Capítulo 1

 

 

 

 

Es indescriptible cómo tan sólo una llamada puede hacer que el suelo se tambalee bajo tus pies. No concibo lo que mis oídos acaban de escuchar y tengo que repetir una a una las palabras que me ha soltado África hace apenas dos segundos...: «Lola, tengo un problema: creo que estoy embarazada y no sé de quién es». Y, sin poder explicarlo, es como si cada una de ellas perforase mis tímpanos, llegando hasta el interior de mi cerebro. Es como si una bomba atómica hubiese aterrizado en mi cabeza y todo mi ser se desmenuzara en pedazos insignificantes, convirtiéndome en pequeños y diminutos trozos de carne desparramados por mi despacho, sin que nadie aprecie que están ahí, y sin apenas esquivarlos, pienso al colgar el teléfono lenta y pétreamente.

Y, mientras tengo esta lucha mental en mi cabeza, mi móvil vuelve sonar: es África de nuevo. Suspiro profundamente, cuento hasta diez para calmarme y descuelgo.

—¡Lola, estoy embarazada! —me anuncia con voz desgarrada antes de que pueda saludarla. No logro encontrar las palabras adecuadas, no sé qué decirle y mi silencio lo confirma—. Lola, ¿me estás escuchando?

—Sí —contesto inmóvil—. Lo siento, África, pero esto me sobrepasa —termino exclamando con impotencia.

—¡Lola! ¿Qué es lo que te sobrepasa? ¡No entiendo por qué te pones así! ¡Se supone que la que tiene el problema soy yo!

—Es difícil de explicar, África... y ahora no tengo ni tiempo ni ganas, y mucho menos fuerzas para contarte nada. Lo siento.

—¡Me estás poniendo de los nervios, Lola, y es lo que menos necesito! —me grita histérica—. Llamaba para oír tu consejo, porque en estos momentos necesitaba a una amiga, pero ya veo que no puedo contar contigo —suelta enfadada antes de colgar.

La estabilidad de todo tu mundo puede desvanecerse en un segundo y, antes de que te des cuenta, todo puede cambiar. Todo ese universo que conoces puede caer sobre ti llegando a asfixiarte, a ahogarte. Te quedas quieta, sin moverte, sin apenas respirar y pensando en cuál es la mejor opción que tienes para salir de entre los escombros, de tus propios escombros. Porque es lo que son, tremendas losas de hormigón provenientes del pasado, de una parte de tu vida que desearías que no existiera. En mi caso, la única salida que veo a todo este desastre es la huida, porque es el primer instinto que se me activa tras esa llamada. Nunca pensé que tendría que hablar sobre esto, y mucho menos con mis amigas —me digo a mí misma—. Y, sin embargo, mírame: estoy temblando y sólo por la mera idea de tener que sacar de lo más profundo de mi ser algo que creí enterrar hace mucho tiempo. Sé que no tengo fuerzas para hablar del tema, pero África es mi amiga y ahora me necesita. Así que, por un segundo, dejo a un lado mi propio sufrimiento y me armo de valor para llamarla. Oigo el tono, pero ella no me lo coge, y eso aún me hace sentir peor. Vuelvo a marcar su número y esta vez descuelga.

—¿Qué quieres, Lola? —dice entre la soberbia y la locura.

—Perdóname, África. No pretendía hacerte sentir así.

—Para no pretenderlo, lo has hecho bastante bien. No sé cómo voy a salir de ésta, Lola. ¿Qué voy a hacer? —Suspira pasando de la apatía a la desesperación.

—No sé qué decirte, de verdad. Me encantaría tener las palabras adecuadas en este momento, pero no las tengo, África, y eso me fastidia muchísimo. Lo único que se me ocurre ahora es que hables con Juan.

—¡No puedo hacer eso, Lola! —expresa entre sollozos.

—África, ¿dónde estás?

—En el trabajo.

—¿Estás sola?

—Sí.

—Llama a Sara. Que te pase a buscar y hablas con ella. Sara sabrá qué decirte.

—Déjalo, Lola. Ahora mismo no me apetece hablar con nadie. —Cuelga antes de que pueda añadir nada más.

