10
Rebelde
Desentenderme de la invitación de Xavier resultó más fácil de lo previsto, porque él no vino al colegio durante toda la semana. Tras una discreta indagación, supe que se había ido a un campamento de remo. Libre del peligro de tropezarme con él, me sentí más relajada. No sabía si habría tenido el valor de suspender la cita de haberlo tenido delante, mirándome con aquellos ojos azules. De hecho, no sabía si habría sido capaz de decirle gran cosa, en vista de la torpeza que había demostrado a la hora de charlar con él.
Durante los almuerzos, me sentaba con Molly y sus amigas en el claustro y escuchaba sin interés la letanía interminable de quejas que desgranaban sobre el colegio, los chicos y los padres. Sus conversaciones seguían siempre la misma pauta y a mí me daba la sensación de saberme cada frase de memoria. Aquel día, el baile de promoción era el tema estrella; nada sorprendente tampoco.
—¡Ay, Dios, he de decidir tantas cosas! —dijo Molly, estirándose como una gata sobre el asfalto. Sus amigas se hallaban desparramadas alrededor: algunas en los bancos de madera, con las faldas arremangadas para aprovechar los efectos de aquel sol de principios de primavera. Yo permanecía a su lado con las piernas cruzadas, estirándome la falda recatadamente para taparme las rodillas.
—¡Uf, y que lo digas! —asintió Megan Judd, acomodando la cabeza en el regazo de Hayley y alzándose también la blusa para que le diera el sol en la barriga—. Anoche empecé la lista.
Sin incorporarse, abrió su diario escolar, donde tenía pegadas un montón de etiquetas de marcas de ropa.
—Escucha —prosiguió, leyendo una página con la esquina doblada—. Pedir hora para la manicura francesa, buscar unos zapatos sexis, comprarme un bolsito, decidir qué joyas me pongo, encontrar el peinado de alguna celebridad para copiarlo, decidirme por un spray bronceador: Hawaian Sunset o Champagne, reservar una limusina. Y la lista todavía continúa…
—Se te ha olvidado lo más importante —dijo Hayley—. Encontrar el vestido.
Las demás se echaron a reír ante semejante descuido.
A mí me dejaba perpleja que se empeñaran en analizar con tanto detalle una fiesta que aún quedaba tan lejos, pero me abstuve de comentarlo. No creía que les hubiera gustado.
—Va a salir carísimo —suspiró Taylah—. Me parece que acabaré pasándome del presupuesto y gastándome hasta el último dólar que me he sacado trabajando en esa panadería tan cutre.
—Yo soy rica —dijo Molly, orgullosa—. Llevo ahorrando todo lo que he ganado en la farmacia desde el año pasado.
—A mí me lo van a pagar todo mis padres —alardeó Megan—. Están dispuestos a correr con todos los gastos si apruebo los exámenes. Incluso un autobús de fiesta, si queremos.
Las demás la miraron impresionadas.
—Pues arréglatelas como sea para no cagarla en ningún examen —le dijo Molly.
—Bueno, tampoco le pidas milagros —comentó Hayley, riendo.
—¿Alguien tiene pareja ya? —preguntó otra.
Unas pocas levantaron el dedo; las que mantenían relaciones estables no debían preocuparse. Todas las demás seguían aguardando con desesperación a que alguien se lo pidiera.
—Me gustaría saber si Gabriel piensa ir —musitó Molly, volviéndose hacia mí—. Todos los profesores están invitados.
—No sé —dije—. Él más bien rehúye estas cosas.
—Deberías pedírselo a Ryan —sugirió Hayley—. Antes de que se lo lleve otra.
—Sí, los buenos desaparecen enseguida —asintió Taylah.
Molly pareció ofendida.
—No puedes saltarte la norma, Hayley —dijo—. Es el chico el que ha de pedírtelo.
Taylah soltó un bufido.
—Pues buena suerte.
—A veces pareces idiota, Molly. —Hayley suspiró—. Ryan mide uno ochenta, está cachas, es rubio y juega a lacrosse. No será una lumbrera, pero, vaya, no sé a qué estás esperando.
—Quiero que me lo pida él —dijo Molly con un mohín.
—Quizá sea tímido —apuntó Megan.
—Uf, ¿tú lo has mirado bien? —Taylah puso los ojos en blanco—. No creo que sea un tipo con problemas de autoestima.
