EL RECONOCIMIENTO
Carl Peterson se encontró una tarjeta postal en el buzón citándole con el doctor Benway a las diez en punto en el Ministerio de Higiene y Profilaxis…
«¿Qué coño pueden querer de mí? —pensó irritado—. Un error, lo más probable.»
Pero él sabía que ellos no cometen errores… Indudablemente, no errores de identidad…
A Carl no se le habría ocurrido faltar a la cita aunque dejar de presentarse no estaba penado… Libertonia era un estado de bienestar social. Si un ciudadano quería algo, desde un saco de huesos hasta un compañero sexual, había un departamento dispuesto a ofrecerle ayuda efectiva. La amenaza implícita en esta envolvente benevolencia apagaba cualquier idea de rebelión…
Carl atravesó la Plaza del Ayuntamiento… Desnudos niquelados de veinte metros de altura con genitales de bronce enjabonándose bajo surtidores resplandecientes… La cúpula del Ayuntamiento, de ladrillo y cristal y bronce, alzada hacia el cielo.
Carl sostuvo la mirada de un turista norteamericano homosexual que bajó la vista y manipuló los filtros de luz de su Leica…
Carl penetró en el esmaltado laberinto metálico del Ministerio, se dirigió directamente a la ventanilla de información y… presentó su tarjeta.
—Quinto piso… Despacho veintiséis…
En el despacho veintiséis una enfermera lo examinó con fríos ojos submarinos.
—El doctor Benway le está esperando —dijo sonriendo—. Entre.
«Como si no tuviera otra cosa que hacer que esperarme», pensó Carl…
El despacho estaba en completo silencio, y lleno de una luz lechosa. El médico estrechó la mano de Carl manteniendo sus ojos fijos en el pecho del joven.
«He visto antes a este hombre —pensó Carl—, pero ¿dónde?»
Se sentó y cruzó las piernas. Miró distraídamente el cenicero de encima de la mesa y encendió un cigarrillo… Se volvió hacia el médico lanzándole una mirada fija e interrogadora en la que había algo más que insolencia.
El médico pareció embarazado… Se movió inquieto y tosió… y manoseó unos papeles.
—Grunf —dijo al fin—. Su nombre es Carl Peterson, creo. —Sus gafas se deslizaron hasta la punta de la nariz como parodiando un gesto académico… Carl asintió en silencio… El médico no le miraba, pero parecía entregado a registrar el acuse de recibo… Volvió a ponerse las gafas en su lugar y abrió una carpeta sobre la mesa esmaltada de blanco.
—Mmmmmmmmm, Carl Peterson —repitió el nombre lentamente, frunció los labios y asintió con la cabeza unas cuantas veces. Volvió a hablar bruscamente—: Naturalmente usted sabe lo que intentamos. A veces no tenemos éxito, por supuesto. —Su voz se convirtió en un hilo diáfano y tenue. Se llevó la mano a la frente—. Se trata de adaptar el Estado, un instrumento simplemente, a las necesidades de cada individuo. —Su voz surgió tan inesperadamente profunda y grave que Carl se sobresaltó—. Esa es la única función del Estado, según nosotros vemos las cosas. Nuestros conocimientos… incompletos, claro está… —Hizo un ligero gesto de desprecio—. Por ejemplo, por ejemplo… consideremos el asunto de… ejem… la desviación sexual. —El médico se balanceó adelante y atrás en su sillón. Las gafas le resbalaron de nuevo por la nariz. De pronto, Carl se sintió incómodo.
