Capítulo 6
Tambaleándose, Jana salió de la alcoba y miró a derecha e izquierda, deslumbrada por las lámparas del corredor. Se había puesto los vaqueros tan deprisa que había olvidado abrocharse el último botón.
Necesitaba recordar la estructura de aquella planta del palacio… ¿Dónde estaba la habitación que Nieve le había asignado a David?
Después de un ligero titubeo, giró a la izquierda y comenzó a caminar en aquella dirección. David ocupaba el cuarto del fondo, el mismo en el que ella había dormido durante su anterior estancia en el palacio.
Su hermano le había asegurado que se quedaría allí toda la tarde. Los guardianes no querían que los acompañara a su expedición a la villa Dayedi, y le habían encargado que cuidase de Jana antes de partir. Heru debía de encontrarse en el piso inferior, vigilando la puerta de la habitación de Yadia para que no escapara. No se oía ningún ruido en el edificio, tan solo un goteo lento procedente de uno de los canalones de la fachada trasera, que martilleaba con su música cristalina sobre las baldosas del patio.
Jana se detuvo a tomar aliento ante la puerta cerrada del cuarto de David. Por un momento, sintió la tentación de regresar por donde había venido. Tenía miedo; las piernas apenas la sostenían. David se iba a alarmar cuando la viese en ese estado…
Si es que aún seguía allí.
Respirando hondo, Jana hizo descender el picaporte de bronce. La puerta se abrió en silencio, y Jana penetró en la penumbra del dormitorio, que olía ligeramente a perfume masculino y a tabaco.
—David —susurró—. David, ¿estás ahí?
Avanzó de puntillas sobre sus pies descalzos, procurando hacer el menor ruido posible. Ya no estaba tan seguro de querer despertar a su hermano como unos segundos antes. Solo quería comprobar que se encontraba bien… Después, regresaría a su cuarto y se prepararía para una larga noche de insomnio.
Sobre la cama de David había una ventana alta y estrecha, sin postigos. La noche en el exterior estaba teñida de un resplandor lunar gastado y amarillento. ¿Qué hora sería? Jana buscó el despertador de su hermano sobre la mesilla, un viejo artefacto cuadrado de agujas fluorescentes. Las tres y media, marcaba. Las tres y media de la mañana.
Jana se inclinó sobre la cama de David. El muchacho se giró hacia ella, emitiendo un leve gemido.
En un instante, la luz de la luna cayó de lleno sobre su rostro. Estaba cubierto de gotas de sudor, algunas tan redondas y gruesas como perlas.
Entonces percibió los detalles que hasta entonces se le había escapado: la respiración entrecortada, los párpados amoratados la expresión de intenso sufrimiento que distorsionaba las facciones de su hermano.
—¿Qué te pasa, David? —Su voz sonó como un grito ahogado—. David… ¡Contesta!
El muchacho abrió los ojos y la miró sin verla. Tenía los ojos vidriosos, y a sus labios afloró una sonrisa enloquecida.
Jana sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
Su mano rozó en una leve caricia la mejilla fría y húmeda de David.
—David… ¿Qué te ha hecho?
Bajo la colcha blanca, los brazos del muchacho formaban una uve invertida. Pero había algo extraño. El relieve del brazo derecho se hundía de un modo antinatural a la altura de la muñeca.
Era la mano enferma, la que había resultado herida en el combate de David contra Heru. Jana nunca había visto las cicatrices de la herida. David jamás permitía que nadie las viera, siempre las llevaba ocultas bajo un guante de raso negro.
Sin embargo, ahora… Jana volvió una vez más los ojos hacia la mesilla donde se encontraba el despertador. Junto al viejo reloj había un guante de raso. Le pareció raro que David se hubiese despojado de él para dormir. No era esa su costumbre.
Tal vez la herida hubiese empeorado. Tal vez le doliese la mano… eso explicaba que se hubiese quitado el guante.
Con las manos trémulas, Jana retiró hacia atrás la colcha y las sábanas.
David llevaba puesto un pijama negro. Una de sus manos, pálida como una flor invernal, descansaba plácidamente sobre su pecho. La otra…
La otra, sencillamente, no estaba.
Jana miró hacia la mano ausente con ojos desencajados. No era solo una ausencia lo que había allí, era algo más. Era… un vacío… un vacío aterrador y profundo como un agujero negro.
Parecía imposible que un vacío así pudiera existir. Jana había oído muchas veces en su infancia historias sobre los Medu que sobrevivían a un contacto con uno de los inmortales. Las heridas que recibían respondían con exactitud a la descripción de lo que estaba viendo: eran grietas en la realidad por donde uno podía asomarse a la nada.
Lo que nadie le había dicho, lo que jamás había oído mencionar, era que aquellas grietas pudieran ejercer sobre la voluntad de quien las contemplaba un efecto magnético.
