Capítulo 1

En el pasillo, las lámparas estaban encendidas. Jana miró hacia el rellano que había al fondo, donde se encontraban las escaleras. Notaba que algo había cambiado, pero no sabía exactamente qué.

Antes de cerrar la puerta del cuarto de David, se detuvo y miró una vez más hacia la cama, indecisa.

—No deberíamos dejarlo solo —murmuró—. Está muy mal…

—Lo que le ocurre a David es lo mismo que le ocurre a la ciudad entera. Se trata de una peste, Jana. Una peste que afecta hasta el último rincón de Venecia. La ha provocado él, el monstruo. El Nosferatu.

—Pero tú estás sano, y yo también…

—No es una peste que afecte a las personas. Afecta a la belleza de la ciudad, a los edificios, a los cuadros… A todos los objetos artísticos que se albergan en ella.

—¿No afecta a las personas? —Jana cerró la puerta y miró a Heru, perpleja—. Entonces, ¿por qué a David sí?

—Tú conoces a tu hermano mejor que yo. Aunque yo también lo conozco bastante bien, después de… después de esto —dijo, acariciándose el guante marfileño con el ceño fruncido—. David es un artista. Vive para crear, para expresarse a través de su arte. Quizá por eso la plaga le ha afectado también a él…

—Pero ¿por qué? —La pregunta de Jana resonó en las bóvedas del corredor como un grito desesperado—. ¿Por qué hace todo esto? Es Álex, por el amor de Dios. Es Álex… O, al menos, una parte de él.

—No es Álex, Jana; es el Nosferatu. Álex solo es el instrumento que el monstruo utiliza para conseguir sus objetivos. Creo que está haciendo todo esto para obligarte a salir del palacio y enfrentarte con él. Aquí dentro estás protegida, no puede hacerte daño. Pero él sabe que antes o después saldrás, que intentarás detener toda esta destrucción.

—Lo sabe porque me conoce —murmuró Jana—. Me conoce a través de Álex. Es… es horrible…

Heru le cogió una mano y la arrastró suavemente hacia delante, en dirección a la escalinata.

—Ven —dijo—. Quiero enseñarte algo. Así podrás hacerte una idea más exacta de lo que está ocurriendo.

El guardián abrió la puerta del salón principal del segundo piso, encendió las luces y se apartó para dejar paso a la muchacha.

Al entrar, Jana ahogó una exclamación de horror. Las diez bombillas repartidas entre las dos lámparas de cristal del techo apenas conseguían perforar el espesor de las sombras que se habían apoderado de la estancia. Pero, aun así, su luz debilitada y turbia bastaba para comprobar la inquietante transformación que habían sufrido los numerosos objetos de valor repartidos sobre los muebles y las paredes…

Para empezar, el lienzo de la escuela de Tintoretto que representaba a un famoso cardenal veneciano se había oscurecido hasta engullir prácticamente la totalidad del retrato. Lo mismo ocurría con un paisaje de Canaletto colgado en la pared opuesta, y con un fragmento de un fresco de Tiépolo rescatado de una iglesia en ruinas y restaurado sobre el techo de la habitación. El busto de mármol del emperador Marco Aurelio, situado sobre una pequeña columna, entre dos grandes ventanales que daban al Gran Canal, se hallaba tan desgastado como si hubiese permanecido siglos bajo el agua.

Y lo mismo sucedía con el resto de los objetos: los dibujos geométricos de la alfombra persa eran poco más que una mancha de color café con leche sobre un fondo cremoso; el reloj de bronce que descansaba sobre la chimenea había perdido sus delicados relieves bajo una espesa costra de óxido verdeazulado; incluso la tapicería de las sillas doradas se veía sucia y raída.

—Asómate al canal —indicó Heru, abriendo una de las ventanas—. Es como una pesadilla…

Jana miró hacia la hilera de palacios situados al otro lado de la corriente, cuyas aguas, más turbulentas que de costumbre, eran ahora de un desagradable color chocolate.

Todo había cambiado. Los armónicos frontones sobre las ventanas habían desaparecido, las logias adornadas de esbeltas columnas se habían derrumbado. Las puertas de madera labrada colgaban de sus goznes, medio podridas. Había trozos de cornisa atravesados en el muelle, y el fragmento de un ángel de mármol con las alas rotas se sostenía en precario equilibrio sobre el toldo de rayas de un restaurante. Las góndolas parecían vainas viejas de alguna legumbre gigante amontonadas en los embarcaderos. Parduscas, hinchadas…

—Tenemos que detenerle —dijo Jana, luchando contra el nudo que se le había formado en la garganta—. ¿Dónde están Nieve y Corvino?

