Capítulo 4
Transcurrió casi una hora antes de que Álex pudiese ponerse en pie. Su respiración, muy débil al principio, iba ganando estabilidad a cada minuto, pero los latidos de su corazón seguían siendo demasiado rápidos y desordenados. Jana permaneció todo el tiempo a su lado, susurrándole palabras dulces al oído, palabras que ni ella misma se creía capaz de pronunciar. Álex intentaba responder, pero los murmullos que brotaban de sus labios resultaban ininteligibles. Él mismo se daba cuenta de ello, y trataba de suplir la debilidad de su voz con la elocuencia de su mirada. Jana nunca le había visto mirarla así, con aquella mezcla de respeto y ternura. Era… era como si la estuviese viendo por primera vez.
Solo cuando Álex logró incorporarse, Jana se fijó en el escenario que los rodeaba. La bóveda de la caverna se había derrumbado en parte, dejando entrar la luz del sol a borbotones. Las aguas de la laguna, antes subterráneas, reflejaban ahora todo el esplendor de aquella luz en su superficie, apenas rizada por el viento. Ahora parecía mucho más ancha que antes.
A la orilla de la laguna, unos cincuenta metros corriente abajo, flotaba una góndola; una góndola normal y corriente, amarrada a un sencillo embarcadero de madera.
El joven que la custodiaba se encontraba sentado sobre las tablas del embarcadero con las piernas colgando sobre el agua. Desde su posición, Jana solo podía verlo de perfil, pero reconoció de inmediato las facciones de Yadia.
El muchacho parecía ensimismado contemplando el fondo de la laguna, tanto que en ningún momento se volvió a mirarlos; sin embargo, estaba claro que los esperaba.
Pasándose un brazo de Álex por encima de los hombros, Jana ayudó a su amigo a caminar hacia la embarcación. Al acercarse a ella, se dio cuenta de que el canal por el que había navegado antes, junto a Armand, no terminaba en la laguna. Parecía continuar en la orilla opuesta, fluyendo a través de una estrecha hoz, entre gigantescos relieves de caliza blanca.
Cuando llegaron hasta la barca, Yadia los observó con curiosidad.
—Enhorabuena —dijo—. ¿Habéis conseguido lo que queríais?
Jana frunció ligeramente el ceño.
—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Creía que el Nosferatu era «tu señor»; así fue como lo llamaste… ¿No sabes que él se ha ido para siempre?
Yadia asintió con perfecta indiferencia.
—Cuando dije eso, solo estaba bromeando. Lo que le haya ocurrido al Nosferatu no me importa ni lo más mínimo. Lo que quiero saber es si, por fin, habéis encontrado el libro.
Jana y Álex se miraron. Ninguno de los dos había pensado en el Libro de la Creación después de la destrucción del Nosferatu.
Jana ayudó a Álex a embarcar y, después, saltó tras él. Yadia se situó en la popa de la góndola y hundió su pértiga en el fango de la laguna.
La barca se apartó suavemente de la orilla. Yadia maniobró para girar un poco la proa y dirigirla hacia la garganta de rocas.
—¿No regresamos por donde vinimos? —preguntó Jana, mirando con inquietud la galería subterránea que Yadia había utilizado para guiarla hasta aquel lugar.
Yadia sonrió.
—Esta vez navegaremos a cielo abierto. A todos nos vendrá bien un poco de luz después de la negrura de estas últimas horas. Se me había olvidado lo hermoso que es el sol… Bueno, ¿qué? ¿No vais a contarme lo del libro?
—¿Por qué tendríamos que contártelo? —Repuso Jana con desdén—. Nos has mentido un millar de veces; por tu culpa, Álex ha estado a punto de morir…
—¿En serio? —Yadia desplegó una traviesa sonrisa—. Quién iba a decir que la intervención de un humilde mercenario Írido iba a resultar tan importante.
—Déjate de burlas —le cortó Jana—. Álex está cansado; necesitamos llegar al palacio de los guardianes cuanto antes.