—Consideramos que es una desgracia… una enfermedad… indudablemente nada que deba ser censurado o… uh… castigado más que, digamos… la tuberculosis… Sí —repitió enérgicamente como si Carl hubiera puesto alguna objeción—, la tuberculosis. Por otra parte, puede ver inmediatamente que cualquier enfermedad impone ciertas, podríamos decir, obligaciones, ciertas exigencias de carácter profiláctico a las autoridades responsables de la salud pública, tales exigencias se imponen a su vez, ni es necesario decirlo, con un mínimo de molestias y de incomodidades al infortunado individuo que sin tener nada que ver en ello, ha sido uuuum infectado… Es decir, naturalmente, el mínimo de molestias compatibles con la protección adecuada de los demás individuos que no están infectados… No consideramos la vacunación antivariólica obligatoria una medida poco razonable… Ni el aislamiento para ciertas enfermedades contagiosas… Estoy seguro de que convendrá en que los individuos infectados con grunf lo que los franceses llaman «Les maladies galantes» je je je deben ser obligados a seguir un tratamiento si no se prestan a ello voluntariamente. —El médico seguía balanceándose en un sillón como si fuera un juguete mecánico… Carl comprendió que estaba esperando a que él dijera algo.
—Parece razonable —dijo.
El médico dejó de balancearse. De pronto, se había quedado inmóvil.
—Ahora volvamos a ese hum asunto de la desviación sexual. Francamente, no pretendemos comprender, al menos por completo, por qué algunos hombres y mujeres prefieren la uh compañía sexual de alguien de su mismo sexo. Sabemos que uh el fenómeno es bastante corriente y que en determinadas circunstancias es asunto de competencia de uh este departamento.
Por primera vez, los ojos del médico miraron directamente a Carl. Ojos sin rastro alguno de calor o de odio o de cualquier emoción que Carl hubiera experimentado o visto en otros, una mirada a la vez fría e intensa, voraz e impersonal. De repente, Carl se sintió atrapado en la silenciosa caverna submarina de una habitación, separado de todas las fuentes de calor y seguridad. La imagen de sí mismo, allí, sentado tranquilamente, alerta, dando evidentes muestras de bien educado desinterés, se hizo opaca, como si la vitalidad hubiera sido extraída de su cuerpo mezclándose con el ambiente gris lechoso de la habitación.
—El tratamiento de estos desarreglos es, por el momento, grunf sintomático. —El médico se arrellanó súbitamente en el sillón y explotó en estrepitosas carcajadas metálicas. Carl le observó asustado… «Este tipo está loco» —pensó. El rostro del médico adquirió el aspecto inexpresivo del de un jugador. Carl sintió una extraña sensación en el estómago, como cuando se detiene súbitamente el ascensor.
El doctor estudiaba la carpeta que tenía delante. Habló con un ligero tono de condescendencia divertida:
—No se asuste tanto, joven. Sólo es una broma profesional. Decir que el tratamiento es sintomático significa solamente que se intenta que el paciente se sienta lo más cómodo posible. Y precisamente eso es lo que tratamos de hacer en estos casos. —Carl sintió una vez más el impacto de aquel frío interés clavado en su rostro—. Es decir, ayuda cuando se necesita ayuda… y, naturalmente, contacto adecuado con otros individuos de tendencias semejantes. No se recomienda el aislamiento… la enfermedad no es más contagiosa que el cáncer. El cáncer, mi primer amor —la voz del médico volvió a apagarse. En realidad, parecía que se había largado por una puerta invisible dejando su cuerpo vacío sentado allí frente a la mesa.
Súbitamente volvió a hablar con tono mordaz:
—Y ahora, seguramente se preguntará usted por qué nos ocupamos de un asunto semejante, ¿no es así? —esbozó una sonrisa brillante y fría como la nieve bajo el sol.
Carl se encogió de hombros:
—Eso no es asunto mío… lo que me pregunto es por qué me ha pedido que viniera aquí y por qué me cuenta todos estos… estos…
—¿Absurdos?
Carl se sintió molesto al darse cuenta de que estaba sonrojándose.
