Capítulo 2

En el interior del taxi blanco y azul olía a ambientador de pino sintético.

Mientras se acomodaba en el asiento trasero, detrás del conductor, Álex observó de reojo las dificultades de David para abrocharse el cinturón con la única mano útil que le quedaba.

—Bienvenidos a Vicenza —dijo el taxista en un inglés lamentable, volviéndose a mirar a sus pasajeros con una sonrisa tan autosatisfecha como si la ciudad entera le perteneciese—. ¿Adónde, por favor?

—Villa delle Fontane —contestó David sin titubear.

La sonrisa se deshizo en el rostro rubicundo del conductor como una pastilla de chocolate al sol.

—¿Por qué quieren ir allí? —preguntó en tono suspicaz—. Hay cientos de sitios interesantes que visitar en Vicenza. Seguro que todavía no han visto ninguno…

—Usted limítese a llevarnos —le atajó David de mal humor—. Necesitamos un taxi, no un guía turístico.

Ofendido, el taxista arrancó el coche y enfiló una ancha avenida flanqueada de elegantes edificios clásicos que conducía al extrarradio de la ciudad.

Durante buena parte del trayecto, los dos pasajeros se dedicaron a mirar por las ventanillas sin intercambiar palabra. El conductor los observaba de cuando en cuando a través del espejo retrovisor, espiando la posibilidad de entablar conversación. Debía de andar cerca de los sesenta años, pero era evidente que le preocupaba mucho su aspecto físico, ya que llevaba su abundante pelambrera teñida de un rubio tan artificial que uno no podía dejar de fijarse en ella.

—La Villa delle Fontane está maldita —dijo de pronto.

Se habían detenido en un semáforo, a la salida de un gran hipermercado con el aparcamiento atestado de vehículos. Álex y David intercambiaron una rápida mirada al oír la brusca observación del conductor.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Álex sin aparentar demasiado interés.

El tipo buscó su mirada en el espejo.

—Un tipo murió allí hace poco. Se quemó vivo por andar jugando con magia negra. No me digan que no lo sabían… Por eso quieren ver la villa, ¿a que sí?

David y Álex lo miraron con perfecta inocencia.

—No sabíamos nada. Nos interesa la arquitectura palladiana —explicó David—, y ese palacio es uno de los diseños más originales de Palladio, según dicen…

—¿Palacio? —El taxista se echó a reír. Sus carcajadas eran una especie de gorjeo asmático que hacía temer por su respiración—. Ese lugar no es más que una ruina cochambrosa. De pequeños nos acercábamos a veces a curiosear, aunque nunca entrábamos. Todo el mundo sabe aquí que es un lugar maldito.

—Entonces, ¿no queda nada que ver? —preguntó Álex en tono desilusionado.

—Escombros y maleza. Si les gusta eso, allá ustedes…

El coche arrancó de nuevo, y el tipo se pasó rápidamente una mano por el cabello, desde la frente hasta la nuca. Al hacerlo, el rubio amarillento de sus cabellos se transformó en un brillante tono rojizo, tan poco natural como el color inicial.

—Creía que no le gustaba la magia —observó David con acento burlón.

El tipo le sonrió a través del espejo. Por lo visto, se sentía muy orgulloso de su pequeño truco.

—La magia no tiene nada de malo si se utiliza bien —sentenció, con aires de sabelotodo—. A mí me gusta cuidarme, y la magia me ayuda. No tiene nada que ver con las brujerías que practican algunos.

David dejó escapar un bufido impaciente, pero no insistió en el tema.

Durante un buen rato, el coche avanzó por una sinuosa carretera que transitaba entre altos árboles, ascendiendo la colina Bérica. A su izquierda podían ver la ciudad de Vicenza, un racimo de casas doradas coronado por el tejado verde-azul de la catedral, y salpicado de frondosas islas de verdor. «Un lugar hermoso para vivir», se dijo Álex con cierta melancolía.

El taxi ralentizó la marcha al llegar a un tramo de curvas cerradas y sin apenas visibilidad. Las copas de los árboles se bamboleaban sobre el asfalto oscuro de la carretera, mecidas por una suave brisa. Tras la última curva, el bosque se abrió, revelando una blanca construcción de elegantes columnas en la fachada. Rodeando el edificio, se extendía un jardín francés animado por el borboteo regular del agua en los surtidores de las fuentes.

El taxista frenó con tal brusquedad al ver la mansión que la cabeza de David estuvo a punto de chocar con el asiento delantero.

—¿Esta es la ruina cochambrosa que mencionaba usted? —no pudo menos que preguntar Álex, observando la nuca del taxista con ojos burlones.

