LA SALA DE JUEGOS DE HASSAN

Dorados, moqueta roja, Barra rococó, fondo de nácar rosa. Un perfume maligno empalagoso, como miel rancia, en el aire. Hombres y mujeres vestidos de noche beben digestivos en tubos de alabastro. Un Chaquetero del Oriente Medio está desnudo, sentado en un taburete tapizado de seda rosa. Con lengua negra y larga lame miel tibia en una copa de cristal. Tiene genitales perfectamente formados —pija circuncisa, pelo púbico negro brillante—. Los labios son finos y de un azul morado como los labios de un pene, los ojos inexpresivos con calma de insecto. Los Chaqueteros no tienen hígado, y se mantienen exclusivamente de dulces. El Chaquetero empuja a un esbelto joven rubio hasta un sofá y lo desnuda con mano experta.

—Ponte de pie y date la vuelta —ordena con pictogramas telepáticos. Le ata las manos a la espalda con un cordón rojo de seda—. Esta noche llegaremos hasta el final.

—¡No, no! —aúlla el muchacho.

—Sí, sí.

Pijas eyaculan silenciosos «síes». El Chaquetero abre unas cortinas de seda dejando ver una horca de madera de teca ante una pantalla luminosa de cuarzo rojo. La horca está sobre un estrado de mosaicos aztecas.

El chico cae de rodillas con un largo «OOOOOOOH», cagándose y meándose de terror. Siente la mierda tibia entre los muslos. Una potente oleada de sangre caliente le hincha labios y garganta. Su cuerpo se contrae en postura fetal y el esperma caliente le salta a la cara. El Chaquetero saca agua caliente perfumada de un recipiente de alabastro, lava pensativo culo y pija del chico, secándole con una suave toalla azul. Un aire cálido juega sobre el cuerpo del chico y los pelos flotan libres. El Chaquetero le pone una mano bajo el pecho y le hace levantarse. Sujetándole los codos le hace subir los escalones hasta quedar debajo del dogal. Queda de pie ante el chico, sujetando el dogal con ambas manos.

El chico mira a los ojos del Chaquetero, inexpresivos como espejos de obsidiana, estanques de sangre negra, mirillas de retrete que se cierran sobre la Ultima Erección.

Un viejo trapero de rostro fino y amarillo como el marfil chino, toca el Toque en su mellada corneta de latón, y el chulo hispano se despierta con un buen empalme. Puta que se tambalea entre polvo y mierda y cagadas de gatitos muertos, levando fardos de fetos abortados, condones rotos, paños higiénicos ensangrentados, mierda envuelta en tebeos de vivos colores.

Un amplio puerto tranquilo de agua iridescente. Llamaradas de pozo de gas abandonado arden en el horizonte humeante. Hedor a petróleo y cloacas. Tiburones enfermos nadan en las aguas negras, eructan azufre de sus hígados podridos, ignoran un Ícaro roto, ensangrentado. Míster América, desnudo, ardiendo en frenético amor a sí mismo, grita:

—¡Mi culo vale más que el Louvre! ¡Mis pedos son de ambrosía y cago chorizos de oro puro! ¡Mi picha arroja diamantes blandos al sol de la mañana!

Se lanza desde el faro apagado, tirando besos y meneándosela ante el espejo negro, y se desliza oblicuamente entre condones crípticos y un mosaico de miles de periódicos a través de una ciudad sumergida de ladrillo rojo hasta asentarse en el barro negro, entre latas vacías y botellas de cerveza, gángsters en hormigón, pistolas aplastadas e irreconocibles para evitar la revista de inspección de los quisquillosos expertos en balística. Espera el lento strip-tease de la erosión en sus carnes fósiles.

El Chaquetero pasa el dogal por la cabeza del chico y aprieta el nudo suavemente detrás de la oreja izquierda. El pene del muchacho está retraído, los huevos tensos. Mira fijamente hacia delante respirando con fuerza. El Chaquetero da vueltas alrededor del chico incitándolo y acariciándole los genitales con jeroglíficos de burla. Se coloca detrás del chico con una serie de saltos y le embute la pija en el culo. Y allí se queda, moviéndose en giros circulares.

Los invitados cuchichean entre ellos, se dan codazos, hay risitas ahogadas.

De pronto, el Chaquetero empuja al chico hacia delante, al vacío, libre de su pija. Lo detiene poniéndole las manos en las caderas, alarga las manos en un estilizado jeroglífico y lanza un golpe seco al cuello del chico. Un estremecimiento recorre el cuerpo del muchacho, el pene se le endereza en tres grandes sacudidas que levantan la pelvis hacia arriba. Eyacula inmediatamente.

