7
Fiesta
Molly no había dejado de percibir mi interés en Xavier Woods y decidió darme un consejo aunque no se lo hubiera pedido.
—La verdad es que no creo que sea tu tipo —dijo, retorciéndose los rizos mientras hacíamos cola para el almuerzo.
Yo no me separaba de ella para evitar que me dieran empujones los alumnos que pretendían llegar al mostrador. Los dos profesores encargados tenían pinta de estar bastante agobiados y procuraban no hacer demasiado caso del pandemónium que los rodeaba. No paraban de mirar el reloj y de contar los minutos que les quedaban antes de poder regresar al santuario de la sala de profesores.
Intenté no prestar atención a los codos que se me clavaban, ni a las manchas pegajosas del suelo que habían dejado las bebidas derramadas, y continué hablando con ella.
—¿A quién te refieres?
Ella me dirigió una mirada ladina, como diciendo que no me iba a servir de nada hacerme la ingenua.
—Reconozco que Xavier es uno de los tipos más sexis del colegio, pero todo el mundo sabe que es problemático. Las chicas que lo intentan acaban con el corazón destrozado. Luego no digas que no te he avisado.
—No parece una persona cruel —le dije, llevada por el deseo de defenderlo, aunque, de hecho, apenas sabía nada de él.
—Mira, Beth. Enamorarte de Xavier solo servirá para que acabes herida. Esa es la verdad.
—¿Y cómo es que eres tan experta en la materia? —pregunté—. ¿No habrá sido el tuyo uno de esos corazones destrozados?
Le había formulado la pregunta en broma, pero Molly se puso muy seria de golpe.
—Pues más bien sí.
—Uy, perdona. No tenía ni idea. ¿Qué pasó?
—Bueno, a mí me gustaba desde hacía siglos y, al final, me harté de lanzarle insinuaciones y le pedí que saliéramos.
Me lo dijo todo de carrerilla, como si hubiese sucedido hacía mucho y ya no importase.
—¿Y?
—Nada. —Se encogió de hombros—. Me rechazó. Con educación, eso sí. Me dijo que me veía como una amiga. Pero aun así fue el momento más humillante de mi vida.
No podía decirle que lo que acababa de contarme no era tan terrible. En realidad, la conducta de Xavier podía considerarse sincera, incluso honrada. Al hablar de corazones destrozados, Molly me lo había pintado como una especie de sinvergüenza. Pero lo único que él había hecho había sido declinar una invitación de la mejor manera posible. No obstante, yo ya había aprendido lo suficiente sobre la amistad femenina para saber que la compasión era la única respuesta admisible.
—No hay derecho —prosiguió en tono acusador—. Andar por ahí, un tipo tan espectacular, haciéndose el simpático con todos, pero sin permitir que nadie se le acerque…
—¿Pero él les da a entender a las chicas que quiere algo más que una amistad? —pregunté.
—No —reconoció—, pero sigue siendo totalmente injusto. ¿Cómo va a estar alguien demasiado ocupado para tener novia? Ya sé que suena duro, pero en algún momento habrá de dejar atrás a Emily. Ella no va a volver. En fin, basta de hablar de don Perfecto. Espero que puedas venir a casa el viernes. Así nos sacaremos un rato de la cabeza a esos pesados con pantalones.
—Si estamos aquí no es para alternar —dijo Gabriel cuando le pedí permiso para ir a casa de Molly.
—Quedaré como una maleducada si no voy —argüí—. Además, es el viernes por la noche. No hay colegio al día siguiente.
—Ve si quieres, Bethany —dijo mi hermano, suspirando—. Yo diría que hay maneras más provechosas de pasar una velada, pero no me corresponde a mí prohibírtelo.
—Solo por esta vez —dije—. No se convertirá en una costumbre.
—Eso espero.
No me gustaba lo que parecían implicar sus palabras ni la insinuación de que estaba perdiendo de vista nuestro objetivo. Pero no dejé que eso me amargara. Yo deseaba experimentar todas las facetas de la vida humana. Al fin y al cabo, así podría comprender mejor nuestra misión.
El viernes, a eso de las siete, ya me había duchado y puesto un vestido de lana verde. Combiné el vestido con unas botas de media caña y unas medias oscuras, e incluso me puse un poco del brillo de labios que me había regalado Molly. Me sentía complacida con el resultado; se me veía un poco menos paliducha de lo normal.
—No hace falta que te arregles tanto, no vas a un baile —me dijo Gabriel al verme.
—Una chica siempre debe esforzarse en estar lo mejor posible —dijo Ivy, saliendo en mi defensa y guiñándome un ojo. Quizá tampoco le habían parecido bien mis planes de pasar la velada con Molly y su pandilla, pero ella no era rencorosa y sabía cuándo había que dejar correr las cosas para evitar conflictos.