—No… no lo entiendo —balbuceó el hombre—. Han… No sé cuándo han podido restaurarlo…

La carretera penetraba a través de dos enormes puertas de forja negras y doradas en el recinto de la propiedad, pero el taxista no parecía dispuesto a traspasar la verja.

—Si no les importa, los dejo aquí —dijo en tono de disculpa—. Y no les cobraré el suplemento de la estación…

David le tendió por encima del hombro la cantidad que marcaba el taxímetro. Después de recoger el cambio, le tendió al taxista un par de monedas de propina con su mano enguantada. Antes de retirarla, la posó un instante en el hombro del conductor y le dio un par de ligeras palmaditas a modo de despedida.

—Que tenga buena suerte, amigo —dijo en tono informal.

El hombre se volvió, sorprendido. Álex tuvo que reprimir una carcajada al ver la pequeña mancha arborescente que el guante de David había impreso en la nuca del hombre. Las ramas del tatuaje, negras como la tinta, se extendieron rápidamente por los cabellos del taxista, dándole un aspecto bastante extravagante.

Los dos muchachos salieron rápidamente del coche y observaron cómo daba la vuelta y se perdía carretera abajo. Luego, se miraron y se echaron a reír. El taxista no se había dado cuenta de nada.

—Se le quitará dentro de un par de días —dijo David, girando los talones hacia la verja del palacio—. Así aprenderá a ser menos vanidoso.

—Creía que ya no podías tatuar con tu mano derecha.

—Y no puedo. Lo que acabo de hacer no era un verdadero tatuaje mágico; solo un truquito fácil de esos que tanto os gustan a los humanos últimamente. No te preocupes, no tiene ningún poder.

Ambos jóvenes avanzaron juntos por el sendero de gravilla que conducía a la entrada principal del palacio. Ninguno de los dos podía apartar los ojos de la exquisita armonía de los elementos arquitectónicos (columnas, frisos, arcos y ventanas) que se combinaban en la fachada.

Cuando se encontraban ya a unos veinte pasos de la escalinata de mármol que daba acceso a la villa, la enorme puerta de madera labrada se abrió, y en el umbral apareció el rostro sonriente de Armand.

El ilusionista extendió ambos brazos en señal de bienvenida, y observó en silencio a los recién llegados mientras estos subían apresuradamente las escaleras.

—¿Dónde está la muchacha? —Preguntó, clavando sus cálidos ojos azules en Álex—. ¿Se ha echado atrás?

—He venido yo en su lugar. Soy su hermano —se presentó David, alargando con soltura el brazo enguantado para estrechar la mano que le tendía Armand—. No se preocupe, sé tanto del asunto como ella… Incluso un poco más.

Armand asintió con una placentera sonrisa. La respuesta de David no parecía haberle sorprendido ni lo más mínimo. Como de costumbre, iba impecablemente vestido, aunque en esta ocasión había cambiado su esmoquin de mago por un traje gris marengo y una moderna camisa blanca. Daba la impresión de que los estaba esperando.

—De modo que eres David, el hermano de la princesa Jana —dijo, haciéndose a un lado para dejar pasar a sus invitados al sombrío vestíbulo—. Me halaga recibir visitas tan importantes, no voy a negarlo…

Sus ojos escrutaron juguetones la reacción de Álex a aquellas palabras, y luego volvieron, más serios y pensativos, a fijarse en David.

—Seguidme, os lo ruego —dijo, guiándolos hacia el ala derecha del palacio—. Estaréis cansados del viaje. ¿Habéis venido en tren desde Venecia? Un viaje incómodo. Personalmente, prefiero la limusina. Supongo que tendréis hambre. Yo ya he comido, pero queda algo de pasta en la nevera…

—No, gracias —le interrumpió David—; hemos comido un par de sándwiches en el tren.

Armand hizo un gesto de repugnancia.

—Habéis hecho mal —dijo—. La comida de los trenes no es de fiar. Son frecuentes las intoxicaciones. En fin, si no queréis comer nada, venid conmigo. Esta casa está llena de cosas interesantes; aunque no todo el mundo sabe apreciarlas.

Los chicos hicieron caso omiso del comentario y lo siguieron en silencio hasta la soleada estancia que Armand parecía haber elegido para recibirlos.

—Esta es la sala del Zodiaco, una de las más bonitas de la villa —explicó el ilusionista, deteniéndose en mitad del embaldosado azul y blanco que cubría el suelo y mirando encantado a su alrededor—. Fijaos en los medallones del artesonado. Representan los doce signos zodiacales. Simbología tosca, lo admito, pero los frescos no carecen de valor.