—Regresaron hace un par de horas de Vicenza. La plaga ya había empezado… Volvieron a salir para intentar encontrar al Nosferatu. Si alguien puede detenerle, son ellos dos, Jana.

—Está claro que su visita a la villa de Dayedi no ha servido de nada. Si hubiesen encontrado el cuerpo de Álex…

—Aunque lo hubiesen encontrado, ninguno de nosotros sabe cómo devolverle su parte espiritual. Esa criatura que lo ha secuestrado es más antigua que nuestras tradiciones, más antigua que el hombre mismo.

—El Libro de la Muerte —murmuró Jana—. David me contó, que, según una tradición Medu, existen dos libros mágicos complementarios: el Libro de la Muerte y el de la Vida. Él cree que la suma de los dos libros formaría el Libro de la Creación.

Heru la miró con atención.

—Es una teoría interesante —dijo—. No conocía esa leyenda…

—La leyenda dice también que el Libro de la Muerte solo puede leerlo un hombre, mientras que el Libro de la Vida solo puede leerlo una mujer. Y David cree que yo… que yo podría ser…

—¿Que tú podrías ser esa mujer? Jana…, ¿qué estás pensando?

—Si David tiene razón, quizá yo podría detener a ese monstruo. Podría unirlo a su otra mitad, al Libro de la Vida. Eso lo destruiría.

Heru sonrió, escéptico.

—¿Y dónde está el Libro de la Vida, Jana? ¿Tú lo sabes?

Jana hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Quizá el libro venga a mí, como su otra mitad fue a Álex. Tengo que intentarlo, Heru. Puede que sea la única forma de salvar a mi hermano. Y quizá a Álex también.

Heru arrugó el entrecejo.

—Sería una locura —murmuró—. Es justamente lo que él quiere, que salgas a buscarlo. No tienes ninguna oportunidad contra él, Jana. Es mucho más poderoso que tú.

—De todas formas, ¿qué perdemos con intentarlo? Las cosas ya no pueden estar peor.

—En eso te equivocas: empeoran a cada momento. Fíjate en las paredes. Mira…

Jana miró de nuevo hacia el canal. Algunos de los palacios de enfrente se habían desmoronado por completo, formando una humeante pila de escombros. El ángel de piedra que había caído sobre el toldo se había corroído hasta formar un muñón irreconocible.

Y lo mismo ocurría dentro de la estancia. Los marcos de los cuadros colgaban hechos pedazos de un jirón de lienzo ennegrecido. No quedaba ni rastro de su brillo dorado, de sus relieves y volutas. Solo madera rota… Astillas para el fuego.

Jana tuvo que apoyarse en la pared para luchar contra el vacío que se había apoderado de su estómago.

—Ni siquiera he oído nada —musitó—. ¿Todo esto ha ocurrido mientras hablábamos?

—La plaga silenciosa. Una enfermedad mágica que afecta a las obras de arte y a los símbolos, a las ficciones creadas por los hombres. Si no fuera por la protección de estos muros, probablemente ya habrías olvidado esa leyenda acerca del Libro de la Vida y el Libro de la Muerte que me acabas de contar.

—Yo no soy una humana cualquiera, Heru —replicó Jana con orgullo—. Soy una princesa Agmar. Tengo mis propias protecciones mágicas.

—No serán suficientes. Escúchame, Jana, por favor. Tienes que hacerme caso… Pase lo que pase, no debes abandonar la protección del palacio. Corvino y Nieve ya están buscando al Nosferatu. Ellos tienen muchas más posibilidades que tú de detenerlo.

Jana miró a los ojos al guardián.

—¿Y cómo van a hacerlo? —preguntó suavemente—. ¿Destruyéndolo? ¿Destruyendo a Álex?

—Si es necesario, sí. Aunque solo como último recurso…

—¿Y eso te parece bien? —Jana parecía a punto de perder el control—. Tú has luchado durante siglos contra los Medu, contra todo lo que nosotros representamos. El Nosferatu está consiguiendo lo que tú y tus compañeros no lograsteis a lo largo de mil batallas…

—Sí. —Heru apretó la mandíbula—. Por eso hay que detenerle. Y por eso tenemos que hacerlo nosotros.

Jana contempló en silencio el agua turbia del canal y las pocas fachadas que aún quedaban en pie al otro lado, erosionadas por la peste mágica hasta resultar irreconocibles.

—No lo entiendo —dijo por fin—. Tú no eres como Nieve ni como Corvino, no has… no has cambiado después de lo de la Caverna. Nunca quisiste la paz con los Medu. Has aceptado la nueva situación resignadamente, pero es evidente que no te gusta…

—Así fue, al principio. —Heru cerró los ojos un momento, y luego volvió a abrirlos—. Odié a tu hermano por lo que me hizo. Esta herida… me producía una invencible repugnancia. Estaba loco de decepción, me sentía derrotado… Y cometí un error.