Me despedí de ambos con un beso y me dirigí hacia la puerta. Gabriel había insistido en acompañarme con el jeep negro que habíamos encontrado en el garaje el primer día, pero Ivy había logrado disuadirlo, diciéndole que aún había mucha luz y que no corría ningún peligro, puesto que la casa de Molly quedaba solo a unas calles. Lo que sí acepté fue el ofrecimiento de Gabriel de pasar a recogerme. Acordamos que lo llamaría cuando estuviera lista para regresar.
Sentí una oleada de placer mientras caminaba por la calle. El invierno llegaba a su fin, pero el viento que me agitaba el vestido era frío aún. Aspiré la limpia fragancia del mar, mezclada con el fresco aroma de las plantas de hoja perenne. Me consideraba una privilegiada por estar allí, caminando por la Tierra, convertida en un ser que sentía y respiraba. Era mucho más emocionante que observar la vida desde otra dimensión. Contemplar desde el Cielo la vida agitada y tumultuosa que se desarrollaba abajo venía a ser como asistir a un espectáculo. Estar en el escenario, en cambio, quizá daba más miedo, pero resultaba también más excitante.
Se me pasó el buen humor en cuanto llegué al número 8 de Sycamore Grove. Examiné la casa pensando que había anotado mal el número. La puerta estaba abierta de par en par y parecía que hubieran encendido todas las luces de la casa. De la sala de estar salía una música a todo volumen y en el porche se pavoneaban un montón de adolescentes más bien ligeros de ropa. No podía ser allí. Comprobé la dirección que la propia Molly me había escrito en un trozo de papel y vi que no me había equivocado. Entonces empecé a reconocer algunas caras del colegio; dos o tres me saludaron con la mano. Subí las escaleras de la casa, que era de estilo bungalow, y poco me faltó para tropezarme con un chico que estaba vomitando por un lado de la terraza.
Consideré la posibilidad de dar media vuelta y regresar a casa. Me inventaría un dolor de cabeza para disimular ante Ivy y Gabriel. Sabía de sobras que ellos no me habrían permitido asistir si hubieran sabido en qué consistía realmente la velada «para chicas» de Molly. Pero se impuso mi curiosidad y decidí entrar un momentito, solo para saludar a Molly y disculparme antes de hacer mutis por el foro.
En el pasillo principal, que hedía a humo y colonia, había una aglomeración de cuerpos apretujados. La música estaba tan alta que la gente había de gritarse al oído para hacerse oír. Como el suelo retumbaba y los invitados bailaban dando bandazos, tenía la sensación de que me encontraba atrapada en medio de un terremoto. La percusión sonaba con tal fuerza que me taladraba los tímpanos. Percibía la atmósfera viciada y un olor a cerveza y bilis que impregnaba el aire. En conjunto, la escena me resultó tan dolorosamente abrumadora que estuve a punto de perder el equilibrio. Pero aquello era la vida humana, pensé, y yo estaba decidida a experimentarla por mí misma aunque me hiciera sentir al borde del colapso. Así pues, inspiré hondo y seguí adelante.
Había gente joven en cada rincón de la casa: unos fumando, otros bebiendo y algunos envueltos en un estrecho abrazo. Me abrí paso zigzagueando entre la multitud y observé fascinada a un grupo que jugaba a un juego que uno de ellos llamó la Caza del Tesoro. Las chicas se ponían en fila y los chicos les lanzaban malvaviscos al escote desde corta distancia. Una vez que acertaban, tenían que retirar el malvavisco usando solo la boca. Las chicas se reían, dando grititos, mientras los chicos hundían la cabeza en su pecho.
No veía a los padres de Molly por ningún lado. Quizás habían salido durante el fin de semana. Me pregunté cómo reaccionarían si vieran su hogar sumido en semejante caos. En el salón de atrás había algunas parejas entrelazadas en los sofás de cuero marrón, haciéndose mimos medio borrachos. Se veían botellas de cerveza vacías por todas partes, y las patatas fritas y las pastillas de chocolate que Molly había puesto en cuencos de vidrio estaban hechas picadillo en el suelo. Identifiqué entre todas aquellas caras la de Leah Green, una de las amigas del grupo de Molly, y me acerqué a ella. Estaba de pie junto a las puertas cristaleras que daban a una terraza con piscina.
—¡Beth! ¡Has venido! —me gritó por encima de la música atronadora—. ¡Una fiesta fantástica!
—¿Has visto a Molly? —respondí, también a gritos.
—En el jacuzzi.
