16

Lazos familiares

El anuncio de que Xavier iba a tener el honor de ser nuestro primer invitado a cenar despertó mis suspicacias. No pude evitar preguntarme cuál sería el motivo oculto tras aquella invitación. Hasta ahora, la actitud de Gabriel respecto a Xavier había oscilado entre el desdén y la indiferencia.

—¿Por qué vas a invitarlo? —le pregunté.

—¿Y por qué no? —replicó—. Ahora ya sabe quiénes somos, así que no veo qué mal podría hacer. Además, hay ciertas normas básicas que debemos establecer.

—¿Como por ejemplo?

—La importancia de la confidencialidad, para empezar.

—No conoces a Xavier. Es tan capaz de irse de la lengua como yo —le dije. Capté la ironía que encerraban mis palabras en cuanto las pronuncié.

—Lo cual no sirve para inspirar mucha confianza, ¿no te parece? —comentó.

—No te preocupes, Bethany, solo queremos conocerlo —me dijo Ivy, dándome una palmadita maternal. Luego miró a Gabriel con toda la intención—. Nos conviene que se sienta cómodo. Si vamos a confiar en él, tiene que poder confiar en nosotros.

—¿Y si está ocupado esta noche? —objeté.

—No lo sabremos si no se lo preguntas —replicó Gabriel.

—Ni siquiera conservo su número.

Gabriel fue al armario del pasillo, volvió con una gruesa guía telefónica y la tiró sin contemplaciones sobre la mesa.

—Seguro que figura ahí —dijo con irritación.

Era evidente que no iba a dejarse disuadir, así que no discutí más y salí a regañadientes para hacer la llamada. El único gesto de protesta que me permití fue subir los peldaños tan ruidosamente como pude. Nunca había llamado a casa de Xavier y respondió una voz desconocida.

—Hola, habla Claire.

Una voz llena de aplomo y de educación. Yo había acariciado secretamente la esperanza de que no atendiera nadie. Me daba la impresión de que si algo podía echar para atrás a Xavier era una velada con mi extravagante familia. Consideré la posibilidad de colgar y decirle a Gabriel que no conseguía comunicarme, pero me daba cuenta de que era poco práctica: adivinaría que le estaba mintiendo y me obligaría a llamar de nuevo. O peor aún: se empeñaría en llamar él mismo.

—Hola, soy Bethany Church —dije con una vocecita tan tímida que apenas reconocí—. ¿Podría hablar con Xavier?

—Claro —respondió la chica—. Voy a buscarlo. —Oí cómo dejaba el auricular y luego su voz resonando por la casa—. ¡Xavier, al teléfono! —Me llegaron unos ruidos amortiguados y voces de niños riñendo. Finalmente, oí unos pasos y la voz soñolienta de Xavier reverberó en el auricular.

—Hola, soy Xavier.

—Hola, soy yo.

—Hola, yo. —Alzó un poco la voz—. ¿Va todo bien?

—Bueno, depende de cómo lo mires —respondí.

—¿Qué ha pasado? —Ahora sonaba muy serio.

—Mi familia sabe que lo sabes. Ni siquiera he tenido que decírselo yo.

—Jo, qué rapidez. ¿Cómo se lo han tomado?

—No muy bien —reconocí—. Pero después Gabriel se ha reunido con el Cónclave y…

—Perdón… ¿con qué?

—Es un consejo de autoridades. Demasiado complicado para explicártelo ahora mismo, pero se le consulta siempre que las cosas, hum, se desvían de su curso.

—Ya… ¿y cuál ha sido el resultado?

—Bueno… nada.

—¿Qué significa «nada»?

—Han dicho que por ahora las cosas pueden quedarse como están.

—¿Y lo nuestro? ¿Qué pasa con eso?

—Al parecer, estoy autorizada a seguir viéndote.

—Ah, entonces son buenas noticias, ¿no?

—Creo que sí, pero no estoy segura. Escucha, Gabriel actúa de un modo extraño: quiere que vengas esta noche a cenar.

—Bueno, suena bien.

Permanecí en silencio, sin compartir su optimismo.

—Tranquila, me las arreglaré.

—No estoy tan segura de que yo pueda.

—Lo superaremos juntos —me dijo Xavier—. ¿A qué hora quieres que vaya?