—No soy un taxista. Ni siquiera un gondolero profesional. Pero, por esta vez y sin que sirva de precedente, haré lo que me has dicho: os llevaré al palacio… Y no os cobraré nada —añadió, guiñando un ojo.
La góndola se internó en el verdoso canal que fluía a través de la hoz de roca caliza. El único sonido que interrumpía el silencio era el chapoteo de la pértiga de Yadia al hundirse en el agua. Álex contemplaba fijamente los reflejos esmeraldas del canal sobre las desgastadas moles de roca blanca. Parecía muy cansado.
—Lo único que quiero a cambio de este pequeño servicio es que me contéis lo que ha pasado con el libro —insistió Yadia—. Tengo derecho a saberlo.
Los ojos de Álex se encontraron de nuevo con los de Jana.
—El libro ha sido destruido —murmuró en tono exhausto—. Ha muerto para siempre, junto con el Nosferatu. ¿No lo has visto tú mismo? El texto estaba escrito sobre las paredes y las columnas del templo. Y el templo desapareció junto con el monstruo.
—Pero los dos estuvisteis dentro mucho rato —objetó Yadia, con un extraño brillo de impaciencia en la mirada—. Da lo mismo que el libro se haya destruido, basta que alguien haya podido leerlo…
—¿Crees que, si hubiésemos leído el libro, dependeríamos de ti para que nos sacases de este lugar? —Preguntó Jana con ironía—. Se supone que ahora seríamos todopoderosos… El libro estaba allí, pero renunciamos a leerlo. Lo creas o no, es lo que hicimos.
Una palidez mortal cubrió el rostro del nido.
—Estás mintiendo —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Crees que soy idiota? Nadie habría renunciado a leer el Libro de la Creación, y tú menos que nadie, Jana.
Álex hizo ademán de levantarse para responder a Yadia como se merecía, pero la debilidad de sus piernas se lo impidió.
—Tú no sabes nada sobre Jana —dijo, apretando los dientes—. Ella pudo elegir, y eligió renunciar a su poder.
Yadia se echó a reír, incrédulo.
—¿Cómo podéis pensar que voy a tragarme algo así? Si habéis leído el libro, no podréis ocultarlo. Y algo me dice que lo habéis leído. Si no, ¿cómo lograsteis derrotar al monstruo?
Álex iba a contestar cuando una mirada de Jana lo detuvo.
—Déjalo, Álex —murmuró la muchacha—. No se merece ninguna explicación.
El Írido parecía cada vez más irritado.
—No me digáis que no tuvisteis tiempo. Los libros de los Kuriles no precisaban tiempo para ser leídos; se abarcaban instantáneamente.
—Este no era un libro Kuril, Yadia —replicó Álex con cansancio—. Era mucho más antiguo que los propios Medu.
—Muy bien. Volcaré la góndola si es necesario; hundiré tu cabeza en el agua hasta que ella hable. —La voz de Yadia resonaba en las moles de mármol que los rodeaban con una inquietante reverberación—. Estás muy débil, no podrás defenderte…
—Basta, Yadia —dijo Jana, mirándole a los ojos—. Ni siquiera pensé en leer el libro. En ese momento, el libro era lo que menos me preocupaba. Pensaba en la plaga, en cómo encontrar la fuente de oscuridad que se había apoderado de Venecia, y sobre todo pensaba en cómo salvarlo a él. Y encontré la forma, ¿sabes? Destruí la fuente de todos mis poderes.
Yadia abrió la boca, asombrado. Luego, volvió a cerrarla.
—¿El… el zafiro de Sarasvati? —preguntó finalmente.
—Sí —confirmó Jana—. Destruí el zafiro.
La mirada de Yadia fue del rostro de Álex al de Jana, para regresar de nuevo al de Álex.
—Es cierto —murmuró, desconcertado—. Es cierto, lo veo en vuestros ojos… Pero ¿por qué? ¿Por qué, Jana? Si lo hubieras utilizado para leer el libro…
—Al destruirlo, la balanza se inclinó a mi favor —replicó Jana sonriendo—. El Nosferatu había utilizado el poder de la piedra para arrojar un conjuro de oscuridad sobre Venecia. Yo me di cuenta… Y comprendí que, si lograba destruir el zafiro, habría destruido al monstruo.
