HAUSER Y O’BRIEN

Cuando se me echaron encima aquella mañana a las ocho en punto, comprendí que era mi última oportunidad, mi única oportunidad. Pero ellos no lo sabían. ¿Cómo iban a saberlo? Sólo un arresto rutinario. Aunque no rutinario del todo.

Hauser estaba desayunando cuando llamó El Teniente:

—Quiero que usted y su compañero detengan a un individuo llamado Lee, William Lee, ya que van al centro. Está en el Hotel Lamprea, en la Ciento Tres, justo a la salida de Broadway.

—Sí. Sé dónde está eso. También le recuerdo a él.

—Bien, habitación 606. Limítense a detenerlo. No me pierdan tiempo poniéndolo todo patas arriba. Pero traigan todos los libros, cartas, manuscritos. Todo, impreso, a máquina o escrito a mano. ¿Entendido?

—Entendido. Pero ¿cuál es el asunto…? ¿Libros…?

—Hagan simplemente lo que les digo. —El Teniente colgó.

Hauser y O’Brien. Llevaban unos veinte años en la Brigada de Estupefacientes de la ciudad. Veteranos como yo. Llevo en esto de la droga unos diecisiete años. No eran malos si se tiene en cuenta que eran policías. Por lo menos, O’Brien no lo era. O’Brien iba de bueno, y Hauser hacía de malo. Una pareja de comedia. Hauser tenía la costumbre de pegar antes de decir nada, sólo para romper el hielo. Entonces O’Brien te daba un cigarrillo Old Gold —hay que ser policía para fumar Old Gold— y empezaba con el número ese de la zanahoria delante.

No era mal tío y hubiera preferido no hacerlo. Pero se trataba de mi única oportunidad.

Precisamente estaba intentando pegarme el chute mañanero cuando abrieron la puerta con una llave maestra. En la mesa, delante de mí, estaba un sobre con droga, aguja, jeringuilla —cogí la costumbre de usar una jeringuilla normal en México y nunca volví a usar cuentagotas—, alcohol, algodón y un vaso de agua.

—Vaya, vaya… —dice O’Brien—. Mucho tiempo sin vernos, ¿eh?

—Ponte la chaqueta, Lee —dice Hauser. Había sacado la pistola. Siempre la saca cuando hace un arresto, por el efecto psicológico y para impedir una fuga por el servicio o la ventana.

—¿Puedo pegarme un toque primero, muchachos? —pregunté—. Quedará suficiente como prueba.

Me preguntaba cómo podría llegar hasta la maleta si me decían que no. La maleta no estaba cerrada con llave, pero Hauser tenía la pistola en la mano.

—Quiere picarse —dijo Hauser.

—Vamos, Bill, sabes que no podemos permitirte eso —dijo O’Brien con voz suave de policía bueno, arrastrando el nombre con una familiaridad grasienta, insinuante, brutal y obscena.

Por supuesto que quería decir:

—¿Qué puedes hacer por nosotros, Bill?

Me miró y sonrió. La sonrisa siguió allí demasiado tiempo, odiosa y desnuda, la sonrisa de un viejo pervertido, resumiendo toda la malignidad negativa de la ambigua función de O’Brien.

—Podría entregaros a Marty el Duro —dije.

Sabía que querían echarle el guante a Marty. Llevaba traficando cinco años y no podían colgarle nada encima. Marty era un veterano, y tenía mucho cuidado con quien trabajaba. Tenía que conocer a un tipo y conocerlo bien, antes de aceptar su dinero. Nadie puede decir que le han metido en el talego por mi culpa. Mi reputación en ese sentido es impecable, pero Marty no me quería atender, porque no me conocía bastante. Así de desconfiado era Marty.

—¡Marty! —dijo O’Brien—. ¿Puedes comprarle algo?

—Claro que puedo.

Desconfiaban. Un hombre no puede ser policía toda la vida sin desarrollar una capacidad intuitiva especial.