—¿A las siete está bien?

—Sin problemas. Nos vemos entonces.

—Xavier… —musité, mordiéndome una uña—. Estoy preocupada. Esto va a ser como la prueba de fuego. ¿Qué pasa si sale mal? ¿Y si tiene malas noticias para nosotros? ¿Tú crees que serán malas?

—No, no lo creo. Y deja de ponerte nerviosa. Por favor. Hazlo por mí.

—Vale. Perdona. Es que toda nuestra relación parece pender de un hilo, y hasta ahora han sido clementes, sí, pero esta cena podría ser decisiva, y no entiendo por qué Gabe…

—Ay, madre —gimió Xavier—. ¿Has visto lo que has conseguido? Ahora me estoy poniendo nervioso yo.

—Ni se te ocurra. ¡Tú eres el tranquilo!

Se echó a reír y me di cuenta de que había simulado su nerviosismo para convencerme. No estaba nada preocupado.

—Tú relájate. Ve a bañarte o tómate una copa de coñac.

—Vale.

—Lo segundo iba en broma. Los dos sabemos que no aguantas las bebidas fuertes.

—Te veo muy tranquilo.

—Porque lo estoy. Beth. ¿La serenidad no debería ser, bueno, cosa tuya? Te preocupas demasiado. En serio, irá todo bien. Incluso me arreglaré para impresionarles.

—No, ¡ven como vas siempre! —grité, pero él ya había colgado.

Se presentó a la hora en punto, con un traje gris claro a rayas y una corbata roja de seda. Algo había hecho con su pelo para que no le bailara todo el rato ni le cayera sobre la cara. Traía bajo el brazo un ramo de rosas amarillas de tallo largo, envuelto en celofán verde y atado con rafia. Tuve que mirarlo dos veces cuando abrí la puerta. Él sonrió al ver mi cara.

—¿Me he pasado? —preguntó.

—¡No, estás impresionante! —le dije, complacida por el esfuerzo que había hecho. Pero enseguida se me nubló la expresión.

—¿Por qué pareces tan aterrorizada entonces? —Me hizo un guiño, lleno de confianza—. Los voy a encandilar.

—Sobre todo no hagas bromas. No las captan.

Me había entrado canguelo y me temblaban las rodillas.

—Está bien, nada de bromas. ¿He de ofrecerme para bendecir la mesa?

No tuve más remedio que reírme, no pude evitarlo.

Aunque yo tenía que ejercer de anfitriona y hacerlo pasar a la sala de estar, nos entretuvimos en la puerta como conspiradores. No sabía lo que iba a depararnos la velada y, por instinto, me inclinaba a postergar el comienzo todo lo posible. Además, yo solo sentía en aquel momento que Xavier era mío y que nos teníamos el uno al otro; lo demás no importaba. A lo mejor se había engalanado más de la cuenta para una cena improvisada, pero lo cierto era que tenía un aspecto muy llamativo con sus hombros musculosos, sus insondables ojos azules y todo el pelo echado hacia atrás. Era mi héroe de cuento de hadas. Y como correspondía con semejante héroe, yo sabía sin lugar a dudas que no se daría a la fuga si las cosas se ponían feas. Xavier se mantendría firme, y cualquier decisión que tomara se basaría en su propio criterio. Al menos con eso podía contar.

Ivy adoptó el papel de anfitriona con toda naturalidad. Le encantaron las flores y se pasó toda la cena dándole conversación a Xavier y haciendo lo posible para que se sintiera a gusto. La severidad no acababa de cuadrar con su carácter y el corazón se le ablandaba en cuanto llegaba a la conclusión de que una persona era sincera. La sinceridad de Xavier era auténtica; y había sido eso justamente lo que le había granjeado su popularidad y proporcionado el puesto de delegado del colegio. Gabriel, por su parte, lo observaba con recelo.

Mi hermana se había esforzado de veras con el menú. Había preparado una sopa aromática de patata y puerros, seguida de trucha al horno y de una bandeja de verduras asadas. Yo sabía que había crema catalana de postre, porque había visto las tarrinas en la nevera. Ivy incluso había enviado a Gabe a comprar un soplete de cocina para caramelizar la capa de azúcar de encima. Y por si fuera poco, había puesto la mesa con todos los objetos de plata y la vajilla de porcelana. Había vino en un escanciador —un vino con sabor a bayas— y agua mineral con gas en una jarra de vidrio.

