5
Pequeños milagros
Una vez terminada la cena y lavados los platos, Gabriel salió a la terraza con un libro, aunque empezaba a oscurecer, mientras Ivy seguía limpiando y fregando superficies que ya se veían inmaculadas. Estaba empezando a volverse obsesiva en su afán de limpieza, pero tal vez fuese su manera de sentirse más cerca de nuestro hogar. Yo abarqué el salón con una mirada buscando algo que hacer. En el Reino, el tiempo no existía y por tanto no hacía falta llenarlo de ninguna manera. Encontrar cosas que hacer, en cambio, era muy importante en la Tierra; era lo que le daba un propósito a la vida.
Gabriel debió de detectar mi inquietud porque pareció desechar enseguida la idea de leer y se asomó por la puerta.
—¿Por qué no salimos todos a dar un paseo y mirar la puesta de sol? —nos propuso.
—Magnífica idea. —Me sentí animada en el acto—. ¿Vienes, Ivy?
—Primero voy a buscar algo de ropa para abrigarnos todos —dijo—. Hace mucho frío por la noche.
Puse los ojos en blanco ante su exceso de precaución. Yo era la única que sentía el frío y ya me había puesto mi abrigo. En sus visitas anteriores, Ivy y Gabriel habían adaptado sus cuerpos para mantener una temperatura normal; a mí aún me faltaba mucho para habituarme.
—Pero si ni siquiera vas a notar el frío —objeté.
—Esa no es la cuestión. Podrían vernos y darse cuenta de que no lo sentimos, y llamaríamos la atención.
—Ivy tiene razón —dijo Gabe—. Mejor no arriesgarse.
Subió arriba y regresó enseguida con dos gruesos suéteres.
Nuestra casa estaba situada en lo alto de la cuesta, de manera que para llegar a la playa teníamos que zigzaguear por una serie de peldaños de madera cubiertos de arena. Era una escalera tan estrecha que teníamos que caminar en fila india. Yo no dejaba de pensar que habría sido mucho más cómodo desplegar las alas y descender planeando a la playa. No se me ocurrió decírselo ni a Gabriel ni a Ivy, porque ya sabía que me echarían un discursito en cuanto lo insinuara. Ya entendía lo peligroso que habría sido volar en nuestras circunstancias, no hacía falta que me lo explicaran. Habría sido un método infalible de que se descubriera nuestra tapadera. Así pues, tuvimos que recorrer aquellos peldaños para mortales —los ciento setenta— antes de llegar a la orilla del mar.
Me quité los zapatos para disfrutar el contacto de las sedosas partículas bajo mis pies. En la Tierra había infinidad de cosas en las que reparar. Hasta la arena era compleja; cambiaba de color y de textura, y era casi iridiscente allí donde daba el sol. Aparte de la arena, advertí que la playa albergaba otros modestos tesoros: caparazones nacarados, fragmentos de vidrio pulidos por el oleaje, alguna sandalia medio enterrada o una pala abandonada, y unos diminutos cangrejos blancos que entraban y salían a toda prisa por los orificios de las rocas encharcadas. Estar tan cerca del océano era estimulante para los sentidos; parecía rugir como un ser vivo, llenándome la mente con un rumor que se apagaba y volvía a alzarse inesperadamente. El estruendo casi me ensordecía, y el aire fresco y salado me picaba en la garganta y la nariz. El viento me azotaba las mejillas y me las dejaba rosadas y medio escocidas. Pero yo empezaba a amar cada minuto que pasaba allí. Cada instante de la existencia humana parecía traer una nueva experiencia.
Caminamos por la orilla perseguidos por la espuma de la marea, que ya empezaba a subir. A pesar de la decisión que había tomado de aprender a controlarme más, no pude resistir el impulso de salpicar a Ivy con el pie. La miré para ver si se había enfadado, pero ella se limitó a comprobar que Gabriel seguía muy adelantado para enterarse y luego pasó al contraataque. Su patada envió por el aire un arco de espuma, que se derramó como una lluvia de rubís sobre mi cabeza. Gabriel se volvió al oírnos reír y meneó la cabeza con asombro ante nuestras travesuras. Ivy me guiñó un ojo, haciendo un gesto hacia él. Comprendí lo que tenía en mente y obedecí con mucho gusto. Gabriel apenas pareció notar mi peso cuando salté sobre su espalda y le rodeé el cuello con los brazos; echó a correr por la playa a tal velocidad que el viento me zumbaba en los oídos. Allí subida volvía a sentirme como mi antiguo ser: como si estuviera más cerca del Cielo. Casi como si volara.
