Capítulo 21
Al entrar por la puerta de casa, observo mi mausoleo, así es como Yago la llama, y me doy cuenta de por qué lo dice. Todo está siempre en su sitio, ordenado al milímetro; no hay nada que indique que aquí vive alguien, no hay vida en ella. Es preciosa, espaciosa y grande, pero está vacía, vacía de ilusión, vacía de fantasía y vacía de amor, pienso al contemplarla, pero una sonrisa se dibuja en mi cara al darme cuenta de que todo esto está a punto de cambiar, y que estoy anhelando el cambio. «Estoy deseando que un sol cegador entre por la puerta, envolviendo mi hogar en un halo mágico y llenándolo de vida... y ese astro es él, es Yago», me digo con un suspiro.
El día pasa lentamente y a media tarde recibo un wasap de Yago.
Yago: Hola, princesa, te pasaré a buscar sobre las siete.
Lola: ¿A dónde me vas a llevar?
No obtengo respuesta; no tengo ni la menor idea de qué es lo que planea o cómo pretende sorprenderme, y eso me intriga. «¿Qué debería ponerme?», valoro recorriendo con la vista mi vestidor. Me pruebo varios vestidos, pero los desecho: unos, por ser demasiado serios; otros, por lo contrario.
Lola: Me puedes decir a dónde me vas a llevar. ¡No tengo ni idea de cómo debo vestirme si no sé qué es lo que vamos a hacer!
Yago: Lola, ponte lo que quieras, con cualquier cosa estás preciosa. ¡O mejor no te pongas nada!
Lola: Ja, ja, ja. Qué chistoso. Gracias por el consejo.
Yago: De nada, princesa.
Al final me quedo como estaba, sin saber nada de nada, así que decido ponerme un vestido corto azul cobalto sin mangas y escote barco, ablusonado hasta la cintura y ajustado de caderas, y unos zapatos a juego. Me maquillo un poco y me hago una coleta alta. Cinco minutos después, Yago me llama.
—¿Estás lista? ¿Subo o bajas?
—Bajo; te estaba esperando.
—Vale, estoy en la puerta. Coge las llaves del coche.
—De acuerdo.
Cuando bajo, está recostado en una pared, con una rodilla doblada y el pie apoyado en la superficie. «Es una imagen muy sexi», pienso. Al verme, se endereza y se acerca a mí con una sonrisa espectacular.
—Estás preciosa, Lola.
Lleva unos vaqueros negros y una camisa entallada del mismo color con un cinturón blanco.
—Tú también estás muy guapo, cariño —le digo acercándome para darle un pequeño beso.
—¿Dónde está tu coche?
—En el garaje —respondo encogiéndome de hombros.
Yago estira una mano para pedirme las llaves y yo se las enseño pero no se las doy.
—¿A dónde vamos? —le pregunto encaminándonos hacia el garaje.
—Dame las llaves y lo sabrás.
—Dime a dónde vamos y te las daré —le respondo con una sonrisa traviesa y levantándolas por encima de mi cabeza. Yago no me contesta, pero chasquea la lengua mientras niega con el dedo índice—. ¡Yago, no tienes la menor intención de decírmelo, así que me las tendrás que quitar! —grito echando a correr al abrirse la puerta sin parar de reírme.
Intento correr todo lo rápido que puedo, pero con los tacones me es imposible avanzar deprisa; miro hacia atrás y lo veo acercándose divertido; rodeo mi coche, pero, justo cuando voy abrir la puerta para entrar en él, Yago me atrapa. Me aprisiona entre el vehículo y él, quedándonos frente a frente, y me dice:
—Ha sido una acción muy arriesgada por tu parte y que tal vez tenga que castigar más tarde. —Se acerca a mis labios dejándome sin aire y hace que mi mente se pierda en la última vez que me dijo esas palabras y lo satisfactorio que fue su castigo para ambos—. Venga, dame las llaves, Lola —pide haciendo más presión con su cuerpo en el mío. Por un segundo se me pasa por la cabeza negárselas de nuevo para poder recibir su castigo, pero otra parte de mí se muere de curiosidad por saber qué es lo que tiene planeado, así que levanto la mano en el aire con las llaves entre el pulgar y el índice y las dejo caer sobre la palma de su mano, pues la tiene extendida debajo—. Gracias —dice orgulloso y satisfecho, para luego darme un beso rápido en los labios y soltarme de su presa con una sonrisa resplandeciente.