—De acuerdo —dijo Hauser al fin—. Pero será mejor que te portes bien, Lee.

—Me portaré perfectamente. Créanme que apreciaré esto.

Me até el pañuelo para el chute, las manos me temblaban de ansia, un drogadicto arquetípico.

«Exactamente un viejo yonqui, muchachos, un viejo inofensivo, tembloroso, destrozado por la droga.» Ese fue el número que les monté. Como esperaba, Hauser apartó la vista en cuanto empecé a buscarme la vena. Es un espectáculo bien poco agradable.

O’Brien estaba sentado en el brazo de una butaca fumándose un Old Gold. Miraba hacia fuera por la ventana, con expresión del que piensa en lo que hará cuando se jubile.

Encontré la vena en seguida. Un chorro de sangre entró en la jeringuilla durante unos instantes, intenso y sólido como una cuerda roja. Apreté el émbolo con el pulgar, notando que la droga se extendía por mis venas para alimentar a un millón de células hambrientas de droga, para proporcionar fuerza y vivacidad a cada nervio y a cada músculo. No me miraban. Llené la jeringuilla de alcohol.

Hauser jugueteaba con su pistola de cañón corto, un Colt especial para policías, y examinaba la habitación. Podía olfatear el peligro lo mismo que un animal. Con la mano izquierda empujó la puerta del retrete y miró dentro. Se me contrajo el estómago y pensé: «Si ahora mira la maleta estoy perdido.»

Hauser se volvió hacia mí bruscamente.

—¿Todavía no acabaste? —gruñó—. Será mejor que no trates de enmierdarnos con el asunto de Marty —las palabras brotaron tan desagradables que incluso se sorprendió él mismo.

Cogí la jeringuilla llena de alcohol y moví la aguja para estar seguro de que la tenía bien ajustada.

—Sólo un par de segundos —dije.

Solté un delgado chorrito alcanzándole los ojos con un movimiento de la jeringuilla. Hauser lanzó un bramido de dolor. Pude verle frotándose los ojos con la mano izquierda como si tratara de quitarse una venda invisible cuando me agaché, arrodillándome mientras buscaba la maleta. Abrí la maleta y mi mano izquierda se cerró sobre la culata de la pistola (soy diestro, pero disparo perfectamente con la izquierda). Sentí el impacto del disparo de Hauser antes de oírlo. El proyectil se hundió en la pared, a mi espalda. Disparando desde el suelo, alcancé con dos rápidos disparos el vientre de Hauser, allí donde se le había levantado el chaleco y dejaba ver un par de centímetros de camisa blanca. Lanzó un gruñido que me hizo vibrar y se dobló hacia adelante. Rígido de miedo, O’Brien buscaba con la mano la pistola de su sobaquera. Con la derecha me sujeté la muñeca de la otra mano para impedir que la pistola se moviera (la pistola tiene el martillo limado y sólo dispara en doble acción), y le disparé en medio de su frente roja, unos dos centímetros por debajo de la línea plateada del pelo. Su pelo era gris la última vez que lo había visto. Hacía de eso unos quince años. Mi primer arresto. Se le apagaron los ojos. Mis manos ya estaban reuniendo todo lo que necesitaba, metiendo en una cartera de mano los cuadernos de notas, la droga y una caja de cartuchos. Me metí la pistola en el cinturón y salí al pasillo mientras me ponía la chaqueta.

Se oía al recepcionista y al botones subiendo las escaleras. Cogí el montacargas, bajé y atravesé el vestíbulo vacío hacia la calle.

Era un hermoso día de invierno. Sabía que no tenía demasiadas posibilidades, pero cualquier posibilidad, por pequeña que sea, es mejor que ninguna, y desde luego, que ser sometido a experimentos con ST6, o como fueran las iniciales.