Álex sonrió débilmente al oír el relato de Jana. Aquella versión de los hechos simplificaba bastante lo que había sucedido en realidad. Pero era lógico que Jana no quisiese contar lo que realmente había hecho. Aquello, lo que había pasado en el interior del templo mágico, era un secreto entre ellos dos. Un secreto que los uniría para siempre.
Al menos, su narración había conseguido disipar las dudas de Yadia. Era evidente que el mercenario había creído a la muchacha.
Su rostro, mientras navegaban en silencio entre las rocas, reflejaba un sufrimiento tan profundo que Jana comenzó a sentir pena por él.
—¿Por qué era tan importante para ti que leyésemos el libro? —Preguntó, casi con amabilidad—. Al fin y al cabo, tú no habrías ganado nada…
—Al contrarío —repuso Yadia con gesto ausente—. Habría perdido mucho. Eilat rae lo advirtió en una ocasión. No entendía que yo quisiese renunciar…
Sus ojos se encontraron con los de Álex y se estremeció, como si despertase de un sueño…
—Lo siento —se disculpó—. Estaba pensando en voz alta.
Jana advirtió una ligera vibración en la máscara que cubría el rostro del mercenario. Ya había sucedido en otras ocasiones…
Sin embargo, esta vez Jana apartó la mirada. Ya no deseaba obligar a Yadia a desvelar su verdadera identidad. Al fin y al cabo, tenía derecho a intentar proteger sus secretos. Como todo el mundo.
Poco a poco, las rocas que flanqueaban el canal fueron dispersándose, hasta desaparecer completamente. Jana observó con asombro que habían ido a parar a la gran Laguna de Venecia. Frente a ellos, a una distancia considerable, la silueta del Palacio Ducal se recortaba contra un cielo profundamente azul sobre la Riva degli Schiavoni. A un lado quedaba la isla de la Giudecca, y justo por detrás la hermosa iglesia de San Giorgio…
Al menos, debería haber estado allí. Pero no estaba.
Y, fijándose bien, tampoco el Palacio Ducal tenía el aspecto de siempre. Su silueta parecía desdibujada, como si le hubiesen amputado sus rasgos arquitectónicos más reconocibles.
Un vértigo insoportable obligó a la muchacha a cerrar los ojos.
Se había equivocado. Tanto ella como Álex estaban convencidos de que, al derrotar al monstruo y deshacer el conjuro de oscuridad, habían acabado con la plaga que asolaba Venecia.
Sin embargo, no era así. Cuanto más se acercaban al embarcadero del Molo, más evidentes eran los estragos que la peste mágica había producido en la ciudad. Las cúpulas de la basílica de San Marcos se habían derrumbado, y el viento arrastraba las teselas vidriadas de sus mosaicos sobre el suelo de piedra de los muelles. Allí donde mirara, Jana podía ver el progreso continuo de la destrucción: una cornisa que se desplomaba, un balcón que se hundía, una puerta arrancada de cuajo que flotaba en el agua, a la deriva…
Bajo la luz despiadada del sol, los destrozos se veían con total nitidez, lienzos desgarrados, trípticos rotos, muebles despedazados se acumulaban sobre los muelles en medio de un silencio sepulcral en el que solo se oía el batir del agua contra las orillas de los canales y el rumor incansable del viento.
Mirasen a donde mirasen, todo lo que los rodeaba era enfermedad y destrucción.
Sencillamente, Venecia se moría.
En el palacio de los guardianes reinaba un silencio absoluto. Mientras subían las escaleras, Jana podía escuchar con toda claridad el eco de sus zapatos sobre las paredes desnudas de cuadros y adornos. Por un momento temió que no hubiera nadie, que todos hubiesen huido…
Pero justo en ese instante oyeron una puerta que se abría, y pocos segundos más tarde Nieve apareció en el rellano del primer piso.
