2
Carne
Cuando me desperté por la mañana, el sol entraba a raudales por las ventanas y se derramaba sobre el suelo de pino de mi habitación. Las motas de polvo bailaban frenéticamente en las franjas de luz. Me llegaba el olor a salitre; reconocía los chillidos de las gaviotas y el rumor de las olas rompiendo contra las rocas. Contemplaba los objetos de la habitación, que había acabado haciendo míos y ya me resultaban familiares. Quien se hubiera encargado de decorarla lo había hecho con una idea bastante definida de su futura ocupante. Había cierto encanto adolescente en los muebles blancos, en la cama de hierro con dosel y en el papel de la pared, con su estampado de capullos de rosa. El tocador, también blanco, tenía dibujos florales en los cajones. Había una mecedora de mimbre en un rincón y, junto a la cama, pegado a la pared, un delicado escritorio de patas torneadas.
Me estiré y sentí el tacto de las sábanas arrugadas contra mi piel; su textura era todavía una novedad para mí. En el lugar de donde veníamos no había objetos ni texturas. No necesitábamos nada físico para vivir y, por lo tanto, no había nada. El Cielo no era fácil de describir. Algunos humanos podían tener a veces un atisbo, surgido de los rincones más recónditos de su inconsciente, pero era muy difícil definirlo. Había que imaginarse una extensión blanca, una ciudad invisible sin nada material que pudiera captarse con los ojos, pero que aun así constituyera la visión más hermosa que se pudiera concebir. Un cielo como de oro líquido y cuarzo rosa, con una sensación permanente de ingravidez y ligereza: aparentemente vacío, pero más majestuoso que el palacio más espléndido de la tierra. No se me ocurría nada mejor para intentar describir algo tan inefable como mi anterior hogar. El lenguaje humano, la verdad, no me tenía muy impresionada; me parecía absurdamente limitado. Había demasiadas cosas que no podían decirse con palabras. Y ese era uno de los aspectos más tristes de la vida de la gente: que sus ideas y sentimientos más importantes no llegaban a expresarse ni a entenderse casi.
Una de las palabras más frustrantes del lenguaje humano, al menos por lo que yo sabía, era «amor». Tantos significados distintos vinculados a esa palabra diminuta[1].
La gente la manejaba alegremente tanto para referirse a sus posesiones y a sus mascotas como a sus lugares de vacaciones o su comida favorita. Y acto seguido aplicaban la misma palabra a la persona que consideraban más importante de sus vidas. ¿No resultaba insultante? ¿No debería existir otro término para definir una emoción más profunda? Los humanos estaban obsesionados con el amor: desesperados por establecer un vínculo con una persona a la que pudieran referirse como su «media naranja». Por la literatura que yo había leído, daba la impresión de que estar enamorado significaba convertirse prácticamente en el mundo entero para la persona amada. El resto del universo palidecía y se volvía insignificante en comparación. Cuando los amantes se hallaban separados, caían en un estado de honda melancolía y, al volver a reunirse, sus corazones empezaban a palpitar de nuevo. Solo cuando estaban juntos podían apreciar de verdad los colores del mundo. De lo contrario, todo se desteñía y se volvía borroso y gris.
Permanecí en la cama preguntándome por la intensidad de aquella emoción tan irracional y tan indiscutiblemente humana. ¿Y si el rostro de una persona se volvía tan sagrado para ti que quedaba grabado de modo indeleble en tu memoria? ¿Y si su olor y su tacto te llegaban a resultar más preciosos que tu propia vida? Desde luego, yo no sabía nada del amor humano, pero la idea misma me había resultado siempre intrigante. Los seres celestiales fingían entender la intensidad de las relaciones humanas; pero a mí me parecía asombroso que los humanos permitieran que otra persona se adueñara de sus mentes y de sus corazones. No dejaba de resultar irónico que el amor pudiera avivar en ellos la percepción de las maravillas del universo, cuando al mismo tiempo restringía toda su atención a la persona amada.