El médico se recostó en el asiento y juntó la punta de los dedos:
—Los jóvenes —dijo con indulgencia— siempre tienen prisa. Quizá algún día comprendan el significado de la paciencia. No, Carl… ¿puedo llamarte Carl? No estoy esquivando tu pregunta… te tutearé si no te molesta. Bien, en casos de presunta tuberculosis, nosotros, es decir, el departamento adecuado, podemos pedir, incluso exigir, a alguien que se presente para someterse a un reconocimiento fluoroscópico. Algo rutinario, ya comprenderás. La mayor parte de esos reconocimientos dan resultado negativo. Así que has sido citado para, digamos, ¿una fluorescencia psíquica? Puedo añadir, que después de haber hablado contigo estoy relativamente seguro de que, a efectos prácticos, el resultado será negativo…
—Pero todo este asunto es ridículo. Sólo me interesan las mujeres. En la actualidad tengo novia y pienso casarme.
—Sí, Carl, lo sé. Y por eso estás aquí. Un análisis de sangre antes del matrimonio, es razonable, ¿no?
—Por favor, doctor, hábleme sin rodeos.
El médico no pareció oírle. Se levantó y empezó a caminar por detrás de Carl, su voz lánguida e intermitente como música lejana por una calle ventosa.
—Debo decirte de modo estrictamente confidencial que tenemos pruebas definitivas de la existencia de un factor hereditario. La presión social. Desgraciadamente muchos homosexuales latentes y declarados se casan. Esos matrimonios generalmente terminan en… El factor del ambiente infantil. —La voz del médico seguía y seguía. Hablaba de esquizofrenia, cáncer, disfunción hereditaria del hipotálamo.
Carl dormitaba. Estaba abriendo una puerta verde. Un hedor horrible invadió sus pulmones y se despertó bruscamente. La voz del médico era extrañamente igual y sin vida, una voz susurrante de yonqui:
—La prueba Kleiberg-Stanislouski de floculación del semen… un medio de diagnóstico… indicativo al menos en sentido negativo. En ciertos casos útil, considerado como parte de todo el cuadro… Quizá en estas circunstancias —la voz del médico se disparó en un chillido demente—. La enfermera le tomará uh las muestras.
—Por aquí, por favor… —La enfermera abrió la puerta de un cubículo desnudo de paredes blancas. Le tendió una jarrita.
—Use esto, por favor. Sólo tiene que darme una voz cuando haya terminado.
Había una caja de vaselina sobre un estante de vidrio. Carl se sintió avergonzado como si su madre le estuviera ayudando. Un discreto letrero decía algo así como: «Si yo fuera un coño abriríamos una mercería.»
Ignorando la vaselina, eyaculó en la jarra, un frío polvo brutal a la enfermera arrinconada contra una pared de ladrillos de cristal. «Viejo coño de cristal», pensó burlonamente y vio un coño lleno de trozos de cristal coloreados bajo la Aurora Boreal.
Se lavó el pene y se abrochó los pantalones.
Algo estaba observando cada uno de sus pensamientos y actitudes con frío odio burlón, la oscilación de sus testículos, las contracciones de su recto. Estaba en una habitación invadida de luz verde. Había una cama sucia de madera tamaño matrimonio, un armario negro con espejo de cuerpo entero. Carl no podía verse la cara. Alguien estaba sentado en un sillón negro de hotel. Llevaba una camisa blanca con pechera almidonada y una corbata de papel sucia. La cara hinchada, deshuesada, blanda. Ojos como pus ardiente.
—¿Algo va mal? —dijo la enfermera con aire indiferente. Le estaba ofreciendo un vaso de agua. Le observó con aire ausente mientras bebía. Luego, se volvió y cogió la jarra con evidente desagrado.
Se volvió hacia él:
—¿Espera algo en particular? —soltó. A Carl nunca le habían hablado así en toda su vida—. ¿No? —añadió la enfermera—, entonces puede marcharse —y se volvió hacia la jarra. Con una leve exclamación de disgusto se limpió una gota de semen que se le había caído en la mano. Carl cruzó la habitación y se detuvo en la puerta.
—¿Tengo que volver?
La enfermera le miró con desaprobadora sorpresa:
—Por supuesto, se le avisará. —Se detuvo a la entrada del cubículo y le contempló mientras atravesaba otro despacho y abría la puerta. Cuando se volvió e intentó despedirse, la enfermera no se movió ni cambió de expresión. Al bajar las escaleras, su mueca decaída y falsa le encendió la cara de vergüenza. Un turista homosexual le miró y alzó una ceja con aire de enterado:
—¿Algo anduvo mal?