El pecho de David subía y bajaba rápidamente, al ritmo de su trabajosa respiración. Jana deslizó la mirada hacia su rostro: sus ojos eran como dos negros túneles en cuyo interior brillaba un resplandor mortecino y lejano. Como si allí dentro hubiese un océano de oscuridad y David estuviese atrapado en él, enviando señales luminosas de socorro con una linterna de juguete…
Jana se tapó la cara con las manos y trató de contener sus sollozos. Contra aquella oscuridad no podía luchar. Su magia no servía para enfrentarse a tanto sufrimiento.
No podía ayudar a David.
Dejó que el llanto convulsionara su cuerpo, que la sal de las lágrimas le quemase las mejillas. Los había perdido a los dos: a Álex y a su hermano. Y lo peor era que ni siquiera lo había visto venir: estaba demasiado ocupada haciendo planes, intentando torcer los acontecimientos a su favor, cambiar su futuro y el de su clan…
¿Para qué? ¿Qué le importaba el futuro ya, después de haber perdido a los dos únicos seres que le importaban en el mundo?
En medio de los sollozos, se permitió una cínica carcajada de amargura. Acababa de recordar el rostro burlón de Argo mientras le hablaba del Libro de la Creación. Él era el culpable de todo. Si lo que quería era vengarse de Álex y de ella, lo había conseguido.
Pero ella era más culpable aún que Argo por haber caído en su trampa. Sabía que no debía fiarse de él. Nunca había dudado de que sus intenciones fuesen retorcidas. Sencillamente, no le había importado… Había sobrevalorado su astucia, creyéndose más lista que el viejo guardián. Estaba convencida de que podía tenerlo todo: el libro, Álex…, incluso Erik, si llegaba a cumplirse la profecía…
Como siempre, su arrepentimiento llegaba demasiado tarde. Ahora ya no servía de nada lamentarse: la crueldad que había visto en los ojos del Nosferatu era infinita; la destrucción que estaba contemplando en el rostro de David parecía definitiva, eterna.
Esta vez, había. Y no habría revancha. Sintió un escalofrío al comprender que había librado su última batalla.
Ya no podía cambiar nada. Lo único que le reservaba el futuro era sufrimiento. Y ella no quería seguir sufriendo.
Sus ojos se clavaron nuevamente en la herida de vacío que se había tragado la mano de David.
Había un modo de dejar de sufrir.
Si las antiguas leyendas estaban en lo cierto, aquel hueco en la realidad que Heru había dejado grabado en el cuerpo de su hermano tenía una cualidad contagiosa. Si lo tocaba, si se acercaba lo suficiente a él, aquella nada la contaminaría. Perdería la memoria, el recuerdo de cada símbolo. Nada tendría ya ningún significado para ella.
Se dio cuenta de que eso era exactamente lo que quería.
Temblando, alargó ambas manos y asió el vacío en el extremo del brazo de David. Era un vacío sólido, tan sólido como una mano verdadera, pero una mano invisible, oculta en la más honda negrura.
Se llevó aquel hueco de sombra hacia su pecho y lo apoyó contra su corazón.
Estaba helado. El frío le entumeció primero los dedos de las manos, luego la piel del pecho, y después todo el costado izquierdo desde el cuello hasta la cintura. Era un frío agradable, un cosquilleo que terminaba disolviéndose en un extraño adormecimiento. Aquello, pensó, era lo que debían de sentir los alpinistas justo antes de morir congelados…
Insensiblemente, el frío se le fue metiendo dentro. Le heló los pensamientos, dejándole tan solo una vaga conciencia de que aún seguía viva. También era consciente de que el tiempo no se había detenido. Transcurría con infinita lentitud, pero esa lentitud ya no le producía ninguna angustia. No pensaba en el futuro, ese concepto ya no tenía ningún significado para ella. Ni tampoco el pasado.
En adelante, viviría así, sorprendiéndose de cada latido de su corazón como si fuera el primero, sin recordar que un segundo antes había sentido lo mismo.
En algún momento, la penumbra de la habitación se volvió violácea, y luego albaricoque. Jana sonrió maravillada ante el cambio de color de la luz. No entendía su origen, pero le gustaba.
Junto a ella, tendido sobre un rectángulo mullido y blanco, había un hombre joven con los ojos cerrados. Temblaba de pies a cabeza.
Jana se preguntó por qué temblaba; pero enseguida olvidó su propia pregunta. La luminosidad del exterior había comenzado a debilitarse. Se asomó a la ventana, perpleja. La atmósfera, de pronto, ya no era anaranjada, sino gris. Miró hacia arriba, hacia el cielo. No había nada en él, solo un reflejo de plomo que se volvía más oscuro a cada momento.
Sin saber por qué, Jana sintió un miedo irracional al contemplar aquel cielo sombrío. Y gritó.