A continuación se desarrolló un debate sobre si era mejor un vestido largo o un modelito de cóctel. La conversación se había vuelto tan banal que me entraron unas ganas urgentes de escapar. Musité como excusa que tenía que comprobar en la biblioteca si había llegado un libro.
—Arggg, Bethie, las únicas que andan por la biblioteca son las pringadas —dijo Taylah—. Podría verte alguien.
—Y pensar —gimió Megan— que hemos de pasarnos allí la quinta hora para acabar ese absurdo trabajo de investigación…
—¿De qué has dicho que iba? —preguntó Hayley—. Algo de política en Oriente Medio, ¿no?
—¿Dónde está Oriente Medio? —quiso saber una chica llamada Zoe, que siempre llevaba su pelo rubio amontonado en lo alto de la cabeza como una corona.
—Es una región situada cerca del Golfo Pérsico —dije—. Abarca todo el sudoeste de Asia.
—No creo, Bethie. —Taylah se echó a reír—. Todo el mundo sabe que Oriente Medio está en África.
Me habría gustado irme con Ivy, pero ella estaba ocupada en el pueblo. Se había unido al equipo parroquial y ya andaba reclutando gente. Había mandado hacer insignias para promocionar el mercadillo y también panfletos sobre las injustas condiciones de trabajo en el Tercer Mundo. La fama de su belleza estaba contribuyendo a aumentar la recaudación del grupo parroquial. Los jóvenes del pueblo acudían a comprarle insignias a montones con la esperanza de que les diera su número o al menos una palmadita de agradecimiento. Ivy se había propuesto defender a la Madre Tierra en Venus Cove y propugnaba un regreso a la naturaleza. En fin, algo así como una filosofía ecologista: comida orgánica, espíritu comunitario y el poder del mundo natural sobre todas las cosas materiales.
Como no podía recurrir a su compañía, me encaminé hacia el departamento de música para ver si encontraba a Gabriel.
El ala de música se encontraba en la parte más antigua del colegio. Del vestíbulo principal me llegaba un rumor de cánticos y empujé las pesadas puertas de madera. Era un espacio enorme, con techos altos y retratos de ceñudos directores alineados a lo largo de las paredes. Gabriel se encontraba frente a un atril dirigiendo la coral de tercer curso. Todas las corales habían adquirido popularidad desde su llegada; de hecho, había tantas nuevas incorporaciones femeninas en la coral de último año que habían de ensayar en el auditórium.
Gabriel les estaba enseñando a los de tercero sus himnos favoritos para cuatro voces, acompañado al piano por la delegada de música, Lucy McCrae. Mi entrada interrumpió el canto. Gabriel se volvió para ver a qué se debía aquella distracción y, al hacerlo, la luz de una vidriera iluminó su pelo dorado de tal modo que casi me pareció en llamas por un instante.
Lo saludé con una seña y escuché al coro mientras reanudaba su canto.
Aquí estoy, Señor. ¿Acaso soy yo, Señor?
Te he oído llamar en medio de la noche.
Iré yo, Señor, si Tú me guías.
Llevaré a tu pueblo en el corazón.
Aunque algunos desafinaban y el piano casi no se oía, la pureza de las voces resultaba arrebatadora. Me quedé hasta que sonó la campana marcando el final del almuerzo. Salí de allí con la sensación de haber recibido un oportuno recordatorio de lo que importaba de verdad.
Los siguientes días se deslizaron borrosamente uno tras otro. Cuando quise darme cuenta, ya era viernes y había concluido una semana más. Los participantes en el campamento de remo, según oí decir, habían regresado después del almuerzo, pero no había visto ni rastro de ellos y supuse que se habrían vuelto directamente a casa. Me pregunté si Xavier habría deducido que yo había perdido el interés en vista de que no había tenido noticias mías. ¿O estaría esperando aún mi llamada? Me molestaba que aguardase en vano, pero ahora ni siquiera tendría la oportunidad de verlo y explicárselo.
Cuando fui a recoger mis cosas, vi que habían metido un pequeño rollo de papel en la ranura de mi taquilla. Cayó al suelo en cuanto abrí la puerta. Lo desenrollé y leí el mensaje, escrito con una letra redondeada y juvenil.
SI CAMBIAS DE OPINIÓN, ESTARÉ EL SÁBADO
EN EL CINE MERCURY A LAS 9.