Carl se dirigió corriendo a un parque y encontró un banco vacío junto a un fauno de bronce con címbalos.
—No te sulfures, muchacho. Te sentirás mejor —el turista se inclinaba sobre Carl, su cámara se balanceaba sobre él como una enorme teta pendulona.
—¡Vete a tomar por el culo!
Carl vio algo indigno y odioso reflejado en el fondo de los ojos castaños de animal capado del marica.
—Chica, si yo estuviera en tu situación, no andaría por ahí insultando a la gente. A ti también te engancharon. Te vi salir del Instituto.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Carl.
—Oh, nada. Nada en absoluto, querida.
—Bien, Carl —empezó el médico sonriendo y manteniendo los ojos a la altura de la boca de Carl—. Tengo que darte buenas noticias. —Sacó un papel azul de un cajón de la mesa y para leerlo realizó una detallada pantomima—. Tus pruebas… la prueba de floculación de Robinson-Kleiber…
—Yo creía que se trataba de la prueba de Blomberg-Stanlouski.
—No, querido —el médico se rió entre dientes—. Estás yendo demasiado de prisa. Debes de haber entendido mal. Bien, bien… te diré que la prueba de Blomberg-Stanlouski es algo completamente distinto. Y espero… que no necesaria —rió entre dientes otra vez—. Pero como decía antes de ser tan agradablemente interrumpido… por mi grunf inteligente joven colega. Tu KS parece que es —dejó el papel al alcance de la mano—, completamente uh negativo. Por tanto, quizá no tengamos que molestarte más. Así que… —Dobló cuidadosamente el papel de una carpeta. Hojeó la carpeta. Finalmente se detuvo y frunció el ceño y se pasó la lengua por los labios. Cerró la carpeta y puso la mano sobre ella y se inclinó hacia delante.
—Carl, cuando hacías el servicio militar… Debe de haber habido… de hecho hubo períodos en los que te encontrabas privado de uh los consuelos y uh los favores del sexo débil. Durante esos difíciles y duros períodos, ¿no tenías ni siquiera la foto de una chica ligerita de ropa pegada en la pared? O a lo mejor era todo un harén de esas chicas de calendario, ¿verdad? Je je je…
Carl miró al doctor con franco desagrado.
—Sí, naturalmente —dijo—, todos las teníamos.
—Pues ahora, Carl, me gustaría enseñarte algunas fotos de chicas de ésas —sacó un sobre de uno de los cajones—. Y quisiera que, por favor, elijas la que más te gustaría echarle je je je… ya sabes. —De pronto se echó hacia delante agitando las fotografías ante el rostro de Carl—. Coge una chica, ¡la que quieras!
Carl extendió los dedos entumecidos y tocó una de las fotografías. El médico volvió a meter la foto en el mazo y barajó, cortó y lo colocó sobre la carpeta de Carl y le dio una ligera palmada. Extendió las fotos hacia arriba delante de Carl.
—¿Está entre éstas?
Carl negó con la cabeza.
—Claro que no. Está donde tiene que estar. En el lugar adecuado para una mujer, ¿no? —Abrió la carpeta y sacó la foto de la chica unida a una de las láminas de Roschach.
—¿Es ésta?
Carl asintió en silencio.
—Tienes buen gusto, hijo mío. Debo decirte de un modo estrictamente confidencial que alguna de estas chicas… —con hábiles dedos de jugador dispuso las fotos como si fueran cartas cuando se jugaba al monte—… son realmente chicos. Travestís, creo que es la palabra exacta. —Sus cejas subían y bajaban con increíble rapidez. Carl no estaba seguro de haber visto nada extraño. La cara del médico estaba frente a él absolutamente inmóvil y sin expresión. Carl experimentó una vez más la sensación de que estómago y genitales flotaban como en la súbita parada de un ascensor.
