21
Ahogo
¿Qué quería decir con aquella frase? «Ella tenía la cara de un ángel». Sentía como si esas palabras se me hubieran quedado grabadas a fuego en el cerebro. Como si, en una fracción de segundo, Jake me hubiera desnudado y dejado temblorosa y totalmente expuesta. ¿Podría ser que hubiera adivinado mi secreto? ¿Sería esa su manera de hacer un chiste retorcido?
Entonces reaccioné y me dominó una furia repentina. Dejé de lado mis planes de estudiar la Revolución francesa y entré otra vez disparada para buscar a Jake. Crucé a toda prisa los pasillos desiertos, volví a la cafetería y repasé uno a uno los grupitos dispersos por las mesas. Pero no estaba allí. Sentí un espasmo de temor en el pecho. Sabía que la sensación iría en aumento si no hacía algo rápido. Tenía que localizar a Jake y preguntarle qué significaba aquello antes de que empezara la clase siguiente; de lo contrario, me corroería por dentro durante el resto del día.
Lo encontré junto a su taquilla.
—¿A qué viene esto? —le pregunté, encarándome con él y agitando el papel antes sus narices.
—¿Cómo dices?
—No tiene ninguna gracia.
—No lo pretendía.
—No estoy de humor para jueguecitos. Dime qué querías decir con esto.
—Hmm. Deduzco que no te gusta —dijo—. No te preocupes, podemos tirarlo. No hace falta acalorarse.
—¿En qué estabas pensando cuando lo escribiste?
—Me pareció que era un buen punto de partida, simplemente. —Se encogió de hombros—. ¿Te he ofendido o algo así?
Inspiré hondo para serenarme y me obligué a mí misma a recordar cómo había propuesto la señorita Castle aquel trabajo a la clase. Primero nos había hecho un breve resumen de la tradición del amor cortés y nos había leído varios poemas de Petrarca, así como algunos sonetos de Shakespeare. Se había referido a la idealización y al culto a la mujer a distancia. ¿Sería posible que Jake se hubiera atenido simplemente a esas referencias? Ahora mi furia se revolvió contra mí misma por haberme precipitado a sacar conclusiones.
—No me he ofendido —le dije, sintiéndome ridícula. La furia y el temor se habían extinguido tan deprisa como habían llegado. Yo no podía echarle la culpa a Jake simplemente porque se le hubiera ocurrido la palabra «ángel» para escribir un poema de amor. Me estaba poniendo paranoica con cualquier referencia al mundo celestial, pero lo más probable era que hubiera recurrido a aquella palabra con toda la inocencia. Ni siquiera era original: ¿cuántos poetas habían hecho comparaciones similares a lo largo de la historia?
—Está bien —añadí—. Lo trabajaremos más en clase. Perdona si me he puesto un poco loca.
—No pasa nada, todos tenemos días raros.
Me dedicó una sonrisa —esta vez normal, sin su expresión sardónica— y me tocó el brazo para tranquilizarme.
—Gracias, me parece guay tu actitud —le dije, tratando de imitar lo que Molly habría dicho en una situación parecida.
—Yo soy así —respondió.
Observé cómo se alejaba para reunirse con un grupito en el que estaban Alicia, Alexandra y Ben, de nuestra clase de literatura, además de otros chicos que iban con la corbata floja y el pelo desaliñado: estudiantes de música, supuse. Todos lo rodearon como devotos en cuanto se acercó y empezaron a charlar animadamente. Me alegró que ya hubiera encontrado un grupo y se hubiera integrado.
Me fui a mi taquilla, todavía con una sensación de incomodidad. No fue sino después de recoger mis libros, mientras esperaba a que Xavier viniera a buscarme, cuando me di cuenta de que sentía un cierto malestar físico. No era propiamente dolor, sino más bien como si me hubiera quemado un poco tomando el sol. Me picaba la piel del brazo, debajo del codo, justo donde me había tocado Jake. Pero ¿cómo era posible que su simple contacto me hubiera hecho daño? Solo me había puesto suavemente la mano en el brazo, y yo no había notado nada raro en el momento.
