CAPÍTULO 13

No he dormido casi nada esta noche. Durante horas y horas estuve dando vueltas en la cama, incapaz de encontrar una postura que me permitiera relajarme. A veces me entraba un calor insoportable y echaba hacia atrás el cobertor de seda bordada. Al poco rato, me sentía agarrotada de frío y volvía a taparme hasta la nariz. La oscuridad se fue tiñendo de grises que poco a poco se dulcificaron hasta volverse rosas y malvas. La luz del amanecer es muy cálida aquí, mucho más que en la aldea.

Por fin había conseguido conciliar el sueño cuando Lisa entró a traerme el desayuno y a avisarme de que una carroza de palacio ya me estaba esperando para llevarme al entrenamiento. Mientras yo me frotaba los ojos, ella sirvió el té en una delicada taza de porcelana azul con adornos de ramas blancas.

Me obligué a comer un par de piezas de fruta, una porción de queso y algunas galletas saladas. No tenía apetito, pero sabía que necesitaba reponer fuerzas después de haberme saltado la cena de la víspera.

Lisa esperaba en la puerta a que yo terminase el desayuno. Parecía indecisa, como si quisiera decirme algo y no se atreviera.

—¿Algún problema, Lisa? —pregunté entre bocado y bocado.

Ella asintió con aire dubitativo.

—Veréis, dama Kira, todas las mañanas me levanto al amanecer para ayudar en la cocina a encender el fuego. Estaba bajando las escaleras de servicio cuando oí un ruido de pasos que se alejaban rápidamente. Me pareció que venían del patio. Estaba asustada, y volví a subir para llamar a Yul.

—¿Quién es Yul? —la interrumpí—. ¿Vive en esta casa?

Lisa me mira con aire de reproche.

—Es el mayordomo, señora. Como pasáis prácticamente todo el día fuera, no lo veis casi nunca, pero os aseguro que trabaja como el que más. Y es un hombre muy educado.

—De acuerdo, de acuerdo, pero no estábamos hablando de Yul, sino de esos pasos que oíste.

Lisa asintió.

—Es cierto. Desperté a Yul y le hice venir conmigo abajo para registrar el patio. No encontramos a nadie, claro. Fuese quien fuese el que estaba espiando, tuvo tiempo más que de sobra para irse.

—Quizá no hubiese nadie, Lisa. A veces los sentidos nos juegan malas pasadas. Lo más probable es que te equivocases.

—Yul no opina lo mismo, dama Kira —me interrumpió Lisa en tono ofendido—. Como os decía, estuvimos registrando el patio. Y vimos varias ramas de hiedra rotas en el muro que da al callejón de la Seda. Alguien había trepado por allí, está claro como el agua.

Edan. Pero no era posible que todavía estuviese en la casa a primera hora de la mañana. Yo le oí salir por la puerta principal pocos minutos después de que abandonara mi habitación, estoy segura. A no ser que regresase para añadir algo a lo que me había dicho por la noche y luego, por alguna razón, no se atreviese a entrar en mi cuarto…

—Yul me ha dicho que estará atento, por si esta noche se repite —me dijo Lisa—. Si queréis que le transmita alguna instrucción especial…

—No, ninguna. Dile solo que bastará con que eche un vistazo al jardín antes de acostarse.

No quería que Lisa notara mi preocupación por el rehén. Si Yul lo descubre en algún momento, lo denunciará. Probablemente es lo que se merece, pero aun así… preferiría evitarlo, si fuera posible.

La conversación con Lisa y el recuerdo de mi encuentro con Edan me estuvieron rondando durante el trayecto desde mi casa al palacio. Cuando la carroza tuvo que detenerse para dejar pasar a un carro cargado de rollos de brocado que se dirigía al bazar, mis pensamientos se desviaron por un momento de todos esos problemas para centrarse en Argasi. Vivo en esta ciudad y apenas la conozco todavía. Me gustaría tener tiempo para pasearme en barca por sus canales, o para visitar la alcaicería de la seda, o para detenerme a tomar un té bajo los árboles en alguna de las encantadoras plazas que he visto desde la carroza. Pero mi vida consiste en ir desde mi casa a los entrenamientos y desde los entrenamientos a mi casa. No habría nada más si no fuera por las «visitas nocturnas» que recibo.

Otra vez el rehén. Intenté alejarlo de mi mente, inútilmente: cuanto más me esfuerzo por olvidar lo que ha pasado entre nosotros, menos lo consigo. Por su culpa, hoy todo me está saliendo mal con Hader. Y eso que el entrenamiento, al principio, prometía…

Estamos trabajando con piedras preciosas. Hader me hace concentrarme en cada piedra y admirar sus características: el color, el brillo, la transparencia. Debo captar todas esas cualidades y transformarlas en un estado de ánimo que armonice con ellas. Una vez logrado esto, tengo que sumergirme hasta la cintura en la piscina de entrenamiento sin llegar a transformarme. El objetivo es transmitirle al agua mi estado de ánimo y lograr en ella la misma combinación de color, transparencia y brillo de la piedra original.

