Capítulo 19

 

 

 

 

Llevo cuatro días aquí y es como si llevará cuatro meses; jamás hubiese imaginado que estar un tiempo separada de alguien me iba a costar tanto. Cuando Yago residía en Tenerife no me sucedía esto y es algo que me preocupa, porque esta dependencia me hace ser vulnerable y querer más, y lo cierto es que no sé hasta dónde voy a ser capaz de llegar. De momento sólo me pide vivir con él, pero… ¿y si llega el día en que desea ser padre? Estoy convencida de que eso nunca se lo podré dar. Y, entonces, ¿qué sucederá?, ¿me dejará?, ¿y cómo me afectará eso a mí después de habérselo dado todo? ¡Es complicado! Porque, si ahora no hay ni un minuto en el que no esté pensando en él, ¿cómo será luego? Es como si mi cuerpo estuviese aquí y mi cabeza a kilómetros de distancia, sin poder evitarlo. ¡¡Es increíble!! Cada dos por tres nos mandamos un wasap; unas veces son tiernos; otras, divertidos, y otras hacen que mis bragas se humedezcan. Ayer mantuvimos sexo telefónico y hoy estoy contando los minutos que faltan para mi vuelta. El trabajo de cinco días he conseguido realizarlo en cuatro, y eso a costa de caras largas, quebraderos de cabeza y sudores por parte de todo el personal; he vuelto a sacar mi catana, pero eso me da igual. Estoy acostumbrada a que mis despedidas sean más alegres que mis llegadas, a no tener una calurosa bienvenida pero sí una fiesta de despedida. No me importa; he hecho mi trabajo a la perfección, realizando un riguroso examen de todos y cada uno de los servicios que se llevan a cabo en este hotel y, después de una tensa y dura reunión, hemos puesto soluciones a las carencias que tienen algunos de los servicios para cumplir los requisitos que la cadena exige que tengan cada uno de sus hoteles. Sin duda, por todo ello, Sebastián estará contento y, si él está contento, yo más, pienso al terminar de enviar el informe de todo mi trabajo con los pros, los contras, la inversión aproximada que deberíamos hacer en la reforma y lo que he negociado con la dirección del hotel. Ahora es él quien debe decidir si desea seguir adelante o no, pero, conociéndolo, me hará volver para firmar el contrato, me digo a mí misma mientras guardo las últimas cosas en mi maleta; en ese momento suena mi teléfono.

—Hola, África, ¿cuéntame? —contesto distraídamente.

—He estado hablando con Sara y hemos llegado a la conclusión de que estás exagerando. Yo la veo bien y ella está contenta, creo que incluso enamorada. Puede que tengas razón en que es la clase de hombre con el que estamos acostumbradas a verla: seguros de sí mismo e incluso un poco fantasmas, pero Mario no parece el típico guaperas que tanto le atraen a ella, así que… ¿quién sabe? Yo no tengo nada que decir en su contra. Ayer estuve tomando un café con ella, luego vino a buscarla Mario; intenté ver lo que tú ves, lo estuve observando, pero la verdad es que hasta me sorprende lo que te dijo, porque se los ve muy acaramelados. ¿Tal vez le contó la verdad a Sara y sólo pretendía ver su reacción?

—¡Ya, hombre! ¿Tú también? África, si le llego a proponer que echáramos un polvo allí mismo, te aseguro que no se hubiese cortado un pelo; a mí no me engaña, no me fío de él. A Sara lo único que le pasa es que ha encontrado en él algo que no le ofrecía ningún otro, y eso le impide ver lo que en realidad esconde.

—No lo veo así, Lola, y tampoco creo que esconda nada. Es más, pienso que hacen buena pareja. Además, Sara me estuvo contando su fin de semana y hasta me dio envidia, la trató como a una reina.

—Mira, África, piensa y haz lo que quieras, pero sigo pensando lo mismo y dudo mucho de que cambie de opinión, muy claro tendría que verlo todo. Sé que Sara podría llegar a disfrutar a cualquier nivel con otro hombre mucho más que con él, pero ella cree que no. Sara es como un violín: muchos poseían un arco capaz de hacerla sonar, pero ella aún no estaba preparada para ser tocada... y ¡maldita la casualidad, Mario apareció en el momento más inoportuno!, justo cuando Sara quería hacer que sus cuerdas emitiesen las notas más bonitas que jamás ningún otro instrumento de cuerda hubiese producido.

—¡Lola, es precioso! Nunca pensé que te oiría decir nada semejante —me interrumpe.