—Pareces abstraída —me dijo Xavier mientras nos íbamos juntos a la clase de francés. Me conocía muy bien, no se le escapaba nada.
—Solo estaba pensando en el baile —le respondí.
—¿Por eso tienes esa cara tan triste?
Decidí quitarme a Jake Thorn de la cabeza. El dolor del brazo probablemente no tenía nada que ver con él. Debía haberme arañado sin darme cuenta con la puerta de la taquilla o con el pupitre. Tenía que dejar de exagerar por todo.
—No estoy triste —dije a la ligera—. Esta es mi expresión pensativa. La verdad, Xavier… ¿aún no me conoces?
—Uf, qué fallo.
—Con eso no basta.
—Lo sé. Puedes aplicarme el castigo que creas conveniente.
—¿Te he dicho ya que he decidido qué apodo ponerte?
—No sabía que me estabas buscando uno.
—Bueno, pues he considerado el asunto seriamente.
—¿Y cuál ha sido la conclusión?
—Gallito —anuncié con orgullo.
Xavier hizo una mueca.
—Ni hablar.
—¿No te gusta? ¿Qué me dices de Abejorrito?
—Peor.
—¿Monito Peludo?
—¿No tendrás un poco de cianuro?
—Bueno, ya veo que hay gente muy difícil de contentar.
Nos cruzamos con un grupo de chicas que estaban absortas estudiando en una revista los vestidos de las famosas y me acordé de la otra noticia que quería contarle.
—¿Te he dicho ya que Ivy me está haciendo el vestido? Espero que no le dé demasiados quebraderos de cabeza.
—¿Para qué están las hermanas, si no?
—¡Me pone tan contenta que vayamos juntos! —Suspiré—. Va a ser perfecto.
—¿Tú estás contenta? —susurró—. Pues imagínate yo, que voy a ir con un ángel.
—¡Chist! —Le tapé la boca con la mano—. Acuérdate de lo que le prometiste a Gabe.
—Calma, Beth. Nadie tiene oído supersónico por aquí. —Me dio un besito en la mejilla—. Y la fiesta va a ser fantástica. Cuéntame cómo será el vestido.
Fruncí los labios y me negué a revelarle ningún detalle.
—¡Va, venga!
—No. Tendrás que esperar hasta la gran noche.
—¿No puedo saber al menos el color?
—No, no, no.
—Qué crueles llegáis a ser las mujeres.
—Xavier…
—¿Sí, cielo?
—Si te lo pidiera, ¿me escribirías un poema?
Me miró con aire burlón.
—¿Estamos hablando de un poema de amor?
—Supongo.
—Bueno, no puedo decir que sea mi fuerte, pero tendré algo para ti a última hora.
—Tampoco hace falta —dije, riendo—. Era solo una pregunta.
Siempre me asombraba su deseo de complacerme. ¿Habría algo que no estuviera dispuesto a hacer si se lo pedía?
Xavier y yo teníamos que dar aquel día en clase una conferencia en francés y habíamos decidido hacerla sobre París, la ciudad del amor. A decir verdad, no habíamos investigado mucho; Gabriel nos había facilitado toda la información. Ni siquiera habíamos tenido que abrir un libro o una página de Internet.
Fue Xavier el que empezó cuando nos llamó la señora Collins, y me fijé en que las demás chicas lo miraban atentamente. Traté de ponerme en su lugar: tener que mirarlo anhelante desde lejos sin llegar a conocerlo nunca… Contemplé su piel ligeramente bronceada, sus fascinantes ojos aguamarina, su media sonrisa, sus brazos musculosos y los mechones de color castaño claro que le caían sobre la frente. Seguía llevando su crucifijo de plata colgado del cuello con un cordón de cuero. En fin, era impresionante. Y era todo mío.