Todo esto me ha dejado desconcertada, no logro ver cómo puedo ayudar a África e impedir que yo me hunda de nuevo. Tengo que conseguir mantenerme a cierta distancia, debo protegerme, no puedo naufragar en ese mar de aguas oscuras y heladas de nuevo, pienso mientras marco el número de Sara.

—Dime, Lola —responde risueña.

—Sara, África tiene un problema y yo no me veo capaz de ayudarla. Llámala, necesita tu ayuda —digo apesadumbrada pero con autoridad.

—¡Lola, me estás preocupando! ¿Qué es lo que le pasa? —En su tono de voz se advierte cierta angustia.

—África está embarazada, pero no le digas que te lo he contado. Déjala hablar, necesita desahogarse, que la escuchen, y a ti eso se te da muy bien.

—Pero eso no es malo, Lola. Sé que Juan se alegrará en cuanto lo sepa —comenta con ilusión.

—Sara, África no sabe quién es el padre.

—¿Cómo? —dice sorprendida.

—Oliver, ¿te acuerdas?

—Pero... ¿es que no pusieron medios?

—Por lo que se ve, no.

—¡No me lo puedo creer! ¿En qué demonios estaban pensando? —suelta perpleja.

—Seguro que en esto no, así que ya te puedes imaginar cómo está.

—¡Sí, claro! Pero ¿qué quieres que haga? No entiendo por qué me dices que tú no te ves capaz.

—Es una larga historia... y yo tengo que salir de viaje —miento—. África está en el trabajo; llámala, sácala de allí y llévatela a tu casa. Necesita tiempo para pensar y tú debes convencerla de que hable con Juan.

—Lola, no sé si voy a poder escaquearme del curro.

—Sara, está fatal, y yo no puedo ir, así que apáñatelas como quieras, pero no la dejes sola.

—Sabes que no me va a escuchar.

—Debes intentarlo —replico tajante.

—Está bien. Me invento cualquier excusa y la llamo. ¿A dónde te vas?

Me doy cuenta de que verdaderamente no tengo a dónde ir. Sé que no quiero estar aquí, que mis piernas quieren correr a toda velocidad y salir de estas losas que me impiden escapar, desaparecer por unos días lo más lejos posible. Debo pensar en mí, en mi pasado, en mi presente. Analizarlo todo con calma y confiar en que todo esto me salpique lo menos posible.

—A Italia. —Es el primer lugar que me viene a la mente—. Trabajo, ya sabes.

—Vale, Lola. Llamo a África y luego te cuento.

—Sobre todo no le digas que lo sabes —le recalco.

—Sí, tranquila. Ahora hablamos.

Cuelgo y empiezo a organizar mi viaje. «Sólo serán un par de días», pienso para mí. Necesito estar sola, e Italia me parece un buen destino.

—Carlos, necesito que llames al hotel de Verona y les avises de que voy para allá —le pido a mi ayudante por teléfono. Carlos me ayuda con la dirección del hotel cuando salgo de viaje, así que se podría decir que es el subdirector.

—¿Para cuándo? —me pregunta.

—Para hoy, si es posible. Mañana, a más tardar.

—Mañana tienes reunión con el encargado de seguridad y el responsable del departamento comercial.

—Sí, lo sé, cancélala. O, mejor, encárgate tú.

—Está bien. Ahora me pongo a ello.

—Gracias.

Me da pena ubicar a Carlos en otro hotel, pero no me queda otro remedio: Yago llega el lunes y es él quien ocupara ese puesto, medito mientras observo detenidamente mi despacho. Hace poco que lo reformé y me gusta cómo ha quedado. Mi mesa es inmensa; en un extremo está el ordenador y el resto de la misma queda libre para la montaña de papeles que siempre tengo en ella. A mi espalda hay una estantería y, al lado de ésta, un ventanal desde donde se divisa la zona exterior del hotel. Tengo una pequeña mesa de reuniones, de la que no hago mucho uso. Me gusta más sentarme en los sofás que hay en el rincón justo al lado del baño.

Suena el móvil, es África.

—Dime —le contesto intentando contener mi desazón.

—¿Se lo has contado a Sara, verdad? —me reprocha.