—Sí, Carl, parece que corres nuestra pequeña carrera de obstáculos en plan de ganador… Seguramente estás pensando que todo esto es un tanto estúpido, ¿verdad?
—Bueno, a decir verdad… pues sí.
—Eres sincero, Carl… Eso está bien… Y ahora… Carl… —arrastró el nombre con voz acariciadora como el pestañí haciéndose el bueno al ofrecerte un Old Gold (muy propio de la pasma fumar cigarrillos Old Gold) y muy metido en su papel…
El policía bueno iniciando un breve paso de baile.
—¿Por qué no le haces una oferta al Jefe? —señala con la cabeza hacia su ceñudo super-ego, al que siempre se refiere en tercera persona. Es «El Jefe» o «El Teniente».
—El Teniente es así, tú juegas limpio con él y él juega limpio contigo… Nos gustaría que no te comieras demasiadas cosas… Claro que si nos ayudaras un poco. —Sus palabras se abren a un desolado páramo de cafeterías y cruces de calles y restaurantes baratos. Yonquis parecen mirar a otro lado masticando un trozo de pastel.
—El Marica no está en la cosa.
El Marica se ha desplomado en el sillón de un hotel, grogui, atiborrado de barbitúricos con la lengua colgándole fuera.
El pestañí está liando a un chorizo.
—¿Conoces a Marty el Duro? —meneo.
—Sí.
—¿Puedes conseguir que te pase algo? —meneo, meneo.
—No se fía.
—Pero puedes conseguir que te pase algo esta semana —meneo, meneo, meneo… —. Consigue que te venda algo hoy —no hay meneo.
—¡No! ¡No! ¡Eso no!
—Mira, ahora vas a cooperar con nosotros —tres meneos amenazadores—. ¿Lo haces… o prefieres que el Jefe te zurre la badana? —levanta una ceja.
—Entonces, Carl, por favor, serías tan amable de decirme cuántas veces y en qué circunstancias has uh consentido en prácticas homosexuales —su voz se esfumó—. Si nunca has hecho una cosa así tendré que pensar que eres un joven de alguna manera atípico. —El médico levantó un dedo amenazador bonachonamente—. En cualquier caso… —golpeó la carpeta y esbozó un gesto odioso. Carl notó que la carpeta tenía unos quince centímetros de espesor. De hecho, le pareció que había engordado mucho desde que entrara en la habitación.
—Bueno, cuando hacía el servicio militar… cuando estaba sin blanca.
—Sí, claro, Carl —el médico rebuznó cordialmente—. En tu situación yo también habría hecho lo mismo, no me importa decírtelo, je, je, je… Bueno, supongo que podemos uh considerar irrelevantes esos uh comprensibles métodos de conseguir uh fondos. Y ahora, Carl, quizá hubo —un dedo golpeó la carpeta que soltó tenues efluvios de zotal y de suspensorios mohosos— ciertas ocasiones en las que no intervinieron factores de tipo uh económico.
Un resplandor verde estalló en el cerebro de Carl. Vio el delgado cuerpo moreno de Hans… enlazándose con el suyo, agitada respiración en el hombro. El resplandor se apagó. Un inmenso insecto revoloteaba en su mano.
Todo su ser vibró en un espasmo eléctrico de repulsión.
Carl se puso en pie temblando de rabia.
—¿Qué está escribiendo ahí? —preguntó.
—¿Sueles dormirte a menudo como ahora? ¿En medio de una conversación?
—No estaba dormido.
—¿No lo estabas?
—Lo que pasa es que todo esto es irreal… Ahora me marcho. No me interesa. No puede obligarme a seguir aquí.
Caminaba por la habitación en dirección a la puerta. Llevaba caminando mucho tiempo. Un entumecimiento paralizador iba invadiendo sus piernas. La puerta parecía retroceder ante él.
—¿Dónde vas, Carl? —la voz del médico le llegó desde una gran distancia.
—Fuera… Lejos… Por la puerta…
—¿La puerta Verde, Carl?
La voz del médico era difícilmente audible. La habitación entera estaba explotando en el vacío.