Capítulo 12
África
Una enfermera pronuncia mi nombre, pero mis músculos no me hacen caso, no consigo reunir el valor para levantarme de la silla. Es una sensación extraña, pero el miedo me impide moverme y eso aún me asusta más. Vuelvo a oír mi nombre y Juan me coge la mano tiernamente. Me levanto arrastrando los pies y creo que todo se tambalea. Juan le hace una señal con el dedo a la enfermera y se pone frente a mí; noto sus manos a ambos lados de mi cara, obligándome a mirarlo a los ojos, pero dentro de mí se remueve la culpa y eso hace que agache la mirada por vergüenza. «¿Cómo le pude hacer esto a él?», pienso sin poder evitar sentirme culpable.
—¡Afri! —me llama con dulzura y, al oír su voz, nuestras miradas se cruzan y una marea tranquilizadora se empieza a extender por mi interior—. Todo va a salir bien. Yo estoy aquí, y voy a seguir aquí. No me voy a ir a ninguna parte. Sé que tienes miedo, pero no tienes por qué; este niño es nuestro, tuyo y mío. Ya te lo he dicho y, si hace falta, te lo repetiré todos los días. No estoy dispuesto a perderte, te quiero demasiado.
—Yo también te quiero —declaro sintiendo cómo esa angustia se va desvaneciendo al oír sus palabras.
—Entonces no tienes de qué preocuparte. —Agarra mi mano de nuevo y los dos nos dirigimos hacia la enfermera, que ya está un poco impaciente.
Entramos en la consulta; tras la mesa está la ginecóloga y a su lado se sienta la enfermera. Juan y yo nos colocamos en dos sillas frente a ellas. Giro la cabeza a la izquierda y mi mirada se queda clavada en un punto: veo la camilla con los estribos y el ecógrafo al lado. Al ver esa parte de la consulta, los nervios vuelven a apoderarse de mí, y mis manos comienzan a entrelazarse y soltarse; los dedos se amontonan unos encima de otros, se encogen, se estiran en un acto reflejo, expresando todo lo que siento por dentro. Juan pone su mano sobre las mías y nuestras miradas se vuelven a unir, pero esta vez sus ojos expresan seriedad y en ellos puedo leer… «¡Basta ya, África! ¡Deja de hacer eso o conseguirás ponerme nervioso a mí también!», así que tomo aire profundamente e intento buscar esa serenidad que hace breves instantes sentí cuando Juan me habló.
—Bueno, cuéntame, África. —La garganta se me ha secado de repente y al ver que no le contesto, ella vuelve a hablar—. ¿Aquí veo que tomas la píldora?
—La tomaba —acabo diciendo—, pero se me olvidó durante varios días… y ahora estoy embarazada —concluyo buscando la mirada de Juan.
—¿Cuántos días? Dos, tres…
—Bueno, si tengo que ser sincera, creo que en mayo no me la tomé correctamente.
—Explícate —me pide con seriedad.
—Pase una temporada muy mala, y en mayo se me olvidó tomar la píldora un par de veces. —Realmente no me acordaba de ellas día sí y día también, pero eso no se lo digo, ya tengo bastante con las miradas de segundo y tercer grado que me lanza—. Ahora que lo pienso… en mayo tuve una regla un poco extraña, pero no le di importancia. —Veo cómo la ginecóloga y la enfermera se miran y eso me pone más nerviosa.
—A ver si lo he entendido bien —prosigue poniéndose una mano en la frente—: En mayo no tomaste la píldora durante varios días, pero te bajó la regla o al menos eso crees, porque coincidió con los días de descanso, y luego volviste a empezar a tomarla normalmente. —Asiento con la cabeza; su tono de voz me hace sentir incómoda y diminuta—. ¿Por qué dices que esa regla era un poco extraña?
—Manche poco, y me duró menos días de lo habitual.
—Ahora, en junio, no se te han olvidado, ¿no? Te las has tomado correctamente y, cuando te tocaba descansar, no te ha bajado la regla. Por lo tanto, tienes un retraso. —Vuelvo a asentir con la cabeza. Esta situación me recuerda a cuando mi profesora de primaria me reñía antes de castigarme—. ¿Y no te ha dolido la tripa o has tenido ganas de vomitar a lo largo de todo el mes?
—Puede que sí, pero pensé que era gastroenteritis, porque unos días antes mi compañera de trabajo estuvo igual, no imaginé… —digo sin terminar la frase. «¡Ni mi madre me somete a un cuarto grado como éste! ¡¡Oh, Dios, mi madre!! ¿Qué le voy a decir? Cuando se enteré de que estoy embarazada, me sentará en la sala de interrogatorios de la Gestapo y puede que me someta a la peor de las torturas con tal de sonsacarme lo que quiera oír. ¡Ahora no pienses en eso, África! —me riño a mí misma tras divagar—. Vamos a ir por partes, primero sorteamos a la doctora Aspirina y luego a la Gestapo», me digo intentando no agobiarme más.
—Bueno, ¿te has hecho la prueba? —oigo que me pregunta sacándome de mi debate interno.
—Sí, dio positivo.
—Es evidente; después de cómo te has tomado las pastillas, lo raro sería que no lo estuvieras.
