Una voz

UN día, iba yo caminando por un trozo de terreno pantanoso cerca de Inchy Wood cuando, súbitamente, y sólo por un segundo, sentí una emoción que, me dije, era la raíz del misticismo cristiano. Se había apoderado de mí una sensación de debilidad, de dependencia de un gran Ser personal en algún lugar lejano y, al mismo tiempo, cercano. Ninguno de mis pensamientos me había preparado para esta emoción, pues habían estado ocupados en Aengus y Edain, y en Mannanan, hijo del mar. Aquella noche desperté tendido boca arriba y oyendo una voz que hablaba por encima de mí y decía: «Ninguna alma, humana es como ninguna otra alma humana y, por lo tanto, el amor de Dios por cualquier alma humana es infinito, pues ninguna otra alma puede satisfacer la misma necesidad en Dios». Unas pocas noches después de esto, al despertar, vi a las personas más encantadoras que había visto jamás. De pie junto a mi cama había un hombre joven y una muchacha con una vestimenta de color verde oliva, cortada como la de los antiguos romanos. Miré a la chica y vi que su vestido estaba recogido alrededor del cuello con una especie de cadena, o quizá algún tipo de bordado rígido, que representaba unas hojas de hiedra. Pero lo que me maravilló fue la milagrosa dulzura de su rostro. Ahora ya no hay rostros así. Era hermoso como pocos, pero se podía pensar que no tenía la luz que encontramos en el deseo, o en la esperanza, o en el temor, o en la especulación. Era sereno como los rostros de los animales, o como las charcas de las montañas por las lardes, tan sereno que era un poco triste. Por un momento pensé que podría ser la amada de Aengus, ¿pero cómo podría aquella perseguida, encantadora, feliz e inmortal desgraciada tener un rostro como éste? Sin duda, se trataba de una de las hijas de la Luna, pero cuál de ellas, nunca lo sabré.

1902