Los ruidos de mis hermanos trajinando abajo, en la cocina, interrumpieron mi ensueño y me arrancaron de la cama. ¿Qué sentido tenían mis divagaciones, a fin de cuentas, cuando el amor humano les estaba vedado a los ángeles?
Me envolví en un suéter de cachemir para abrigarme y bajé descalza las escaleras. En la cocina me recibió un aroma tentador a tostadas y café. Me complacía descubrir que me estaba adaptando a la vida humana: solo unas semanas atrás esos olores me habrían dado dolor de cabeza e incluso náuseas. Pero ahora había empezado a disfrutar la experiencia. Flexioné los dedos de los pies, recreándome en el suave tacto del suelo de madera. Ni siquiera me importó demasiado tropezarme —medio dormida como estaba— con la esquina de la nevera y darme un golpe en el dedo gordo. La punzada de dolor solo sirvió para recordarme que era real y que podía sentir.
—Buenas tardes, Bethany —dijo mi hermano en plan de guasa, tendiéndome una taza de té humeante. La sostuve una fracción de segundo más de la cuenta antes de dejarla y me quemé los dedos. Gabriel notó cómo me estremecía y frunció el ceño. Eso me recordó que, a diferencia de mis dos hermanos, yo no era inmune al dolor.
Mi forma física era tan endeble como cualquier otro cuerpo humano, aunque yo era capaz de curarme las heridas menores, como cortes y fracturas. Esa había sido una de las cosas que habían preocupado a Gabriel en primer lugar cuando fui escogida. Sabía que él me consideraba vulnerable y que pensaba que toda la misión podía resultar demasiado peligrosa para mí. Me habían elegido porque yo estaba más en sintonía con la condición humana que los demás ángeles: yo me preocupaba por los humanos, me identificaba con ellos y procuraba comprenderlos. Tenía fe en ellos, lloraba por ellos. Tal vez se debía a que era joven: había sido creada hacía solo diecisiete años mortales, cosa que equivalía a la primera infancia en años celestiales. Gabriel e Ivy llevaban siglos en activo; habían librado múltiples batallas y habían presenciado atrocidades inimaginables perpetradas por los humanos. Habían tenido tiempo sobrado para adquirir la fuerza y el poder que los protegía en la Tierra. Ambos la habían visitado en varias misiones y habían podido adaptarse poco a poco a sus condiciones de vida y cobrar conciencia de sus peligros y dificultades. En cambio, yo era un ángel en su forma más pura y vulnerable. Era ingenua y confiada, joven y frágil. Sentía el dolor porque no me protegían años de sabiduría y experiencia. Por eso Gabriel habría deseado que no me hubieran escogido. Y por eso precisamente lo habían hecho.
Porque la decisión definitiva no la había tomado él, sino otro: alguien tan importante que ni siquiera Gabriel se había atrevido a discutir. Tuvo que resignarse y aceptar que, detrás de mi elección, debía de haber una razón divina que sobrepasaba su capacidad de comprensión.
Di un sorbo cauteloso al té y le sonreí a mi hermano. Él pareció relajarse, tomó una caja de cereales y examinó la etiqueta.
—¿Qué prefieres: tostadas o esta cosa llamada «cereales con miel»?
—Tostadas —contesté, arrugando la nariz ante los cereales.
Ivy, también sentada a la mesa, parecía muy concentrada untando una tostada con mantequilla. Mi hermana estaba intentando tomarle gusto a la comida. La observé mientras cortaba su tostada en cuadraditos, los esparcía por el plato y volvía a juntarlos como si formasen un puzzle. Fui a sentarme a su lado y aspiré la embriagadora fragancia a freesia que parecía acompañarla siempre.
—Estás pálida —observó con su calma habitual, apartándose un mechón de pelo rubio platino que le caía sobre sus ojos grises. Ivy había decidido asumir el papel de madre abnegada en nuestra pequeña familia.