Gabriel frenó bruscamente y, mientras yo me soltaba y aterrizaba en la arena húmeda, recogió unas algas viscosas, se las lanzó a Ivy y le dio en toda la cara. Ella escupió al notar aquellos filamentos salados y amargos en la boca.
—Espera y verás —farfulló—. ¡Te vas a arrepentir!
—No creo —se mofó Gabriel—. Primero habrás de pillarme.
Durante el crepúsculo aún se veían algunas personas en la playa principal tomando los últimos rayos de sol antes de que se levantara, como había predicho Ivy, el viento gélido de la noche, o simplemente disfrutando de una cena de picnic. Una madre y una niña recogían ya sus cosas cerca de donde estábamos. De repente la niña, que no debía de tener más de cinco o seis años, corrió hacia su madre llorando. Se le veía una roncha en su bracito regordete, seguramente una picadura de insecto que se le había inflamado al rascarse. Aún lloraba con más fuerza mientras la madre hurgaba en su bolsa, buscando alguna pomada. Al final sacó un tubo de gel de aloe vera, pero no acertaba a calmar a su hija para aplicársela.
La mujer pareció aliviada cuando Ivy se acercó para echarle una mano.
—Qué picadura más fea —ronroneó suavemente.
El sonido de su voz serenó en el acto a la criatura, que alzó la vista y la miró como si la conociera de toda la vida. Ivy abrió el tubo y le puso un poco de pomada en la piel inflamada.
—Esto te aliviará —dijo.
La niña la observaba maravillada, y noté que enfocaba la mirada un poco por encima de su cabeza, hacia donde estaba su halo. Normalmente solo era visible para nosotros. ¿Sería posible que la cría, con la conciencia aguzada de los niños, hubiera percibido la aureola de Ivy?
—¿Ya te sientes mejor? —le preguntó.
—Mucho mejor —asintió la niñita—. ¿Has hecho magia? Ivy se echó a reír.
—Tengo un toque mágico.
—Gracias por su ayuda —dijo la joven madre mientras miraba desconcertada cómo se desvanecía ante sus ojos la marca y la hinchazón del bracito de su hija, hasta que no quedó más que una piel suave e impecable—. Esto sí que funciona.
—De nada —dijo Ivy—. Son increíbles las cosas que consigue la ciencia hoy en día.
Sin entretenernos, seguimos por la playa hacia el pueblo.
Cuando llegamos a la calle principal ya eran las nueve, pero aún se veía gente aunque fuese un día laborable. El centro era muy pintoresco. Estaba lleno de tiendas de antigüedades y de cafés donde te servían té y pasteles glaseados con juegos de porcelana desparejados. Todas las tiendas habían cerrado ya, salvo el único pub del pueblo y la heladería. Apenas habíamos dado unos pasos cuando oí que alguien me llamaba alzando la voz, porque justo en la esquina había un cantante tocando el banjo.
—¡Beth! ¡Aquí!
Al principio no estaba segura de que la cosa fuera conmigo. A mí nunca me habían llamado Beth. El nombre que me habían asignado en el Reino era Bethany y nadie me lo había abreviado nunca. Pero había cierto matiz íntimo en «Beth» que me gustó. Ivy y Gabriel se quedaron de piedra. Cuando me giré, vi a Molly sentada con un grupo de amigos en un banco, delante de la heladería. Iba con un vestido sin espalda ni mangas que resultaba del todo inapropiado para el tiempo que hacía, y se había acomodado en el regazo de un chico con el pelo aclarado por el sol y unos shorts de surf tropicales. Él no paraba de acariciarle la espalda desnuda con sus manos enormes. Molly agitaba la suya con entusiasmo y me hacía señas para que me acercara. Miré vacilante a Ivy y Gabriel. No parecían muy contentos. Aquel era precisamente el tipo de interacción que ellos querían evitar y advertí que Ivy se había puesto toda rígida ante el alboroto que había armado Molly. Pero tanto Ivy como Gabriel sabían que pasar con todo descaro de ella contravenía las leyes más elementales de cortesía.
—¿No vas a presentarnos a tu amiga, Bethany? —dijo Ivy.
Me puso una mano en el hombro y me acompañó hasta donde se encontraba Molly con sus amigos. El surfista pareció molesto cuando ella se soltó de su abrazo, pero enseguida se distrajo examinando a Ivy con la boca abierta y unos ojos como platos que absorbían todas las simetrías de su cuerpo. Cuando Molly vio de cerca a mis hermanos adoptó exactamente la misma expresión maravillada que ya había visto todo el día en el colegio. Esperé a que dijese algo, pero se había quedado muda. Abrió y cerró la boca como un pez varias veces, hasta que recuperó la compostura y esbozó una sonrisa vacilante.