Las velas iluminaban nuestros rostros con su cálido resplandor. Al principio comíamos en silencio y la tensión era palpable. Ivy oscilaba con la mirada de Xavier a mí y sonreía demasiado, mientras que Gabriel se ensañaba furiosamente con la comida, como si las patatas que tenía en el plato fuesen la cabeza de Xavier.

—Una cena estupenda —dijo al final Xavier, aflojándose la corbata y con las mejillas encendidas por el vino.

—Gracias. —Ivy le dedicó una sonrisa radiante—. No estaba segura de si te gustaría.

—No soy muy complicado en cuestión de gustos, pero esto era superior —dijo, ganándose otra sonrisa.

Por mi parte, yo seguía tratando de descifrar el objetivo de aquella cena tan poco ortodoxa. Gabriel sin duda se proponía algo más que alternar socialmente. ¿Estaba tratando de captar la personalidad de Xavier? ¿Acaso no se fiaba de él? No acababa de verlo claro, y Gabriel, aparte de un par de comentarios, apenas nos había dirigido la palabra.

Al final, hasta la pobre Ivy se quedó sin recursos y la conversación se extinguió del todo. Atisbé a Xavier mirando fijamente su plato, como si las verduras que se había dejado fueran a revelarle los misterios del universo. Intenté darle un toque a Ivy con el pie por debajo de la mesa, para que siguiera animando la charla, pero le di sin querer a Xavier en la espinilla. Él se sobresaltó y dio un respingo en su silla, y poco le faltó para derramar su copa de vino. Retiré el pie con una sonrisita contrita y me quedé inmóvil.

—Y dime, Xavier —preguntó Ivy, dejando el tenedor, aunque todavía tenía el plato lleno—, ¿qué clase de cosas te interesan?

Él tragó saliva, incómodo.

—Hmm… bueno, lo típico. —Carraspeó—. Los deportes, el colegio, la música…

—¿Qué deportes practicas? —preguntó Ivy, con un interés más bien exagerado.

—Waterpolo, rugby, béisbol, fútbol —recitó Xavier de un tirón.

—Es muy bueno —añadí, servicial—. Deberías verlo jugar. Es el capitán del equipo de waterpolo. Y también es el delegado del colegio… aunque eso ya lo sabes.

Ivy decidió cambiar de tema.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en Venus Cove?

—Toda mi vida. No he vivido en ningún otro sitio.

—¿Tienes hermanos?

—Somos seis en total.

—Me imagino que debe de ser divertido formar parte de una gran familia.

—A veces —asintió Xavier—. Otras, es solo ruidoso. Nunca dispones de mucha privacidad.

Gabriel eligió aquel momento para interrumpir con muy poco tacto.

—Hablando de privacidad, creo que has hecho hace poco un interesante descubrimiento…

—Interesante no es la palabra que yo usaría —repuso Xavier, a quien aquella pregunta repentina no le había pillado para nada con la guardia baja.

—¿Qué palabra emplearías?

—Pues… algo así como alucinante.

—Más allá de como quieras describirlo, hemos de dejar claras algunas cosas.

—No pienso contárselo a nadie, si es eso lo que le inquieta —contestó Xavier en el acto—. Deseo proteger a Beth tanto como usted.

—Bethany tiene una elevada opinión de ti —dijo Gabriel—. Espero que su afecto no sea inmerecido.

—Solo puedo decir que Beth es muy importante para mí y que me propongo cuidar de ella.

—En el lugar de donde venimos, la gente no es juzgada por sus palabras —afirmó Gabriel.

Xavier se quedó tan pancho.

—Entonces tendrá que esperar y juzgarme por mis actos.

Aunque Gabriel no hizo ningún intento de aligerar la tensión, advertí por su mirada que le había sorprendido el aplomo de Xavier. No se había dejado intimidar y su mejor armadura era su franqueza. Cualquiera podía apreciar que Xavier se guiaba por su propia ética, cosa que tenía que inspirarle admiración incluso a Gabe.

—Ya ve, tenemos una cosa vital en común —prosiguió Xavier—. Los dos amamos a Beth.