Lo leí varias veces. Incluso con un simple pedazo de papel, Xavier se las arreglaba para ejercer en mí el mismo efecto mareante. Sujeté su nota tan delicadamente como si fuera una antigua reliquia. No se desanimaba fácilmente, lo cual me gustaba. «Así que esto —pensé— es lo que se siente cuando te persigue un chico». Me daban ganas de dar saltos de alegría, pero conseguí mantener la calma. No obstante, aún seguía sonriendo cuando me encontré con Gabriel e Ivy. No conseguía adoptar una expresión de serenidad, aunque fuese fingida.
—Pareces muy satisfecha de ti misma —dijo Ivy al verme.
—He sacado buena nota en el examen de francés —mentí.
—¿Es que creías que ibas a suspender?
—No, pero siempre es agradable ver lo negro sobre blanco.
Me sorprendía descubrir lo fácil que me resultaba mentir. Cada vez me salía mejor, lo cual no era nada bueno.
Gabriel parecía contento con mi cambio de humor. No se me escapaba que se había sentido culpable en los últimos días. Él no soportaba ver a nadie afligido, y mucho menos por su causa. No lo culpaba por su severidad. Difícilmente podría echarle en cara que no fuera capaz de identificarse con lo que me sucedía. Él estaba centrado en supervisar nuestra misión y yo ni siquiera podía imaginarme la tensión que ello debía suponerle. Ivy y yo dependíamos totalmente de él, y los poderes del Reino confiaban en su sabiduría. No dejaba de ser comprensible que quisiera evitarse complicaciones, y eso era justamente lo que Gabriel temía que pudiera acarrear mi contacto con Xavier.
En todo caso, la euforia que me había provocado el mensaje de este me duró el resto de la tarde. El sábado, sin embargo, me encontré otra vez debatiéndome sobre lo que debía hacer. Tenía unas ganas locas de ver a Xavier, pero era consciente de que se trataba de un impulso temerario y egoísta. Gabriel e Ivy eran mi familia y ellos confiaban en mí. No podía dar a propósito ningún paso que pudiese poner en peligro su posición.
La mañana del sábado discurrió sin novedades. Hice algunos recados y llevé a Phantom a correr por la playa. Cuando llegué a casa a primera hora de la tarde, empecé a ponerme nerviosa. Logré disimular mi agitación durante la cena. Después, Ivy nos obsequió con algunas canciones acompañada a la guitarra por Gabriel, que tenía una vieja acústica. La voz melodiosa de Ivy le habría arrancado lágrimas a un criminal redomado. Y cada nota que tocaba Gabriel tenía una suavidad inigualable.
Hacia las ocho y media subí a mi habitación y vacié mi armario para ordenarlo. Por mucho que me esforzara, las ideas relacionadas con Xavier se abrían paso en mi mente con el ímpetu de un tren acelerado. A las nueve menos cinco, ya solo podía pensar en él esperándome en la calle mientras los minutos desfilaban de modo exasperante. Visualicé el momento en el que comprendería que no iba a presentarme. En mi imaginación, lo vi encogerse de hombros, salir del cine y seguir con su vida. El dolor que me provocó esa idea resultó excesivo; y antes de que pudiera pensármelo, había tomado ya mi bolso y abierto las puertas del balcón, y me encontraba deslizándome por la espaldera de la pared hacia el jardín. Me dominaba un deseo ardiente de ver a Xavier, aunque fuera sin hablar con él.
Me deslicé a tientas por la calle oscura, doblé a la izquierda y seguí adelante, directamente hacia las luces del pueblo. Algunas personas que circulaban en coche se volvieron a mirarme: una chica pálida y de aire fantasmal, corriendo calle abajo con el pelo ondeando al viento. Me pareció ver a la señora Henderson atisbando entre las persianas de su salón, pero fue solo una impresión y ni siquiera volví a pensar en ella.
Tardé como diez minutos en encontrar el cine Mercury. Pasé por delante de un café llamado The Fat Cat, que parecía atestado de jóvenes estudiantes. La música de una máquina sonaba a todo volumen y los chicos, tirados por los sofás, bebían batidos y compartían cuencos de nachos. Algunos bailaban enloquecidos sobre las baldosas ajedrezadas. También pasé por The Terrace, uno de los restaurantes de lujo del pueblo, situado en la planta baja de un antiguo hotel victoriano. Las mejores mesas estaban en el balcón que discurría a lo largo de la fachada, y en cada una destellaban las velas de un candelabro. Dejé atrás la nueva panadería francesa y el súper donde había conocido a Alice y Phantom unas semanas atrás. Cuando llegué al cine Mercury, iba a tal velocidad que me pasé de largo y tuve que volver sobre mis pasos al darme cuenta de que la calle terminaba bruscamente.