La joven esperó a que terminaran de subir. Al ver a Álex, una sonrisa iluminó su fatigado rostro.
—Jana, lo has conseguido…
Corvino y Heru venían a su encuentro por el corredor de la derecha. Sus rostros reflejaban una honda preocupación.
Yadia se mantuvo apartado mientras los demás intercambiaban saludos y abrazos.
—El Nosferatu ha muerto para siempre —explicó Jana con precipitación—. Creí que había destruido también la fuente del mal que ha caído sobre la ciudad, pero está claro que no es así…
—El hechizo de la balanza era el responsable del manto de tinieblas —murmuró Álex—; pero aquí hay algo más.
Jana miró con ansiedad hacia el fondo del pasillo.
—¿Cómo está mi hermano? —preguntó—. ¿Se encuentra mejor?
Nieve y Corvino intercambiaron una fugaz mirada.
—Me gustaría poder decirte que sí, Jana, pero te estaría mintiendo —murmuró Nieve—. Es como si esta plaga le afectase también a él. Nada de lo que hemos intentado parece funcionar…
Sus ojos se desviaron hacia la mano enguantada de Heru. Jana captó el rictus de dolor que crispaba la boca del arquero.
—Te duele la mano —murmuró, mirándole a los ojos—. Claro, en cierto modo es una obra de arte. Una obra de David.
Haciendo un gran esfuerzo, Heru consiguió esbozar una sonrisa.
—Veo que has utilizado una de mis flechas —dijo, señalando el carcaj que colgaba a la espalda de la muchacha—. Te dije que el arco te ayudaría.
Jana se descolgó el arco y el carcaj y se los tendió, sonriendo a su vez.
—No habría podido salvar a Álex de no ser por ti. Te debo un favor…
El rostro de Heru recuperó su gravedad.
—No me debes nada, Jana. Yo te lo debo a ti. Si hubiese hablado antes, David no estaría al borde de la muerte.
Un nudo de angustia estranguló la voz de Jana.
—¿Tan mal está? —murmuró.
—Está agonizando —repuso Heru brutalmente—. Es cuestión de horas, quizá de minutos…
Jana se tambaleó como si acabase de recibir un golpe. Álex le pasó un brazo por la cintura para evitar que se derrumbara.
—No has debido decírselo así —le reprochó Nieve a Heru—. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve?
—Quiero verlo ahora mismo —murmuró Jana—. Por favor.
Corvino asintió.
—Lo hemos trasladado a mi habitación, en el último piso —explicó—. Las habitaciones de abajo se encuentran muy dañadas. Venid, os acompañaré. Y en cuanto a Yadia…
El guardián no terminó la frase. Tenía la vista clavada en el rincón junto a la escalera donde, un momento antes, se encontraba Yadia.
El Írido había desaparecido.
En la habitación de Corvino olía a alcohol y a incienso. A través de la ventana se veía un cielo azul empedrado de nubes. La plaga parecía haber causado menos daños en aquel rincón del palacio que en el resto: los muebles sencillos y funcionales de Corvino apenas habían cambiado, y únicamente las acuarelas japonesas que decoraban las paredes se veían levemente descoloridas.
En la cama, a la izquierda de la ventana, yacía David. Tenía los ojos cerrados, y respiraba con tanta dificultad como si el aire tu viese que atravesar un desfiladero rocoso para llegar hasta sus pulmones.
Sobre la sábana, pegada a su costado derecho, la mano enferma era un pozo de oscuridad que se deshilachaba a su alrededor en una fina telaraña de sombras.
El mal había avanzado, pero David parecía demasiado agotado como para darse cuenta de ello.
Jana corrió hacia la cabecera de la cama y, arrodillándose junto a ella, apoyó la mejilla en la almohada. Quería estar lo más cerca posible de su hermano.
Él debió de notar la presión en el blando tejido, porque abrió los ojos.
Al enfrentarse con aquellos ojos, Jana sintió que se ahogaba de emoción.
—Lo siento, David —murmuró—. Todo ha sido culpa mía.