—Bueno, sí, pero vamos a centrarnos en lo que estamos hablando, África —digo quitándole importancia y continuando con la explicación de mi punto de vista—. La cuestión es que por eso está convencida de que él es la persona adecuada para ella, pero está muy equivocada y tú también.

—Lola, somos dos contra una, ¿por qué tenemos que ser nosotras y no tú las equivocadas?

—Porque sí. A las dos os ciegan las hormonas: a ti, esa del embarazo que dijo Sara, y a ella, las endorfinas.

—Tú dirás lo que quieras, pero, mientras no se demuestre lo contrario, yo le voy a dar una oportunidad al chaval, así que olvídate, no cuentes conmigo en esa guerra silenciosa que tenías planeada contra él.

—¡Así que estoy sola! —exclamo con fastidio.

—Sí, estás sola —repite rotunda.

—No importa, me costará un poco más, pero voy a desenmascararlo. Sólo espero hacerle abrir los ojos a Sara antes de que salga muy mal parada y antes de que termine esa relación.

—¿Y por qué va a terminar? ¡¿Ni siquiera contemplas la más mínima posibilidad de que puedas estar equivocada, verdad?! Deberías darle una oportunidad, a veces juzgamos a las personas antes de conocerlas y luego nos sorprendemos al comprobar que no estábamos en lo cierto.

—Ni estoy equivocada ni va a darse el momento en que pueda pensar que lo he juzgado mal, eso te lo aseguro.

—¡Qué cogotuda eres! Siempre tienes que tener razón —resopla exasperada.

—No siempre, pero lo contrario es algo que no se da muy a menudo, ciertamente. Y ahora no es una de esas veces —contesto exultante.

—Vamos a cambiar de tema, anda. ¿Cuándo vuelves?

—Hoy.

—¿Y sigue en pie lo de cenar los seis el fin de semana?

—Por mí, sí.

—Pero sin segundas intenciones, Lola, que nos conocemos.

—Qué remedio, me he quedado sola. Tendré que pensar mejor mi estrategia.

—Lola, déjate ya de estrategias, maniobras, emboscadas y todas esas chorradas que tengas pensado y olvídate del tema. ¡Déjalo estar, hazme ese favor, anda! —No contesto y ella vuelve a la carga—. ¡Lola, ¿me estás escuchando?! ¡Lo digo en serio!

—Yo también lo digo en serio, África. —La oigo resoplar a través del teléfono y me doy cuenta de que es el momento de cambiar de tema—. Oye, que con este lío de Sara no te he preguntado, ¿qué tal vas, cómo te sientes?

—No creas que no me estoy dando cuenta de lo que pretendes —dice antes de contestarme—, aunque agradezco hablar de otra cosa, pues sé que no voy a lograr convencerte. Estoy muy bien, Lola; por ahora no he tenido ni vómitos ni desgana, ni nada. Se podría decir que estoy estupenda. Arturo me está haciendo masaje metamórfico.

—¿Y en cristiano eso es…?

—Un masaje que te ayuda a adaptarte a los cambios, que en esta época son muchos. Trabaja a nivel emocional y refuerza el vínculo con el bebé.

—Pero ¿no me hiciste algo de eso a mí también? —pregunto confundida.

—Sí, pero no es un masaje exclusivo de embarazadas, ya te he dicho que trabaja a nivel emocional... ayuda a desbloquear conceptos enquistados que nos impiden avanzar, a ver que las cosas no siempre tienen que ser iguales, a liberarnos de ideas preconcebidas y a que no nos dé miedo enfrentarnos a los cambios. Y eso, querida amiga, a todos nos viene bien a lo largo de nuestra vida, porque, desde el instante en que somos concebidos hasta nuestra muerte, estamos enfrentándonos a cambios, cambios que unas veces superamos de una manera sencilla y natural y, otra, nos cuesta superarlos hasta tal punto, que nos crean un problema emocional.

—Si lo que intentas decirme es que debería volver a hacérmelo, no tenías que haberme vendido la moto soltando todo ese rollo. Con que me hubieses dado cita, bastaba.

—¡Qué borde que eres! Sólo te lo estaba explicando, pero... ya que lo dices, mañana estaría bien que volvieses. Igual de esa manera incluso puede que te haga recapacitar sobre cierto tema del cual no quiero volver a hablar.

—Vale, lo pillo. Cuando llegue y mire cómo anda todo por el hotel, te llamo.

—Cuando quieras, Lola; un beso y buen vuelo.