Tenía que conseguir droga en seguida. Además de aeropuertos, estaciones de tren y terminales de autobuses, cubrirían todas las zonas por donde circula la droga y los contactos. Cogí un taxi hasta Washington Square, me apeé y caminé por la calle. Cuatro hasta encontrarme con Nick en una esquina. Siempre se puede encontrar a un traficante. Basta con conjurarle como a un espíritu.

—Escucha, Nick —le dije—. Tengo que irme de la ciudad. Necesito ligarme una buena cantidad de heroína. ¿Puedes conseguírmela ahora mismo?

Caminábamos por la calle Cuatro. La voz de Nick parecía infiltrarse en mi conciencia desde un lugar inconcreto. Un espíritu, una voz sin cuerpo. Decía:

—Sí, puedo hacerlo. Tengo que ir de una carrera a la parte alta.

—Cogeremos un taxi.

—De acuerdo, pero no puedo llevarte hasta el tipo. Ya sabes.

—Entiendo. Vamos.

Íbamos en taxi en dirección norte. Nick hablaba con voz apagada, muerta.

—Últimamente nos están pasando un material raro. No es que sea exactamente flojo… No sé. Es diferente. Quizá esté mezclado con algo sintético… Metadona o algo así.

—¡¡¡¿Qué?!!! ¿Ya?

—Bueno… Pero esto que te voy a pasar yo ahora es bueno. De hecho, es casi de lo mejorcito que he visto nunca… Pare aquí mismo.

—Por favor, date prisa —dije.

—Será cuestión de unos diez minutos a no ser que se le haya terminado el material y tenga que ir a buscarlo… Lo mejor será que te sientes en algún sitio de por aquí cerca y te tomes un café o algo… Este es un sitio peligroso.

Me senté ante un mostrador y pedí café. Señalé un trozo de pastel que había debajo de un plástico. Mojé el pastel en el café mientras rezaba para que, aunque fuera sólo por esta vez, por favor Señor, lo consiguiese, y no me volviera diciendo que el tipo se había largado y que era preciso darse una vuelta por East Orange o Greenpoint.

Bueno, aquí volvía. Se paró detrás de mí. Me vuelvo y le miro con miedo a preguntar. Extraño, pensé, aquí estoy sentado con una oportunidad sobre cien de vivir en las próximas veinticuatro horas —debía tenerlo siempre presente, no podía arriesgarme a olvidarlo y tener que pasar los tres o cuatro meses siguientes esperando en la celda de los condenados a muerte—. Y aquí estaba preocupado por un trapicheo de droga. Pero sólo me quedaba como para unos cinco chutes, y sin droga quedaría inmovilizado… Nick movió la cabeza diciendo que sí.

—No me lo des aquí —dije—. Vamos a coger un taxi.

Cogimos un taxi y salimos para la otra parte de la ciudad. Extendió la mano y cogí el paquete, luego deslicé un billete de cincuenta dólares en la mano de Nick. Lo miró y mostró las encías en una sonrisa desdentada diciendo:

—Muchas gracias… Esto me pondrá en casa…

Me recosté en el asiento dejando que mi mente funcionara sin esfuerzo. Haz funcionar a tu mente demasiado a fondo y se te joderá como un fusible sobrecargado… Y yo no tenía margen de error. Los norteamericanos tienen un horror especial a perder el control, a dejar que las cosas sucedan a su manera sin interferencias ajenas. Les gustaría entrar en su propio estómago y digerir la comida y sacar luego la mierda a paladas.

La mente responderá a mayor cantidad de preguntas si aprendes a relajarte y a esperar la respuesta. Como en una de esas máquinas que piensan, metes la pregunta, te sientas y esperas…

Buscaba un nombre. Mi mente estaba clasificando nombres: descarté inmediatamente a A. P. —Amante de la Pasma—, a N.S. —Nacido Soplón—, y a B.T.P.G. —Buen Tío Pero Gallina… dejándolos a un lado para considerarlos, sopesarlos, examinarlos a fondo, buscando el nombre, la respuesta.