Me escabullí de las garras de un chico ebrio que trataba de arrastrarme hacia la melé de los que bailaban y esquivé a otro que me llamó «hermano» y pretendía darme un abrazo. Una chica lo apartó, disculpándose.
—Disculpa a Stefan —chilló—. Ya va ciego.
Asentí y me deslicé afuera, mientras me hacía una nota mental para añadir aquellas nuevas palabras en el glosario que estaba compilando.
El suelo de la terraza también estaba cubierto de botellas vacías y tuve que caminar con cuidado para no tropezarme. Pese al frío, había adolescentes con bikinis y shorts tirados junto a la piscina o metidos a presión en el jacuzzi. Las luces arrojaban un resplandor azulado e inquietante sobre los cuerpos juguetones. De repente, un chico desnudo pasó corriendo por mi lado y se zambulló en la piscina. Emergió enseguida tiritando, pero con aire satisfecho, mientras los demás lo aclamaban a gritos. Procuré que no se me notara lo horrorizada que estaba.
Sentí un gran alivio cuando localicé por fin a Molly emparedada en el jacuzzi entre dos chicos. Se levantó al verme, estirándose como un gato y entreteniéndose para que los chicos pudieran admirar su cuerpo húmedo y firme.
—Bethie, ¿cuándo has llegado? —preguntó con voz cantarina.
—Ahora mismo —respondí—. ¿Es que ha habido cambio de planes? ¿Qué ha pasado con las mascarillas?
—¡Ay, chica, desechamos esa idea! —dijo, como si la cosa no tuviera la menor importancia—. Mi tía se ha puesto enferma, así que mamá y papá pasarán todo el fin de semana fuera. ¡No podía dejar escapar la ocasión de montar una fiesta!
—Solo he venido a saludar. No puedo quedarme —le dije—. Mi hermano cree que nos estamos poniendo mascarillas faciales.
—Bueno, pero él no está aquí, ¿no? —Sonrió con picardía—. Y lo que Hermanito Gabriel no sepa no va a hacerle ningún daño. Venga, tómate una copa antes de irte. No quiero que te metas en líos por mi culpa.
En la cocina nos encontramos a Taylah, detrás del mostrador, preparando una mezcla en una licuadora. Tenía alrededor una colección de botellas impresionante. Leí algunas de las etiquetas: ron blanco del Caribe, escocés de malta, whisky, tequila, absenta, Midori, bourbon, champagne. Los nombres no me decían gran cosa. El alcohol no había sido incluido en las materias de mi entrenamiento; una laguna de mi educación.
—¿Nos sirves unos Taylah Special a Beth y a mí? —le dijo Molly, rodeándola con sus brazos, mientras balanceaba las caderas siguiendo el ritmo.
—¡Marchando dos Special! —exclamó Taylah, y llenó dos vasos de cóctel casi hasta el borde con aquel combinado verdoso.
Molly me puso uno en la mano y dio un buen trago del suyo. Nos abrimos paso hasta la sala. La música atronaba con tanta fuerza por los dos enormes altavoces situados en las esquinas que incluso el suelo vibraba. Husmeé mi bebida con recelo.
—¿Qué tiene? —le pregunté a Molly por encima del estruendo.
—Es un cóctel —dijo—. ¡Salud!
Di un trago por educación y me arrepentí en el acto. Era de un dulzón repulsivo, pero al mismo tiempo me quemaba en la garganta. Decidida a no ser tildada de aguafiestas, continué de todos modos bebiéndolo poco a poco. Molly se lo estaba pasando en grande y me arrastró entre la masa de gente que bailaba en el centro. Bailamos juntas unos minutos; luego la perdí de vista y me encontré rodeada de una multitud de desconocidos. Intenté hallar algún resquicio entre los cuerpos apretujados, pero en cuanto se abría un hueco, volvía a cerrarse. Varias veces advertí con sorpresa que mi vaso se llenaba de nuevo, como si hubiera una legión de camareros invisibles.
Para entonces ya me sentía mareada y tambaleante, lo que atribuí a mi falta de costumbre a la música ruidosa y al gentío. Daba sorbos a mi bebida con la esperanza de que al menos me refrescara. Gabriel siempre nos daba la lata sobre la importancia de mantener nuestros cuerpos hidratados.
Me estaba terminando mi tercer cóctel cuando sentí un deseo irresistible de desplomarme sin más en el suelo. Pero no llegué a caerme. De repente noté que una mano vigorosa me sujetaba y me guiaba fuera del tumulto. Sentí que me agarraba con más fuerza cuando di un tropezón. Dejé todo mi peso a merced del desconocido y permití que me llevase afuera. Me ayudó a acomodarme en un banco del jardín, donde me senté cabizbaja, todavía con el vaso en la mano.