—Ya me conoces, aunque volase con el mejor piloto del mundo, para mí nunca sería un buen vuelo. Adiós, África.

Ciao, Lola.

Estoy a punto de salir por la puerta de mi habitación cuando recibo un wasap de Yago.

 

Yago: Hola, princesa. Te estaré esperando en el aeropuerto, luego te llevaré a mi casa, te tumbaré en mi cama, te desnudaré lentamente para poder deleitarme en lo que mis ojos contemplan y te haré el amor como nunca.

 

Su wasap produce en mí un aumento de temperatura y una sonrisa que es imposible disimular.

 

Lola: Me encanta el plan, aunque creo que tiene algunas lagunas. ¿Me podrías explicar cómo vas a hacerme el amor?

Yago: Para tu información, no tiene ninguna laguna, lo que pasa es que no quería que te excitaras tan pronto y torturarte con la espera. Pero si eso es lo que quieres…

Lola: Más que quererlo, lo necesito; quiero saberlo y quiero sentir cómo mi libido se dispara con tan sólo pensar en lo que me espera.

Yago: Sabes que, para mí, tus deseos son órdenes. Cuando llegues, espero verte con esa camisa fucsia que deja imaginar el sujetador que llevas y deseo que lleves, ese que tanto me gusta, el de encaje negro. Tampoco me importaría verte con esos vaqueros que te hacen un culo sensacional y con el que no hago más que pensar en lo afortunado que es el dueño de ese culo. Nada más verte, se me hará la boca agua y mis manos ansiarán el momento de tocarte, de estrecharte entre mis brazos; nos daremos un beso de película y nos iremos a casa. Como ya te he dicho antes, te desnudaré sobre mi cama con un solo objetivo en mente. Mis manos se perderán en tu cuerpo, mi boca saboreará tus pechos y mis dedos cobrarán vida en tu interior, haciendo que llegues al orgasmo varias veces hasta que estés a punto de perder la conciencia por la excitación y, justo en ese instante, te penetraré, consiguiendo oír otro de esos maravillosos gemidos que tu garganta produce cuando llegas a la cumbre y que tanto me gustan. ¿Sigues pensando que mi plan tiene lagunas?

Lola: No, veo que lo tienes calculado al milímetro. Ahora lo único que quiero es sentir todo lo que prometes.

Yago: No te preocupes por ello, siempre cumplo mis promesas.

Lola: Entonces tendré que cambiarme de ropa, porque los vaqueros están en la maleta.

Yago: Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Te veo luego, princesa.

Lola: Espero el momento con entusiasmo, cariño.

 

Vuelvo a abrir la maleta y rebusco entre mis cosas; encuentro la camisa, los vaqueros, mis minúsculas bragas... «¡Oh, mierda! No me traje el sujetador del que me habla; bueno, no importa», pienso con una sonrisa traviesa.

 

 

Cuando salgo de la terminal busco con la mirada a Yago entre la multitud y lo encuentro apoyado en una pared hablando por el móvil; está radiante. Me ve y sus ojos producen un destello que me encanta; cuelga el teléfono y se dirige a mí de forma sensual, me agarra por la cintura y, después del prometido beso, me susurra al oído.

—¡Estás preciosa, Lola! Por lo que veo, has rescatado tus vaqueros de la maleta —comenta levantando mi mano para hacerme girar sobre mí misma examinándome de arriba abajo—. Aunque, si mi vista no me engaña… ¿debo suponer que el sujetador se ha perdido durante el vuelo? —bromea divertido.

—No me lo llevé a Bilbao y pensé que no te importaría tener una prenda menos que quitar —replico juguetona.

—La verdad es que en eso no tengo ningún inconveniente —dice levantando una ceja y con una media sonrisa, sin dejar de mirar cómo se marcan mis pezones a través de la fina tela de la blusa, y yo no puedo evitar reírme—. Como tampoco tengo ningún inconveniente en ver cómo se mueven libremente debajo de tu blusa cuando andas —añade con picardía sin dejar de mirarme.

—¡¡Yago!! —suelto pellizcándole el culo, muerta de vergüenza y encorvando mi espalda en un acto reflejo. La verdad es que eso ha sido lo que me ha impedido quitarme la cazadora vaquera durante todo el trayecto. Del hotel al aeropuerto he ido en taxi, y del taxi, al avión. Antes de bajar, me la he quitado y en lo único que he podido pensar era en si se daría cuenta o no, y me excitaba la idea de cuál sería su reacción, cómo me miraría cuando lo supiese, pero ahora… me muero de vergüenza.

