Capítulo 2

Al salir al corredor, Jana notó el calor pegajoso y húmedo que había penetrado en el palacio junto con el Nosferatu. Era como una neblina transparente que hace temblar el aire sobre los pantalones tropicales durante las horas más calurosas del día.

Reinaba una penumbra grisácea, roída de sombras y telarañas. Jana avanzaba de detrás de Heru respirando con dificultad. Aquel aire saturado de agua ardiente la asfixiaba. Y el ambiente se envolvía más y más cargado a medida que se aproximaban las antiguas habitaciones de Argo.

Encontraron la puerta cerrada, tal como Heru la había dejado cuando acudió en ayuda a Jana. Maldiciendo por lo bajo, el guardián sacó una oxidada llave del bolsillo y la giró en la cerradura.

En cuanto abrieron, un latigazo de claridad cegó a Jana. La pared opuesta a la puerta se había derrumbado por el centro, formando un boquete por el que entraba la luz dorada y parpadeante del exterior. Jana penetró en la habitación temblando, con los ojos finos en aquella luz extraña. Un momento antes, el cielo de Venecia era tan oscuro como si se hubiese hecho de noche. ¿Por qué ahora volvía a parecer de día?

Además, había algo artificial en aquella luz, Jana tardó en identificar qué era: no procedía del cielo, y danzaba sobre las paredes proyectando fantasmagóricas sombras, como si fuese el reflejo de una gran hoguera.

El muro derretido era una puerta mágica; una puerta que conducía a un lugar que ni Heru ni Jana habían visto antes.

Cogidos de la mano, se asomaron al agujero. Al otro lado había un muelle iluminado por antorchas, con un sencillo embarcadero de madera situado a la orilla del canal subterráneo.

Y amarrada al embarcadero, había una barca: una antigua embarcación funeraria, con un baldaquino de terciopelo negro meciéndose suavemente sobre la cubierta, sobre la cual ardían varias docenas de velas distribuidas en cuatro enormes candelabros de plata.

Jana estudió en silencio la bóveda de piedra sobre el canal. Parecía antigua, pero sólida, y se prolongaba a derecha e izquierda iluminada por las temblorosas antorchas de las paredes hasta desaparecer en la lejanía.

—¿Qué… diablos es esto? —dijo Heru, a su lado.

—El río Coptos —contestó una voz a sus espaldas—. Habéis tardado mucho, me preguntaba si tendría que ir a buscarlos…

Heru y Jana se volvieron sobresaltados. Apoyado en un largo remo similar al que suelen emplear los gondoleros venecianos, Armand los contemplaba con una juguetona sonrisa.

—¿Quién eres? —Preguntó Heru—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Estaba aquí —repuso Armand con una chispa de ironía en la mirada—. Tú me encerraste, ¿recuerdas?

—Es Yadia —aclaró Jana, mirando con fijeza el rostro apuesto y despreocupado del ilusionista—. Recuerda que es un Írido

—No soy Yadia —replicó el aludido con extraña frialdad—. Nunca he sido Yadia. En realidad me parezco mucho más al alegre embaucador de Armand que a ese mercenario amargado al que llamáis así. Yadia no existe…

—¿Por qué has dejado entrar al Nosferatu? —Lo interrumpió Heru, haciendo caso omiso de sus divagaciones—. Eres un loco; a ti también te destruirá. Nos destruirá a todos…

—Me ha liberado —repuso Armand. En sus ojos ardía un fulgor enloquecido—. Es pago más que suficiente a cambio del pequeño «favor» que le he hecho. Te está esperando, Jana… Mi señor te invita a viajar a su templo.

Jana contempló ensimismada la negra barca que flotaba sobre las aguas cenagosas del canal.

—No vayas —murmuró Heru, asiéndole una mano con delicadeza—. Jana por favor…

—Tengo que ir. Lo siento, Heru. No puedo decir que no.

Jana se desprendió suavemente de Heru y lo miró a los ojos. En el rostro de la muchacha, pálido como la muerte, apreció una confiada sonrisa.