Un espeso silencio se adueñó del comedor. Ni Gabriel ni Ivy se esperaban una declaración semejante y se quedaron pasmados. Quizás habían subestimado para sus adentros la intensidad de los sentimientos de Xavier por mí. Ni siquiera yo misma podía creer que hubiera dicho aquellas palabras en voz alta. Hice un esfuerzo para mantener la compostura y seguir comiendo en silencio, pero no pude evitar que se me iluminara la cara con una sonrisa y alargué el brazo hasta el otro lado de la mesa para estrecharle a Xavier la mano. Gabriel miró para otro lado con toda intención, pero yo todavía se la estreché con más fuerza. El verbo «amar» reverberaba en mi cerebro, como si alguien lo hubiera conjugado a gritos por un altavoz. Él me amaba. A Xavier Woods le tenía sin cuidado que fuese pálida como un fantasma, que apenas comprendiera cómo funcionaba el mundo y que tuviese tendencia a soltar plumas blancas. Aun así me quería. Me amaba. Me sentí tan feliz que, si Xavier no me hubiera tenido sujeta de la mano, habría empezado a flotar por los aires.

—En ese caso, podemos pasar rápidamente al segundo punto de la noche —dijo Gabriel, ahora inesperadamente incómodo—. Bethany tiende a meterse en situaciones complicadas y en este momento solo nos tiene a nosotros para cuidar de ella.

Me irritaba aquel modo de hablar de mí en tercera persona, como si no estuviera presente, pero me pareció que no era el momento adecuado para interrumpir.

—Si vas a pasar mucho tiempo a su lado —continuó—, debemos asegurarnos de que puedes protegerla.

—¿Es que no lo ha demostrado ya? —pregunté, perdiendo ya la paciencia. Estaba decidida a darle fin a aquel suplicio—. Fue él quien me rescató de la fiesta de Molly, y nunca ha pasado nada malo mientras estaba a su lado.

—Bethany no conoce cómo funciona el mundo —dijo Gabriel, como si no me hubiera oído—. Aún tiene mucho que aprender y eso la vuelve particularmente vulnerable.

—¿Hace falta que hables de mí como si fuera un bebé? —le solté.

—Tengo mucha experiencia cuidando bebés —bromeó Xavier—. Puedo traer mi currículum, si quiere.

Ivy tuvo que taparse con la servilleta para ocultar su sonrisa; en el rostro de Gabriel, en cambio, no percibí ni el más mínimo cambio de expresión.

—¿Estás seguro de que sabes dónde te estás metiendo? —le preguntó Ivy, mirándolo fijamente.

—No —reconoció—. Pero estoy dispuesto a descubrirlo.

—No podrás volverte atrás una vez que nos hayas prometido lealtad.

—No vamos a ninguna guerra —mascullé. Nadie me hizo caso.

—Lo comprendo —dijo Xavier, sosteniéndole la mirada a Ivy.

—No lo creo —murmuró Gabriel—. Pero ya lo comprenderás.

—¿Hay algo más que considere que debo saber? —le preguntó Xavier.

—Todo a su debido tiempo —respondió mi hermano.

Al fin me encontré a solas con Xavier. Aguardaba sentado en el borde de la bañera mientras yo me cepillaba los dientes, cosa que me había acostumbrado a hacer después de cada comida.

—No ha sido tan terrible. —Xavier se recostó contra la pared—. Me temía que fuese peor.

—¿Me estás diciendo que no han conseguido ahuyentarte?

—Qué va —dijo, despreocupado—. Tu hermano es algo vehemente, pero las dotes culinarias de tu hermana lo compensan.

Me eché a reír.

—No te preocupes por Gabe. Siempre es así.

—No me preocupa. Me recuerda un poco a mi madre.

—No se te ocurra decírselo a él. —Me entró una risita tonta.

—Creía que no usabas maquillaje —dijo Xavier, tomando un lápiz de ojos del estante.

—Me lo compré por complacer a Molly —dije, buscando el elixir bucal—. Me ha convertido en una especie de proyecto personal.

—¿En serio? Bueno, a mí me gustas tal cual.

—Gracias. Pero yo creo que a ti no te iría mal un toquecito. Blandí el lápiz hacia él, sonriendo.

—No, ni se te ocurra. —Se agachó—. Ni hablar.

—¿Por qué no? —dije, poniendo morros.