Chispas verdes explotan detrás de sus ojos. Un dulce dolor de muelas se dispara en el cuello, recorre la columna vertebral, llega hasta la ingle. Su cuerpo entero se escurre a través de la pija. Un espasmo final lanza un gran chorro de esperma como una estrella fugaz a través de la pantalla roja.

Con blanda succión intestinal, el chico cae entre un laberinto de máquinas tragaperras y fotos porno.

Un chorizo apretado sale inmediatamente de su culo. Pedos sacuden su esbelto cuerpo. Cohetes estallan en racimos verdes al otro lado de un ancho río. Oye el débil petardeo de una motora en el crepúsculo de la selva… Bajo alas silenciosas del mosquito anofeles.

El Chaquetero vuelve a metérsela en el culo. El chico se retuerce, empalado como un pez en el arpón. El Chaquetero se balancea sobre la espalda del chico contrayendo el cuerpo en un movimiento ondulante. Por la barbilla del muchacho corre sangre que fluye de su boca entreabierta, dulce y sombría en la muerte. El Chaquetero se deja caer con un ruido fluido, saciado.

Cubículo de paredes azules sin ventana. Sucia cortina color rosa cubre la puerta. Racimos de chinches rojas en los rincones trepando por la pared. Chico desnudo en mitad del cuarto tañe un uad de dos cuerdas, dibuja un arabesco en el suelo. Otro chico tumbado en la cama fumando kif y echándose el humo sobre su pija en erección. Juegan con cartas de tarot sobre la cama a ver quién se folla a quién. Trampa. Pelea. Ruedan por el suelo gruñendo y escupiendo como cachorros. El perdedor sentado en el suelo, mentón entre las rodillas, se pasa la lengua por un diente roto. El ganador se arrebuja en la cama haciendo como que duerme. En cuanto el otro chico se le acerca le tira una patada. Alí lo aferra de un tobillo, se lo mete por el sobaco, cierra el brazo sobre la pantorrilla. El chico tira golpes desesperados a la cara de Alí. El segundo tobillo aprisionado. Alí da vuelta al chico sobre los hombros. La pija del chico se alarga sobre el estómago, flota libre latiendo. Alí se pone las manos sobre la cabeza. Se escupe en la pija. El otro suspira profundamente cuando Alí le mete la pija. Las bocas se frotan juntas untándose de sangre. Agudo dolor a moho del recto penetrado. Nimun entra como una cuña, hace que la otra pija lance su leche en largos chorros calientes. (El autor ha observado que las pijas árabes tienden a ser anchas y en forma de cuña.)

Un sátiro y un muchacho griego desnudo, con escafandras, esbozan un ballet de persecución en jarrón gigante de alabastro transparente. El sátiro atrapa al chico por delante y le da la vuelta. Se mueven con ondulaciones de pez. El chico deja escapar de su boca un torrente de burbujas de plata. Semen blanco irrumpe en el agua verde y flota perezosamente entre los cuerpos retorcidos.

Un negro coloca amablemente a un exquisito joven chino en una hamaca. Levanta las piernas del muchacho sobre su cabeza y se pone a horcajadas sobre la hamaca. Desliza su pija dentro del esbelto culo apretado del chico. Mece suavemente la hamaca adelante y atrás. El chico grita, un extraño lamento agudo de intolerable placer.

Un bailarín javanés en una silla giratoria de teca labrada, colocada sobre un alvéolo de nalgas de caliza, acerca a su pija a un chico americano —pelo rojo, brillantes ojos verdes— y lo empala con movimientos rituales. El chico queda sentado de cara al bailarín que comienza a girar en redondo, traspasando sustancia fluida al sillón.

—¡Uyyyyyyy! —chilla el chico cuando lanza un chorro de semen contra el torso moreno y delgado del bailarín. Un goterón se estrella contra sus labios y el chico se lo mete en la boca con el dedo y se echa a reír—: ¡Macho, eso sí que es succión!

Dos mujeres árabes con cara de bestias le han bajado los pantalones a un francesito rubio. Se lo están follando con pijas de goma roja. El chico gruñe, muerde, golpea, rompe a llorar cuando su pija se levanta y eyacula.

La cara de Hassan se inflama, congestionada de sangre. Sus labios se ponen amoratados. Se quita el traje de billetes de banco y lo tira a una cámara acorazada que se cierra sin ruido.