Notaba los párpados terrosos, deshaciéndose en arena alrededor de sus pestañas. Abrió los ojos. La imagen tardó unos instantes en enfocarse.
Había un hombre sentado frente a ella. Su rostro la miraba con una tristeza que Jana no podía comprender. Había una expresión severa en sus ojos verdosos. Algo que no encajaba con su cuerpo juvenil ni con su agradable fisonomía.
—¿Quién eres? —preguntó Jana.
Su pronunciación era torpe, como si estuviese hablando en un idioma extranjero para ella. Y en cierto modo, lo era… Porque cada palabra la sorprendía como si fuera la primera vez que la oía; o, más bien, como si fuese un recuerdo de una palabra lejana, perdida en los pliegues más antiguos de su memoria.
—No importa quién soy yo, lo importante es quién eres tú —dijo el hombre, mirándola a los ojos—. ¿Lo recuerdas?
Jana hizo un esfuerzo por recordar. La luz era cálida y rosácea al principio, luego todo se había vuelto de color ceniza. Y eso la había asustado.
Miró a su alrededor. Los objetos parecían envueltos en sombras más densas aún que antes. La penumbra ya no era gris, sino espesa y turbia. Parda quizá… de un tono pardo que, en las esquinas, se espesaba hasta volverse completamente negro.
Volvió a sentir el mismo escalofrío de miedo que, poco antes le había arrancado un chillido animal. Sus ojos buscaron, aterrorizados, la mirada del hombre que acababa de formularle una pregunta.
—Lo siento, no recuerdo lo que me has preguntado —se disculpó—. ¿Podrías repetírmelo?
—Te he preguntado quién eres —repuso el hombre. Las arrugas de su frente se habían vuelto más profundas—. Vamos; tienes que decírmelo.
Jana volvió a mirar en torno suyo, buscando una respuesta. Había muchos objetos en aquella habitación. Algunos los reconocía, incluso sabía para qué se utilizaban. Otros, en cambio, no.
Distinguió con claridad un rectángulo opaco recortado en la pared que tenía frente a ella. Una ventana. Y, debajo, una cama en la que dormía un muchacho. O quizá no dormía… Temblaba mucho, y parecía enfermo.
—Te estás distrayendo —la regañó el hombre en tono impaciente—. No tenemos tiempo para esto. Tienes que recordar. Tienes que decirme quién eres.
Jana se encogió de hombres y esbozó una sonrisa infantil…
—No se sí —dijo—. Dímelo tú, pareces saberlo todo…
—Eso no servirá de nada. Tienes que ser tú la que recuerdes. Si no lo haces por ti misma, tendré que obligarte. Y no será nada agradable, te lo puedo asegurar.
Jana lo miró con indiferencia. Sus ojos regresaron al muchacho dormido. Una forma oscura descansaba sobre su pecho, subiendo y bajando al compás de su respiración.
Sus ojos se agrandaron, fascinados. Allí estaba la respuesta que el hombre pedía. No; era otra cosa… Algo que haría que el hombre dejase de molestarla. Algo que volvería inútiles todas las preguntas.
Se levantó y al hacerlo la vista se le nubló y sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que volver a sentarse. Eso le hizo sentirse mal. Quería tocar aquella forma negra. Necesitaba sentirla cuanto antes. Era la única manera de que el hombre la dejase tranquila.
Alargó la mano en dirección al muchacho dormido.
—No —dijo el hombre que tenía enfrente sin alzar la voz.
Su tono era suave, seguro, empapado de una extraña autoridad. Jana retiró la mano y volvió a posarla en su regazo.
Sus ojos se clavaron el rostro del desconocido, interrogándolo en silencio.
—Eso es bueno —dijo el hombre—. Empiezas a sentir curiosidad. Quieres saber quién soy… Eso es bueno —repitió.
Jana asintió sin demasiada convicción. Todavía no se había recuperado del todo del vértigo que había experimentado al levantarse. Las sombras que avanzaban sobre los muebles le producían un malestar físico, un vacío en el estómago que le hacía sentir gana de vomitar.
—No puede hacerlo —murmuró, luchando contra el peso de sus párpados—. Lo siento, no puedo… No puedo recordar.
El desconocido asintió. Su rostro reflejaba una profunda compasión, y también algo parecido al miedo.
—Entonces, tendré que ayudarte —dijo—. Habría preferido que fuese de otra manera, porque esto te va a causar un gran dolor. Pero no podemos seguir esperando. Mírame bien, Jana. Mira mi mano…
Jana obedeció, insensible al sonido de su propio nombre. La mano del desconocido estaba enfundada en un guante de raso de color marfil.
—Lo siento, Jana. Pase lo que pase, no dejes de mirar.