Esta mañana he repetido el ejercicio nueve veces. No ha salido bien ni una sola. Con la tercera piedra, una esmeralda de gran pureza, llegué a conseguir cierto tono verdoso en el agua, pero duró tan solo unos instantes. Es lo más parecido al éxito que he alcanzado en todas estas horas.

Durante la pausa para almorzar nos reunimos con Ode. Ha estado toda la mañana entrenando a los novicios de la hermandad de los Sueños, y tiene muchas anécdotas que contar. Según parece, hay una chica que, durante los ejercicios, siempre sueña cosas cómicas relacionadas con sus instructores. La pobre lo pasa muy mal cuando le obligan a dar detalles, porque da la impresión de que se esté burlando de sus maestros. Ode consigue que me ría con esas historias. Al menos durante un rato me olvido del fracaso de mis propios ejercicios. Desgraciadamente, una vez acabada la comida, Hader insiste en volver a practicar.

Su hijo, que se ha dado cuenta de lo cansada y nerviosa que me siento, le sugiere que me deje descansar esta tarde.

—Kira está agotada, padre, eso salta a la vista. Y tú sabes muy bien que cuando uno está muy cansado, es imposible entrenar. Solo conseguirás consumir las pocas fuerzas que aún le quedan. En cambio, si hoy descansa, seguro que mañana las cosas saldrán mejor.

Miro a Hader esperanzada, pero él menea lentamente la cabeza.

—Hoy no podemos saltarnos el entrenamiento de la tarde. La dama Ilse ha pedido asistir a la sesión en calidad de espectadora. No te lo he dicho antes para no ponerte nerviosa, Kira.

Se me hace un nudo en la boca del estómago.

—¿No podemos pedirle que lo deje para mañana? Hoy no he dormido bien. Ode tiene razón, si hoy logro descansar, seguro que mañana haré mejor los ejercicios.

—Yo también lo creo, pero a una dama del Triunvirato no se le puede decir que no. Sonaría a excusa, y te perjudicaría aún más que una mala demostración. Intenta hacerlo lo mejor que puedas, es lo único que puedo sugerirte. Esta mañana estuviste a punto de conseguirlo con la esmeralda. Repetiremos con ella. Puede que esta vez tengamos más suerte.

Volvemos al gimnasio, y Hader me hace sentarme sobre una alfombra decorada con motivos marinos para cerrar los ojos y alcanzar mediante el ritmo de las respiraciones un estado de mayor concentración. Lo hago bien al principio; no pienso más que en la entrada y la salida del aire en mis pulmones: uno, dos, tres…, uno, dos tres… A lo mejor Ilse no se presenta después de todo. Una dama del Triunvirato puede cambiar de opinión sin rendirle cuentas a nadie. Además, Hader comentó durante la comida que hay mucho revuelo en el Gran Consejo con las noticias que llegan desde Decia. Una flota de más de cien barcos ha partido de Puerto Isador con rumbo desconocido. Podría dirigirse hacia aquí. El Consejo va a lanzar una alerta general a todas las aldeas costeras. Se enviarán relevos cada ocho horas a las torres de vigilancia. La hermandad de la Videncia va a efectuar una inmersión especial esta misma semana para tratar de localizar la posición exacta de la flota enemiga. La guerra está a punto de recomenzar, se respira en el ambiente. Eso fue lo que dijo Hader…

Con esta situación, es muy probable que la dama Ilse lleve todo el día ocupada con asuntos más urgentes que el entrenamiento de una novicia.

—No estás concentrada —dice Hader, interrumpiendo mis pensamientos—. Deberías tomarte esto más en serio. No sé si eres consciente de lo que te estás jugando…, de lo que nos estamos jugando todos contigo.

—Lo intento, Hader, de verdad. Es que hoy no tengo un buen día, eso es todo. Si quieres volvemos a empezar…

—¿A empezar qué?

La dama Ilse está en el umbral del gimnasio, mirándonos con una grave sonrisa. Lleva puesta una túnica dorada con bordados de perlas, y los cabellos recogidos en una redecilla adornada con diminutas lágrimas de oro.

—Es un honor teneros aquí, Serenísima —dice Hader yendo al encuentro de nuestra ilustre visitante—. Hablábamos del entrenamiento. Kira ha hecho grandes progresos esta mañana, pero me temo que he forzado un poco el ritmo, y ahora está muy fatigada. No os extrañéis si las cosas no salen como esperáis…

—Mi querido amigo, estoy preparada para todo. ¿Dónde puedo sentarme?