—Molly, esta es Ivy, mi hermana; y este mi hermano Gabriel —le dije a toda prisa.
Sus ojos pasaban del uno a la otra, y solo acertó a tartamudear un «hola». Enseguida desvió la mirada con timidez, cosa que me dejó pasmada, porque yo la había visto todo el día charlando libremente con los chicos, coqueteando y provocándolos con su encanto, para alejarse a continuación revoloteando como una mariposa exótica.
Gabriel la saludó como saludaba a todas las personas que acababa de conocer, o sea, con una educación impecable y una expresión amistosa pero distante.
—Encantado de conocerte —dijo con una leve inclinación. Ivy fue más cálida y le dirigió a Molly una sonrisa amable. La pobre chica parecía abrumada bajo una tonelada de ladrillos.
Unos gritos estridentes interrumpieron aquel momento de incomodidad. El jaleo venía de un grupo de jóvenes fornidos que salían del pub tan completamente borrachos que ni siquiera se daban cuenta del ruido que hacían; o les daba lo mismo. Dos de ellos se habían encarado y se movían en círculo con los puños apretados y la cara contraída. Era evidente que estaba a punto de armarse una reyerta. Algunas de las personas que se habían tomado un café en la terraza se apresuraron a refugiarse dentro. Gabriel se adelantó y nos dejó a las tres a su espalda para protegernos. Uno de los jóvenes, un tipo sin afeitar con el pelo oscuro y desgreñado, lanzó el primer golpe. Se oyó un crujido cuando el puño impactó contra la mandíbula. El otro se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo mientras sus demás compañeros los jaleaban.
En el rostro habitualmente impasible de Gabriel apareció una expresión de repugnancia. Nos dejó allí atrás y avanzó a grandes zancadas hacia el centro de la refriega. Algunos mirones lo observaron perplejos, sin duda preguntándose qué pretendía. Gabriel agarró al moreno y lo levantó con una facilidad asombrosa, teniendo en cuenta lo que debía de pesar. Luego le dio la mano a su compañero, que tenía el labio hinchado y ensangrentado, lo ayudó a ponerse de pie y se interpuso entre ambos. Uno de ellos intentó darle un puñetazo, pero Gabriel, impertérrito, interceptó el golpe en el aire. Enfurecidos por su intervención, los dos jóvenes unieron sus fuerzas y volcaron sobre él toda su furia. Se pusieron a lanzarle puñetazos a lo loco, pero sus golpes fallaron uno tras otro a pesar de que Gabriel ni siquiera se había movido. Al final, acabaron cansándose y se desplomaron los dos en el suelo, jadeando por el esfuerzo.
—Idos a casa —les dijo Gabriel con una voz que resonaba como un trueno. Era la primera vez que les dirigía la palabra y la autoridad de su tono pareció despejarlos instantáneamente. Se demoraron unos instantes, como decidiendo qué hacían, y se alejaron tambaleantes, ayudados por sus amigos y todavía soltando maldiciones entre dientes.
—Uau, ha sido alucinante —dijo Molly, hablando a borbotones, cuando Gabriel regresó a nuestro lado—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Eres un experto karateka o algo así?
Gabriel se desentendió por completo.
—Soy pacifista —dijo—. No hay nada bueno en la violencia.
Molly se devanó los sesos buscando una respuesta.
—Bueno… ¿queréis sentaros con nosotros? —dijo finalmente—. El helado de menta con chocolate está de muerte. Mira, Beth, prueba un poco…
Antes de que pudiera poner alguna objeción, se acercó y me puso la cucharilla en la boca. Una cosa fría y escurridiza se me empezó a disolver en la lengua. Parecía transformarse rápidamente y perder su consistencia aterciopelada para convertirse en un líquido que se me escurría por la garganta. Estaba tan helado que me daba dolor de cabeza, y me lo tragué tan deprisa como pude.
—Es fantástico —murmuré con toda sinceridad.
—Te lo he dicho. Ven, voy a buscarte…
—Me temo que ya hemos de volver a casa —la cortó Gabriel con cierta brusquedad.
—Ah… bueno, claro —dijo Molly.
Me supo mal por ella, que hacía lo posible para disimular su decepción.
—Quizás otro día —le propuse.