Álex observó con interés las pinturas de los signos del zodiaco, enmarcadas en complejos estucos blancos. Luego, sus ojos descendieron hacia las paredes, donde la pintura se fundía con la arquitectura creando curiosos efectos de trampantojo. Armand parecía muy complacido con la curiosidad artística de sus dos visitantes. La expresión luminosa de David indicaba bien a las claras que no era insensible a la calidad pictórica de los motivos que decoraban la sala del Zodiaco.

Solo después de unos minutos, Álex cayó en la cuenta de que aquellos detalles los habían hecho apartarse del objetivo principal de su visita.

—Usted sabe por qué estamos aquí —dijo, concentrando toda su atención en Armand—. No hemos venido a admirar los tesoros artísticos de la villa, por valiosos que sean. Estamos buscando…

—El libro de Dayedi, sí —le interrumpió Armand con gravedad—. Sé que lleváis algún tiempo sobre su pista. Aunque quizá vosotros lo conozcáis por otro nombre…

—¿Qué tal «el Libro de la Creación»? —preguntó despreocupadamente David.

Una sombra de miedo atravesó fugazmente la mirada del mago.

—Preferiría no utilizar ese nombre, si no os importa —dijo, bajando la voz…—. En realidad, el libro de Dayedi es solo una copia del que tú acabas de mencionar. Una copia increíblemente poderosa, eso sí.

—¿Fue gracias al libro como consiguió todo esto? —Preguntó Álex, señalando con un gesto ambiguo el artesonado de la sala—. ¿O fue al revés? Compró el palacio, sabiendo que en su interior encontraría el libro. Nos han dicho que hasta hace poco se encontraba en ruinas, pero, aun así, debió de salirle bastante caro…

—En primer lugar, no me llames de usted —exigió Armand en tono quejumbroso—. Haces que me sienta como un anciano, y todavía soy un hombre joven. Y en segundo lugar… ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí; de la villa y de cómo conseguí adquirirla. Veo que os han llegado ciertos rumores… Pero no deberíais hacerles caso.

—Armand Montvalier no tenía dónde caerse muerto —replicó Álex desafiante—. Eso no es un rumor, es la realidad. No juegues con nosotros, seas quien seas. No nos gusta que nos hagan perder el tiempo.

Armand se alisó con la mano los bucles rubios de su pelo, mientras en sus ojos aparecía un brillo de picardía.

—No os gusta que os tomen el pelo, ¿eh? Lo entiendo, a mí me pasa lo mismo. —Su sonrisa se desdibujó lentamente hasta desaparecer—. Está bien, admito que era pobre hasta que un golpe de suerte me trajo a este lugar. Yo estaba a punto de rendirme. Esa misma noche, al hacer un número con bastones de fuego en el anfiteatro de Vicenza, cometí una torpeza y me chamusqué el pelo, las cejas y el dorso de una mano. Lo peor no fueron las quemaduras, sino el oprobio de quedar en ridículo delante de más de cuatrocientos espectadores. Se rieron de mí. Me insultaron. Me llamaron «mago de feria»… Hay que sentir lo que yo siento por la noble profesión de la magia para entender mi desesperación de aquel día.

Armand caminó hacia la alta ventana rematada por un arco de piedra y permaneció un rato de espaldas a sus dos invitados, contemplando los setos simétricamente recortados del jardín francés.

—Pensé en quitarme de en medio, en desaparecer —continuó con voz ronca—. Al fin y al cabo, nadie me habría echado de menos. Nunca he tenido mucha suerte con las mujeres… Supongo que se me puede considerar un tipo solitario.

El acento de sinceridad de aquella confesión sorprendió a Álex. Sus ojos estudiaron con detenimiento los hombros y la espalda del ilusionista. Parecía imposible que un hombre tan atractivo como él no fuese afortunado en asuntos amorosos… A menos que su aspecto también hubiera mejorado, lo mismo que su situación financiera, después de encontrar el Libro de la Creación.

Como si sintiera sobre sí la mirada escrutadora de Álex, Armand se giró abruptamente.

—Aquella noche estuve deambulando por las afueras de la ciudad hasta bien entrada la madrugada —continuó, recuperando la sonrisa—. Dejé el coche al borde de un camino y ascendí a través del bosque hasta esta colina. Había oído hablar de esta casa, pero nunca me había acercado a ella. En cuanto descubrí la silueta os cura de las ruinas, sentí la fuerza de un oscuro poder atrapado que pugnaba por salir. Puede que no haya sido el mejor mago del mundo, pero sé reconocer un feudo mágico cuando lo tengo delante. Me aproximé a las impresionantes columnas del pórtico, que amenazaban con derrumbarse en cualquier instante, con una mezcla de respeto y veneración. Y entonces oí la llamada…

—¿La llamada? —Interrumpió David—. ¿Qué llamada?