—No es nada —respondí sin darle importancia. Titubeé antes de añadir—: Solo un mal sueño.
De inmediato vi que los dos se ponían en guardia y cruzaban una mirada inquieta.
—Yo no llamaría a eso nada —comentó Ivy—. Ya sabes que nosotros no soñamos.
Gabriel, que se había apostado junto a la ventana, se acercó para examinar mi rostro con detenimiento. Me alzó la barbilla con un dedo y noté que su expresión se volvía ceñuda de nuevo, oscureciendo la grave belleza de su rostro.
—Vete con cuidado, Bethany —me dijo con aquel tono de hermano mayor al que ya me había acostumbrado—. Procura no apegarte demasiado a las experiencias físicas. Por excitantes que parezcan, recuerda que nosotros solo estamos de visita. Todo esto es transitorio y tarde o temprano habremos de regresar… —Al ver mi expresión desolada se detuvo en seco. Luego prosiguió con un tono más ligero—: Bueno, todavía queda un montón de tiempo antes de que eso suceda, así que podemos hablar de ello más adelante.
Era raro visitar la Tierra con Ivy y Gabriel. Los dos llamaban mucho la atención allí donde iban. Por su aspecto físico, Gabriel parecía una estatua clásica que hubiera cobrado vida. Tenía un cuerpo perfectamente proporcionado, y daba la impresión de que cada uno de sus músculos hubiera sido esculpido en un mármol purísimo. Su pelo, largo hasta los hombros, era de color arena y lo llevaba recogido con frecuencia en una cola de caballo. Tenía la frente enérgica y la nariz completamente recta. Hoy llevaba unos tejanos azules desteñidos, rajados en las rodillas, y una camisa de lino arrugada, prendas que le conferían un desaliñado atractivo. Gabriel era arcángel y miembro de los Sagrados Siete. Aunque los arcángeles solo ocupaban el segundo lugar en la divina jerarquía, eran muy selectos y tenían más relación que nadie con los seres humanos. De hecho, habían sido creados para servir de puente entre el Señor y los mortales. Pero Gabriel, en el fondo, era sobre todo un guerrero —su nombre celestial significa «Héroe de Dios»— y había sido él quien había visto arder Sodoma y Gomorra.
Ivy, por su parte, era una de las más sabias y antiguas de nuestra estirpe, aunque no aparentase más de veinte años. Era un serafín, la orden angélica más cercana al Señor. En el Reino, los serafines tenían seis alas que venían a indicar los seis días de la creación. Ivy llevaba tatuada en la muñeca una serpiente dorada, signo de su alto rango. Decían que los serafines intervenían en la batalla para arrojar fuego sobre la Tierra, pero la verdad es que era una de las criaturas más gentiles que he conocido. En su envoltura física, Ivy se parecía a una madonna del Renacimiento con aquel cuello de cisne y aquella cara ovalada y pálida. Igual que Gabriel, tenía unos ojos grises y penetrantes. Esa mañana llevaba un vestido blanco y vaporoso y unas sandalias doradas.
En cuanto a mí, yo no tenía nada de especial; era solo un ángel vulgar y corriente, uno del montón, situado en el escalón más bajo de la jerarquía. A mí no me importaba. Eso implicaba que podía relacionarme con los espíritus humanos que ingresaban en el Reino. Físicamente tenía, como toda mi familia, un aspecto etéreo, salvo por mis ojos, de un castaño intenso, y por la melena marrón chocolate que me caía en suaves ondas por la espalda. Yo había creído que, una vez que te habían asignado un destino terrenal, podías escoger tu propia apariencia física, pero la cosa no iba así. Había sido creada más bien menuda y con rasgos delicados, no demasiado alta, con la cara en forma de corazón, orejas de duendecillo y una piel pálida como la leche. Cada vez que me veía reflejada en un espejo, percibía un entusiasmo que no encontraba en los rostros de mis hermanos. Aunque lo intentara, no lograba adoptar la pose distante de Gabe e Ivy. Ellos raramente perdían la compostura o la seriedad, por dramático que fuese lo que sucediera a su alrededor. A mí, en cambio, aunque me esforzara en darme aires de suficiencia, siempre se me veía una expresión de curiosidad insaciable.