—¿Sabes?, deberías mirarte un coche, no siempre te voy a dejar el mío —le sugiero dirigiéndome hacia el asiento del copiloto.
—Tengo coche, uno que me encanta conducir. Tal vez ahora haga que me lo envíen —contesta con añoranza acordándose de su Audi.
Salimos de la ciudad y, consciente de que no voy a obtener respuesta, intento averiguar a dónde diablos me lleva sin formular la pregunta. Al final detiene el vehículo frente a una gran casa con fachada de piedra, con un estupendo jardín y rodeada de una gran extensión de viñedos.
—¿Qué hacemos aquí? —le pregunto aún desconcertada cuando alguien abre una de las grandes puertas de madera.
Yago sale del coche y yo hago lo mismo; no me responde y se dirige hacia el hombre que lo saluda desde la puerta.
—Ven, te presentaré. —Me coge por la cintura y me mira contento al ver mi expresión—. Hola, Pablo, ésta es Lola.
Contemplo a un hombre de unos cuarenta años, de piel curtida por el sol y ojos tan negros como su pelo. «Es fuerte y de manos grandes pero delicadas», pienso cuando me abraza con una sonrisa que le otorga un aspecto afable y cariñoso, aunque su mirada refleje cierta tristeza.
—Encantado de conocerte por fin. —Yo me sorprendo por su calurosa bienvenida y mi cara refleja la sorpresa sin ninguna duda.
—Pablo y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo; era muy buen cliente de mi hotel allí en Canarias y terminamos haciéndonos grandes amigos —me explica Yago.
—Sí... y luego, cuando le tocaba venir aquí y tú le hacías perder los nervios, aparecía por casa para evitar cortarse las venas.
—O cortárselas a ella, más bien diría yo —le rectifica Yago bromeando, y los dos se ríen cuando le doy un codazo a Yago sin ningún reparo ni disimulo.
—Encantada, Pablo —digo aún desconcertada pero con la más amplia de mis sonrisas—. Siento no poder decir lo mismo, pues no tenía ni idea de tu existencia y aún sigo perpleja. —Yago y Pablo me miran y los dos se ríen a mandíbula batiente, dejándome sin palabras. Se ve que se conocen muy bien y se palpa entre ambos esa complicidad que surge cuando la amistad se une a la confianza y la lealtad.
—Bueno, entremos —sugiere haciendo un gesto con la mano en dirección a la casa—. Lola, ¿te gusta el vino?
—Sí, pero no soy una gran entendida, más bien todo lo contrario. Soy nula —confieso.
—Bueno, entonces habrá que hacer un curso intensivo —dice divertido.
Entramos, y el interior es tan impresionante como el exterior: hay un gran recibidor donde se pueden contemplar tres barricas de vino apiladas decorando la entrada; unas enormes vigas de madera visten todo el techo, al igual que las puertas y ventanas lo hacen con las paredes de piedra. Bajamos una estrecha escalera y la humedad impregna mis sentidos mezclada con el aroma que despide el vino que madura en las múltiples barricas de roble que veo. Yago me observa y yo escucho atentamente todo lo que Pablo me cuenta sobre el cultivo, la recolección, el prensado, la fermentación, la temperatura, la maduración y, por último, el embotellado del vino, y no puedo evitar ver la pasión que refleja su cara cuando le oigo hablar de todo esto.
—Todo aquel que se dedique a la elaboración y producción del vino debe saber que, extraer de la vid el jugo más exquisito, es tan complicado y requiere tanta atención como conquistar a una mujer. Al igual que se mima el fruto en el cultivo y la recolección, a la mujer le hace falta la misma atención, que la cuiden y la cortejen con sumo cuidado, sabiendo cuándo es el momento oportuno para conquistarla; tras dar ese paso tan importante, llega el prensado, donde tienes que conocerla bien para extraer de ella sus mejores cualidades y separarlas de las no tan buenas, aunque éstas tampoco tienen desperdicio, pues llegan a dar más cuerpo, más temperamento y más carácter a la mujer... o en este caso al vino; luego, durante la fermentación, se produce la magia: con la temperatura adecuada puedes lograr que una mujer se transforme en la hechicera más atractiva, seductora y fascinante que te hayas podido encontrar a lo largo de tu vida y, tras esos momentos de fogosidad donde los amantes se entregan el alma el uno al otro, llega la calma, la maduración o el compromiso, donde la pareja va creciendo junta y unida, donde los dos son uno sin dejar de ser ellos mismos para dar paso a la culminación del vino o de la pareja —relata Pablo con cariño comparando su trabajo con el romance más mágico que nunca antes había escuchado y cautivándome por completo por su manera de hablar.