El cine era de los años cincuenta y había sido remodelado hacía poco respetando el estilo de la época. Estaba lleno de objetos retro. El linóleo del suelo era blanco y negro; los sofás, de vinilo anaranjado oscuro con patas cromadas; las lámparas parecían platillos volantes. Me vi un instante en el espejo que había detrás del puesto de golosinas. Respiraba agitadamente por la excitación y se me veía aturdida de tanto correr.
El vestíbulo estaba desierto cuando llegué y no se veía a nadie en la cafetería. Los carteles anunciaban un ciclo de Hitchcock. Ya debía de haber empezado la película. Xavier habría entrado solo o se habría ido a casa.
Oí carraspear a alguien a mi espalda de un modo exagerado, tal como suele hacerse para llamar la atención. Me volví.
—No resulta guay llegar tarde si te pierdes la peli.
Xavier llevaba puesta su habitual sonrisa irónica, unos pantalones cortos azul marino y un polo de color crema.
—No puedo —dije, jadeante—. He venido solo para decírtelo.
—Para eso no hacía falta venir corriendo hasta aquí. Podías haberme llamado.
Tenía una mirada juguetona. Me devané los sesos para encontrar una respuesta que no me hiciera parecer del todo ridícula. Mi primer impulso fue decirle que había perdido su número, pero no quería mentirle.
—Bueno, ya que estás aquí —prosiguió—, ¿qué tal un café?
—¿Y la película?
—La puedo ver otro día.
—Bueno, pero solo un rato. Nadie sabe que he salido —le confesé.
—Hay un sitio a dos calles, si no te importa caminar un poco.
El café se llamaba Sweethearts. Xavier me puso la mano en la espalda para hacerme pasar y yo sentí que me llegaba el calor de su palma. Noté también un extraño hormigueo hasta que comprendí que había puesto la mano justo en el punto donde se unían mis alas cuidadosamente plegadas. Me apresuré a apartarme con una risita nerviosa.
—Eres una chica extraña —dijo, divertido.
Me alegró que pidiera un reservado, porque yo prefería estar a cubierto de miradas indiscretas. Ya habíamos llamado un poco la atención al bajar por la calle juntos. En el interior del café reconocí varias caras del colegio, pero eran alumnos que no conocía personalmente y no tuve que saludarlos. A Xavier sí lo vi haciendo gestos de saludo a derecha e izquierda antes de sentarnos. ¿Serían amigos suyos? Me pregunté si nuestra salida se convertiría el lunes en la comidilla del colegio.
El local era acogedor y yo empecé a sentirme más relajada. Había una iluminación amortiguada y las paredes estaban cubiertas de carteles de películas antiguas. En la mesa había postales de anuncio con la obra de pintores locales. La carta incluía batidos variados, café, pasteles y copas de helado. Apareció una camarera con zapatillas en blanco y negro. Yo pedí chocolate caliente y Xavier un café con leche. La camarera lo miró con una sonrisa coqueta mientras tomaba nota.
—Espero que te guste el sitio —dijo Xavier cuando ella se hubo marchado—. Suelo venir aquí después de entrenar.
—Es bonito —dije—. ¿Te entrenas mucho?
—Dos tardes y la mayoría de los fines de semana. ¿Y tú? ¿Te has apuntado a alguna actividad?
—Todavía no. Me lo estoy pensando.
Xavier asintió.
—Estas cosas llevan su tiempo. —Cruzó cómodamente los brazos y se arrellanó en su asiento—. Bueno, cuéntame de ti.
Era la pregunta que me había temido.
—¿Qué quieres saber? —dije con cautela.
—En primer lugar, por qué habéis elegido Venus Cove. No es que sea un lugar muy llamativo, que digamos.
—Precisamente por eso —dije—. Digamos que nos hemos decidido por otro estilo de vida. Estábamos cansados de gente sofisticada y queríamos instalarnos en un sitio tranquilo. —Sabía que aquella respuesta resultaría aceptable; no faltaban familias que se habían trasladado allí por motivos similares—. Ahora te toca contar a ti.