Ivy se levantó y se acercó al fregadero con su plato. Más que caminar, parecía bailar cuando se movía. Tanto ella como Gabriel poseían una gracia natural que yo era incapaz de imitar. Más de una vez me habían acusado de ser una torpe y de andar dando tumbos por la casa.
Después de tirar la tostada que se había limitado a mordisquear, se repantigó en el asiento de la ventana con el periódico desplegado.
—¿Qué noticias hay? —pregunté.
Por toda respuesta me mostró la primera página. Ojeé los titulares —bombardeos, desastres naturales, crisis económica— y me di por vencida en el acto.
—No es de extrañar que la gente no se sienta segura aquí —dijo Ivy con un suspiro—. Es imposible, si no se fían unos de otros.
—Siendo así, ¿qué podemos hacer por ellos? —pregunté, vacilante.
—Será mejor no hacerse demasiadas ilusiones por ahora —contestó Gabriel—. Los cambios llevan su tiempo, según dicen.
—Además, no nos corresponde a nosotros salvar al mundo —añadió Ivy—. Nosotros hemos de concentrarnos en nuestra pequeña parcela.
—¿Te refieres a este pueblo?
—Claro —asintió—. Este pueblo estaba entre los objetivos de las Fuerzas Oscuras. Es extraño, ¿no?, quiero decir, los sitios que eligen.
—Me imagino que empiezan por abajo para ir cada vez a más —comentó Gabriel con una mueca de repugnancia—. Si pueden conquistar un pueblo, podrán conquistar una ciudad, luego un estado y finalmente un país entero.
—¿Cómo podemos saber los daños que ya han provocado? —pregunté.
—Eso se aclarará a su debido tiempo —dijo Gabriel—. Pero con la ayuda del Cielo, nosotros pondremos fin a su obra de destrucción. No fallaremos en nuestra misión y, cuando nos vayamos, este sitio volverá a estar en manos del Señor.
—Entre tanto, intentemos adaptarnos y mezclarnos con la gente —dijo Ivy, quizás haciendo un esfuerzo para aligerar el tono de la conversación. Poco me faltó para soltar una carcajada. Me dieron ganas de decirle que se mirase al espejo. Ivy podría tener siglos a sus espaldas, pero a veces parecía muy ingenua. Incluso yo sabía que «mezclarse» iba a resultar muy difícil.
Saltaba a la vista que éramos diferentes, y no como pueda serlo un estudiante de Bellas Artes que lleve el pelo teñido y medias estrafalarias. No, nosotros éramos diferentes de verdad: diferentes como de otro mundo. Cosa nada sorprendente teniendo en cuenta quiénes éramos… o mejor, qué éramos. Había muchas cosas que nos volvían llamativos. De entrada, los humanos tenían defectos y nosotros no. Si nos veías entre una multitud, lo primero que te llamaba la atención era nuestra piel, tan translúcida que habrías llegado a creer que contenía partículas de luz, lo cual se hacía aún más evidente al oscurecer, cuando toda la piel que quedaba a la vista emitía un resplandor, como si tuviera una fuente interior de energía. Nosotros, además, no dejábamos huellas, ni siquiera cuando caminábamos por una superficie muy blanda como la hierba o la arena. Y nunca nos pillarías con una camiseta demasiado escotada por detrás: siempre las usábamos cerradas para disimular un pequeño problema cosmético.