—¡Este es el Palacio de la Libertad, amigos! —grita con falso acento de Texas. Todavía con el sombrero tejano y las botas de vaquero puestas, baila la jiga del licuefaccionista, terminando con un can-can grotesco al ritmo de She Started a Heat Wave («Desencadenó una ola de calor»).

—¡Adelante! ¡¡¡No hay agujeros prohibidos!!!

Parejas colgadas de arneses barrocos con alas artificiales copulan en el aire gritando como urracas.

Trapecistas se hacen eyacular unos a otros en el espacio con un solo toque preciso.

Equilibristas se la chupan entre sí con destreza trepados en pértigas altísimas y sillas que oscilan en el vacío. Un viento cálido trae olor a ríos y selvas de profundidades brumosas.

Centenares de chicos caen del techo, estremeciéndose, pataleando al extremo de sus sogas. Cuelgan a diferentes alturas, unos cerca del techo y otros a pocos centímetros del suelo. Balineses y malayos exquisitos, indios mexicanos de rojas encías brillantes y cara de arrogante inocencia. Negros (dientes, uñas de pies y manos, y vello púbico pintados de oro), jóvenes japoneses suaves y blancos como la porcelana, venecianos de cabello tizianesco, norteamericanos con rizos rubios o negros sobre la frente (los invitados se los apartan tiernamente), polacos rubios, hoscos, de ojos castaños como de animal, golfillos árabes y españoles, muchachos austríacos, sonrosados y delicados, con una débil sombra rubia de vello púbico, jóvenes alemanes de brillantes ojos azules que ponen cara de desprecio y gritan «Heil Hitler!» cuando se abre la trampa bajo sus pies. Sollubis que se cagan y lloran.

Míster Rico-y-Basto, rijoso y desagradable, masca su habano despatarrado en una playa de Florida rodeado de rubios catamitas de sonrisa artificial:

—Un ciudadano tiene un latah que se trajo de Indochina. Se le ocurre ahorcar al latah y mandar a sus amigos por Navidad un corto de TV. Así que prepara dos cuerdas: una trucada que se estira, y la otra con el nudo bien hecho. Pero el latah se levanta cabreado y se pone un traje de Papá Noel y le pega el cambiazo. Llega el amanecer. El ciudadano se coloca una soga y el latah, haciendo como haría cualquier latah, se pone la otra. Al bajarse las trampas, el ciudadano se ahorca de verdad y el latah queda de pie con la soga de pega estirada hasta abajo. Bueno, pues el latah imita al otro hasta el último espasmo. Se corre tres veces. Un latah listo este joven, muy buen ojo. Lo puse a trabajar de expedidor en una de mis fábricas.

Sacerdotes aztecas despojan al Joven Desnudo de sus ropas de plumas azules. Lo ponen de espaldas sobre un altar de caliza, le ajustan una calavera de cristal en la cabeza asegurando ambos hemisferios, anterior y posterior, con tornillos de cristal. Sobre la calavera cae una cascada que rompe el cuello del chico. Eyacula en arcoiris bajo el sol naciente.

El acre olor a proteína del semen llena el aire. Los invitados acarician los cuerpos que se retuercen de los chicos, chupan las pollas, se cuelgan de sus hombros como vampiros.

Salvavidas desnudos transportan pulmones de acero llenos de jóvenes paralíticos.

Muchachos ciegos salen con dificultad de tartas gigantes, esquizofrénicos profundos brotan de un coño de goma, chicos con espantosas enfermedades cutáneas surgen de un estanque negro (unos peces mordisquean perezosamente cagadas amarillas en la superficie).

Un hombre con corbata blanca y pechera, desnudo de cintura para abajo, excepto un liguero negro, habla en tono elegante con la Abeja Reina (las Abejas Reinas son viejas que se rodean de mariquitas y forman un «enjambre». Es una costumbre mexicana siniestra).

—Pero ¿dónde está el cuadrista? —Habla por un lado de la cara, el otro se retuerce con la Tortura de un Millón de Espejos. Se masturba frenético. La Abeja Reina continúa la conversación sin darse cuenta de nada.

Divanes, sillas, el suelo entero empieza a vibrar, a agitar a los invitados que van pareciendo fantasmas borrosos, grises, que aúllan en agonía fálica.

Dos chicos se la menean bajo un puente del ferrocarril. El tren hace agitarse sus cuerpos, eyacular, se desvanece con un silbido distante. Croan las ranas. Los chicos se limpian de semen sus estómagos morenos, tersos.