Armand se volvió hacia él con las rubias cejas fruncidas.

—La llamada del libro. En realidad, él me encontró a mí, no yo a él. La atracción de su sombra era como un imán para mi débil magia. Respondí a la llamada, y aquí me tenéis, convertido en un príncipe entre los magos.

Armand se frotó las manos complacido, dando por terminada su explicación. Álex y David se miraron.

—Tu relato no resulta nada convincente —afirmó David—. Según lo cuentas, parece que todo te hubiese resultado muy fácil. Una ruina mágica, una llamada que no puedes dejar de responder… Pero este palacio, por dañado que estuviera, debía de pertenecer a alguien. ¿Cómo es que ahora lo tienes tú? ¿Y cuándo dejó de ser una ruina para recuperar su antiguo esplendor? Se tardaría años en restaurar un edificio como este.

—Te olvidas de que ahora tengo el libro —repuso Armand orgulloso—. Puedo hacer cosas que la mayoría de los mortales, incluidos los Medu, consideran imposibles. Puedo resucitar, incluso. Puedo vencer a la muerte… Dime qué príncipe Medu podría hacer eso.

David meneó la cabeza, poco convencido; pero fue Álex quien habló.

—Estás mintiendo —dijo, retando a Armand con la mirada—. Ni siquiera los Medu más poderosos son capaces de leer los libros Kuriles, ¿y tú pretendes hacernos creer que encontraste esa copia del Libro de la Creación y la leíste sin más? Vamos, Armand; a fin de cuentas, solo eres un humano…

Un relámpago de advertencia atravesó la limpia mirada del mago.

—Te olvidas de que, gracias a ti, la magia se ha democratizado mucho últimamente —dijo, y sus ojos buscaron la complicidad de David, que lo observaba ceñudo—. Ahora podemos hacer magia, magia de verdad, como la de los Medu… ¿No crees que eso explica muchas cosas?

—No, no lo creo —afirmó Álex, tajante—. Una cosa es jugar con los colores del agua o de la piel, como hacen muchos humanos, y otra muy distinta leer un libro Kuril. Si quieres convencerme de que realmente tienes el libro y de que eres capaz de utilizar su poder, tendrás que ofrecerme otro argumento.

Armand suspiró y se volvió de nuevo a mirar el jardín. Su perfil, serio y concentrado en la contemplación de las fuentes y los setos exteriores, había adquirido un aspecto extrañamente melancólico.

—Está bien —concedió en tono resignado—. Si quieres una respuesta mejor, la tendrás. Pero, para eso, necesito contaros una historia… ¿Habéis oído hablar del linaje Dayedi?

Los dos jóvenes asintieron.

—Era una antigua familia Kuril que tuvo bastante importancia en la Venecia del siglo XV —dijo David—. El palacio donde mi hermana encontró ese vídeo tuyo les pertenecía. Encontré la información en un viejo manuscrito de la biblioteca de Pértinax, que ahora se encuentra bajo la custodia del Consejo Agmar. Por desgracia, no añadía mucho más…

—¿Y no seguiste investigando? —preguntó Armand, asombrado—. Debiste acudir al propio Pértinax. Él habría podido contarte muchas más cosas acerca del linaje de Dayedi… A pesar de que ha perdido algo de lucidez después de la desaparición de sus hijas, sigue siendo un gran erudito, y el mejor experto en la historia de los clanes Medu que existe hoy en día.

Esta sorprendente digresión sobre el antiguo regente de los Agmar hizo que Álex y David mirasen a Armand con extrañeza.

—¿Y se puede saber cómo demonios ha llegado esa información a tu poder? —Preguntó agriamente David—. No eres más que un humano, es imposible que ningún Medu te haya revelado voluntariamente sus secretos…

Armand hizo una mueca.

—No soy un humano cualquiera, sino el heredero, por derecho propio, de un poderoso dominio Kuril. Es lógico que eso me haya dado acceso a cierta información privilegiada, y a ciertos contactos. Reconozco que nunca he visto a Pértinax en persona, pero he leído algunos de sus escritos sobre rituales de invocación. Y me han contado que el pobre hombre no ha levantado cabeza después de la desgracia que les ocurrió a sus hijas.

Al decir aquello, miró maliciosamente a David. El muchacho no tardó en reaccionar.