—Entonces iré contigo —afirmó el guardián—. No puedes ir sola…

—Tengo que ir sola, y tú lo sabes.

Heru sostuvo su mirada durante unos instantes, y luego hizo un gesto de asentamiento con la cabeza.

—En ese caso, déjame que te dé algo —murmuró—. Quién sabe, podría ayudarte…

Cerró los ojos y murmuró una frase inaudible mientras extendía ambos brazos, manteniendo los puños cerrados y hacia abajo.

Al cabo de unos segundos, en su mano derecha se materializó un arco de fuego, y en su mano izquierda, la que se ocultaba bajo el guante de raso, apareció un carcaj oscuro lleno de flechas llameantes.

—Toma —dijo, tendiéndole ambos objetos a la muchacha—. En las puntas de estas flechas arde el fuego sagrado. Si hay algo que pueda salvar a Álex, quizá sea este fuego.

Jana tomó el arma y las flechas con manos temblorosas. Recordó como en un fogonazo el rostro de Erik en el instante en que una flecha de aquel arco mortal le había alcanzado en el hombro, el día que los guardianes atacaron la Fortaleza.

Si alguien le hubiera dicho entonces, aquel día, ella sostendría esa misma arma, le habría tildado de loco…

Como gesto de despedida, Jana le dedico a Heru una mirada larga de gratitud.

Después, dándole la espalda, atravesó el embarcadero y descendió los tres escalones que conducían a la barca funeraria. Armand saltó ágilmente detrás de ella. Con movimientos expertos, hundió la pértiga en el cieno del canal y apoyó en ella todo su peso para impulsar la barca hacia adelante.

Desde la orilla, Heru los observó alejarse con gesto abatido. Su figura se fue empequeñeciendo con la distancia hasta convertirse en una frágil silueta que, minuto a minuto, se hundía en las sombras.

Luego, el canal describió un amplio meandro hacia la derecha, e incluso aquella insignificante silueta desapareció.

Durante largo rato, navegaron en silencio por aquella corriente de limo oscuro, cada vez más espeso, en el que la barca parecía ir hundiéndose progresivamente, hasta que llegó un momento en que Jana había podido rozar el agua rozando el brazo por encima de la borda.

El avance era lento debido a la viscosidad de aquel líquido inmundo que fluía por el canal, sobre el cual flotaban deshilachados tapices de algas de color esmeralda. Reinaba el mismo calor húmedo y opresivo que en el palacio, un calor que adhería el fino tejido de algodón de la camisa de Jana a su espalda y le apelmazaba algunos mechones de pelo sobre la frente. La luz de las antorchas eran a veces naranjas, a veces verdosa o azulada. Olía a azufre y a algo fragante y podrido, como si alguien hubiese arrojado toneladas de frutas tropicales al agua y estuviesen pudriendo muy despacio allá en el fondo.

Armand parecía totalmente concentrado en la difícil tarea de impulsar la barca a través de aquella papilla cenagosa. Jana no dejaba de mirarlo, espiando el más leve movimiento en los músculos de su rostro. Aún no había perdido la esperanza de sorprenderle en un momento de debilidad que le permitiese desenmascararle.

Además esa ocupación la distraía de otros pensamientos más siniestros.

—¿Falta mucho? —preguntó, después de que el canal describieses un largo giro para enfilar a continuación una recta que no parecía tener fin.

—Ten paciencia —dijo Armand, sonriendo con tanta despreocupación como si estuviesen de picnic—. Cómo sois las chicas…

—Basta —le cortó Jana con sequedad—. Deja de fingir conmigo. Estoy harta de tus mentiras. En el fondo, lo que te pasa es que eres un cobarde.

Armand se puso rígido, y la sonrisa se borró instantáneamente de su rostro. Jana creyó notar de nuevo en su piel la vibración casi imperceptible de su máscara de Írido.

Haciendo un visible esfuerzo, el joven apartó la mirada de Jana y se concentró en hundir una vez más el remo en el lodo.

—Piensa lo que quieras —dijo—. Me tiene sin cuidado tu opinión.