Estaba tan arrobada admirándolo que ni siquiera advertí que había llegado mi turno. Xavier carraspeó para devolverme a la realidad y yo me apresuré a exponer mi parte, hablando de las vistas románticas y de la maravillosa cocina que ofrecía París. Mientras hablaba, me di cuenta de que en vez de mirar al resto de la clase para tratar de interesarlos, no hacía otra cosa que lanzarle miradas de soslayo a Xavier. Estaba visto que no podía quitarle los ojos de encima ni un minuto.
Cuando concluí, Xavier me levantó en brazos por los aires en un gesto espontáneo.
—Arg, ¿por qué no os buscáis una habitación? —clamó Taylah—. C’est trés… repugnante.
—Bueno, ya está bien —dijo la señora Collins, separándonos.
—Disculpe —dijo Xavier con una sonrisa contrita—. Solo pretendíamos hacer la presentación lo más auténtica posible.
La señora Collins nos miró airada, pero el resto de la clase estalló en carcajadas.
La noticia de nuestra actuación corrió como la pólvora y Molly no dejó pasar la primera oportunidad para refregármelo.
—Así que Xavier y tú estáis del todo colados el uno por el otro —me dijo con envidia.
—Sí. —Procuré reprimir la sonrisa que me salía sin querer cuando pensaba en él.
—Todavía no puedo creer que estés con Xavier Woods —dijo, menando la cabeza—. O sea, no me entiendas mal. Tú eres espectacular y tal, pero las chicas le han ido detrás durante meses sin que él moviera una ceja. La gente ya creía que nunca superaría lo de Emily. Y de pronto, apareces tú…
—Yo tampoco me lo puedo creer a veces —dije con modestia.
—Reconoce que resulta bastante romántica su manera de cuidarte, como un caballero con su reluciente armadura. —Molly soltó un suspiro—. Ojalá algún chico me tratara así.
—Tú tienes a un montón de tipos chalados por ti —le dije—. Te siguen a todas partes como perritos falderos.
—Sí, ya. Pero no es lo mismo que lo vuestro —repuso—. Vosotros sí parecéis conectados. Los demás solo quieren una cosa. —Hizo una pausa—. Bueno, seguro que tú y Xavier os montaréis vuestro rollito y tal, pero da la impresión de que hay algo más.
—¿Qué rollito? —repetí, intrigada.
—Ya me entiendes. En la cama. —Soltó una risita—. No tiene que darte vergüenza decírmelo, yo también lo he hecho prácticamente… Bueno, casi.
—No estoy avergonzada. Y no nos hemos montado nada.
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Me estás diciendo que tú y Xavier…?
—¡Chist! —Agité las manos para que bajase el tono mientras los de la mesa de al lado se volvían a mirarnos—. ¡No, claro que no!
—Perdona. Me has sorprendido. En fin, yo pensaba que habríais… Pero otras cosas sí, ¿no?
—Claro. Vamos de paseo, nos cogemos de la mano, compartimos el almuerzo…
—¡Por el amor de Dios, Beth! ¿De dónde sales? —refunfuñó—. ¿Tengo que deletreártelo todo? —Entornó los ojos—. Un momento… ¿se la has visto alguna vez?
—¿El qué? —estallé.
—Ya me entiendes —dijo con énfasis—. ¡Eso!
Se señaló la zona de la ingle hasta que comprendí a qué se refería.
—¡Oh! —exclamé—. Yo no haría una cosa así.
—Bueno, ¿él no te ha insinuado que quiere más?
—¡No! —repliqué, indignada—. A Xavier no le interesan ese tipo de cosas.
—Eso dicen todos al principio —dijo Molly cínicamente—. Tú dale tiempo. Por fantástico que sea Xavier, todos los chicos quieren lo mismo.
—¿De veras?
—Claro, cariño. —Me dio unas palmaditas en el brazo—. Deberías estar preparada.