«Definitivamente, todo lo que nos rodea, los viñedos y el vino, es su mundo, su pasión», pienso embelesada.
Subimos de nuevo a la casa y entramos en un comedor muy amplio con un sofá junto a dos sillones individuales frente a la tele y una gran mesa de madera en el centro, donde nos espera la inevitable botella de vino y sus respectivas copas. Pablo sirve un poco en mi copa y me dice:
—Lola, ya me has dicho que no eres entendida, pero todo el mundo sabe lo que es el amor y ya te he descrito antes la estrecha similitud que tiene el vino con ese sentimiento... así que quiero que observes su color, huelas su aroma y degustes su sabor, y quiero que lo hagas igual que lo harías con tu amante, poniendo todo el corazón en cada una de tus acciones y apreciando con tus sentidos cada una de las sensaciones que te produce.
Yago me mira fijamente evaluando cada uno de mis actos.
Hago lo que Pablo me dice; contemplo el color del vino sin saber muy bien lo que debo ver; luego cierro los ojos y huelo su fragancia, y en ella detecto varios olores familiares: la fruta, la madera… y ese efluvio hace que mis glándulas salivares comiencen a funcionar consiguiendo inundarme la boca y deseando probar aquello que produce esa reacción en ella. Bebo un pequeño sorbo y es entonces cuando saboreo los aromas antes inhalados, produciendo en mi paladar una explosión de sabores. Abro los ojos y observo que tengo dos miradas estudiando cada uno de mis gestos y tímidamente digo:
—No sé muy bien lo que tengo que notar, pero, si lo tengo que comparar con un amante… se podría decir que tendría posibilidades de conseguir una segunda cita. —Los tres nos reímos y Yago me rodea con un brazo.
—Te aseguro que, viniendo de Lola, eso es un cumplido —sentencia Yago, y Pablo sonríe satisfecho.
—Más bien todo un logro, diría yo —le aclaro divertida arqueando una ceja. Vuelvo a degustar el vino y le pregunto a Pablo mirando a mi alrededor—: ¿Cómo es que, poniendo tanta pasión en lo que haces y comparándolo con el amor de tu vida, no hay una mujer con la que puedas compartir todo esto?
—La hubo, pero hace un año y medio murió de cáncer. Era una mujer increíble y muy buena persona —contesta con melancolía mirando el contenido de su copa y bebiéndolo de un solo trago. Entonces comprendo la tristeza que antes percibí en sus ojos.
—Lo siento mucho, Pablo —susurro arrepentida por haber metido la pata.
—No importa, no tenías por qué saberlo y siempre es bonito recordar lo que es el amor verdadero.
Un silencio se instala en la sala, creando un ambiente lúgubre en el que se palpa cuánto echa de menos a su mujer, al «amor verdadero», como él dice.
—Bueno, creo que deberíamos cenar, ¿no os parece? —interviene rompiendo el silencio, dirigiéndose a la cocina.
—Venga, saca tu especialidad. Estoy deseando probarlo —añade Yago frotándose las manos.
—Aquí lo tienes, Yago; lo prometido es deuda, amigo —anuncia poniendo sobre la mesa una bandeja recién sacada del horno.
Nos sentamos a la mesa y la boca se me hace agua con el olor que despide el asado de cordero que ha hecho Pablo; también ha preparado una ensalada que tiene una pinta deliciosa. Durante toda la cena, Yago y Pablo ríen divertidos comentando todas las veces que Yago llamó a su puerta porque yo le había dado calabazas, le había hecho un desplante o multitud de cosas que ni siquiera recuerdo y, al oírlas, no puedo evitar sentir una punzada en el corazón. «¿Tan mal se lo he hecho pasar?», pienso con un nudo en la garganta.