Supuse que se habría dado cuenta de que yo quería evitarme más preguntas, pero no importaba. A Xavier le gustaba charlar, no hacía falta que lo animaran. A diferencia de mí, se mostraba muy abierto y no tenía reparos en dar información personal. Me contó anécdotas de su familia e incluso me ofreció la versión abreviada de la historia de los Woods.
—Somos seis hermanos; yo, el segundo. Mis padres son médicos: mamá ejerce como médico de cabecera en el pueblo y papá es anestesista. Mi hermana mayor, Claire, ha seguido los pasos de mis padres y ya está en segundo año de medicina. Vive en la universidad, pero viene a casa cada fin de semana. Acaba de prometerse con su novio, Luke; llevan cuatro años juntos. Luego vienen mis tres hermanas menores: Nicola tiene quince; Jasmine, ocho; y Madeline está a punto de cumplir los seis. El más pequeño es Michael, de cuatro años. ¿Ya he conseguido aburrirte?
—No, es fascinante. Sigue —lo animé. Me intrigaba conocer los detalles personales de una familia humana normal y quería escuchar más. ¿Acaso me daba envidia su vida?, me pregunté.
—Bueno, he ido a Bryce Hamilton desde el jardín de infancia. Mi madre se empeñó en que fuera a un colegio católico. Es una persona conservadora. Lleva con mi padre desde los quince años. ¿Te imaginas? Prácticamente han crecido juntos.
—Deben de tener una relación muy estrecha.
—Bueno también han pasado sus altibajos, pero nunca ha sucedido nada que no hayan sido capaces de superar.
—Suena como una familia muy unida.
—Sí, es verdad, aunque mamá puede resultar un poquito demasiado protectora.
Me imaginé que sus padres debían tener grandes aspiraciones para su hijo mayor.
—¿Tú también estudiarás medicina?
—Seguramente —dijo, encogiéndose de hombros.
—No pareces muy entusiasmado.
—Bueno, me interesó el diseño durante un tiempo, pero digamos que la idea no recibió grandes apoyos.
—¿Y eso?
—No se considera una carrera seria, ¿entiendes? La perspectiva de invertir tanto dinero en mi educación para verme convertido al final en un parado no entusiasmaba a mis padres.
—¿Y qué me dices de lo que tú quieres?
—A veces los padres saben lo que es mejor para ti.
Daba la impresión de aceptar de buen talante las decisiones de sus padres y se le veía dispuesto a dejarse guiar por las esperanzas que habían depositado en él. Su vida parecía planeada de antemano y no me lo imaginaba desviándose de esa ruta prefijada. En ese sentido me identificaba con él: mi experiencia humana se producía con unas directrices y unos límites estrictos, y cualquier intento de apartarme de mi camino no sería contemplado con benevolencia. Por suerte para Xavier, sus errores no despertarían la ira del Cielo. Al contrario, pasarían a formar parte de su experiencia.
Cuando ya casi teníamos vacías nuestras tazas, Xavier decidió que nos hacía falta una «inyección de glucosa» y pidió un pastel de chocolate: una ración que nos sirvieron con arándanos y nata montada en un plato blanco enorme, acompañado de dos cucharitas. A pesar de que me animó a «lanzarme», yo me limité a tomar pedacitos del borde con toda delicadeza. Cuando terminamos, se empeñó en pagar la cuenta y pareció ofenderse al ver que pretendía poner mi parte. La rechazó con un gesto y dejó al salir un billete en una jarra para las propinas (el rótulo decía: BUEN KARMA).
Solo cuando estuvimos fuera me di cuenta de la hora.
—Ya sé que es tarde —dijo Xavier, descifrando mi expresión—. Pero ¿qué tal un paseo? Aún no quiero llevarte a casa.
—Ya estoy metida en un grave aprieto.
—En ese caso, no vendrá de diez minutos.
Era consciente de que debía dar por terminada la velada; Ivy y Gabriel se habrían dado cuenta ya de mi ausencia y estarían preocupados. Y no es que no me importara, pero no soportaba la idea de separarme de Xavier ni un momento antes de lo necesario. Mientras estaba con él, me sentía henchida de una felicidad arrolladora que hacía que el resto del mundo se difuminara y no pasara de ser más que un ruido de fondo. Era como si los dos estuviéramos encerrados en una burbuja privada; nada que no fuera un terremoto podría pincharla.