—No, ¿por qué? —miento haciéndome la loca.

—Me acaba de llamar, y me ha parecido mucha casualidad. Eso es todo.

—Yo no he hablado con ella. ¿Se lo has contado? —le pregunto.

—Sí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Viene a buscarme; pretende convencerme para que hable con Juan, igual que tú, pero me parece tan difícil… No lo va soportar y yo no voy a soportar perderlo. Ahora no —afirma con tristeza.

—Confía en él, África —le recomiendo intentando infundirle seguridad.

—Lola, me pongo en su lugar y no soy capaz de imaginarme cómo afrontaría una noticia así —contesta angustiada.

—Tú no eres Juan, África.

—Lo sé, pero él no se merece esto.

—¿Y qué vas a hacer? No tienes otra opción.

—No lo he pensado aún. Lo que sí sé es lo que voy a hacer esta noche. Le he dicho a Juan que quería celebrar que ya hace un mes que nos reconciliamos. Si no lo hago, sospechará que pasa algo, así que vamos a hacer una barbacoa en el ático. Te lo digo para que lo sepas, Sara también vendrá —me explica apesadumbrada.

—Yo no puedo, me voy a Italia.

—No lo sabía —me contesta perpleja.

—Ha sido un imprevisto, tengo que solucionar unos asuntos —me excuso.

—Lola, sé que intentas escabullirte de algo, pero no logro averiguar de qué se trata.

—Es complicado, África.

—Tú y tus complicaciones —reprocha con un suspiro—. ¿Dime de qué se trata?

—No me pidas eso, África. Sé que no entiendes nada, pero necesito tiempo para poder contároslo. No insistas, por favor —suplico.

—¡No me importaría irme contigo! —exclama sin fuerzas y saboreando esa idea.

—Lo sé, pero esta vez no va a poder ser. Tienes a Sara, ella te ayudará, y yo volveré en un par de días —le respondo alentándola.

—Está bien, tú ganas. Soluciona tus problemas y, cuando vuelvas, decidiremos qué hacer. Hasta entonces puedo esperar.

—Como quieras, África, pero yo no voy a cambiar de idea. Debes contárselo a Juan. —Justo en ese momento entra Carlos por la puerta—. Tengo que colgar, África. Ya hablaremos.

—Adiós, Lola.

Carlos ha entrado en el momento adecuado, la conversación estaba tomando un cariz que no me estaba gustando y empezaba a entristecerme.

—Dime, Carlos —le indico espantando mis pensamientos.

—Ya está todo organizado. He avisado al hotel de que llegarás esta noche. Éste es tu vuelo —me informa tendiéndome el billete de avión.

—Gracias, Carlos; me has quitado un peso de encima —respondo con una leve sonrisa.

—Sólo hago mi trabajo.

—Y lo haces muy bien. —Carlos me mira sorprendido; no es algo habitual que haga cumplidos, pero en estos momentos me acaba de indicar dónde está la salida de emergencia y necesito urgentemente atravesar esa puerta.

Veo cómo Carlos sale de mi despacho y pienso en lo raro que me resulta que no nos hayamos liado. No es un chico atractivo, pero hay algo en él que le hace interesante. Cuando lo contraté, ésa fue una de las razones por las que consiguió el puesto, pero luego me di cuenta de lo eficiente, perspicaz e inteligente que es y dejó de interesarme. No quise estropear la buena relación laboral que teníamos simplemente por un polvo de una noche. Porque eso es lo que hubiese significado para mí... cosa que no he podido hacer con Yago. No he podido resistirme a la tentación y eso ha complicado más las cosas. No dejo de pensar en lo difícil que va a ser cuando venga el lunes y comencemos a trabajar juntos. No sé cómo voy a conseguir separar la relación que tanto miedo me da empezar con él con la relación laboral que debo tener. Y eso me lleva a las siguientes preguntas: ¿realmente lo he trasladado porque siento algo que no he sentido desde hace mucho tiempo?, ¡¿algo por lo que estoy dispuesta a arriesgarme?!, ¿o es un mero capricho? Pensando en todo esto, recojo mis cosas; debo ir a casa y prepararme para la huida. Necesito escapar y centrarme en lo que está pasando a mi alrededor, necesito meditar detenidamente qué es lo que voy a hacer, cómo voy a afrontar todo esto y, a la vez, cómo puedo convencer a África de que debe hablar con Juan sin tener que compartir con ella mis miedos.