—No seas tonta —me pide interrumpiendo mis pensamientos y rodeándome por la cintura—. Estás espectacular, Lola; no cualquier mujer puede ir sin sujetador y verse tan sexi como tú estás ahora mismo.

Sus palabras hacen que mi espalda se enderece y me siento orgullosa y atractiva. Y, al ver cómo mi forma de andar ha cambiado, los dos nos reímos mientras entramos en el coche. Una vez en su piso, me tumba en la cama y cumple al pie de la letra todo su plan, y todas sus promesas se hacen realidad, consiguiendo una y otra vez que llegue al orgasmo y dejándome sin aliento tras el último. Estoy boca arriba, con los ojos cerrados, disfrutando de estos minutos de calma después del sexo. Yago se recuesta de medio lado, dobla el codo, apoya la cabeza en su mano y me dice mirándome fijamente:

—Sabes que tendré que castigarte, ¿verdad? —Abro los ojos de golpe, atónita, sin entender a qué se refiere, y el continúa hablando divertido—. Por exhibir de una forma tan descarada y sin permiso lo que es mío, lo que tanto esfuerzo me ha costado conseguir.

Al comprender a qué se refiere, le sonrió, le doy un pequeño mordisco en el cuello y, sin separar mis labios de su piel, le digo, antes de levantarme:

—No temo tus castigos, todo lo contrario.

—En ese caso, tendré que pensar en uno sumamente retorcido —suelta pensativo con una sonrisa encantadora.

—Que yo tendré que acatar sin rechistar, ¿no? —digo alejándome.

—Te noto un poco sarcástica y despreocupada —contesta quisquilloso.

—Yago, no es por nada pero, en eso de los castigos, yo soy la reina y tú, un mero principiante, así que no tengo nada que temer —apuntillo arrogante.

—No tientes a la suerte, princesa, no te vaya a sorprender y puede que hasta te deje boquiabierta.

—No lo creo, cariño, pero, cuando quieras, lo comprobamos.

—¡¡Oooh!! Qué valiente te veo en este juego —dice dejando caer su cuerpo sobre el colchón.

—Tendrías que saber que, cuando se trata de jugar, me gusta apostar fuerte —corroboro traviesa y divertida.

Yago se queda mirando el techo pensando en su maléfico castigo. «Estoy más que dispuesta a asumirlo sin un ápice de duda», pienso segura de mí misma entrando en el baño.

 

 

Hoy es viernes y me dirijo al hotel para recoger a Yago después de una liberadora sesión con África. Hemos quedado para cenar en un italiano los seis: África y Juan, Sara y Mario, Yago y yo. La cita no me hace ninguna ilusión, pues voy a tener que hacer grandes esfuerzos por aparentar cierta amistad con el Chucho, pero todo sea porque se lo he prometido a las chicas y África me ha amenazado muy seriamente si hago algo que ofenda a Sara. Entro por la puerta principal y, al no ver a Yago, me encamino hacia mi despacho pensando que estará allí. Al entrar en él, compruebo que está vacío y, justo cuando estoy marcando su número para ver dónde anda, veo una pequeña caja envuelta con un papel de regalo plateado encima de mi mesa con una tarjeta que dice:

 

Recuerda que prometiste acatar mi castigo sin rechistar. Debes ponértelo en cuanto lo abras.

Te quiero,

Yago

 

Expectante, abro el envoltorio con sumo cuidado y, al romper el papel, me quedo alucinada por lo que ven mis ojos y, sin pensármelo un instante, marco su número de teléfono.

—Sabía que me llamarías —dice; apenas ha dejado que sonase el primer tono.

—¿No pretenderás que lleve esto durante la cena?

—No es que lo pretenda, es que sé que lo harás. Que yo recuerde, estabas muy segura de ti misma el otro día y pusiste en tela de juicio mis cualidades; es más, mencionaste que no tendrías ningún problema en aceptar cualquier cosa que yo plantease, pues no te iba a sorprender, pero... por lo que veo parece que estás un poco arrepentida de tus propias palabras —puntualiza petulante y divertido.

Al oír cómo se regocija a mi costa, el orgullo se apodera de mí y respondo:

—Perdona, no me he expresado bien: quería decir que estoy encantada con tu regalo y que lo llevaré con sumo gusto durante toda la cena. —Y, sin darle opción a responder, le cuelgo el teléfono.

Cojo la caja con el objeto en su interior y con cierto enfado me voy al baño. Cuando salgo, Yago está tumbado en el sofá con una sonrisa maquiavélica y con un pequeño mando a distancia en la mano.