—A veces, sabes, tengo que esperar hasta tres horas. Otras veces, se arregla el asunto en seguida, como ahora —dijo Nick con una sonrisa de sorna que utilizaba como puntuación. Una especie de disculpa por el mero hecho de ponerse a hablar en el mundo telepático del adicto donde sólo el factor cantidad —¿Cuántos dólares? ¿Cuánta droga?— requiere expresión. El sabía, y yo también, todo lo que se puede saber de la espera. El negocio de la droga funciona sin horario, y eso en todos los planos. Nadie llega a tiempo a no ser por casualidad. El adicto vive el Tiempo-droga. Su cuerpo es el reloj y la droga corre a través de él como en un reloj de arena. El tiempo tiene sentido para él sólo en relación con su necesidad. Entonces, irrumpe bruscamente en el tiempo de los otros y, como todos los desplazados, los viajantes, debe esperar, a no ser que se enrede en el tiempo de no-droga.

—¿Y qué puedo decirle? Sabe que estoy dispuesto a esperar lo que sea —dijo riendo Nick.

Pasé la noche en los baños públicos Siempre Duros —la homosexualidad es la mejor pantalla que puede utilizar un agente— donde un ayudante italiano gruñón crea una atmósfera enervante al barrer continuamente el dormitorio con rayos infrarrojos y ver en la oscuridad.

(«¡Atentos en la esquina nordeste! ¡Lo veo!», dirige la luz del foco, asoma la cabeza por las trampillas del suelo y las paredes de los reservados, así que muchas locas tienen que ser sacadas con camisas de fuerza.)

Me tendí allí en mi cubículo mirando al techo… escuchando los gruñidos y chillidos y peleas en esa pesadilla a media luz, sin orden ni concierto, frustrado el deseo…

—¡Que te den por saco!

—Ponte dos pares de gafas y a lo mejor entonces consigues ver algo.

Salí al despuntar el día y compré un periódico… Nada… Llamé por teléfono desde la cabina de una botica… y pregunté por Estupefacientes:

—Teniente González, ¿quién llama?

—Quiero hablar con O’Brien —un momento de estática, cables que se unen… conexiones interrumpidas…

—No hay nadie que se llame así en este departamento. ¿Quién es usted?

—Entonces quiero hablar con Hauser.

—Mire, señor mío, no hay ningún O’Brien ni ningún Hauser en este departamento. ¿Qué quiere usted?

—Verá, es algo importante… He conseguido información sobre un gran cargamento de heroína procedente de… Quiero hablar con Hauser o con O’Brien… No trataré con nadie que no sean ellos.

—No cuelgue… Le pondré con Alcibíades.

Empecé a preguntarme si aún quedaba alguien con nombre anglosajón en el departamento.

—Quiero hablar con Hauser o con O’Brien.

—¿Cuántas veces tengo que decirle que en este departamento no hay ningún Hauser ni ningún O’Brien…? Y ahora dígame quién llama.

Colgué y me alejé de la zona en un taxi… En el taxi comprendí lo que había pasado… Había quedado aparte del espacio-tiempo, encerrado como el culo de una anguila se tapa cuando deja de comer camino del mar de los Sargazos… Bloqueado… Nunca volvería a tener una Clave, un Punto de Intersección… La pasma te dejaba al margen por ahí fuera… relegado junto a Hauser y O’Brien a un pasado de droga atascado en el ayer donde la heroína siempre es a dólar el gramo y puedes conseguir yen en la lavandería china de Sioux Falls… El aspecto más lejano del espejo del mundo, viajando por el pasado con Hauser y O’Brien… tratando de aferrar el ámbito todavía informe de las Burocracias Telepáticas, los Monopolios de Tiempo, el Control de Drogas, los Adictos al Agua Pesada:

—Pensé en eso hace trescientos años.

—Su plan era, ahora, irrealizable e inútil… como los planos de la máquina voladora de Da Vinci.