—Porque soy un hombre. Y los hombres no llevan maquillaje a menos que sean del rollo emo o toquen en un grupo.

Porfa —insistí.

Capté un destello en sus ojos azules.

—Vale…

—¿En serio? —dije, entusiasmada.

—¡No! No soy tan fácil de convencer.

—Muy bien. —Hice otro mohín—. Pues entonces voy a hacer que huelas como una chica…

Antes de que pudiera detenerme, agarré el frasco de perfume y le rocié el pecho. Él se husmeó la camisa con curiosidad.

—Afrutado —concluyó—, con un punto de almizcle.

Me desternillé de risa.

—¡Eres absurdo!

—Quieres decir irresistible —dijo Xavier.

—Sí —asentí—, absurdamente irresistible.

Me incliné para besarlo y justo entonces llamaron a la puerta. Ivy asomó la cabeza, y Xavier y yo nos apartamos de golpe.

—Me envía tu hermano para controlar —dijo, arqueando una ceja—. Para asegurarme de que no os proponéis nada malo.

—En realidad —empecé, indignada—, estábamos…

—A punto de salir —me cortó Xavier. Abrí la boca para discutir, pero él me lanzó una mirada tajante—. Es su casa, jugamos con sus reglas —murmuró.

Mientras me arrastraba fuera, advertí que Ivy lo miraba con renovado respeto.

Nos sentamos en el columpio del jardín, rodeándonos el uno al otro con el brazo. Xavier se soltó un momento para subirse las mangas de la camisa y luego arrojó entre la hierba la deshilachada pelota de tenis de Phantom. Este la recogía en un periquete, pero luego se resistía a soltarla, así que había que arrancarle de los dientes la pelota empapada de babas. Xavier se echó hacia atrás para lanzársela y se limpió la mano con las hierbas. Yo aspiraba su fresca y limpia fragancia. No podía dejar de pensar que habíamos salido prácticamente ilesos de la primera prueba. Xavier había cumplido su palabra y no se había dejado intimidar; al contrario, se había mantenido firme con una convicción inquebrantable. No solo lo admiraba más que nunca, sino que disfrutaba del hecho de que estuviera en casa y, por si fuera poco, como invitado, no como un intruso.

—Me pasaría la noche aquí —murmuré, con los labios pegados a su camisa.

—¿Sabes lo que resulta más extraño? —me dijo.

—¿Qué?

—Lo normal que parece todo.

Enrolló en sus dedos un mechón de mi pelo y yo vi, reflejadas en su gesto, nuestras vidas entrelazadas.

—Ivy se hacía la dramática cuando ha dicho que no hay marcha atrás —le dije.

—No importa, Beth. No quiero que mi vida vuelva a ser como antes de conocerte. Creía tenerlo todo, pero en realidad me faltaba algo. Ahora me siento una persona completamente distinta. Quizá suene trillado, pero me siento como si hubiera estado dormido mucho tiempo y acabara de despertarme… —Hizo una pausa—. No puedo creer que haya dicho una cosa así. ¿Qué estás haciendo conmigo?

—Te estoy convirtiendo en un poeta —me mofé.

—¿A mí? —refunfuñó, fingiendo indignación—. La poesía es cosa de chicas.

—Has estado estupendo durante la cena. Me siento orgullosa de cómo te has portado.

—Gracias. ¿Quién sabe?, quizás en unas cuantas décadas llegue a caerles bien a tus hermanos.

—Ojalá tuviéramos tanto tiempo —suspiré, y en el acto me arrepentí de haberlo dicho. Se me había escapado sin querer. Me habría abofeteado a mí misma por estúpida. ¡Qué manera tan infalible de arruinar el momento!

Xavier se quedó tan callado que me pregunté si me habría oído siquiera. Noté sus dedos cálidos en la barbilla. Me alzó la cara y nos miramos directamente a los ojos. Entonces se acercó y me besó suavemente. El dulce sabor de sus labios permaneció en los míos cuando se apartó. Se inclinó y me susurró al oído:

—Encontraremos una salida. Te lo prometo.

—Tú no puedes saberlo —le dije—. Esto es diferente…

—Beth —dijo, poniéndome un dedo en los labios—. Yo no rompo mis promesas.

—Pero…

—Sin peros… Tú confía en mí.