—¿Lo llevas puesto? —me pregunta triunfante.

—Sí —le respondo con firmeza.

—Bien, comprobemos cómo funciona —propone malicioso presionando uno de los botones.

Entonces el objeto comienza a vibrar en mi interior y yo junto mis piernas sin darme cuenta. Yago, al verme, se ríe y aumenta la potencia del dichoso juguete, consiguiendo que tenga que hacer un gran esfuerzo para esconder mi excitación.

—No te reprimas, sé que estás deseando dejarte llevar —dice con una sonrisa retorcida aumentando aún más la potencia del dichoso aparato.

Al final, por mucho que lo intento, me es imposible no sucumbir al placer que esto me produce y me abalanzo sobre Yago para intentar arrebatarle el mando a distancia, pero, como no lo consigo, desisto en el intento y sucumbo al orgasmo de la forma más inesperada que jamás habría pensado. Él me mira exultante y, aunque me fastidie admitirlo, encantador.

—Tú ganas, puedes ser tan malvado como yo si te lo propones —reconozco jadeando recostada encima de él.

—Gracias —dice dándome un beso fantástico y compensándome con su sabor—. Venga, vámonos o llegaremos tarde —añade intentando levantarse.

—¡Noo! No me puedes dejar así —ruego tirando de su camisa.

—Lola, se supone que es un castigo y no una recompensa, así que vámonos... esta noche promete —comenta divertido mientras camina hacia la puerta alzando el mando a distancia sobre su cabeza.

—¡Capullo arrogante! —suelto en voz baja.

—¿Decías algo? —me pregunta mientras presiona el botón del mando, haciéndome ver que me ha oído a la perfección.

—No, nada —le digo ocultándole mi insatisfacción por no darme lo que quería y reprimiendo mis instintos con una sonrisa fingida.

 

 

Yago conduce mi coche, así que por unos minutos me deja tranquila con el dichoso juguetito. Cuando llegamos al restaurante, contemplo un sitio no muy iluminado con manteles de cuadros en las mesas y lleno de fotos de diferentes sitios de Italia. África, Juan, Sara y el Chucho están sentados a una mesa hablando relajadamente. Mario nos ve entrar y entonces rodea con el brazo a Sara dedicándome una sonrisa siniestra y dominante. Yo lo fulmino con la mirada y, justo cuando empiezo a desenvainar mi catana, Yago interviene.

—Tranquilízate, Lola, no hagas nada de lo que luego puede que te arrepientas y tengas que pedir disculpas o dar más explicaciones de las convenientes, no merece la pena. Ya hemos hablado sobre ese tipo; puede que estés equivocada o puede que no, pero es Sara quien se debe darse cuenta y, si te pones en su contra, se enfadará contigo y tú saldrás perdiendo. Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me gusta. Ten un poco de paciencia, Sara es una chica lista y más tarde o más temprano terminará con él. Entonces ahí estarás tú, a su lado, ayudándola a levantarse después de haberse caído, curándole las heridas que se haya hecho por el camino y limpiándole las lágrimas derramadas, porque eso es lo que hacen las buenas amigas, apoyarse unas a las otras pese a todo.

Yo lo miro embelesada y con admiración al darme cuenta de la verdad que hay en sus palabras. Yago siempre tiene ese don de hacerme enfadar hasta ponerme de los nervios o de apaciguarme y hacer que envaine mi catana. Y todo eso lo consigue porque cada día estoy más convencida de que es el hombre de mi vida, el que sabe hacerme reír y, sobre todo, enfadarme, pero que en definitiva me comprende y me conoce incluso mejor que yo.

Justo antes de sentarnos, Mario vuelve a mirarme y Yago pasa su mano por mi cintura susurrándome al oído:

—No entres en su juego, Lola, y concéntrate en el nuestro. Míralo de esta manera: es una forma de darle la vuelta a la situación y que disfrutes de la cena. —Y esta vez sus palabras hacen que me sumerja en una balsa de aceite y el control que ejerce sobre mí con el dichoso mando a distancia me parece hasta gracioso y placentero, así que hago caso de lo que me dice y me relajo para disfrutar de una cena llena de sorpresas.

—Tenemos una buena noticia que daros —dice Juan cuando sacan el lambrusco.

—Sí —confirma África—. Quiero que sepáis que tenemos un nuevo fichaje en nuestro clan, chicas. ¡Me han dicho que llevo una niña! —anuncia chillando por la emoción.