—Todo esto te viene muy grande —insistió Jana, decidida a provocarle—. En serio, no tienes ni idea de dónde te has metido.

Armand lanzó una grave carcajada que reverberó largo rato en las piedras de la bóveda.

—Eres tú la que no tienen ni idea. Pero no te preocupes, no falta mucho para que lo averigües…

Callaron durante unos minutos, Jana seguía con la vista fija en el falso rostro del ilusionista, observando los reflejos verdes y dorados y las cambiantes sombras que proyectaban sobre él las antorchas de las paredes.

—No es cierto que lo dejases entrar a cambio de la libertad —dijo por fin, emprendiendo un nuevo ataque—. No es propio de ti.

Armand apoyó la barbilla en el remo y la miró con expresión burlona.

—¿Y cómo puedes saber tú lo que es propio de mí? —replicó—. Todo lo que conoces de mí son un par de rostros falsos. Me has visto actuar, Jana, como si estuviera en un teatro. Nunca me has visto como soy en realidad.

—Ya. ¿Y ahora también estás actuando?

—Por supuesto. —Armand volvió a hundir la pértiga en el fango con una descarada sonrisa—. Estamos llegando al momento cumbre de mi interpretación. El final de la comedia… ¿O debería decir «de la tragedia»?

Jana ladeó la cabeza, estudiando con atención su rostro.

—No lo sé —dijo—. Tú lo debes saber mejor que yo. ¿Te ha contado algo de él? Antes lo llamaste «tu señor»… Eso sugiere cierta intimidad.

—Estaba siendo irónico, nada más. Me limito a cumplir un encargo. Deja de tratar de sacarme información, Jana… Esto se está volviendo patético.

Por un momento, Jana estuvo a punto de darle la razón. Se sentía ridícula esforzándose por concentrarse en el Írido y adivinar sus secretos mientras él la conducía hacia la criatura que deseaba matarla.

Quizá habría buscado una forma mejor de emplear su tiempo. Podría haber intentado elaborar un plan para cuando llegase la hora de enfrentarse al monstruo. Pero, en el fondo, sabía que habría resultado inútil… Ninguna estrategia le servía para anticiparse a los máximos movimientos de aquella criatura impredecible.

Además, no podía olvidar ni por un segundo que luchar contra el Nosferatu suponía luchar contra Álex. Era un combate que no quería ganar, pero tampoco quería perder. Había demasiado en juego, y cualquier indecisión por su parte podía acarrearle la derrota…

—Tienen que haber una manera de acabar con todo esto —murmuró para sí.

La máscara de Armand se distorsionó por un momento, dejando al descubierto una mirada limpia e intensamente azul que la contemplaba con una extraña ansiedad. El falso rostro del ilusionista se recompuso casi de inmediato, pero a Jana le bastó aquella fugaz grieta para averiguar algo más sobre el elusivo personaje que tenía delante.

—No eres tan hostil, como yo creía —dijo, asombrada—. Quieres que yo gane…

—Ni tú ni Álex me importáis en absoluto. Desde el principio he sido claro respecto a lo que quiero. Quiero el Libro de la Creación. Quiero que alguien lo lea… Confiaba en que fuerais vosotros, pero no has hecho más que meter la pata una y otra vez.

Navegaron de nuevo en silencio. El agua era ahora más transparente, y la barca se deslizaba con mayor facilidad a cada golpe de remo de su extraño barquero. Las bóvedas se hicieron más altas; el túnel iba ensanchándose progresivamente hasta convertirse en una amplia gruta natural, con largas estalactitas prendidas del techo.

El canal también se había hecho más ancho, y sus aguas ahora parecían quietas como las de una laguna subterránea. Al fondo de la gruta brillaba una luz intensa y mucho más blanca que el resplandor cambiante de las antorchas.

Se dirigieron lentamente hacia aquella luz. Jana contuvo la respiración al comprender de lo que se trataba. Un fuego de color marfil ardía sobre el altar, al final de una escalatina de piedra.

Había llegado al templo de Thot… El lugar donde Arawn había intentado leer por primera vez el Libro de la Creación y había fracasado.

