoda.
—Lo sé, pero lo haré de todas formas. Ahora nos vemos —se despide sin darme tiempo a que replique.
Al rato salen la enfermera y el médico, y éste me explica.
—Le hemos hecho un breve reconocimiento; seguramente mañana el doctor Navarro le hará un examen neurológico exhaustivo para determinar claramente el alcance de las secuelas, pero así, a simple vista, todo parece estar normal.
—¿A qué se refiere con el alcance de las secuelas? —pregunto preocupada.
—No quería alarmarla, ya le he dicho que será el doctor Navarro quien determine con exactitud su estado. Por lo demás, está fenomenal; se encuentra un poco aturdido, pero es normal. Ha preguntado por usted.
—¿Por mí? ¡¿Sabe quién soy?! —respondo sorprendida y con esperanza.
—Al parecer, sí, aunque tiene lagunas, pero seguramente será cuestión de tiempo.
—Gracias, doctor —me despido conforme se va.
Entro en la habitación y Yago me observa meticulosamente.
—Hola —le digo con prudencia en un tono dulce.
—Hola —me responde.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunto acercándome a la cama despacio.
—Me duele un poco la cabeza, Lola, pero el médico ha dicho que es normal —me responde sin dejar de mirarme.
Y oír mi nombre en su voz me alegra el corazón, aunque sigo dudando de si en realidad me conoce, pues sus ojos no me miran como siempre y no me ha llamado princesa, pienso con nostalgia.
—¿Sabes por qué estás aquí? —le pregunto con prudencia.
—Me lo ha explicado el médico.
—Entonces, ¿no recuerdas qué te sucedió?
—A medias —dice encogiéndose de hombros.
—¿Qué es lo que recuerdas? —planteo acercando mi mano a la suya, pensando en si es correcto que lo toque o no; antes de que llegue a rozarlo, él la retira y se toca la nuca, confirmando mi sospecha. «No sabe quién soy.»
—Recuerdo que era de noche; no sé exactamente a dónde me dirigía, pero de repente un coche me envistió; intenté esquivarlo, pero no pude.
—¿Y no recuerdas nada más? —demando nerviosa.
—Sí —me contesta intranquilo agachando la cabeza.
—¿Y qué es? —pregunto ansiosa.
—A ti —dice clavándome la mirada.
Veo cómo sus pupilas se dilatan y mi corazón comienza a acelerarse. «No te emociones, Lola, eso tampoco quiere decir nada, sigue indagando. Lo estás haciendo muy bien», me digo a mí misma conteniendo las ganas de abalanzarme sobre él.
—¿Y a qué crees que es debido? —pregunto con cautela.
—No lo tengo muy claro; sé que trabajamos juntos, eres mi jefa.
—Sí, soy tu jefa —repito desilusionada bajando la mirada.
—Aunque algo me dice que no sólo eres eso. —Entonces vuelvo a mirarlo con ilusión, deseando que continúe—. Creo que estamos saliendo, pero eso es imposible... tú nunca has querido salir conmigo —añade confuso tocándose la nuca y negando con la cabeza. Yo suspiro aliviada, le cojo la otra mano entre las mías y le respondo.
—Yago, viniste a vivir aquí porque, después de insistirme tanto, lograste convencerme y ahora somos pareja, cosa de la que no me arrepiento, sino todo lo contrario. Eres el hombre perfecto para mí.
Él me mira estudiando mi cara y sin terminar de creerse lo que le estoy diciendo. Justo en ese momento tocan a la puerta y entra Marcos. Yo me quedo paralizada, miro a Yago y él lo escudriña con la mirada como si estuviera recordando algo. Por suerte se ha puesto la bata blanca y, al ver la tensión en mi rostro, dice:
—Hola, Yago, ¿cómo te encuentra? Soy el doctor Pérez, mi colega me ha informado de que te duele la cabeza, ¿es así?
—Sí, un poco —dice frotándose la frente.
—Le diré a la enfermera que te traiga algo para el dolor. Me gustaría hacerte una pequeña prueba; ya sé que el doctor Sánchez te acaba de examinar, pero, si no te importa, querría que repitieses un par de ejercicios, si eres tan amable.
Yago le contesta afirmativamente con la cabeza; veo cómo Marcos se coloca a los pies de la cama.
—Yago, quiero que cierres los ojos y hagas toda la fuerza que puedas contra mis manos con ambos pies, ¿entendido? —le pide poniendo sus manos sobre la planta de sus pies.
—Sí —le contesta cerrando los ojos.