A medida que nos introducíamos en la vida del pueblo, la gente no dejaba de preguntarse qué hacíamos en un rincón tan apartado como Venus Cove. Unas veces nos tomaban por turistas que habían decidido prolongar su estancia; otras, nos confundían con personajes famosos y nos preguntaban por programas de televisión de los que ni siquiera habíamos oído hablar. Nadie adivinaba que estábamos trabajando; que habíamos sido reclutados para socorrer a un mundo que se encontraba al borde de la destrucción. Solo hacía falta abrir un periódico o poner la televisión para entender por qué habíamos sido enviados: asesinatos, secuestros, ataques terroristas, guerras, atracos a los ancianos… La lista era espantosa e interminable. Había tantas almas en peligro que los Agentes de la Oscuridad habían aprovechado la ocasión para agruparse. Gabriel, Ivy y yo estábamos allí para contrarrestar su influencia. Habían enviado a otros Agentes de la Luz a distintos lugares de todo el planeta y, al final, nos reunirían a todos para evaluar lo que habíamos descubierto. Yo sabía que la situación era alarmante, pero estaba convencida de que no fallaríamos. De hecho, creía que nos resultaría fácil: nuestra sola presencia constituiría una solución divina. Eso pensaba. Estaba a punto de descubrir que me equivocaba de medio a medio.
Era una suerte que nos hubieran destinado a Venus Cove, un lugar impresionante y lleno de llamativos contrastes. Había zonas de la costa muy escarpadas que el viento azotaba sin cesar. Desde nuestra casa veíamos los imponentes acantilados que se asomaban al océano oscuro y revuelto, y oíamos aullar al viento entre los árboles. Pero si te desplazabas un poco tierra adentro había pasajes bucólicos, y colinas onduladas llenas de vacas pastando, y molinos preciosos.
La mayoría de las casas de Venus Cove eran modestas viviendas de madera, pero más cerca de la costa había una serie de calles arboladas con edificios más grandes y espectaculares. Nuestra propia casa, «Byron», era una de ellas. A Gabriel no le entusiasmaba demasiado, que digamos: el clérigo que había en él la encontraba excesiva. Sin duda se habría sentido más cómodo en una vivienda menos lujosa. A Ivy y a mí, en cambio, nos encantaba. Y si los poderes superiores no creían que nos fuese a hacer ningún daño disfrutar nuestra estancia en la Tierra, ¿quiénes éramos nosotros para pensar lo contrario? Yo me temía que aquella casa no iba a ayudarnos a conseguir nuestro objetivo de mezclarnos con la gente, pero mantuve la boca cerrada. No quería quejarme ni poner objeciones porque ya me sentía de por sí como una carga para la buena marcha de la misión.
Venus Cove tenía una población de unos tres mil habitantes, aunque la cifra se doblaba durante el verano, cuando todo el pueblo se transformaba en un abarrotado centro de vacaciones. La gente, en cualquier época del año, era abierta y simpática. Me gustaba la atmósfera que reinaba allí. No había tipos trajeados trotando hacia sus oficinas de altos vuelos. Allí nadie tenía prisa. A la gente le daba igual cenar en el restaurante más selecto del pueblo o en un bar de la playa. Eran demasiado tranquilos para preocuparse por esas cosas.
—¿Tú estás de acuerdo, Bethany? —El sonoro timbre de voz de Gabriel me devolvió a la realidad. Traté de retomar el hilo de la conversación, pero me había quedado en blanco.
—Perdona —dije—. Estaba a miles de kilómetros. ¿Qué decías?
—Solo estaba fijando algunas normas básicas. Todo va a ser distinto a partir de ahora.
Se le veía otra vez ceñudo y algo irritado por mi falta de atención. Esa misma mañana empezábamos los dos en el colegio Bryce Hamilton: yo como alumna y Gabriel como nuevo profesor de música. Un colegio podía resultar un lugar útil para empezar a contrarrestar a los emisarios de la oscuridad, ya que estaba lleno de gente joven cuyos valores se encontraban en plena evolución. Como Ivy era un ser demasiado sobrenatural para ingresar entre una manada de alumnos de secundaria, se había decidido que ella actuaría como consejera nuestra y que se ocuparía de nuestra seguridad, o mejor dicho, de la mía, porque Gabriel sabía cuidarse de sí mismo.