—Si sabes lo que les pasó a sus hijas, entenderás por qué no podía preguntarle directamente a él. Pértinax nos culpa a mi hermana y a mí de todo lo sucedido…

—Y con razón, si no me equivoco. Pero, de todos modos, Pértinax ya no es libre de hacer lo que quiera. Su traición fue juzgada severamente por los jueces de vuestro clan, y ahora mismo, según tengo entendido, se encuentra confinado en una prisión mágica…

—Para visitarle, habría tenido que pedir un permiso especial al consejo, y eso me habría obligado a contestar muchas preguntas —replicó David con impaciencia—. Además, seguro que habría sido una pérdida de tiempo… Por mucho que sepa Pértinax sobre el linaje de Dayedi, algo me dice que tú sabes mucho más.

Armand volvió a desplegar su ancha sonrisa de mago tramposo.

—En eso no te equivocas —admitió—. Al restaurar los frescos de la biblioteca de esta casa, me encontré con un tesoro inesperado. La historia de Dayedi, narrada en imágenes… El abandono y la suciedad habían oscurecido tanto las escenas que antes de la restauración resultaba imposible distinguirlas. Resultó difícil devolverles su antiguo colorido, pero el esfuerzo mereció la pena. ¿Queréis que os las muestre?

Álex se encogió levemente de hombros.

—Será interesante, pero te recuerdo que no hemos venido aquí a admirar los frescos, sino a buscar el libro —dijo con aire indiferente.

—Vamos, Álex, no seas aguafiestas —protestó David con los ojos brillantes—. Siempre hay tiempo para el arte, o al menos debería haberlo. Además, como los frescos están en la biblioteca, me imagino que tendremos que verlos a la fuerza si queremos que Armand nos enseñe el libro…

—El libro de Dayedi no se encuentra en la biblioteca —puntualizó Armand con gesto repentinamente serio—. Digamos que… no es un libro corriente. Pero, de todas formas, no voy a mostrároslo hasta que estéis preparados. Y, para estarlo, necesitáis ver esos frescos. Os ayudarán a comprender el origen del libro.

Armand abrió la gran puerta de molduras doradas situada en la pared opuesta a la de la chimenea e invitó a los dos jóvenes a pasar delante de él. Al otro lado los aguardaba una estancia de forma pentagonal con cuatro de sus cinco paredes cubiertas por antiguas estanterías de caoba repletas de libros. Olía a polvo, a cuero viejo y a pintura, como si la restauración de los frescos aún estuviese reciente.

Álex observó boquiabierto las brillantes escenas que cubrían el muro de la ventana, dispuestas alrededor de la gran cristalera como los paneles de una vidriera medieval.

A los pocos segundos de observar el conjunto, el muchacho se dio cuenta de que había algo raro en las pinturas. Era como si los personajes representados se moviesen imperceptiblemente ante sus ojos, como si estuvieran vivos, aunque su vida parecía transcurrir a un ritmo mucho más lento que el del mundo real.

—Nunca había visto nada igual —oyó susurrar a David a su espalda—. En algún sitio leí que en los clanes antiguos existían artistas capaces de realizar pinturas dinámicas, pero este es el primer ejemplo que veo.

—A veces pienso que debería cobrar entradas a los turistas para que pudieran conocer esta maravilla —dijo Armand en tono complacido—. Pero supongo que la riqueza me ha vuelto egoísta… No me gusta demasiado la idea de compartir mis tesoros con el vulgo.

—¿Cómo sabes que el fresco representa la historia de Dayedi? —preguntó Álex.

Armand señaló la escena superior izquierda de la secuencia.

—¿Veis el emblema dorado que lleva el joven del cabello oscuro y la capa azul tatuado en la mano? Es un camaleón con garras de águila, el tatuaje familiar de los Dayedi.

Álex contempló con los labios entreabiertos la figura del joven. Se encontraba rodeado de una multitud que, desde el pretil de un puente de piedra, observaba una barca dorada que navegaba solitaria por un canal de aguas azules, adornada con flores y tapices de vivo colorido. Obviamente, la escena parecía representar una festividad celebrada en la Venecia renacentista.

—Al principio, Renato Dayedi no era más que un noble Kuril que no destacaba en nada dentro de la corte del rey Eo —explicó Armand con los ojos fijos en el fresco—. Como supongo que sabréis, este monarca, el último que ocupó el trono de los Medu, había establecido su corte secreta en Venecia, donde llevaba una doble vida, participando en la política de la ciudad como un miembro destacado del Gran Consiglio mientras, secretamente, dirigía los destinos de su pueblo.

Álex observó con asombro cómo la barca ceremonial del rey Eo comenzaba a deslizarse suavemente sobre las aguas pintadas, salpicando de espumas blancas las orillas del canal. La embarcación viró lentamente para acercarse a un amarradero de piedra situado en la orilla derecha. Era como si quisiera dirigir la mirada de sus espectadores hacia la escena siguiente; y Álex, involuntariamente, siguió el rumbo que el barco marcaba y desvió los ojos hacia la segunda representación.