Su mano derecha acarició pensativamente el guante de raso que cubría la izquierda. Sus ojos miraban hacia la chimenea, vidriosos, como si estuviesen contemplando las llamas de un fuego inexistente.

—Argo me contó lo que iba a hacer —continuó—. Quería que colaborase en su plan. Tuve la suficiente sensatez como para decirle que no, pero no se lo conté ni a Nieve ni a Corvino. Decidí… ¿Cómo decirlo? Decidí mantenerme neutral. Pensé que si Argo conseguía su objetivo, no sería tan malo…

—¿Su objetivo? —Jana intentó distinguir la mirada de Heru en la penumbra—. ¿Tú sabes cuál era?

El guardián asintió.

—Él me dijo que quería devolver a Álex a la senda del Último. Si lo piensas bien, es lo que ha hecho. Tú misma lo dijiste hace un momento: lo que está haciendo el Nosferatu es lo que se supone que debería haber hecho el Último Guardián.

—Destruir los símbolos y las ficciones de los hombres. Pero Venecia es solo una ciudad entre miles. No es posible que…

—Sí es posible, Jana. La plaga se extenderá a otros lugares, probablemente ya haya empezado a hacerlo. Tú misma has visto con tus propios ojos la rapidez con la que avanza. Incluso aquí, pese a que estamos protegidos, continúa avanzando.

Jana no necesitaba mirar a su alrededor para comprobar que Heru decía la verdad. Sus ojos no podían apartarse de los de él. Necesitaba saber todo lo que él sabía. Necesitaba respuestas.

—Si decidiste mantenerte neutral, ¿por qué estás aquí, intentando ayudarme? ¿O es que quieres impedir que salga del palacio porque temes que pueda acabar con esto?

El rostro de Heru se ensombreció.

—Cometí un error, ya te lo dije. El combate con David me trastornó, no podía soportar la idea de tener que convivir con esta herida durante toda mi vida… Pero luego, poco a poco, me he ido acostumbrando a ella. Me ha cambiado, Jana. Tú has visto cómo es hace un momento, has visto lo hermosa que es. Tienes que entender lo que me ha sucedido… Desde que vivo con esto, he abierto los ojos a muchas realidades que ni siquiera sabía que existían: la música, la belleza de un cuadro, hasta un insignificante barco de papel… Ahora siento el mundo de otra manera. Puedo captar las emociones de otras personas a través del arte que crearon. Puedo compartir esas emociones, experimentar estados de ánimo que ni siquiera había imaginado que pudiesen existir… No quiero perder nada de eso; no quiero que el arte y los símbolos desaparezcan.

Jana asintió en silencio. Sabía que Heru no le estaba mintiendo. Si hubiese seguido siendo el mismo de antes, no habría sido capaz de inventarse un discurso como el que acababa de pronunciar.

—Si lo que dices es cierto, tienes que dejarme salir —murmuró, cogiendo la mano enguantada de Heru entre las suyas—. Yo te he creído, Heru. Ahora necesito que tú creas en mí…

Un temblor silencioso hizo vibrar el suelo, haciendo caer el reloj de bronce que había sobre la repisa de la chimenea. Sus agujas se desprendieron y resbalaron sobre las baldosas.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Jana asustada.

Heru se había lanzado como una exhalación hacia la puerta. Jana lo oyó correr por el pasillo, descender un tramo de escaleras, volver a subir, y finalmente regresar con pasos apresurados a reunirse con ella.

—El edificio se ha hundido —dijo, volviendo a entrar—. Las bodegas se han derrumbado. El piso de abajo debe de encontrarse ahora por debajo del nivel del agua. Si no fuera por la magia que nos protege, se habría inundado…

—¿Qué podemos hacer? Tenemos que salir, Heru. Si esperamos más, puede que ya no lo consigamos.

Heru alzó la mano enferma, indicándole que se callara. Parecía estar escuchando algo, aunque en la habitación reinaba el más absoluto silencio. Era como si sus ojos pudiesen ver a través de las paredes, como si estuviesen contemplando una escena en algún otro rincón del edificio.

—Ya no será necesario —dijo, pasando un brazo sobre el hombro de Jana y conduciéndola hacia la puerta—. Está aquí. Ese idiota de Yadia le ha dejado entrar.

Jana creyó oír los latidos desbocados de su corazón.

—¿Álex? —Preguntó con un hilo de voz—. ¿Álex está aquí?

Heru se volvió hacia ella y la miró con ojos angustiados.

—No, Jana. No es Álex. Es el Nosferatu… Y ha entrado aquí para acabar contigo.