CAPÍTULO 19

Tengo lo que quería. Vuelvo a oír la llamada de las aguas, y con cada ejercicio voy dominando mejor las respuestas de mi cuerpo y de mi mente a esa llamada. Puedo provocar olas de extrañas formas y colores, y cambios en las corrientes profundas; fundir una parte de mi organismo con el líquido mientras la otra conserva la forma humana; comunicarle al lago cada cambio, por sutil que sea, en mi estado de ánimo. En los dos últimos días he hecho tantos progresos que el don ha llegado a formar parte de mí, y apenas consigo recordar cómo era mi vida cuando no lo dominaba. Es como si hubiese estado ahí desde el día en que nací, aunque yo no supiese verlo.

Y sin embargo, nunca me he sentido peor. Desde que atravesé el túnel de coral, ya no puedo engañarme a mí misma. Cometí la mayor estupidez que se puede cometer: hui de mis sentimientos, intenté protegerme de ellos haciendo daño a Edan, y lo he perdido para siempre.

Sé que, aunque no lo hubiera denunciado, se trataba de una historia imposible. Que yo reconozca ahora mis sentimientos no quiere decir que no lo vea como lo que es: un enemigo de Hydra, príncipe de Decia, hermano del rey Kadar. Y además de todo eso, un caballero de la orden del Desierto, que ha jurado renunciar al amor para servir a su país.

Él no intentó engañarme en ningún momento, ahora lo veo claro. Cuando le pregunté sobre sus lealtades, declaró rápidamente que estaba del lado de Decia. Y también me dijo varias veces que no estaba intentando flirtear conmigo. Sé que yo le afectaba de un modo que ni él mismo podía explicar, pero Edan no es alguien que se deje arrastrar por sus sentimientos. Está acostumbrado a dominarse a sí mismo… Entre nosotros no puede haber nada, y él lo sabe mejor que yo.

Justamente por eso es tan terrible lo que le he hecho. No tenía nada que temer, él no era una amenaza para mí. Edan nunca ha querido hacerme daño. Puede que deseara utilizarme de algún modo, pero no a costa de perjudicarme. Cuando me advirtió de que era más peligroso confiar en Ilse que en él, me estaba diciendo la verdad.

Y yo, a cambio de esa verdad, le traicioné. Desde entonces no he vuelto a saber nada de él. No puedo soportar la idea de que esté pudriéndose en una celda por mi culpa. Tal vez mi denuncia le haya hecho perder la confianza de esos contactos que le protegían. Seguramente, su posición ahora será más débil. A lo mejor no le han castigado de manera directa, pero sin duda habrán estrechado la vigilancia sobre él. ¿Y qué he ganado yo? Ahora sé lo que siento, pero eso solo me causa dolor y a Edan no le ayuda en nada.

Ayer a última hora, después de terminar los entrenamientos, me atreví a pedirle a Hader que me consiguiese un permiso para visitar a Edan en su mazmorra. Me miró como si hubiera perdido el juicio.

—¿A qué viene eso? Ahora que por fin están saliendo bien los entrenamientos, no creo que debas distraerte con esa clase de cosas. Olvídate del rehén, Kira. Ya no volverá a molestarte, así que no tienes ningún motivo para volver a pensar en él.

—Creo que me precipité al denunciarle. Es lo que sentí en el túnel de coral, y por eso quiero verle. Me dijiste que allí se conectaban la mente y el corazón. Es lo que me ocurrió a mí, y gracias a eso soy capaz de controlar mi don mejor que nunca. Por tanto, si quiero conservar ese control, creo que debería escuchar a mi corazón.

—¿Y tu corazón te pide que vayas a esa mazmorra?

—Sí. Me pide que escuche a Edan sin miedo, y que me disculpe con él por lo que le hice.

Hader torció el gesto, si bien asintió con la cabeza. Esta mañana, nada más llegar al gimnasio, me comunicó que había hecho la gestión que le pedí. Y lo más increíble es que ha dado resultado… Me han concedido un permiso para visitar a Edan en su celda.

Lo malo es que, sabiendo que le voy a ver, casi me arrepiento de haber dado este paso. ¿Qué voy a decirle? Cuando nuestros ojos se encuentren, ¿cómo voy a ser capaz de sostenerle la mirada? Me hará reproches. Me dirá cosas duras que preferiría no oír. ¿Y yo qué voy a contestarle? No puedo decirle la verdad. No puedo decirle: «Te denuncié porque me asusté de mis sentimientos hacia ti».

¿O sí puedo?