En cuanto la vio, tuvo la intuición de que sabía lo que significaba. La luz de aquella escena, amarilla y polvorienta, reproducía la atmósfera de un lugar mucho más cálido que la brumosa Venecia. Había una silueta de espaldas recortada sobre una alta llamarada blanca, y, detrás de la llama, se veía un alto muro recubierto de sombras que danzaban frenéticamente, al ritmo de los parpadeos del fuego.

—El Guardián de las Palabras —musitó—. Arawn…

—En efecto —confirmó Armand de inmediato—. Este panel representa el momento clave de la vida de Dayedi. Mientras practicaba el arte de cabalgar en el viento del destino, una visión le trasladó al pasado, al momento en el que Arawn intentó leer el Libro de la Creación para derrotar definitivamente a los Medu. Fijaos, él está allí, detrás de aquella columna. Mirad cómo le tiemblan las piernas: en ese instante solo deseaba desaparecer. Pero, poco a poco, consiguió rehacerse lo suficiente como para sobreponerse a su miedo y concentrarse en las sombras del muro. Renato Dayedi estaba acostumbrado a practicar las artes de la memoria. Los Kuriles las empleaban desde niños para aprender a dominar sus visiones. Solo tuvo que ponerlas en práctica para memorizar los símbolos que iba viendo. La rapidez con la que cambiaban de lugar y se sucedían unos a otros no era un obstáculo para él. Grabó en su mente todo cuanto el fuego proyectaba sobre el muro. Hasta que llegó… él.

Álex se estremeció al ver la figura alada que acababa de aterrizar sobre la escalinata pulcramente dibujada que ocupaba la parte delantera de la escena. Cientos de ojos brillantes como esmeraldas adornaban aquellas grandes alas desplegadas al viento. Argo. Era la misma escena que el fallecido guardián le había hecho presenciar a Jana a través de una visión.

Con un gesto teatral, Armand señaló al fresco y retrocedió unos pasos, como dando a entender que la pintura se explicaría por sí misma. Resultaba extrañamente inquietante ver deslizarse al Arawn del fresco hasta Argo, atacarlo con la rapidez del relámpago, enlazándolo con una lengua del mismo fuego que creaba las sombras sobre el muro. La figura irreal y plana del guardián alado cayó al suelo, pesada y ennegrecida como un pájaro muerto. Una bruma espesa comenzó a nublar las imágenes hasta ocultarlas casi por completo.

—Después de lo que vio, Dayedi regresó a Venecia —continuó Armand con un suspiro—. Al cabo de pocas semanas comenzó a rumorearse que había regresado de un largo viaje a Oriente convertido en un gran mago. Lo único seguro era que, de pronto, se había vuelto ambicioso y atrevido. Fijaos en la tercera escena: Renato Dayedi se introduce sin ser invitado en un baile de máscaras celebrado en el palacio del rey Eo. El baile ya ha concluido, y los invitados están cenando. Dayedi es ese joven que se inclina respetuosamente ante el congestionado Eo. El anciano ha comido y bebido más de la cuenta y se halla de buen humor. Cuando ve las pobres ropas de Renato y escucha su ofrecimiento de convertirse en su mago personal, no puede contener las carcajadas.

El rostro inmóvil del antiguo rey se distorsionó de pronto en una mueca risueña, como si efectivamente acabase de estallar en una risa silenciosa. Álex y David vieron con claridad cómo movía los labios, aunque de ellos no brotaba ningún sonido.

—Eo le ha contestado a Dayedi que ya tiene suficientes bufones en su corte, pero que puede quedarse a disfrutar de los restos de la cena, si está hambriento —tradujo Armand, que parecía capaz de leer el movimiento de los labios del rey—. Fijaos, la respuesta no complace a Dayedi en absoluto. ¿Veis cómo frunce el ceño? Aun así, acepta la invitación… y solicita acabar con los restos del pato asado que el rey se estaba comiendo.

Con los ojos muy abiertos, Álex contempló las carcajadas silenciosas de los invitados del rey, la expresión burlona de las damas, los susurros inaudibles que intercambiaban mientras Eo empujaba la gran bandeja de oro hacia el borde de la mesa, cediéndole los restos medio deshuesados del pato a Dayedi.