La barca se detuvo con un leve chapoteo junto al muelle de piedra. Sin mirar a Armand, Jana saltó a tierra. Sus ojos no podían apartarse de las altas columnas del templo, rematadas con bellos capiteles en forma de loto o de hojas de papiro. Le parecieron mucho más grandes e impresionantes que en su visita anterior al templo, durante la visión que había compartido con Argo.

Detrás del bosque de columnas ardía el fuego blanco, y más allá, gigantesca y hundida en las sombras, había una pared cubierta de símbolos. Jana no se atrevió a mirar directamente. No había ido allí para desafiar al destino leyendo el Libro de la Creación, sino para enfrentar al Nosferatu.

Mientras avanzaba entre las columnas, esperando que la espantosa criatura le saliese al encuentro en cualquier instante, un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Se desvió de su camino, persiguiendo a la rápida sombra.

Y entonces entre dos columnas cubiertas de antiguos jeroglíficos, apareció Garo. Su cuerpo de lobo ya no era semitransparente, sino gris. Su suave pelaje parecía tan sedoso como el de una animal vivo.

Sin embargo, Garo estaba muerto. Lo que Jana estaba viendo era un espectro, el mismo que le había salvado la vida en su anterior enfrentamiento con el Nosferatu. Los ojos dorados del lobo se clavaron en Jana, reflexivos, y ella se sintió extrañamente reconfortada.

—Garo… Me alegro tanto de que seas tú… ¡Tengo tantas preguntas que hacerte!

—Ojalá tuviéramos tiempo para eso, Jana. —La voz de Garo era muy similar a la que había tenido en la época de Ghul, cuando su apariencia era humana. Apenas movía la boca, y las palabras que pronunciaba parecían brotar directamente de su pecho—. Pero no lo tenemos… El Nosferatu te espera.

—¿Has venido a ayudarme?

—Sí y no. He venido a arrancarte una promesa. A cambio de esa promesa te ayudaré.

Jana se acercó lentamente al lobo y se arrodilló a su lado. Haciendo gestos lentos, y cuidadosos, como si temiese asustarle, se despojó del arco de fuego y del carcaj de flechas y los dejó en el suelo. Después con la misma lentitud y deliberación, alargó la mano y acarició el lustroso lomo del animal. Garo se estremeció, cerrando los ojos un instante.

—Te envía él, ¿verdad? —Preguntó Jana—. Te envía Erik…

El lobo asintió con la cabeza.

—Querría ayudarte, de verdad que sí —murmuró Jana, mientras sus caricias se desplazaban a la nuca y las orejas del animal—. Pero no si podré, Garo. Para que Erik pueda regresar de la muerte, el Libro de la Creación debe ser leído. Y eso es peligroso. Además antes tendría que vencer a Álex; quiero decir, al monstruo que lo tiene prisionero.

—Te equivocas, Jana. No he venido a pedirte que liberes a Erik de la muerte, sino todo lo contrario.

Jana retiró la mano del pelaje del lobo y sondeó sus ojos del color ámbar.

—Creí que tú… que siempre le serías fiel…

Dos gruesas lágrimas afloraron a los ojos dorados de Garo.

—Si no le fuera fiel, no estaría aquí —gruñó—. No habría regresado de la muerte para pedirte algo que me destroza el corazón, pero él lo quiere así, y yo debo intentar que su cumpla su deseo.

Jana lo miró asombrada.

—No te entiendo —murmuró—. ¿El deseo de Erik no es regresar a la vida?

—Todo lo contrario. El deseo de Erik es que nadie lea jamás el Libro de la Creación. No quiere que se cumpla la profecía. No desea volver… Me ha pedido que te informe de que, pase lo que pase en el combate con el Nosferatu, no debes intentar leer el libro. Si pierdes debes impedir que Álex lo lea, si ganas, debes de evitar la tentación de leerlo tú.

—Pero ¿por qué? Si Erik está llamado a ocupar el trono vacío de los Medu

—Claro que está llamado a ocuparlo, Jana. Pero él no quiere responder a esa llamada. Quiere que sepas que, si él regresa, un mal de efecto devastadores se extenderá por el mundo. Y Erik no quiere que eso suceda.