—Quiero que hagas el mismo movimiento que haces cuando pisas el acelerador del coche cuando yo te indique. Ahora. —Veo cómo Yago mueve los pies hacia abajo, y observo cómo el izquierdo baja del todo mientras que el derecho se queda a mitad de recorrido—. Muy bien, Yago, lo estás haciendo muy bien —lo anima Marcos—. Ya puedes abrir los ojos. Ahora haremos lo mismo con las manos: yo intentaré empujar tus manos hacia arriba y tú debes impedírmelo, ¿entendido? —Él asiente de nuevo con la cabeza—. Vuelve a cerrar los ojos, por favor. —Yago hace el ejercicio y, al igual que con los pies, el brazo derecho se queda a medio camino—. Bien, eso es todo, lo has hecho muy bien, Yago. ¿Podemos hablar un momento? —dice dirigiéndose a mí.
—Sí, claro —le contesto y me encamino hacia el pasillo. Yago no nos quita ojo y por un momento mi respiración se colapsa al recordar cuándo fue la última vez que me miró de esa manera y, al pensarlo, el estómago se me encoge—. Ahora mismo vuelvo —le comento intentando tranquilizarlo.
Cuando salimos al pasillo, Marcos entrecierra la puerta.
—¿Qué es lo que pasa? —le pregunto alterada.
—Sánchez me comentó que el examen de resistencia no salió del todo bien; como has podido ver, no tiene la misma fuerza en el pie derecho que en el izquierdo, al igual que en las manos; es pronto para determinar una lesión, pero mañana le harán más pruebas para poder evaluarlo con más precisión. No tienes por qué angustiarte, me ha dicho que todo lo demás ha salido perfectamente. Si fuese algo grave, te lo diría, pero te aseguro que esto es una nimiedad comparado con lo que le podría haber sucedido.
—Sí, tienes razón. Te agradezco que hayas venido, aunque te dije que no lo hicieras —le reprendo.
«¿Y si África tiene razón? ¿Quién en su sano juicio sale de su casa a las dos de la madrugada si no espera algo a cambio? No, Marcos no es así», me reprendo al pensar en ello antes de que me conteste.
—Y yo te dije que vendría de todas formas. Sólo quería ver cómo estabas, te noté preocupada por teléfono —responde deslizando su mano por mi brazo.
—Estoy bien y, justo cuando has entrado, Yago me estaba explicando qué es lo que recuerda y lo que no, pero nos has interrumpido —añado molesta deshaciéndome de su caricia con un movimiento brusco.
—Lo siento, no era mi intención —se disculpa al darse cuenta de mi incomodidad—. Me preocupé y por eso he venido —aclara sujetándome por los hombros con suavidad y mirándome a los ojos.
—Gracias, pero no tenías por qué; estoy bien, la culpa fue mía, no debí llamarte.
—Lola, me encanta que me llames cuando tienes un problema, me gusta sentir que aún me necesitas —me contesta con dulzura, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Lo sé, ¡pero eso no está bien! Tus sentimientos hacia mí no han cambiado y, sin embargo, yo ya no te quiero de esa forma. No creo que sea bueno para ti que te llame cada vez que tenga un problema.
—Para ser justos, tampoco fue bueno para ti que yo permitiera que siguiéramos viéndonos aun sabiendo que no dejaría nunca a Lidia, pero tú lo aceptaste, así que ahora déjame ser yo quien acepte esta nueva situación. Por favor, no me apartes de tu lado —suplica.
—Tengo que pensármelo, Marcos. No estoy dispuesta a perder a Yago... y, si nuestra amistad hace peligrar mi relación con él, sintiéndolo mucho, tendremos que dejar de vernos —suelto con firmeza y determinación—. Siento ser cruel, pero no quiero que alberges esperanzas, lo nuestro terminó hace tiempo.
—Lo sé y lo entiendo. Y te prometo que respetaré tu decisión, aunque no me guste, pero mientras tanto…
—Amigos —digo ofreciéndole mi mano para estrechar la suya.
—Amigos —repite él estirando de mi mano para empujarme a sus brazos—. Los amigos también se abrazan, Lola. Te prometo que no haré nada que tú no quieras que haga; no es mi estilo, ya lo sabes —me susurra cerca del oído.
—Sí, tienes razón. Lo siento —digo devolviéndole el abrazo.
«Te advertí que no te dejaras arrastrar por lo que África te insinuó; a fin de cuentas, ella no lo conoce», me recrimina mi Lola interior con los brazos cruzados, el ceño fruncido y golpeando un pie contra el suelo.