—Lo importante es que no perdamos de vista para qué estamos aquí —dijo Ivy—. Nuestra misión es bien clara: realizar buenas obras y actos de caridad, tener gestos bondadosos y predicar con el ejemplo. No nos convienen los milagros por ahora, al menos mientras no podamos prever cómo serán acogidos. Al mismo tiempo, nos interesa observar y descubrir todo lo que podamos sobre la gente. La cultura humana es muy compleja, no hay nada parecido en todo el universo.
Me daba la sensación de que aquellas normas iban dirigidas sobre todo a mí. Gabriel nunca tenía problemas para arreglárselas en cualquier situación.
—Esto va a ser divertido —dije, quizá con más entusiasmo de la cuenta.
—No se trata de divertirse —me soltó Gabriel—. ¿Es que no has oído lo que acabamos de decir?
—Lo que pretendemos básicamente es alejar las influencias maléficas y restablecer la confianza entre las personas —dijo Ivy en tono conciliador—. No te preocupes por ella, Gabe. Lo va a hacer muy bien.
—Resumiendo, estamos aquí para impartir nuestra bendición entre la comunidad —prosiguió mi hermano—. Pero no debemos llamar demasiado la atención. Nuestra prioridad es que no sea detectada nuestra presencia. Procura, por favor, Bethany, no decir nada que pueda… inquietar a los alumnos.
Ahora me tocaba a mí ofenderme.
—¿Como qué? —dije—. Vamos, cualquiera diría que doy miedo.
—Ya sabes a qué se refiere —intervino Ivy—. Lo único que sugiere es que pienses bien lo que dices antes de hablar. Nada de comentarios personales sobre nuestro hogar, nada de «Dios piensa» o «Dios me ha dicho»… Podrían pensar que andas tramando algo.
—Vale —dije, malhumorada—. Espero que al menos se me permita revolotear por los pasillos a la hora del almuerzo.
Gabriel me lanzó una mirada severa. Yo tenía la esperanza de que captara el chiste, pero su expresión se mantuvo inalterable. Suspiré. Lo quería mucho, pero no podía negarse que no tenía ningún sentido del humor.
—No te preocupes. Me portaré bien, te lo prometo.
—El autocontrol es de la máxima importancia —dijo Ivy.
Volví a suspirar. Sabía muy bien que yo era la única que debía aprender a controlarse. Ivy y Gabriel tenían experiencia de sobras de ese tipo y para ellos se había convertido casi en una segunda naturaleza. Se sabían las normas del derecho y del revés. Además, ambos tenían una personalidad más estable que la mía. Podrían haberse llamado perfectamente el Rey y la Reina de Hielo. Nada los perturbaba, nada los inquietaba. Y lo más importante: nada parecía disgustarlos. Eran como dos actores bien entrenados y el texto les salía en apariencia sin ningún esfuerzo. Para mí era distinto; yo había tenido que esforzarme desde el primer momento. Volverme humana me había resultado profundamente desconcertante por algún motivo. No estaba preparada para aquella intensidad; era como pasar de un vacío dichoso a una montaña rusa de sensaciones acumuladas todas de golpe. A veces se me entrecruzaban unas con otras y el resultado era una confusión total. Sabía que debía distanciarme de todos los elementos emocionales, pero aún no había descubierto cómo hacerlo. Me maravillaba la facilidad de los humanos normales y corrientes para convivir con aquel torbellino de emociones que bullían sin parar bajo la superficie: era agotador. Yo procuraba ocultarle esas dificultades a Gabriel; no quería confirmar sus temores ni que tuviera peor concepto de mí a causa de mis apuros. Si mis hermanos sentían en algún momento algo parecido, lo disimulaban muy bien.