Me quedé callada. Si en algún tema confiaba en su opinión era en cuestión de chicos; en ese terreno no se podía negar que estaba bien cualificada: había tenido experiencia suficiente para saber de qué hablaba. Me sentí repentinamente incómoda. Yo había dado por supuesto que a Xavier no le importaba mi incapacidad para satisfacer todos los aspectos de nuestra relación. Al fin y al cabo, nunca había sacado el tema ni había insinuado que figurase entre sus expectativas. Pero ¿cabía la posibilidad de que me ocultase sus verdaderos deseos? Que nunca hablara de ello no significaba que no lo tuviera en la cabeza. Él me amaba porque yo era diferente, pero los seres humanos tenían aun así ciertas necesidades… algunas de las cuales no podían dejarse de lado indefinidamente.
—Ay, Dios mío, ¿has visto al nuevo? —me dijo Molly, interrumpiendo mis pensamientos. Levanté la vista. Jake Thorn acababa de pasar por nuestro lado. Sin mirarme siquiera, cruzó toda la cafetería y fue a sentarse a la cabecera de una mesa de unos quince alumnos mayores, que lo miraban con una extraña mezcla de adoración y respeto.
—No ha perdido el tiempo para reclutar amigos —le comenté a Molly.
—¿Te sorprende? Ese tipo está muy bueno.
—¿Tú crees?
—Sí, en un estilo oscuro y siniestro. Podría ser modelo con esa cara.
Todos los admiradores de Jake tenían un aire similar: cercos oscuros bajo los ojos y cierta tendencia a bajar la cabeza y rehuir la mirada de cualquiera ajeno a su grupo. Observé cómo los contemplaba Jake, con una sonrisa satisfecha en la cara, como un gato con un plato de leche.
—Está en mi clase de literatura —dije, sin darle importancia.
—¡Oh, Dios! Qué suerte la tuya —gimió Molly—. Bueno, ¿y cómo es? A mí me parece un rebelde.
—Es bastante inteligente, de hecho.
—Maldita sea. —Hizo un mohín—. Esos nunca van por mí. A mí solo me tocan los musculitos descerebrados. Pero bueno, por probar no se pierde nada.
—No creo que sea buena idea —comenté.
—Eso es fácil de decir teniendo a Xavier Woods —replicó Molly.
Nos interrumpió un grito desgarrador procedente de las cocinas, seguido de un ruido de pasos precipitados y voces despavoridas. Los que estaban en la cafetería se miraron inquietos y algunos se levantaron titubeando para investigar. Uno de ellos, Simon Laurence, se quedó petrificado en la entrada de la cocina. Se llevó una mano a la boca y dio media vuelta, completamente lívido, como si estuviera a punto de vomitar.
—Eh, ¿qué ha pasado?
Molly agarró del brazo a Simon cuando pasó por nuestro lado.
—Una de las cocineras —farfulló—. Se le ha volcado una freidora y le ha quemado las piernas de mala manera. Acaban de llamar a una ambulancia.
Se alejó tambaleante.
Yo bajé la vista a mi plato y traté de concentrarme para enviar hacia la cocina energía curativa, o al menos para mitigar el dolor. Era más efectivo si veía a la persona herida o podía tocarla, pero habría levantado sospechas entrando en la cocina y seguro que me habrían sacado de allí antes de poder acercarme a la cocinera. Me quedé en mi sitio, pues, y traté de hacer todo lo posible. Pero algo fallaba: no conseguía canalizar bien la energía. Cada vez que lo intentaba, sentía que algo la bloqueaba y la hacía rebotar. Era como si otra fuerza interceptara la mía como un muro de hormigón y la devolviera hacia mí. Tal vez estaba cansada, simplemente. Me concentré aún más, pero solo sirvió para tropezarme con una resistencia más fuerte.
—Hmm, Beth… ¿qué te pasa? Parece como si estuvieras estreñida —me soltó Molly, arrancándome de mi trance.
Sacudí la cabeza y le dirigí una sonrisa forzada.
—Es que hace calor aquí.
—Sí, vamos. Tampoco podemos hacer gran cosa —dijo, apartando su silla y poniéndose de pie.
La seguí en silencio hacia la salida.
Al pasar junto a la mesa de Jake y de sus nuevos amigos, él levantó la vista y me clavó sus ojos oscuros. Durante una fracción de segundo, sentí que me ahogaba en sus profundidades.