Él la miraba sin verla, aturdido, como si le costase trabajo enfocar la imagen. Poco a poco, sin embargo, sus ojos verdes volvieron a la vida.
—Lo… lo has conseguido —logró decir—. Ha vuelto la luz…
—Sí. —Jana lo miraba fijamente, luchando contra las lágrimas que pugnaban por inundar sus ojos—. Álex está aquí. Lo he traído conmigo…
Álex se acercó y se inclinó sobre la cama para acariciar el pelo de David.
—Tienes que luchar —dijo—. No te rindas, por favor.
—Ya he luchado. —La voz de David fluía como un viento deshilachado entre árboles hostiles—. He luchado… y he perdido.
—No. —Jana trató de imprimir firmeza a sus palabras, pero no podía controlar el temblor de sus labios—. Estás vivo, David. Tienes que intentarlo. Hazlo por mí…
Un sollozo quebró la voz de la muchacha. Álex se arrodilló junto a ella y, con suavidad, despegó su cabeza de la almohada y la atrajo hacia sí. Jana enterró el rostro en su hombro y se abandonó a su llanto.
Desde la cama, David observaba con sus ojos febriles el convulso temblor de los hombros de Jana y el gesto de piedad con el que Álex acariciaba sus cabellos.
Un destello de esperanza iluminó sus ojos.
—Lo habéis terminado —murmuró—. Habéis terminado… el libro…
Jana separó el rostro del hombro de Álex.
—No, David. Es decir, lo encontramos… Pero lo destruimos sin llegar a leerlo.
—Jana sacrificó la piedra de Sarasvati para salvarme —intervino Álex—. Quizá con la piedra habríamos podido leerlo. Si hubiésemos sabido…
—No entendéis nada —le interrumpió David—. Habéis creado el libro y ni siquiera lo sabéis. Su búsqueda es su creación. Te lo dije, Jana…
—Está delirando —murmuró Álex, impresionado.
—No. —David había conseguido incorporarse a medias sobre un codo. Una frágil sonrisa danzaba en su rostro ceniciento—. No lo habéis destruido. Lo sé porque lo estoy viendo. Lo tengo delante de mí.
Un extraño presentimiento se abrió paso en la mente de Jana.
—Quieres decir que… —comenzó.
Pero David no le dejó terminar.
—Sí —dijo—. El libro sois vosotros.
Su voz sonaba, de pronto, más firme. Se incorporó un poco más, hasta sentarse del todo.
—El Libro de la Muerte y el Libro de la Vida. Podríais haberos destruido el uno al otro. Pero no lo hicisteis. No puedo creer que lo hayáis conseguido…
—David, no lo hemos conseguido —murmuró Jana con la voz quebrada—. Si lo hubiésemos conseguido, tú no estarías en esa cama. La ciudad habría recuperado su antigua belleza. Tendríamos un poder prácticamente infinito…
—Ningún libro es capaz de leerse a sí mismo —la interrumpió su hermano—. Hace falta un lector: alguien capaz de interpretar la belleza oculta en sus símbolos.
Con un gesto de dolor, David se irguió cuanto pudo y estiró ambos brazos. Posó su mano sana sobre el hombro derecho de Álex, y el muñón de oscuridad de su mano enferma sobre el hombro izquierdo de Jana.
Un haz luminoso brotó del lugar en que sus dos manos habían rozado a los jóvenes. Aquella luz inundó la piel de ambos, revelando una miríada de tatuajes hechos de la más pura claridad.
Jana sintió frío en el lugar donde su hermano la había tocado, pero el frío dejó paso enseguida a un reconfortante calor. Miró a David, maravillada.
Del pozo de sombra de su brazo comenzaba a emerger la silueta de unos nudillos, una muñeca, unos dedos largos y elegantes.
Los tatuajes se fundieron con el resplandor sereno de la mañana hasta volverse invisibles.
Los tres muchachos enlazaron sus manos y se miraron, sonriendo.
Lo que acababa de ocurrir era un milagro: habían sobrevivido a la lectura del Libro de la Creación.