Después de ejecutar una cómica reverencia, el retrato de Dayedi cogió de la bandeja la parte delantera del pato y, fingiendo un ávido apetito, comenzó a roer los restos de carne que aún quedaban entre los huesos. De pronto, el rostro de la pintura se volvió escarlata, y luego morado. El joven se llevó una mano al cuello con gesto desesperado: se estaba asfixiando. Una de las damas se puso en pie, chillando (aunque sus chillidos no podían oírse). El propio rey dejó de reír y contempló al joven mago con ojos desorbitados.

Hasta que, de pronto, el Dayedi del fresco comenzó a toser. Su pecho subía y bajaba, sacudido por violentos estertores. De su boca salió, como en una explosión, un remolino de plumas pardas, verdes y azules. Los presentes abrieron mucho la boca, murmuraron entre ellos… En un momento, las caras de susto se relajaron y empezaron a sonreír. Varias damas aplaudieron.

Pero antes de que el rey pudiera reaccionar, el joven Dayedi hizo algo inesperado. Dejó caer de golpe, sobre la mesa, los restos del ave que aún tenía en la mano, pero antes de que la carcasa de huesos rozara el mantel, el animal remontó el vuelo, para aterrizar un poco más allá sobre una fuente de fruta, agitando las carcomidas alas de un modo enloquecido. El cuello asado del animal se movía frenéticamente a derecha e izquierda, y la chamuscada cabeza comenzó a husmear en los platos de las damas, que chillaban histéricas.

Se volcaron varias copas; una joven cayó al suelo desmayada. Algunos caballeros desenvainaron sus espadas para amenazar al mago, pero el rey alzó una mano para detenerlos.

Después, una pátina oscura veló la escena…

David y Álex se volvieron hacia Armand, boquiabiertos. El mago sonrió satisfecho, como si la prodigiosa sucesión de movimientos dentro del fresco fuese obra suya.

—Así fue como Renato Dayedi consiguió atraer la atención de Eo. A partir de esa noche, según parece, el monarca no daba ni un solo paso sin consultar a Dayedi, el mago de la corte… Ocupó ese puesto durante más de diez años. De vez en cuando salía a cazar con el hijo del rey. Pero luego, las cosas se torcieron. Mirad…

En la primera escena de la parte intermedia del fresco, a la izquierda de la ventana, Dayedi aparecía algo más maduro que en las escenas anteriores. Se había dejado barba, y consultaba una carta celeste ante la mirada atenta de Eo y de su esposa.

—La reina Mara también confiaba mucho en el consejero de su marido. Quizá demasiado —explicó Armand—. Fijaos en la siguiente imagen: Mara, su hermano Arkán y Dayedi se encuentran reunidos en una cripta. No era un secreto para nadie que Arkán odiaba a su cuñado y que llevaba años intentando convencer a la reina para que le apoyara. Dayedi se unió a la conspiración. Lo que no sabía era que Arkán jugaba un doble juego, y que en el último segundo le vendería.

Armand señaló la escena de la esquina inferior izquierda del fresco, donde se veía a Dayedi en la veneciana plaza de San Marcos, rodeado de guardias que portaban largas lanzas.

—Nadie sabe exactamente cómo murió —prosiguió el ilusionista—. Se dijo que lo habían torturado, que había perecido de sed después de ser sometido a la crueldad del torno durante varios días… En cualquier caso, el fresco no reproduce su muerte, sino el momento del entierro —añadió, señalando la última escena de la pintura, a la derecha del ventanal—. Esos dos ancianos desconsolados son sus padres, y la joven que se oculta el rostro entre las manos, su sobrina. El joven que arroja un puñado de tierra sobre el ataúd es su hermano menor.

Aturdido de asombro, Álex observó los leves movimientos en los rostros destrozados por el dolor de los padres de Dayedi mientras la tierra caía en una suave lluvia oscura dentro de la tumba abierta.

De pronto, una llamarada de luz ascendió de aquel agujero, cegando a la vez a las figuras del cuadro y a los jóvenes que lo contemplaban desde fuera.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó David, protegiéndose los ojos con una mano.

Armand esperó a que el resplandor se diluyera en sombras para contestar.

—La maldición —musitó en voz baja—. Dicen que Dayedi pronunció una maldición desde el interior de su tumba, en presencia de todos los asistentes al duelo. Ahí podéis leerla. —Su dedo apuntó a una lápida de piedra que ocupaba la parte derecha de la última escena del fresco—. Está escrita en el antiguo alfabeto mágico de los clanes. La traduciré para vosotros, si queréis… Me la sé de memoria. Dice así: «Con el último puñado de tierra que arrojéis a este pozo, sellaréis también el Libro de la Creación, y vuestros ojos no volverán a posarse en sus sombras. La casa de Kuril se extinguirá y con ella el arte de cabalgar en el viento. De rodillas, la orgullosa raza mágica se humillará ante los hombres; sus ciudades serán arrasadas, la magia perseguida, los tatuajes olvidados. El crepúsculo de los clanes se prolongará hasta la llegada de la quinta dinastía, el último linaje de los reyes Medu. El primer monarca de esta estirpe devolverá a los clanes la gloria perdida. Y, solo entonces, el libro se abrirá de nuevo».