He estado practicando con Ode un ejercicio de natación con metamorfosis parcial de mi cuerpo. Ha sido delicioso, tanto que durante un par de horas he llegado a olvidarme de la cita que me espera. Ode estaba tan maravillado con mis avances como yo misma. Su entusiasmo es contagioso. Él entiende lo que significa la llamada del mar, la siente con tanta fuerza como yo. ¡Compartir una sensación así es increíble!

Edan, en cambio, nunca llegará a percibir siquiera que existe esa llamada. Son muchas más las cosas que nos separan que las que nos unen.

Cuando salgo de los vestuarios del gimnasio, después de terminar el entrenamiento, me encuentro con que Ode no se ha ido todavía.

—Estás muy guapa —dice en tono alegre—. Nunca te había visto tan elegante.

Enrojezco a mi pesar. Por la mañana elegí este vestido blanco y plata sabiendo que es el que más me favorece de todos los que me ha conseguido Lisa. Está copiado de un viejo modelo que la anterior dama de cristal luce en uno de los retratos de la galería del Consejo, y las perlas de los bordados son auténticas. Por la mañana me pareció buena idea ponérmelo: quería que Edan me viera con mi mejor aspecto. Ahora ya no estoy tan segura: tal vez piense que soy una presuntuosa, apareciendo en una mazmorra vestida como para un baile de gala.

—Mi padre me ha pedido que te acompañe —añade Ode en tono de disculpa—. Lo siento… Órdenes son órdenes.

No entiendo…

—¿Que me acompañes adónde?

—A la prisión. Has pedido entrevistarte con el rehén, ¿verdad? Mi padre no quiere que vayas sola. No te preocupes, no entraré en la celda. Te esperaré fuera. Mi padre es muy protector con las personas que le importan. Te lo digo por experiencia…, créeme, yo también tengo que sufrirlo.

Supongo que sería inútil intentar convencer a Ode de que desobedezca a su padre, así que no digo nada. Por otro lado, me está haciendo un favor. Yo no sé dónde están las dependencias de la prisión… Con Ode haciendo de guía, las encontraré mucho antes.

Salimos al parque arbolado y bordeamos el lago por el norte. Ode sabe perfectamente adónde se dirige. Vamos cambiando de un sendero a otro hasta que uno de ellos nos conduce a través de un arco enrejado. Hay dos hombres con uniformes negros y yelmos de plata montando guardia a ambos lados del arco. Son miembros de la guardia.

—No se puede pasar por aquí —dice el más viejo al vernos.

—La dama tiene permiso para visitar a un prisionero, y yo he recibido autorización para acompañarla.

Los dos hombres se miran. Es evidente que ya les han informado sobre nosotros.

—¿Esta muchacha es la dama de cristal? De acuerdo…, podéis pasar —dice el mayor inclinándose en una breve reverencia.

A un grito del guardia, alguien responde desde dentro con otro grito similar, y casi de inmediato la pesada reja de la entrada comienza a ascender. Al otro lado, nos encontramos con un húmedo vestíbulo iluminado por antorchas del que parten tres corredores.

—El del centro —nos dice el guardia—. Preguntad al llegar a la segunda puerta.

Se trata de un pasillo estrecho y mal ventilado. Las escasas antorchas que arden colgadas de la pared producen más humo que luz. La sensación de ahogo es casi insoportable…

El corredor se ensancha un poco antes de llegar a la segunda puerta. Ante ella nos encontramos a otro par de guardias. Estos no llevan yelmos, solo los uniformes negros.

Sin pedirnos explicaciones, nos abren la puerta con una pesada llave.

—El alcaide se encuentra en su despacho, al fondo —nos informa uno de ellos.

—No hemos venido a ver al alcaide, sino a uno de los presos —me apresuro a aclarar—. Es Edan, el rehén.

El individuo se encoge de hombros.

—Yo no sé nada. Tengo orden de indicaros el despacho del alcaide.

—Vamos —dice Ode al notar mi indecisión—. Querrá darnos algunas instrucciones para la entrevista.

Este pasillo es más ancho y está mejor iluminado que el anterior. La última puerta, adornada con clavos de plata, no tiene cerraduras ni rejas. Ode llama un par de veces con los nudillos.

—Adelante —nos dicen desde dentro.

Ode me cede el paso para que yo entre delante. El alcaide viene hacia nosotros con una cálida sonrisa y la mano tendida. Es un tipo elegante, con los cabellos grises recogidos en una coleta y una lujosa chaqueta de terciopelo de color berenjena.