Jana asintió en silencio. Por detrás de Garo, las sombras se habían vuelto de pronto más densas y profundas. Y avanzaban hacia ellos muy lentamente.

Jana sabía quién se encontraba atrás de aquellas sombras. El Nosferatu… Había detectado su presencia.

Garo también debía haberlo notado, porque se le erizó el pelo de la nuca y sus orejas se irguieron.

—¿Tengo tu promesa, Jana? —dijo en tono apremiante—. Por favor…

—La tienes —afirmó Jana, convencida—. Será mejor que te vayas ahora, Garo. Creo que vienen a buscarme.

Garo, sin embargo, no se movió.

—Escucha: cuando el Nosferatu intente luchar directamente contigo, no le sigas el juego. En el combate cuerpo a cuerpo, él siempre será más fuerte. Concentra todas tus energías en deshacer el conjuro de oscuridad que pesa sobre Venecia. Si la luz del sol le alcanza, la piel del Nosferatu se quebrará en mil fragmentos microscópicos, y lo habrás vencido.

—Pero eso ya ocurrió en la Fundación Loredan, y se recuperó…

—Para destruir al Nosferatu definitivamente, tendrás que hacer algo más —continuó Garo, mirando nerviosamente hacia las sombras de las columnas; cada vez más negras, que rodeaban a Jana—. El Nosferatu se regenera a partir del cuerpo sin alma de sus víctimas. Mientras ese cuerpo no sea destruido, resucitará una y otra vez.

Jana tragó saliva.

—Quieres decir que, para destruirlo, tengo que destruir el cuerpo… el cuerpo de…

—El cuerpo de Álex —confirmó Garo, clavándole sus ojos dorados—. En cuanto la oscuridad desaparezca, debes encontrarlo y destruirlo, antes de que el monstruo vuelva a regenerarse. Recuerda lo que ocurrió con Dayedi. Jamás encontraron su cuerpo; el Nosferatu lo utilizó para recomponer su piel tatuada a partir de sus despojos y seguir existiendo. Ahora intentará hacer lo mismo… No descanses hasta encontrar ese cuerpo, Jana. Tiene que estar oculto en algún lugar de su guarida. El Nosferatu no puede alejarse demasiado de él sin perder su fuerza. ¿Lo has entendido?

Jana asintió, aturdida. Pesadas telarañas de negrura cubrían ahora el espacio que los rodeaba por todas partes.

Oyeron pasos lentos y pesados al otro lado del muro de los jeroglíficos. Era él…

—No voy a poder hacerlo, Garo —balbuceó Jana. En su rostro había aparecido una expresión casi suplicante—. Yo le amo. No puedo destruirle, no puedo…

—Ya no es él, Jana. Es un despojo sin vida.

—Pero quizá hay una forma de liberarlo y de devolverle su cuerpo. Tiene que haberla…

—No la hay. Lo siento Jana, pero esto lo tienes que hacer tú sola. Yo ahora debo de irme…

Jana rodeó con sus delgados brazos el sedoso cuello del animal y apretó su mejilla contra él, cerrando los ojos.

—Dile a Erik que intentaré no fallarle —murmuró—. Y si le fallo, pídele que me perdone. Él sabe lo difícil que es luchar contra la que uno siente.

—No puedes fallarle, Jana. Recuerda lo que te he contado acerca de ese misterioso mal.

—Te repito que lo intentaré. Pase lo que pase, dile que le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Dile que sabré estar a la altura de su sacrificio…

—¿Qué quieres decir con eso?

Jana se apartó del lobo, recogió el arco sagrado y el carcaj que le había dado Heru y se los colgó al hombro. Luego se puso en pie y, una vez más, se quedó mirando a Garo con fiereza. Poco a poco, en su pálido rostro comenzó a dibujarse una triste sonrisa.

—No te preocupes —dijo—. No te preocupes, Garo… Estoy segura de que él lo entenderá.