CAPÍTULO 19. Se vuelven las tornas
En la sala de estar de la torre de piedra, Júpiter y Joshua Evans oyeron todo lo ocurrido en la casilla de barcas a través del transceptor portátil de Jupe, y oyeron la siniestra advertencia final de Karnes.
—¡Los han cogido! —dijo Júpiter, con desespero.
—Tranquilo, Júpiter —recomendó Evans.
—¡Tenemos que hacer algo!
—No sé qué —reconoció Evans—. Tal vez...
Se oyeron unos golpes frenéticos en la puerta de la torre. Júpiter quedó como petrificado y Joshua Evans sacó su pistola del bolsillo de la chaqueta. Se repitieron los golpes, insistentes. Evans caminó sigilosamente hacia la puerta y la abrió de golpe.
Frente a ella estaba Sam Davis, con los bajos del pantalón chorreando. Entró apresuradamente en la habitación, mirando por encima de su hombro.
—¡Ese mayor Karnes ha capturado a los chicos!
—Ya lo sabemos —dijo Evans—. ¿Cómo ha podido escapar usted?
—Estaba arriba, en aquel desván, y salí por la ventana —jadeó Sam—. Tuve que saltar al agua y después me extravié.
—Ha tenido suerte —declaró Evans—. Y tal vez nosotros también. Ahora que lo tenemos aquí, Sam, empiezo a imaginar un plan.
—¿Qué plan, señor Evans? —preguntó Júpiter.
—Será mejor que bajemos primero al sótano.
Los tres bajaron apresuradamente por la escalera hasta llegar al pobremente iluminado sótano. A petición de Evans, Sam se ocultó debajo de la escalera. Júpiter y Evans se metieron en el pequeño almacén.
—¿Qué vamos a hacer, Evans? —preguntó Sam en un ronco murmullo.
Júpiter se hizo eco de sus palabras:
—Sí, señor Evans, ¿cuál es su plan?
—Bueno, Júpiter —dijo Evans—, voy a empezar con una confesión. Ya verás, yo...
—¡Usted ya ha encontrado el tesoro! —exclamó Júpiter—. ¡Usted regresó a la Ensenada de los Piratas porque sabía que estaba aquí!
—Sí, Júpiter. Volví para hacerme con ese viejo tesoro, ¡y lo encontré hace una semana!
—¿Quiere decir que todavía está en la torre?
Evans asintió con la cabeza.
—Aquí, en ese cuarto que sirve de almacén. Tal como lo encontré, con su vieja arca china y todo. Verás, hace mucho tiempo mi padre me habló acerca de esta torre y del tesoro que mi tatarabuelo había ocultado en ella. Hasta el año pasado no pude marcharme de Oriente y regresar a la torre. Después de buscar como un loco, encontré el tesoro la semana pasada.
—Pero, señor Evans —dijo Júpiter—, ¿por qué no le dijo a nadie que lo había descubierto?
—Para decirte la verdad, Júpiter, no estaba seguro de cuál es mi posición legal, ni de a quién pertenece en realidad el tesoro. Hasta saberlo de cierto, juzgué que lo mejor era callármelo.
—Yo diría que pertenece a quien lo encuentre en su propiedad, dado el tiempo que ha pasado ya —decidió Júpiter.
—Sea como sea —dijo Evans— voy a asegurarme de que no caiga en manos del mayor Karnes o de cualquier otro ladrón.
—¿Cómo? —preguntó Júpiter.
—Engañándole, espero. Y no disponemos de mucho tiempo. Creo que tarda tanto porque está atando a los chicos y rumiando sus planes, pero no tardará en presentarse en este sótano; estará armado, y no vendrá solo. Esperará encontrar a Júpiter, pero no a Sam, de modo que usted, Sam, quédese escondido debajo de esta escalera. Ante él, yo admitiré que he encontrado el tesoro y diré que está en el almacén. En su avidez, él y sus compinches me llevarán directamente allí para que les enseñe dónde está, y olvidarán hasta la existencia de Júpiter. Por tanto, cuando estemos todos en el almacén, usted, Sam, y tú, Júpiter, debéis actuar con rapidez y cerrar de golpe la puerta del almacén y asegurarla con un candado en su parte exterior.
Al entrar Evans en el almacén para buscar un candado, Júpiter objetó:
—¡Pero usted se quedará encerrado con ellos!
—Tengo mi pistola —replicó Evans, regresando con un voluminoso candado y entregándoselo a Sam—, y creo poder garantizar que los capturaré. Quedarán tan sorprendidos cuando se cierre la puerta que echarán a correr para tratar de abrirla... La gente siempre reacciona así. Entonces yo les echaré el guante y los mantendré a buen recaudo hasta que vosotros dos pongáis en libertad a Bob y a Pete, y aviséis a la policía.
—¡Por cien mil tiburones! —rezongó Salty Sam desde el otro lado del sótano—. ¡Ahí vienen!
—¡Colócate detrás de mí, Júpiter! —ordenó Evans—. Sam, si mi plan no da resultado, prepárese para saltarles encima. ¡Vamos, a sus puestos todos!
Evans se situó en el centro de la parte principal del sótano en el momento en que la pared empezaba a abrirse. Cuando estuvo abierta del todo, Karnes y Carl irrumpieron en el sótano, pistola en mano, y vieron inmediatamente a Joshua Evans y a Júpiter.
—Bueno, el tercer joven detective y el señor Joshua Evans en persona —dijo el pequeño Karnes con una risita—. Debí suponer que estaba usted detrás de esos sabuesos juveniles en la caseta de barcas, Evans. Bien, vamos a dejar de jugar. ¡Entrégueme la mercancía ahora mismo!
Evans se encogió de hombros.
—De acuerdo, Karnes, usted gana. Deje a los chicos al margen de este asunto. Lo que usted quiere está en el almacén, en un armario de la pared del fondo.
Carl enfundó la pistola y echó a correr hacia la puerta del almacén.
—¡Carl! —le llamó secamente Karnes. El hombre se detuvo y el mayor señaló con su pistola a Joshua Evans—. Usted primero, Evans. ¡Adelante!
Evans entró en el almacén, seguido de cerca por el mayor Karnes y Carl. Karnes tenía la vista clavada en la ancha espalda de Evans, como si temiera que éste pudiese intentar alguna jugarreta. Una vez en el almacén, Carl se adelantó, en su afán por llegar al armario de la pared opuesta.
Júpiter fue olvidado por completo, tal como había pronosticado Evans, y Sam salió de su escondrijo bajo la escalera. Rápidamente, él y Jupe cerraron de golpe la gruesa puerta del almacén, y Sam puso y cerró el viejo candado.
Hubo un largo momento de silencio, y después gritos de rabia y el ruido de pasos precipitados al otro lado de la puerta. El tirador de ésta giró violentamente, una y otra vez. Después se oyó, al otro lado, la fría voz de Joshua Evans:
—Les tengo encañonados a los dos. Dejen sus pistolas en el suelo. Poco a poco y con mucho cuidado. Ahora, den media vuelta. Así. Está bien; Júpiter, ve a buscar a la policía.
—¡En seguida! —gritó Júpiter.
Pudo oír en el interior del almacén una breve risa burlona de Joshua Evans e imaginarle sonriendo ante los enfurecidos Karnes y Carl.