I

EN una ocasión, varios campesinos islandeses encontraron un grueso cráneo en el cementerio donde estaba enterrado el poeta Egil. Su gran grosor les hizo pensar que se trataba del cráneo de un gran hombre, sin duda del propio Egil. Para estar doblemente seguros, lo colocaron encima de un muro y le dieron fuertes golpes con un martillo. Ahí donde habían caído los golpes se puso blanco pero no se rompió, y se quedaron convencidos de que era verdaderamente el cráneo del poeta y digno de todos los honores. En Irlanda tenemos una gran afinidad con los islandeses, o «daneses», como los llamamos: con ellos y todos los demás habitantes de los países escandinavos. En algunos de nuestros lugares montañosos y áridos, y en nuestras aldeas del litoral, todavía nos ponemos a prueba mutuamente de una forma muy similar a como los islandeses comprobaron si la cabeza era de Egil. Es posible que hayamos adoptado la costumbre de aquellos piratas daneses cuyos descendientes, según me cuenta la gente de Rosses, todavía recuerdan cada campo y montículo que una vez perteneció a sus antepasados en Irlanda, y son capaces de describir a la propia Rosses tan bien como cualquier nativo. Hay un distrito costero conocido como Roughley, donde se sabe que los hombres jamás se afeitan ni recortan sus extravagantes barbas rojas, y donde siempre hay alguna pelea en marcha. Los he visto colisionar unos con otros en una regata y, después de mucho gritar en gaélico, darse golpes con los remos. El primer bote había encallado y, a fuerza de golpear con los largos remos, impidió que el segundo bote pasara, sólo para darle la victoria al tercero. La gente de Sligo dice que, un día, un hombre de Roughley fue juzgado en Sligo por romper un cráneo en una pelea, y tuvo una defensa reconocida en Irlanda: que algunas cabezas son tan finas que uno no puede hacerse responsable de ellas. Habiéndose girado con una mirada de intenso desprecio hacia el abogado de la acusación, y exclamado: «Si golpeara el cráneo de ese hombrecillo, se rompería como la cáscara de un huevo», le sonrió al juez y dijo con una voz halagadora: «pero un hombre podría estar dando golpes a su señoría durante quince días».