—Claro —respondió más animada, volviéndose hacia sus amigos—. Nos vemos mañana, Beth. Eh, espera, casi se me olvida: tengo una cosa para ti. —Buscó en su bolso y sacó un tubo del brillo de labios Melon Sorbet que había probado en el colegio—. Me has dicho que te gustaba, así que te he conseguido uno.
—Gracias, Molly —tartamudeé. Era el primer regalo terrenal que recibía y me sentí conmovida por su gentileza—. Muy amable de tu parte.
—No tiene importancia. Que lo disfrutes.
No hubo comentarios sobre mi nueva amiga de camino a casa, aunque advertí que Ivy y Gabriel se miraban varias veces de modo significativo. Estaba demasiado cansada para descifrar qué querían decir.
Mientras me preparaba para acostarme, me miré en el espejo del baño, que ocupaba toda una pared. Me había costado un poco acostumbrarme. Poder ver qué aspecto tenía era nuevo para mí. En el Reino veías a los demás, pero nunca tu propia imagen. A veces captabas un instante tu reflejo en los ojos de otro, pero incluso entonces no pasaba de ser algo muy borroso, como el boceto de un pintor todavía sin color ni detalles.
Poseer forma humana implicaba que ese boceto se perfilaba y encarnaba. Ahora veía cada pelo y cada poro de mi piel con toda claridad. Comparada con las demás chicas de Venus Cove, debía de resultar extraña. Mi piel pálida era como el alabastro, mientras que ellas lucían un buen bronceado. Tenía ojos grandes marrones y unas pupilas tremendamente dilatadas. Molly y sus amigas no parecían cansarse de experimentar con su pelo; yo, en cambio, lo llevaba con la raya en medio y me lo dejaba suelto y con sus ondas naturales de color castaño. Tenía una boca de labios llenos, rojo coral, que, según sabría más adelante, me daban un aspecto enfurruñado.
Suspiré, me recogí el pelo con un nudo flojo en lo alto de la cabeza y me puse mi pijama de franela, que tenía un estampado de vacas danzantes en blanco y negro. A pesar de mi escasa experiencia, dudaba mucho de que llegaran a sorprender a ninguna chica de Venus Cove con una prenda tan poco glamurosa. Me la había comprado Ivy y no podía negar que era cómoda: la más cómoda que poseía. A Gabe le había tocado un pijama parecido con un estampado de barcos de vela, pero todavía no se lo había visto puesto.
Subí a mi habitación. Me encantaba su sencilla elegancia, y especialmente aquellas puertas acristaladas que se abrían al estrecho balcón. Me gustaba dejarlas un poquito entornadas y tenderme bajo el dosel de muselina para escuchar el sonido de las olas. Me daba una sensación de paz permanecer así, con el olor a salitre que entraba en la habitación y el sonido de fondo del piano, que Gabriel tocaba en la planta baja. Siempre me adormilaba escuchando los compases de Mozart o el murmullo de la conversación de mis hermanos.
En la cama me estiraba a mis anchas, disfrutando del tacto fresco de las sábanas. Me sorprendía que la sola perspectiva de dormir me resultase tan atractiva, teniendo en cuenta que nosotros no teníamos demasiada necesidad de sueño. Ya sabía que Ivy y Gabriel no se acostarían hasta las primeras horas de la madrugada, pero para mí había sido un día lleno de novedades y estaba agotada. Bostecé y me acurruqué de lado, todavía con la cabeza llena de pensamientos y preguntas que mi cuerpo exhausto decidió postergar.
Mientras me iban hundiendo en el sueño, me imaginé que un extraño se colaba silenciosamente en mi habitación. Noté su peso en el colchón cuando se sentó al borde de la cama. Estaba segura de que observaba cómo dormía, pero yo no me atrevía a abrir los ojos porque sabía que no sería más que un producto de mi imaginación y quería que la ilusión se prolongara un poco más. El chico levantó la mano para apartarme un mechón de los ojos y luego se inclinó para besarme en la frente. Fue como sentir el contacto de unas alas de mariposa. No me alarmé; sabía que podía confiar plenamente en aquel desconocido. Oí cómo se levantaba para cerrar las puertas del balcón antes de marcharse.
—Buenas noches, Bethany —susurró la voz de Xavier Woods—. Dulces sueños.
—Buenas noches, Xavier —murmuré adormilada; pero al abrir los ojos descubrí que la habitación estaba vacía. Sentí los párpados demasiado pesados para mantenerlos abiertos, y la tenue luz de las farolas y el murmullo del mar se desvanecieron mientras me vencía un sueño profundo y tranquilo.