Deseaba que la noche se prolongase eternamente.
Caminamos hacia el mar. Cuando llegamos al final de la calle, vimos que estaban montando en el paseo marítimo un parque de atracciones itinerante: un recurso muy popular para la gente con críos, que necesitaban airearse después de todo el invierno encerrados. Había una noria balanceándose al viento y vimos los autos de choque esparcidos por la pista. Un castillo hinchable amarillo relucía a la media luz.
—Echemos un vistazo —propuso Xavier con entusiasmo infantil.
—No creo que esté abierto siquiera —dije—. No nos dejarán entrar. —El parque de atracciones tenía un aire desvencijado que más bien me echaba para atrás—. Además, ya casi ha oscurecido del todo.
—¿Y tu espíritu de aventura? Podemos saltar la valla.
—No me importa echar un vistazo, pero no pienso saltar ninguna valla.
Resultó que no había ninguna valla y entramos directamente. Tampoco había mucho que ver, solo varios hombres tensando cuerdas y moviendo maquinaria. No nos hicieron ni caso. Sentada en los escalones de una caravana, vimos a una mujer fumando; llevaba un vistoso vestido y unos brazaletes hasta el codo que tintineaban sin parar. Tenía profundas arrugas alrededor de los ojos y la boca, y su pelo oscuro empezaba a encanecer en las sienes.
—Ah, jóvenes enamorados —dijo al vernos—. Lo siento, chicos. Aún lo tenemos cerrado.
—Lo siento —dijo Xavier con educación—. Ya nos vamos.
La mujer dio una larga calada a su cigarrillo.
—¿Os gustaría que os echara la buenaventura? —nos propuso con voz áspera—. Ya que estáis aquí.
—¿Es usted vidente? —le pregunté. No sabía si mostrarme escéptica o intrigada. Era cierto que algunos humanos poseían una percepción especial y que podían tener premoniciones, por así llamarlas, aunque la cosa no pasaba de ahí. Algunos eran capaces de ver espíritus o de detectar su presencia, pero el término «vidente» me resultaba un poco exagerado.
—Por supuesto —respondió la mujer—. Ángela la Mensajera, para serviros. —Su nombre me desconcertó; se parecía demasiado a «ángel» para no resultar inquietante—. Venga, no os voy a cobrar —añadió—. A ver si se anima un poco la noche.
El interior de la caravana apestaba a comida rápida. Había velas parpadeando en una mesita y tapices con flecos colgados de las paredes. Ángela nos indicó que nos sentáramos.
—Tú primero —le dijo a Xavier, tomándole la mano y estudiándola atentamente. Por la expresión de él, estaba claro que se lo tomaba más bien a broma—. Bueno, tienes la línea del corazón curvada, lo cual quiere decir que eres un romántico —comenzó la mujer—. La línea de la cabeza corta significa que eres directo y no te andas con rodeos. Percibo en ti una poderosa energía azul que indica que tienes algo heroico en la sangre, pero también que estás destinado a sufrir un gran dolor. De qué tipo, no estoy segura. Pero debes prepararte porque no está muy lejos.
Xavier fingió que se lo tomaba en serio.
—Gracias —le dijo—. Ha sido muy perspicaz. Te toca, Beth.
—No, yo prefiero pasar —murmuré.
—No hay que temer al futuro, sino enfrentarlo —dijo Ángela, y su manera de decirlo resultaba casi un desafío.
Extendí la mano de mala gana para que me la leyera. Aunque tenía los dedos ásperos y callosos, su contacto no resultaba desagradable. En cuanto abrí la palma, ella pareció erguirse ligeramente.
—Lo veo todo blanco —dijo con los ojos cerrados, como si estuviera en trance—. Percibo una felicidad indescriptible. —Abrió los ojos—. Tienes un aura increíble. Déjame ver las líneas. Aquí tenemos una línea del corazón continua, lo cual sugiere que solo amarás una vez en tu vida… Y luego, veamos… ¡Dios mío!
Me extendió más los dedos para tensar la piel.
—¿Qué? —pregunté, alarmada.
—¡Tu línea de la vida! —exclamó la mujer con unos ojos como platos—. Nunca había visto nada igual.
—¿Qué pasa con mi línea de la vida? —pregunté, ansiosa.
—Querida… —Su voz se convirtió en un susurro—. No tienes.