Ya son más de las doce y Pablo insiste en que nos quedemos a dormir. Yago se acerca a mí y me dice con disimulo «tú decides» y, aunque estoy muy a gusto, opto por marcharnos. Pablo nos despide en la puerta poniendo fecha a la próxima visita. Nos subimos al coche y Yago conduce tranquilo y contento cuando me pregunta:
—¿Sorprendida?
—Sí —le reconozco—. ¿Cuánto hace que os conocéis?
—Hace ya varios años.
—¿Y por qué nunca me habías hablado de él?
—Nunca antes te había interesado nada de mí que no estuviera relacionado con el sexo —me contesta con seriedad sin dejar de mirar la carretera.
Y de nuevo siento esa punzada que sentí antes e instintivamente me pongo la mano sobre el pecho, con un gesto de dolor.
—¿Estás bien? —me pregunta preocupado al verme.
—Sí —le contesto confundida. «¿Qué ha sido eso?», me planteo a mí misma, intentando averiguar de dónde provenía ese malestar—. ¿Te lo he hecho pasar mal, verdad? —demando mirándolo fijamente.
—Bueno… hubo momentos en que deseé no haberte conocido, otros en los que la demencia fue mi mejor aliada y otros en los que te hubiese atado de pies y manos para torturarte y fustigarte hasta que tu cuerpo no aguantara más... tan sólo por hacerte sentir la mitad del desprecio con el que a veces me mirabas. —Lo miro horrorizada con los ojos como platos y vuelvo a sentir esa punzada, ese desgarro en mi corazón. Yago se da cuenta y, encogiéndose de hombros, prosigue—: No todo fue malo, Lola; en ocasiones te quitabas esa coraza y me dejabas ver la mujer que eres y otras veces bailábamos en un baile de ciento un mil máscaras, cosa que aún te gusta hacer —aclara con media sonrisa—. Pero había instantes en los que bajabas la guardia, dejándome ver a la verdadera Lola; apenas eran segundos, pero era suficiente tiempo como para saber que tú no eres así. Había pequeños detalles en tu forma de actuar que tal vez para cualquiera podían pasar desapercibidos, pero no para mí, y en esas ocasiones era como contemplar una estrella fugaz, Lola. ¡Era maravilloso! Me llenabas el alma de ilusión y hacías que me enamorase más de ti —declara con brillo en los ojos sin apartar la mirada de la carretera.
—Lo siento —me disculpo cabizbaja.
—No importa, Lola, lo que importa es lo que estamos viviendo ahora. El pasado debe quedarse allí donde le pertenece, ya te lo dije —me recuerda deteniendo el coche junto a mi portal—. Hace tiempo vi Kung fu Panda con mis sobrinos; es una película de dibujos animados, por eso puede que no te suene. La cuestión es que escuché una frase que me encanto: «El ayer es historia, el mañana es un misterio; en cambio, el hoy es un regalo, por eso se le llama presente». Y tú eres mi regalo, Lola.
Justo en ese momento me abalanzo sobre sus labios, dándole el beso más puro y profundo que nunca he dado a nadie.
—¿Te quedas a dormir? —le pregunto buscando el mando del garaje en mi bolso.
—No tenía intención, pero lo haré si eso es lo que quieres.
—Sí, exactamente eso es lo que quiero, dormir contigo.
Entramos en mi casa. Yago va hacia la cocina a por agua y yo me pongo mi pijama de algodón blanco; cuando él entra, ya estoy en la cama. Veo cómo se desviste dejándose tan sólo los bóxers y, al meterse en la cama, me atrae hacia él como de costumbre. Y así, acurrucados el uno junto al otro y con las manos enredadas las de uno con las del otro, le digo:
—El lunes le diré a Silvia que haga sitio para tus cosas en el vestidor, así esta semana podrás traerlo todo.
—Eso sería perfecto, princesa —me susurra al oído.
—Eso pienso yo, cariño —le contesto sabiendo que es cierto lo que digo, que soy afortunada de tener al hombre perfecto junto a mí queriendo compartir conmigo cada minuto.