Un cobarde

UN día, me encontraba en casa de mi amigo, el recio granjero que vive más allá del Ben Bulben y la montaña de COPE, y ahí conocí a un muchacho que parecía no gustar mucho a las dos hijas. Les pregunté por qué les disgustaba y me dijeron que era un cobarde. Esto me interesó, pues algunos a los que los robustos hijos de la naturaleza toman por cobardes no son más que hombres y mujeres con un sistema nervioso demasiado delicado para su vida y su trabajo. Miré al chico; pero no, ese rostro rosado y blanco y ese cuerpo fornido no mostraban una sensibilidad excesiva. Al cabo de un rato, el muchacho me contó su historia. Había vivido una vida desenfrenada y temeraria hasta que un día, dos años atrás, se dirigía a su casa, muy entrada la noche, cuando, súbitamente, sintió como si se hundiera en el mundo espectral. Durante unos instantes, vio aparecer delante de él el rostro de su hermano muerto, y entonces dio media vuelta y echó a correr. No se detuvo hasta que llegó a una cabaña que estaba casi a una milla, calle abajo. Se lanzó contra la puerta con tanta violencia que rompió el grueso cerrojo de madera y cayó al suelo. A partir de ese día, había renunciado a su vida indómita, pero era un cobarde sin esperanza. Nada podía hacerlo mirar, ni de día ni de noche, hacia el lugar donde había visto el rostro, y con frecuencia daba una vuelta de dos millas para evitarlo. Decía que, si estaba solo, ni siquiera «la muchacha más bella del país» podía convencerlo de que la acompañara a casa después de una fiesta. Tenía miedo de todo, pues había visto un rostro que ningún hombre puede ver sin ser transformado: el rostro imponderable de un espíritu.