Ivy fue a preparar mi uniforme y a buscar una camisa y unos pantalones limpios para Gabe. Como miembro del personal docente, él tenía que ir con camisa y corbata, y la verdad es que la idea no le hacía mucha gracia. Normalmente llevaba tejanos y suéteres holgados. Cualquier prenda demasiado ajustada nos resultaba agobiante. En general, la ropa nos producía la extraña impresión de estar atrapados, así que compadecí a Gabriel cuando lo vi bajar retorciéndose de pura incomodidad bajo aquella impecable camisa blanca que aprisionaba su torso y dando tirones a la corbata hasta que logró aflojar el nudo.
La ropa no era la única diferencia; también habíamos tenido que aprender a practicar los rituales de higiene y cuidado personal, como ducharnos, cepillarnos los dientes y peinarnos. En el Reino, donde la existencia no requería tareas de mantenimiento, no teníamos que pensar en nada parecido. Vivir como ente físico te obligaba a recordar muchas más cosas.
—¿Estás segura de que hay una indumentaria establecida para los profesores? —preguntó Gabriel.
—Me temo que sí —contestó Ivy—, pero aun suponiendo que me equivoque, ¿de veras quieres correr el riesgo el primer día?
—¿Qué tenía de malo lo que llevaba puesto? —gruñó él, enrollándose las mangas para tener los brazos libres—. Al menos era más cómodo.
Ivy chasqueó la lengua y se volvió para comprobar que me había puesto correctamente el uniforme.
Tenía que reconocer que era bastante elegante para lo que solían ser los uniformes. El vestido era de un azul pálido muy favorecedor, con la parte delantera plisada y cuello blanco estilo Peter Pan. Había que llevar también calcetines de algodón hasta las rodillas, zapatos marrones con hebilla y una chaqueta azul marino con el escudo del colegio bordado en el bolsillo delantero con hilo dorado. Ivy me había comprado unas cintas blancas y azul pálido que ahora entretejió hábilmente con mis trenzas.
—Ya está —dijo, con una sonrisa satisfecha—. De embajadora celestial a colegiala del pueblo.
Habría preferido que no utilizara la palabra «embajadora»: me ponía nerviosa. Tenía mucho peso, suscitaba demasiadas expectativas, pero no la clase de expectativas corrientes que los humanos solían albergar, en el sentido de que sus hijos ordenaran su habitación, cuidaran de sus hermanos e hicieran los deberes. Aquellas debían cumplirse. De lo contrario… bueno, no sabía lo que pasaría en ese caso. Ahora sentía que las piernas me flaqueaban y que se me iban a doblar en cualquier momento.
—No estoy segura, Gabe —dije, aun siendo consciente de lo voluble que sonaba—. ¿Y si no estoy preparada?
—La decisión no está en nuestras manos —respondió Gabriel sin perder la compostura—. Nosotros tenemos un único propósito: cumplir nuestros deberes con el Creador.
—Y yo quiero hacerlo, pero es que… es una escuela de secundaria. Una cosa es observar la vida a distancia; pero nosotros vamos a zambullirnos en el meollo mismo.
—Esa es la cuestión —dijo Gabriel—. No se puede esperar que ejerzamos ninguna influencia a distancia.
—¿Y si algo sale mal?
—Yo me encargaré de arreglarlo.
—La Tierra parece un lugar peligroso para los ángeles.
—Por eso estoy aquí.
Los peligros que imaginaba no eran meramente físicos. Para esa clase de problemas teníamos recursos y sabíamos cómo manejarlos. Lo que a mí me inquietaba era la seducción de las cosas humanas. Dudaba de mí misma e intuía que eso podía hacerme perder de vista mis propósitos más elevados. Al fin y al cabo, había sucedido otras veces con consecuencias nefastas… Todos habíamos oído espantosas leyendas sobre ángeles caídos que habían sido seducidos por los placeres humanos, y sabíamos muy bien cómo habían acabado.
Ivy y Gabriel observaban el mundo que los rodeaba con una mirada experta y consciente de los escollos, pero para una novata como yo el peligro era enorme.