Departamento de tren: dos yonquis jóvenes y enfermos camino de Lexington se arrancan los pantalones entre convulsiones de lujuria. Uno de ellos se enjabona la polla y la hace entrar en el culo del otro con un movimiento como de sacacorchos.

—¡Jeeeeeeesús!

Ambos eyaculan a la vez, de pie. Se alejan uno del otro y se suben los pantalones.

—Un matasanos de Marshall receta tintura y jarabe.

—Mi anciana madre con almorranas externas, desgarradas, sangrando, esperando un poco de Mierda Negra… Imagínese que es su madre, doctor, comida por dentro por las sanguijuelas, retorciéndose de mala manera… Desactiva esa pelvis, mamá, me da asco.

—Vamos a pararnos a sacarle una receta.

El tren atraviesa la noche brumosa de junio iluminada de neón.

Imágenes de hombres y mujeres, chicos y chicas, animales, peces, pájaros, el ritmo de la cópula universal cruza la habitación, una gran marea azul de vida. Zumbido vibrante, callado, de lo profundo del bosque; súbita calma de la ciudad cuando el yonqui encuentra. Un instante de quietud y ensoñación. Hasta los Oficinistas encienden los circuitos atascados de colesterol para buscar un contacto.

Hassan chilla:

—¡Esto es cosa tuya, A. J.! ¡Me has jodido la fiesta!

A. J. le mira con cara remota como de caliza:

—A tomar por culo, chino licuefacto.

Irrumpe una horda de norteamericanas verriondas. Coños chorreantes que llegan de la granja o el rancho para turistas, la fábrica, el burdel, el club de campo, el piso de lujo y los barrios residenciales, el motel, el yate o el bar elegante. Se quitan su ropa de montar, pantalones de esquí, trajes de noche, vaqueros, conjuntos de tarde, vestidos estampados, bermudas, bikinis y kimonos. Gritan y alborotan y aúllan, saltan sobre los invitados como perras rabiosas en celo. Arañan a los jóvenes ahorcados chillando:

—¡Marica! ¡Cabrón! ¡Jódeme! ¡Jódeme! ¡Jódeme!

Los invitados huyen dando gritos entre los ahorcados, hacen caer los pulmones de acero.

A. J.: —¡Llamen a mis Sweitzers! ¡Maldita sea! ¡Protéjame de todas estas zorras!

Míster Hyslop, el secretario de A. J., levanta la vista de su tebeo:

—Sweitzers ya en licuefacción.

(La licuefacción supone separación de proteínas y reducción a líquido que es absorbido por el ser protoplásmico de algún otro. En este caso, el beneficiario probablemente sea Hassan, notorio licuefaccionista.)

A. J.: —¡Embusteros, mamones! ¿Qué es un hombre sin sus Sweitzers? Estamos entre la espada y la pared, caballeros. Nuestras pollas están en juego. Firmes para resistir el abordaje, señor Hyslop, y distribuya armas cortas a los hombres.

A. J. empuña un alfanje y empieza a decapitar norteamericanas. Canta con lujuria:

Quince hombres van en el cofre del muerto

Yo Jo Jo y la botella de ron.

La bebida y el diablo hicieron el resto

Yo Jo Jo y la botella de ron.

Míster Hyslop, aburrido y resignado:

—¡Dios santo! ¡Otra vez lo mismo! —Flamea desganadamente la bandera pirata.

Rodeado y peleando en abrumadora inferioridad numérica, A. J. echa la cabeza atrás y lanza una llamada para cerdos. Inmediatamente acude un millar de esquimales en celo que cae sobre las norteamericanas, gruñendo y chillando, con las caras congestionadas, ojos ardientes y enrojecidos, labios amoratados.

(La época de celo de los esquimales se produce durante su corto verano, en el que las tribus se reúnen para celebrar divertidas orgías. La cara se les hincha y los labios se les ponen morados.)

Un detective de la casa con un grupo de medio metro asoma la cabeza por la pared:

—¿Qué tiene ahí, un zoológico?

Hassan se retuerce las manos:

—¡Una carnicería! ¡Una carnicería asquerosa! ¡Por Alá que nunca vi nada tan absolutamente horrible!

Se vuelve hacia A. J. que está sentado sobre un cofre de barco, con un loro en el hombro y un parche en el ojo, bebiéndose un tanque de ron. Otea el horizonte con un enorme catalejo de metal.

Hassan: —¡Eres una zorra factualista barata! ¡Vete y no vengas a mancharme la sala de juegos nunca más!