Volvimos a pie en silencio a buscar el coche de Xavier.
—Qué raro, ¿no? —dijo por fin mientras me abría la puerta.
—Desde luego —asentí, fingiendo despreocupación—. Pero bueno, ¿quién cree en videntes?
Xavier acababa de sacarse el permiso y el coche —un descapotable azul restaurado del 56— había sido su regalo de Navidades. Metió la llave y puso primera antes de manipular el dial de la radio para sintonizar una emisora. Con tono melifluo, el locutor daba en ese momento la bienvenida a los oyentes del programa, que se llamaba Jazz de noche. Percibí un aroma agradable: una combinación del cuero de los asientos y de una fragancia fresca que tal vez fuera la de su colonia.
Yo solo había subido a nuestro jeep hasta entonces, de manera que no estaba preparada para el rugido de aquel motor antiguo y me aferré instintivamente al asiento en cuanto arrancamos. Xavier me echó un vistazo, alzando las cejas.
—¿Vas bien?
—¿Este coche es seguro?
—¿Me tomas por un mal conductor? —preguntó en plan socarrón.
—Confío en ti —respondí—. Pero no si sé tanto en los coches.
—Si te preocupa la seguridad, harías bien en seguir mi ejemplo y ponerte el cinturón.
—¿El qué?
Xavier meneó la cabeza con incredulidad.
—Me preocupas —murmuró.
—¿Vas a tener problemas? —me preguntó cuando paramos delante de Byron. Vi que habían dejado encendida la luz del porche, lo cual quería decir que habían advertido mi escapada.
—Me tiene sin cuidado, la verdad —contesté—. Me lo he pasado bien.
—Yo también. —La luz de la luna centelleó en la cruz que llevaba al cuello.
—Xavier… —dije, titubeando—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—Bueno, me pregunto… ¿por qué me has pedido que saliera esta noche contigo? Es que Molly me habló… bueno, de…
—¿Emily? —Suspiró—. ¿Qué pasa con ella? —Apareció un matiz defensivo en su tono—. La gente no puede dejar de hablar, ¿verdad? Es lo que pasa en los pueblos pequeños. Se pirran por cualquier cotilleo.
No me atrevía a mirarle a los ojos. Me daba la sensación de haber cruzado una frontera, pero ya no podía echarme atrás.
—Me explicó que nunca has querido salir con ninguna otra chica. O sea que siento cierta curiosidad… ¿Por qué yo?
—Emily no era solo mi novia —dijo Xavier—. Era mi mejor amiga. Nos entendíamos de una manera difícil de explicar y nunca podré reemplazarla. Pero cuando te conocí… —Su voz se apagó.
—¿Me parezco a ella? —pregunté.
Él se echó a reír.
—No, para nada. Pero cuando estoy contigo tengo la misma sensación que tenía con ella.
—¿Qué clase de sensación?
—A veces conoces a una persona y se produce automáticamente un clic: te sientes a gusto con ella, como si la hubieras conocido toda tu vida y no tuvieras que fingir ni hacerte pasar por lo que no eres.
—¿Tú crees que a Emily le importaría —pregunté—, quiero decir, que te sintieras así conmigo?
Xavier sonrió.
—Esté donde esté, Em querría que yo fuera feliz.
Yo sabía muy bien dónde estaba, pero deseché la idea de compartir esa información con él por ahora. Bastante fuerte resultaba ya que no supiera para qué servía el cinturón de seguridad y que no tuviera línea de la vida en la mano. Me pareció que ya había habido suficientes sorpresas por una noche.
Permanecimos en silencio unos minutos. Ninguno de los dos quería romper el hechizo del momento.
—¿Tú crees en Dios? —pregunté al fin.
—Eres la primera persona que me lo pregunta —dijo Xavier—. La mayoría de la gente ve la religión como un modo de distinguirse y de parecer original.
—¿Y tú?
—Yo creo en un poder superior, en una energía espiritual. Creo que la vida es demasiado compleja para ser solo un accidente, ¿no estás de acuerdo?
—Completamente —respondí.
Me bajé aquella noche del coche de Xavier con la certeza de que el mundo tal como lo conocía había cambiado de modo irrevocable. Mientras subía las escaleras de la puerta principal no pensaba en el sermón que me esperaba, sino en cuánto tiempo habría de pasar para volver a verlo. Había un montón de cosas de las que quería hablar con él.