Pero ¿cómo puede hablarme así? Sé que no ha sido muy sensato por mi parte, pero al fin y al cabo se podía cortar un poco y mostrarse algo menos Rottenmeier.
—Como no tengo muy claro de cuánto estás, te voy a hacer una ecografía vaginal —añade la doctora.
—Pasa por aquí, África —me indica la enfermera—. Te vas a desnudar de cintura para abajo; luego túmbate en la camilla, pon los pies aquí y separa las rodillas.
Hago lo que me dice lentamente, pero no dejo de sentirme molesta; noto cómo me miran y eso me ofende. Quiero creer que la señorita Rottenmeier hoy no tiene un buen día y no es siempre así. Puede que yo haya sido una inconsciente, que no haya sido responsable, pero ella no es quién para juzgarme. Todos cometemos errores; la diferencia está en querer solucionarlos o no, y yo soy de las que al menos intenta aprender de sus fallos y repararlos, pienso irritada. Y eso hace que todo mi cuerpo se tense al notar el ecógrafo en mi interior.
—Sin lugar a dudas, estás embarazada, África, y, por el tamaño, yo diría que estás más o menos de ocho semanas —me informa seriamente.
Pero esta vez su tono de voz no me afecta para nada, casi me suena como música celestial.
«¡Ocho semanas! —repito una y otra vez en mi cabeza—. Eso son casi dos meses; por lo tanto… ¡Juan es el padre!» Al darme cuenta de eso, es como si el cielo se abriera ante mí; todas mis angustias de estos días desaparecen, los miedos de perder a Juan se evaporan y mi cuerpo es arrullado por una alegría infinita.
—¡¿Juan, has oído eso, ocho semanas?! —le digo estirando mi mano para que venga a mi lado.
—Sí, Afri, lo he oído, ya te dije que todo estaba bien. Tenía un presentimiento, una corazonada —responde con entusiasmo y sus ojos reflejan inmensa satisfacción y felicidad.
Parece que este sentimiento ha invadido la atmósfera de la sala, pues hasta creo ver contentas a Torquemada y su súbdita, porque antes me miraban acusadoramente o tal vez mi percepción de los hechos ha cambiado y antes los nervios me nublaban la vista impidiéndome ver la realidad.
—¿Todo está bien, no? —dice Juan mirando la imagen que aparece en pantalla.
—Sí, en un principio no tiene por qué pasar nada, el bebé está bien. De todas formas, en la ecografía de las doce semanas, cuando realizaremos la prueba del pliegue nucal, veremos cómo va todo.
—¿No entiendo? ¿Me lo puede explicar mejor? —pregunta Juan.
—Sí; en esa prueba se detecta si el bebé puede tener síndrome de Down.
—¿Pero eso no tiene nada que ver con que yo haya tomado la píldora estando embarazada, no? —planteo alarmada.
—No, esa prueba se la hacemos a todas las embarazadas. Luego, a las veinte semanas, te haremos una eco de alta resolución y ahí veremos si todos los órganos funcionan correctamente... Podremos ver si el niño sufre cardiopatías, espina bífida, labio leporino... y descartar anomalías cromosómicas o genéticas. Pero, bueno, tampoco os quiero asustar; lo que debéis tener en cuenta ahora es que el bebé está bien. ¿Queréis escuchar su corazón?
—Sí, por favor —decimos los dos a la vez con las manos entrelazadas.
Oímos embelesados el trotar de nuestro pequeño caballito, y es un sonido fantástico y delicioso.
—¿Queréis tener la primera foto de vuestro bebé?
—Sí —acepta Juan con ilusión.
Veo cómo la máquina imprime una foto borrosa en la que no termino de ver nada, pero para mí es una de las imágenes más bonitas del mundo.
—¿Cuánto mide ahora? —dice Juan con fascinación observando la foto detenidamente.
—1,6 milímetros —le señala la ginecóloga.
—¡Es del tamaño de una habichuela! —suelto sorprendida.
—Más o menos sí. Ya te puedes vestir, África —me indica la enfermera.
Mientras lo hago, oigo cómo le da a Juan la siguiente cita y una serie de pautas, pero ya no la escucho, ahora sólo percibo el repiquetear del pequeño corazón que late a toda velocidad dentro de mí y la ilusión que eso me produce es indescriptible. Quién me iba a decir a mí que experimentaría todo esto. Y quién iba a pensar que la persona que sale por esta puerta es la misma que hace breves instantes entró hecha un manojo de nervios, de culpabilidad y de angustia. Ahora, sin embargo, ¡mírame! No quepo en mí de gozo. Y todo esto debo compartirlo con dos de las personas que más quiero, en quien más confío y que nunca me han juzgado: mis amigas, que siempre han estado ahí, diciéndome dónde y cuándo me equivocaba, pero sin impedir que tropezara, porque muchas veces, hasta que no tropezamos, no nos damos cuenta de dónde está la piedra que nos hace caer, y al caer aprendemos a levantarnos... solucionando nuestros problemas. Porque, si alguien nos quita la piedra del camino, si son otros los que nos solucionan los problemas, nunca terminamos aprendiendo.