Después de que Xavier se marchara, nadie parecía tener ganas de irse a la cama, a pesar de que ya eran más de las doce. Gabriel padecía insomnio, eso ya lo sabíamos; no era infrecuente que él o Ivy se quedaran levantados hasta bien entrada la madrugada. Pero esta vez los tres estábamos desvelados. Ivy nos ofreció tomar algo caliente y ya estaba sacando la leche de la nevera cuando Gabriel la detuvo.

—Se me ocurre algo mejor —dijo—. Creo que nos conviene relajarnos a los tres. Nos lo merecemos.

Ivy y yo adivinamos en el acto a qué se refería y ni siquiera tratamos de disimular nuestro entusiasmo.

—¿Ahora, quieres decir? —preguntó Ivy, sujetando el cartón de leche, que no se le había escurrido de las manos por poco.

—Claro, ahora mismo. Pero hemos de darnos prisa; amanecerá dentro de pocas horas.

Ivy soltó un chillido.

—Danos un momento para cambiarnos. Enseguida bajamos.

Tampoco yo podía contener la impaciencia. Aquella iba a ser la manera perfecta de desahogar la euforia que sentía por el giro que habían tomado las cosas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido la oportunidad de estirar las alas de verdad. Mi pequeña demostración en el acantilado ante Xavier apenas podía considerarse un ejercicio. Si para algo había servido, si acaso, había sido para darme más ganas y recordarme lo rígidas y agarrotadas que las tenía. Había intentado desplegarlas y flotar un poco por mi habitación con las cortinas corridas, pero no había hecho más que chocar con el ventilador del techo y golpearme las piernas con los muebles. Mientras me cambiaba y me ponía una camiseta holgada, sentí una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Realmente iba a disfrutar aquel vuelo nocturno. Bajé corriendo y los tres nos deslizamos en silencio por el jardín hacia el jeep negro aparcado en el garaje.

Era una experiencia muy distinta circular por la carretera de la costa de madrugada. El aire estaba impregnado de la fragancia de los pinos. El mar parecía casi sólido, como un manto de terciopelo tendido sobre la Tierra. Todas las persianas estaban cerradas y las calles se veían completamente vacías, como si la gente hubiera hecho de pronto las maletas y hubiera evacuado la zona. El pueblo, cuando lo atravesamos en silencio, también parecía desierto. Nunca lo había visto dormido. Estaba acostumbrada a ver gente por todas partes: circulando en bicicleta, comiendo patatas fritas en el muelle, dejándose adornar el pelo con cuentas de colores o comprándole bisutería a la artista local que montaba su tenderete en la acera casi todos los fines de semana. Pero a aquella hora todo permanecía tan inmóvil que me daba la sensación de que éramos los únicos seres vivos en el mundo. Pese a las historias siniestras que la gente solía asociar con la madrugada, aquel era el mejor momento para conectar con las fuerzas celestiales.

Gabriel condujo durante una hora por una carretera recta y luego se metió por una pista accidentada, flanqueada de matorrales, que ascendía hacia lo alto en zigzag. Sabía dónde estábamos. Gabriel había tomado la ruta de la Montaña Blanca, así llamada porque la cima solía estar cubierta de nieve a pesar de encontrarse tan cerca de la costa. Desde Venus Cove se divisaba la silueta de la montaña como si fuera un monolito gris pálido que se alzara sobre un cielo tachonado de estrellas.

Había niebla y se volvía más y más espesa a medida que subíamos. Cuando ya no pudo distinguir bien la carretera, Gabriel aparcó y nos bajamos. Estábamos en mitad de una pista estrecha y sinuosa que seguía ascendiendo por la ladera; nos rodeaban a ambos lados, como centinelas, unos enormes abetos que apenas nos dejaban ver el cielo. Veíamos relucir las gotas de rocío en las copas de los árboles, y nuestro aliento se condensaba en contacto con el aire gélido. Una capa de hojarasca y corteza amortiguaba nuestros pasos; las ramas cubiertas de musgo y los helechos nos rozaban la cara. Nos alejamos de la carretera y nos adentramos en el bosque. Los rayos de la luna se abrían paso en algunos puntos entre la fronda, iluminando nuestro camino. Los árboles parecían susurrarse unos a otros y nos llegaba el crujido amortiguado de pequeñas pezuñas. A pesar de la oscuridad, ninguno de nosotros tenía miedo. Sabíamos que aquel era un paraje muy apartado. Nadie iba a encontrarnos allí.