Sara y yo nos entusiasmamos sin poder contener los gritos y el jaleo que en un instante montamos saltando sobre nuestros propios asientos como unas auténticas locazas al oír la noticia y las dos preguntamos al unísono:

—Y el nombre, ¿ya lo tenéis pensado?

—Sí, se llamará Alma —responde Juan.

—Qué bonito, me encanta, es el nombre perfecto para una hija vuestra, describe a la perfección vuestra relación —interviene Sara.

—La verdad es que tiene un significado mucho más grande en vuestro caso, es el nombre ideal —acabo diciendo.

Después de esto, la cena transcurre tranquila; nos reímos cuando nos tenemos que reír y conversamos de una forma amena y coloquial. De vez en cuando hay algún gesto o un comentario por parte del Chucho que hace que busque mi catana y casi me agüe la fiesta, pero Yago acciona ese botón al que tanto cariño le estoy cogiendo y entonces nuestras miradas se cruzan compartiendo un secreto que nos excita y nos hace reír. Yo tengo que cruzar las piernas y contraer todos los músculos de mi vientre parar evitar que se note el efecto que tiene este pequeño aparato sobre mí. Todo mi ser debe concentrarse en un punto y ese punto son los ojos de Yago, que mantienen mi mirada con un brillo espectacular, esos ojos de un negro intenso que me vuelven loca consiguiendo cautivarme por completo y, de repente, por arte de magia, la vibración en mi interior desaparece al igual que se ha esfumado la tensión que Mario me había provocado, haciéndome perder incluso el hilo de la conversación que manteníamos un par de minutos antes.

—¿Me estás escuchando, Lola? —me pregunta Sara.

—Sí, perdona. ¿Qué decías? —le contesto intentando recuperar la compostura y veo cómo Yago no puede evitar reírse al observarme.

—Preguntaba si vosotros os quedáis, ¿sí, verdad? África y Juan se van a casa, pero vosotros os tomáis una copa en el bar de aquí al lado con nosotros, ¿no?

—Creo que nosotros también deberíamos irnos —le digo a Sara.

—Venga, no seas aguafiestas, lo estamos pasando bien. África tiene la excusa perfecta, está embarazada, pero tú no tienes ninguna —añade con tono suplicante.

—Yago trabaja mañana.

—Te prometo que sólo será una.

—Está bien, pero sólo una —claudico alzando mi dedo índice y ella comienza a dar saltitos de alegría haciéndome reír—. Eres como una niña, Sara —digo antes de despedirme de Juan y África.

—Tengo que ir al cajero —comenta Sara al salir del restaurante.

—No te hace falta, yo llevo dinero de sobra.

—Lola, necesito sacar dinero o mi cartera me morderá si intento sacarla del bolso.

—Está bien, te acompaño —propongo riéndome.

—Qué contenta estoy de que al fin os llevéis bien Mario y tú. Sabes, él está muy interesado en llevarse bien contigo. —Yo respiro profundamente para no decirle que mi opinión sobre su Chucho no ha cambiado, que si yo fuese ella le pondría un bozal y no lo sacaría de su jaula, pero me contengo y no le contesto, así que Sara sigue hablando—. Se os ve muy bien a Yago y a ti; me he fijado en cómo os miráis y envidio esa complicidad que tenéis. Me alegro mucho por ti, Lola, ojalá consiga lo mismo con Mario.

—¿Por qué lo dices? —demando cruzando los dedos para que su respuesta sea la que yo deseo oír y poder confesarle todo lo que pienso sobre él.

—Lo que pretendo decir es que no tengo lo que has conseguido tú con Yago o África con Juan, pero supongo que, con el tiempo, todo llega, ¿no?

—Sí, Sara, todo llega —le contesto desilusionada.

—Se os ve tan bien a Yago y a ti, son tan intensas vuestras miradas… —dice enamoradiza; la miro sorprendida y ella prosigue encogiéndose de hombros—. No sé… Lola, es como si ambos estuvierais jugando a un juego y nadie más participara en él.

Yo no le contesto, es imposible frenar mi cabeza, estoy alucinada; dicen que el amor es ciego, pero ¡¡tanto…!! Sara sigue sin darse cuenta de que la garrapata mira a todo lo que se menea y lo que más me fastidia es que soy la única que lo ve, pues África opina igual. «¿Qué puedo hacer cuando veo que una de mis amigas se va estrellar contra un muro y me encuentro atada de pies y manos para impedirlo?», me pregunto mientras cruzamos la calle en busca de un cajero.