—Me anunciaron vuestra visita, dama Kira —dice, después de saludar a Ode con una ligera inclinación de cabeza—. Es un honor para mí recibiros en mi humilde casa. He intentado convencerle hasta el último momento, pero vos sabéis cómo es ese hombre. No ha habido forma… De todas maneras, si vos queréis, le obligaremos a recibiros en su celda.

Le escucho paralizada, tratando de encontrarle un sentido a sus palabras. No es difícil de entender…, sino de aceptar.

—¿No… no quiere verme? —balbuceo.

—No se ha mostrado muy colaborador en los últimos días. Esta mañana, cuando le anuncié que vendríais, dijo que no deseaba veros. Le expliqué que sus deseos no importaban en este caso, y me advirtió de que, si entrabais en su celda, os ignoraría y no os dirigiría la palabra.

Me quedo mirando estúpidamente al alcaide, sin saber qué decir. Siento que Ode se sitúa a mi lado y me pone una mano en el hombro.

—¿Quieres seguir con esto, Kira? —me pregunta.

—Por nuestra parte, no hay ningún problema en que se celebre la entrevista —aclara el alcaide con viveza—. No es un preso violento, generalmente. E incluso en caso de que intentase agrediros, tengo hombres suficientes para garantizar vuestra seguridad. Podemos encadenarle las manos…

—No, no será necesario —le aseguro, horrorizada—. No quiero obligarle a hablar conmigo si él no lo desea. Simplemente decidle que estoy aquí… y que le suplico que me permita explicarme… Tal vez cambie de opinión.

El alcaide asiente con una meliflua sonrisa.

—No tenemos por costumbre suplicarles a nuestros presos… No obstante, le haré saber que estáis aquí y que insistís en verle. Si queréis acompañarme, incluso podréis decírselo vos misma.

Por supuesto que deseo acompañarle, más que nada en el mundo… Sin embargo, no tengo valor. Ya ha sido bastante duro oír de labios del alcaide que no desea verme… No sé si podría soportar oírlo de sus propios labios.

—No. Decidle que vengo a hacer las paces. Solo quiero pedirle perdón.

En los ojos del alcaide capto un brillo de curiosidad.

—Según tengo entendido, es él quien debería pediros perdón a vos por haberse colado en vuestra casa sin ser invitado. Sin duda, las cosas no son exactamente como a mí me las cuentan. Una prisión es un lugar muy complicado de gestionar, ¿sabéis? Especialmente en una ciudad tan especial como Argasi, y en medio de una guerra.

¿Está intentando excusarse por el desliz en la vigilancia que hizo posible la huida de Edan aquella noche? ¿Estará al tanto de sus fugas anteriores? Ignoro por qué, pero en sus últimas palabras creo percibir una advertencia.

Como no sé qué contestar, me limito a asentir tontamente.

—Solo quiero entender lo que pasó —digo para justificarme—. Pedidle que me reciba, os lo ruego.

—De acuerdo. Esperadme aquí.

El alcaide saluda con una reverencia perfectamente medida y se aleja por el corredor en dirección a la segunda puerta, dejándonos a Ode y a mí solos en su despacho.

Ode me mira preocupado.

—¿Estás bien? Te has puesto muy pálida. A lo mejor deberíamos irnos.

—No; quiero esperar.

Y aguardamos, en silencio. En las entrañas de la cárcel resuenan de cuando en cuando pasos, voces aisladas, alguna tos. Las voces parecen proceder de los guardias de la entrada. Ojalá pudiese captar la conversación entre Edan y el alcaide… Pero no. La celda de Edan debe de encontrarse lo bastante lejos de este despacho como para que no se oiga desde aquí nada de lo que dicen.

El hombre tarda una eternidad en regresar.

—Dice que perdéis el tiempo, que no quiere escucharos —anuncia fingiendo una tristeza que en realidad no siente—. También ha dicho otras muchas cosas, la mayor parte de ellas inadecuadas para los oídos de una dama.

—¿Le habéis dicho que quería hacer las paces? —insisto como una tonta—. ¿Que estoy arrepentida?

—Algo similar le expliqué, sí. También le dije que os habíais puesto muy elegante para visitarle, y que no estaba bien desairar a una dama que se ha tomado tantas molestias… No obstante, me cortó diciendo que no le interesaban en absoluto ni vuestro aspecto ni vuestras explicaciones. Dijo… ¿Cómo era? Dijo que se había equivocado con vos y que ya no volvería a equivocarse. Incluso se atrevió a amenazaros. Me pidió que os advirtiera de que no volvieseis a cruzaros en su camino si no queríais arrepentiros el resto de vuestra vida.

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