Ivy fue la primera en despojarse de la chaqueta para hacer lo que todos deseábamos. Se irguió ante nosotros con la espalda bien recta y la cabeza hacia atrás, de manera que su pálida melena le cayera junto a la cara y sobre los hombros como un nimbo dorado. Todo su cuerpo resplandecía a la luz de la luna y su figura escultural parecía de un mármol blanco y sin tacha. Sus miembros se perfilaban con curvas prolongadas y elegantes, como un árbol joven.

—Nos vemos ahí arriba —dijo, tan excitada como una cría.

Cerró los ojos un instante, inspiró hondo y se alejó corriendo. Se deslizó ágilmente entre los árboles, rozando apenas el suelo con los pies, y tomó velocidad hasta que su imagen se volvió casi borrosa. Y súbitamente se elevó por los aires con impresionante destreza, con la misma facilidad con la que un cisne emprende el vuelo. Sus alas, esbeltas pero poderosas, atravesaron la camiseta holgada que llevaba y se alzaron hacia el cielo como si fueran criaturas vivientes. Aunque parecieran tan sólidas en reposo, brillaban como una capa de raso cuando se encontraban en vuelo.

Eché a correr y sentí que mis propias alas empezaban a agitarse y que desgarraban su prisión de tela. Una vez liberadas, aceleraron sus movimientos y, un instante más tarde, me alcé por los aires para reunirme con Ivy. Volamos un rato de modo sincronizado, ascendiendo poco a poco y lanzándonos bruscamente en picado. Luego fuimos a posarnos en las ramas de un árbol. Radiantes de felicidad, miramos hacia abajo y vimos a Gabriel a nuestros pies. Ivy se inclinó y se dejó caer desde lo alto. Desplegó las alas, frenando su caída, y se elevó de nuevo con un grito de placer.

—¿A qué esperas? —le gritó a Gabriel antes de perderse en el espesor de una nube.

Él nunca hacía nada con prisas. Primero se despojó de la chaqueta y las botas; luego se quitó la camiseta pasándosela por la cabeza. Entonces lo vimos desplegar las alas y, súbitamente, el remilgado profesor de música desapareció ante nuestros ojos para dar paso al majestuoso guerrero celestial que constituía su auténtica naturaleza. Aquel era el ángel que, eones atrás, había reducido una ciudad a escombros por sí solo. Su figura entera destellaba como si fuese de metal pulido. Su estilo al volar era distinto del nuestro: carecía de precipitación, resultaba más estructurado y reflexivo.

Por encima de las copas de los árboles, me envolvían la niebla y las nubes. Sentía la espalda cubierta de gotitas de agua. Batí las alas con furia y me elevé aún más. Deseché cualquier pensamiento y remonté el vuelo, dejando que mi cuerpo girase y se retorciera, trazando círculos sobre los árboles. Notaba cómo se liberaba toda la energía tanto tiempo retenida. Vi que Gabriel se detenía un momento en el aire para comprobar que yo no había perdido el control. A Ivy solo la divisaba de vez en cuando, y solo como un destello de color ámbar entre la niebla.

La mayor parte del tiempo eludíamos cualquier interacción. Era una ocasión extremadamente personal para volver a sentirnos completos y abrazar la clase de libertad que solo podía sentirse de verdad en el Reino de los Cielos. Nuestro sentido de la individualidad no podía transmitirse con palabras. La humanidad que habíamos asumido parecía quedar atrás mientras nos compenetrábamos con nuestra auténtica forma.

Volamos así durante lo que debieron de ser varias horas, hasta que Gabriel emitió un zumbido grave y melódico, como una nota de oboe, que era la señal para que descendiéramos.

Cuando volvimos a subir al jeep, pensé que me sería imposible dormir una vez que llegáramos a casa. Estaba demasiado eufórica, y sabía que pasarían horas antes de que se me pasara aquella exaltación. Pero me equivocaba. El trayecto de vuelta por la carretera sinuosa resultó tan sedante que me hice un ovillo en el asiento de atrás como un gatito y me quedé completamente dormida mucho antes de llegar a Byron.