El hombre comenzó a sacarse el guante tirando de él con la otra mano. Cada uno de los tirones iba acompañado de un breve gemido de dolor. El hombre parecía estar sufriendo intensamente, y su dolor se acentuaba a medida que su mano iba quedando al descubierto.
Si es que aquello era una mano…
Jana contemplo fascinada la bellísima estructura que hasta entonces había permanecido oculta bajo el guante. Era un maravilloso entramado de huesos, músculos y vasos sanguíneos dibujados en tres dimensiones con una tinta negra de cualidades evidentemente mágicas. Dependiendo del reflejo de la luz sobre ella, la tinta se volvía plateada en algunos trazos, de un rojo o azul transparente en otros. Los juegos de luces y reflejos revelaban una infinidad de signos ocultos en aquella delicada arquitectura de elementos corporales.
Jana alargó la mano, incapaz de resistirse a tanta belleza.
Al tocar el dibujo esculpido en tres dimensiones, sintió un dolor insoportable. Un dolor tejido de recuerdos, algunos angustiosos que habría hecho cualquier cosa por escapar de ellos, refugiándose de nuevo en el olvido.
Sin embargo, eso ya no era posible. Había tocado la herida mágica, la herida que contenía todo el poder de los antiguos símbolos.
Había tocado la herida de Heru.
Sus ojos se encontraron con los del guardián. Nunca hasta entonces se había preguntado qué secuelas le habría dejado su combate con David, cuando ambos se enfrentaron en la Caverna. Ahora ya lo sabía: la herida de Heru era el reverso de la herida de su hermano. Era como si, allí donde sus cuerpos habían entrado en contacto, ambos hubiesen intercambiado una parte de su espíritu. En el brazo de David había quedado impreso el vacío de símbolos en el que, durante siglos, había vivido inmerso su enemigo. Y en brazo de Heru se había grabado la riqueza del mundo artístico e imaginativo de David.
Jana se estremeció. No le extrañaba en absoluto que ambas heridas resultasen tan dolorosas para sus respectivas víctimas.
—Veo que has recordado quién eres —murmuró Heru, retirando suavemente la delicada prótesis de tinta y cristal que sustituía su antigua mano—. Lo siento, Jana. Sé que habrías preferido no recordar.
Jana desvió la mirada hacia la cama en la que yacía David, tiritando de fiebre.
—No —murmuró—. Al contrario, debo darte las gracias.
Observó la densidad de las sombras que se alargaban sobre la alfombra y los muebles venecianos, y luego alzó los ojos hacia el rectángulo negro de la ventana.
—¿Qué hora es? —preguntó, desconcertada—. Cuando vine a ver a mi hermano, debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Creo que vi amanecer… ¿Por qué vuelve a ser de noche? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No es de noche, Jana. Sigue siendo de día. Esta oscuridad es artificial. La ha provocado él. Es más poderoso de lo que todos nosotros imaginábamos.
Jana asintió. No necesitaba preguntar a quién se refería Heru. Sabía que hablaba de Nosferatu.
Por última vez, sus ojos se dejaron atrapar por el vacío negro que descasaba sobre el pecho de su hermano David. Podía sentir su inmensa atracción. Sin embargo, esta vez no se dejaría llevar por ella.
Huir no le serviría de nada. Eso no detendría al Nosferatu. Solo le haría olvidar que él seguía allí, acechando, intentando extender por todas partes su sed de destrucción.
—Si quieres, puedes descansar un poco —dijo Heru, tratando de sonreír—. Al fin y al cabo, da lo mismo lo que hagas, lo que hagamos todos nosotros. Nada lo detendrá.
—Yo lo detendré. Al menos, lo intentaré. Ahora me siento capaz de hacerlo. Tu herida me ha dado fuerzas, Heru. Gracias por mostrármela.
Heru asintió.
—Sabía que te haría reaccionar. Es monstruosa, en eso reside su fuerza.
—¿Monstruosa? —Ahora, era el rostro de Jana el que reflejaba una inmensa piedad—. Es hermosa, Heru. Es increíblemente hermosa… Algún día te darás cuenta.
Heru la miró con expresión sombría.
—Ya me doy cuenta ahora, Jana —murmuró—. Lástima que sea demasiado tarde…
—¿Por qué dices eso?
Los ojos verdes de Heru se clavaron en el hueco negro que descansaba sobre el pecho de David.
—Porque yo podría haber evitado todo esto —murmuró—. Pude hacerlo, pero no quise. Estaba demasiado ocupado luchando conmigo mismo. Con la belleza de este muñón extraño que llevo unido para siempre a mí.
Jana se estremeció, como si una serpiente de hielo se hubiese enroscado en su espina dorsal.
—No te entiendo, Heru…
—Ven conmigo y lo entenderás. Entenderás lo que está pasando… Y me reprocharás que te haya arrancado del olvido para obligarte de nuevo a sufrir.