—No te conviene pasarte con ese mejunje.
El rostro de Xavier Woods se fue perfilando poco a poco en mi campo de visión. Llevaba unos tejanos desteñidos y un polo verde de manga larga bastante ajustado, que realzaba su torso mucho más que el uniforme del colegio. Me aparté el pelo de los ojos y noté que tenía la frente cubierta de sudor.
—¿Pasarme en qué?
—Hmm… con lo que estás bebiendo… porque es bastante fuerte —dijo, como si fuese obvio.
Se me empezaba a revolver el estómago y sentía un martilleo en la cabeza. Quería decir algo, pero no me acababan de salir las palabras a causa de las oleadas de náuseas. Me apoyé débilmente contra él; me sentía a punto de llorar.
—¿Sabe tu familia dónde estás? —me dijo.
Meneé la cabeza, cosa que provocó que todo el jardín empezara a darme vueltas.
—¿Cuántos de estos te has tomado?
—No sé —musité atontada—. Pero no acaba de sentarme bien.
—¿Estás acostumbrada a beber?
—Es la primera vez.
—Oh, cielos. —Xavier sacudió la cabeza—. Ahora se explica que tengas tan poco aguante.
—¿Cómo…? —Me eché hacia delante y casi me fui al suelo.
—Uf —dijo, sujetándome—. Será mejor que te lleve a casa.
—Enseguida me encontraré bien.
—No, qué va. Estás temblando.
Descubrí con sorpresa que tenía razón. Se fue adentro a recoger su chaqueta, volvió enseguida y me la puso sobre los hombros. Tenía su olor y resultaba reconfortante.
Molly se nos acercó con paso vacilante.
—¿Cómo va? —preguntó, demasiado alegre para que le incomodara la presencia de Xavier.
—¿Qué estaba bebiendo Beth? —preguntó él.
—Solo un cóctel —respondió Molly—. Vodka, más que nada. ¿No te encuentras bien, Beth?
—No, para nada —explicó Xavier, cortante.
—¿Qué puedo traerle? —murmuró Molly, totalmente perdida.
—Yo me encargo de que llegue sana y salva a casa —concluyó, e incluso en aquel estado no se me escapó su tono acusador.
—Gracias, Xavier. Te debo una. Ah, y procura no contarle demasiado a su hermano. No parece muy comprensivo.
El olor a cuero de los asientos del coche de Xavier me resultó relajante, pero aun así me sentía como si me ardiera todo por dentro. Percibí solo vagamente el traqueteo del coche durante el trayecto y luego la sensación de ser conducida a tientas hasta la puerta. Me mantenía consciente y oía lo que sucedía alrededor, pero estaba demasiado adormilada para abrir los ojos. Se me cerraban sin que pudiera evitarlo.
Como los tenía cerrados, no vi la expresión de Gabriel cuando abrió la puerta. Pero no se me escapó su tono alarmado.
—¿Qué ha pasado?, ¿está herida? —Noté que me cogía la cabeza con las manos.
—No, no tiene nada —dijo Xavier—. Solo ha bebido demasiado.
—¿Dónde estaba?
—En la fiesta de Molly.
—¿Qué fiesta? No nos hablaron de ninguna fiesta.
—No ha sido culpa de Beth. Creo que ella tampoco lo sabía.
Noté que pasaba a los brazos de mi hermano.
—Gracias por traerla a casa —dijo Gabriel con un tono que no daba pie a más conversación.
—No hay de qué —dijo Xavier—. Se le ha ido la cabeza un rato; quizá convendría que le echasen un vistazo.
Hubo una pausa mientras Gabriel meditaba su respuesta. Yo estaba segura de que no hacía falta llamar a un médico. Además, una revisión médica pondría de manifiesto ciertas anomalías que no era posible explicar. Pero eso Xavier no lo sabía, así que esperé la respuesta de Gabriel.
—Nosotros nos ocuparemos de ella —dijo al fin.
Sonó medio raro, como si tuviese algo que ocultar. Me habría gustado que hubiera intentado parecer más agradecido. Xavier me había rescatado, al fin y al cabo. Si no hubiera sido por él, porque me había visto en apuros, todavía estaría en casa de Molly. Y quién sabía lo que podría haber pasado.
—Muy bien. —Detecté un matiz suspicaz en la voz de Xavier e intuí que se resistía a marcharse. Pero ya no tenía motivo para seguir allí—. Dígale a Beth que espero que se recupere pronto.
Oí sus pasos bajando la escalera y crujiendo sobre la grava, y luego el ruido de su coche al arrancar. Lo último que recordé más tarde fue el contacto de las manos de Ivy, acariciándome la frente, y la sensación de su energía curativa difundiéndose por todo mi cuerpo.