Hader conduce a la dama hasta un banco de piedra situado frente a la piscina, mientras le explica detalladamente en qué consiste el ejercicio de las piedras preciosas.

—En homenaje a vuestra hermandad, tenía pensado intentar el ejercicio con algún objeto dorado. Sin embargo, el oro exige un dominio del don mayor que el que se necesita para captar las cualidades de otros minerales. Por eso, si no os parece mal, empezaremos la prueba con una esmeralda. Kira ha hecho una demostración espectacular esta mañana con la misma piedra.

Ilse observa con interés el rubor que, a mi pesar, se extiende por mis mejillas. Parece escéptica.

—Si la prueba ha salido tan bien esta mañana, no veo ninguna necesidad de repetirla. Intentemos algo distingo. La idea del oro es encantadora —añade, y con un gesto rápido y hábil, se desprende del pelo una de las cuentas de oro que adornan su tocado—. Toma, creo que esto servirá.

Hader no se atreve a decir nada. En lugar de eso, recoge la lágrima dorada con una profunda reverencia y me la entrega a mí. Su discurso para hacerme quedar bien se ha vuelto en contra de nosotros: ahora ni siquiera tendré la oportunidad de repetir el ejercicio en el que menos fallé esta mañana. Ilse me observa sonriente mientras me sitúo frente a las escaleras de la piscina con la pequeña joya en la mano. Tengo que ignorarla, tengo que centrarme en el brillo, el color y el peso de este trozo de metal. Porque es solo eso: un trozo de metal. ¿Qué estado de ánimo se supone que debe transmitirme? Ilse, como jefa suprema de la hermandad de la Videncia, debe de conocer muy bien las virtudes asociadas al oro. Pero yo no las conozco, no he leído nada sobre ellas. ¿Qué se supone que debo sentir para lograr que el agua refleje las cualidades del oro?

Lo intento; lo intento con todas mis fuerzas. Observo el oro y trato de llenarme por dentro de su esplendor amarillento. Me hace pensar en el sol cuando lo veía brillar en toda su majestuosidad sobre los acantilados, poco antes del crepúsculo. Era tan deslumbrante, que si lo mirabas de frente te hacía daño a la vista.

Mientras me sumerjo en el agua, sigo pensando en aquel sol. Y luego, poco a poco, lo voy reduciendo en mi pensamiento a una luminosa hoguera encendida en medio de la playa. Casi puedo sentir su calor al acercarme a ella. El agua me llega ya a la cintura. Está tibia, como si el sol la hubiese calentado. Abro los ojos y descubro que lo he conseguido: el agua me deslumbra. Es como si me estuviese bañando en oro líquido.

Si Edan pudiera verme en este momento…

El sueño que había conseguido tejer alrededor de la lágrima de oro se desploma como un edificio mal construido. ¿Por qué he tenido que pensar en él? Es un enemigo. Si viese lo que acabo de hacer, probablemente no le gustaría. Cuanto mayor sea mi poder, mayor será la amenaza para los barcos decios. Él lo sabe. No; diga lo que diga, es imposible que se alegre con mis éxitos.

Las miradas perplejas de Hader y de la dama Ilse me hacen comprender que algo se ha torcido. Miro al agua y casi se me escapa un grito de horror. Se ha vuelto negra, tan negra y espesa como la tinta.

Salgo del agua apresuradamente, pero la piscina no recupera su color natural de inmediato. Mientras me envuelvo en la toalla gris que Hader me ha tendido, le escucho hablar a media voz con Ilse. La dama parece agitada. Solo espero que no me diga nada. Sobre todo, que no me obligue a intentarlo de nuevo.

Entonces me hace un gesto para que me acerque. No, por favor; no tendría fuerzas para volver a intentarlo, me digo. Y balbuceo.

—Dama Ilse, lo… lo siento. No sé cómo ha podido pasar.

La dama me mira pensativa.

—Hay algo que te angustia, ¿verdad, muchacha?

—Yo… echo de menos a mi familia. La aldea… Esto es muy distinto de mi hogar.

No sé si mi explicación ha sonado convincente o no. La dama Ilse no deja de mirarme. Su expresión no es de enfado, sino de curiosidad.

—Hoy a medianoche te recibiré en mis aposentos —dice finalmente, levantándose—. No te retrases. Es importante que hablemos.

—Seremos puntuales, Serenísima —asegura mi maestro con viveza.

Pero la dama le sonríe de un modo distante.

—Creo que no me has entendido bien. Debe venir ella sola. Tú no estás invitado a nuestra pequeña reunión, Hader.

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