Las últimas palabras pronunciadas por Armand continuaron resonando unos instantes en la mente de Álex después de que el mago se callara. Por un momento, llegó a perder la noción del tiempo. Notó, eso sí, que la luz que se filtraba a través de la cristalera de la ventana se volvía de pronto más débil y rosada, como si comenzase a atardecer.

—Como ya sabéis, la profecía de Dayedi no tardó en cumplirse —oyó decir a Armand con una voz que parecía venir de muy lejos—. Pocos años después de su muerte, la casa Kuril desapareció, y con ella la monarquía de los Medu

—Pero la segunda parte de la profecía es una estupidez —dijo David—. Eso de que el libro se abrirá de nuevo con la llegada de la quinta dinastía… Todo el mundo sabe que solo ha habido cuatro dinastías reinantes entre los Medu. Desde la muerte de Eo, el trono de los clanes permanece vacío.

—Te equivocas. La profecía sí se ha cumplido —repuso Armand mirándolo sombríamente—. De no ser así, yo no habría podido leer el libro. Piénsalo un poco, David: ¿quién lleva ahora la corona de los Medu? ¿Quién tuvo el valor de ceñirse la Esencia de Poder, aun sabiendo lo caro que podía costarle?

Álex sintió un escalofrío.

—Erik —murmuró en tono sombrío.

Sus ojos se encontraron con los de David, que parecía tan impresionado como él.

—Con su sacrificio, Erik, el hijo de Óber, fundó la quinta dinastía, cumpliendo la profecía de Dayedi —confirmó Armand.

—Pero Erik está muerto… —objetó David.

—Digamos que está… ausente. —Armand miró a Álex directamente a los ojos mientras en sus labios se dibujaba una desafiante sonrisa—. Pero esa ausencia no durará para siempre. Algún día regresará.

Una oleada de intenso calor inundó el rostro de Álex, provocándole una penosa sensación de vértigo que le obligó a buscar apoyo en una mesa cercana.

—Mis palabras no parecen alegrarte mucho —añadió Armand sin dejar de mirarle—. Qué curioso; tenía entendido que era tu mejor amigo…

—Por eso precisamente, no me gusta que se bromee a su costa —musitó Álex con un temblor perceptible en la voz—. Erik está muerto, y nadie puede cambiar eso.

—Yo no estoy de acuerdo. Alguien podría cambiarlo. Alguien que tuviese en su poder la copia del Libro de la Creación. Y yo la tengo.

—Si hubieras podido leer el libro, no nos habrías traído aquí con engaños y trucos —murmuró Álex, controlando a duras penas la rabia que empezaba a dominarle—. Estás jugando con nosotros; llevas haciéndolo desde que llegamos. ¿Crees que no sé que todo lo que nos has contado es mentira? Tú no eres Armand Montvalier. El verdadero Armand murió, yo mismo vi su cadáver medio calcinado en el depósito. Vamos, deja de fingir. ¿Quién eres en realidad?

La sonrisa del mago se disolvió lentamente.

—¿Quién soy? —repitió, titubeante—. A veces, yo mismo tengo que hacerme esa pregunta…

Por unos instantes, Álex tuvo la sensación de que la máscara despreocupada de Armand empezaba a resquebrajarse. Incluso creyó atisbar, a través de las grietas, la expresión grave y desamparada del rostro que se ocultaba debajo: un rostro joven, con una mirada vagamente familiar en sus ojos claros.

Sin embargo, la sensación de sinceridad solo duró un momento. Antes de que Álex tuviese tiempo de sondear aquel rostro semioculto, de indagar en los misterios que escondía, la máscara de Armand volvió a cubrirlo, más rígida e impenetrable que nunca.

—Los magos, a veces, tenemos problemas de identidad —añadió, volviéndose bruscamente hacia el fresco de Dayedi—. Sobre todo cuando nos arriesgamos a movernos en el filo entre la vida y la muerte, como he tenido que hacer yo. Cuando veáis el libro, lo entenderéis. Era la única forma de penetrar en sus misterios.

—Pero el cadáver que vi…

—Cuando veáis el libro, lo entenderéis —repitió Armand en tono cansado—. Y creo que el momento ha llegado. Venid conmigo: y no os sorprendáis si lo que os muestro no se parece en nada a lo que hayáis podido imaginar.