Llego a casa y me desplomo sobre el sofá, sujetándome la cabeza entre las manos. Aún estoy absorta por todo este caos... Primero, Yago; después, África, y ahora, la huida… No puedo evitar mirarme a mí misma sin apenas reconocerme. A lo largo de mi vida siempre he sabido cómo comportarme en cada situación. Con la gente que me rodea, en el trabajo, siempre soy la Lola fría, seria, disciplinada y sin escrúpulos. Luego hay otra Lola que surge con gran ferocidad cuando las cosas no le salen como ella quiere, cuando se siente ofendida, o amenazada, en los momentos que tiene que luchar con uñas y dientes por algo y que empuña su catana dispuesta a utilizarla en cualquier circunstancia. También está otra muy poderosa, aunque su poder es mucho más sutil, más sigiloso y sibilino, pero tan importante como cualquier otra, y ésa es manipuladora, astuta e incluso seductora, y siempre se sale con la suya cuando se lo propone. Y, por último, la Lola que a mí más me gusta, con la que más disfruto y en la que me permito mostrar un poco de la verdadera. Ésta es una diosa sexi, traviesa, divertida, sugerente y, sobre todo, despreocupada. Pero a esta otra Lola, a la que hoy veo, no la reconozco; hacía mucho que no veía su cara. Creí haberla desterrado de mi vida, pero al parecer estaba escondida en algún remoto lugar de mi subconsciente. Contemplo su imagen y se la ve asustada, atemorizada e insegura, acurrucada en un rincón y escondiendo su cabeza entre las piernas. ¿Y todo por qué? Por no poder controlar esta nueva situación, por no saber cómo enfrentarse a esto. Hace unas semanas sentí miedo por lo que Yago y yo íbamos a comenzar, a eso que se le llama una relación de pareja en serio, por su traslado. ¡Pero esto! Esto es algo que no hubiese sospechado jamás, algo que me veo incapaz de controlar. No hubiese esperado que el pasado llamase a mi puerta con puño de hierro y por eso es por lo que esta Lola se siente vulnerable. Después de reflexionar, me levanto del sofá, que se encuentra en el centro de mi gran salón. Delante de éste hay una mesa de centro y, enfrente, un pequeño tabique de la misma anchura que la tele. Esa pared separa la cocina del salón y deja ver parte de ella por ambos lados. Detrás del sofá, de un blanco impoluto, hay un espacio dedicado a la música y la lectura, con un diván de piel de cebra junto a la chimenea y, seguida de ésta, una estantería con libros, cedés y el aparato de música. Camino lentamente dejando a un lado la cocina y adentrándome en el pasillo donde se encuentran las habitaciones. Al fondo está la mía; al abrir la puerta, lo único que se ve es una enorme cama de color morado en el centro que destaca con el blanco sucio de las paredes, con un cabezal que es un tabique ovalado, salpicado con unas cuantas flores de los mismos tonos que el edredón y los cojines, en el que hay unas pequeñas repisas a ambos lados de la cama. Justo detrás de éste se encuentran el baño y el vestidor. Abro las puertas correderas del segundo y bajo una maleta de lo más alto de las estanterías; voy metiendo las cosas dentro sin darme cuenta siquiera de lo que cojo, sin pensar en lo que voy a hacer cuando llegue allí, y eso no es propio de mí. Pero en estos momentos no sé qué otra cosa puedo hacer. Así que doblo la ropa mecánicamente, busco un par de zapatos y cuatro cosas más. Voy al baño y arrastro con una mano todas las cremas y los productos de maquillaje que tengo sobre la balda, obligándolos a caer en el fondo del neceser. «Y ahora sólo me queda escapar, escabullirme de todo esto, y esperar a que todos mis fantasmas retrocedan. Deseo que, al poner distancia entre ellos y yo, desistan en la persecución y de esta forma consiga ahuyentarlos», reflexiono mientras cierro la puerta de casa tras de mí.