CAPÍTULO 4. La madriguera del Pirata Púrpura

Pero a Los Tres Investigadores les esperaba una sorpresa. Con gran disgusto por su parte, tío Titus insistió en que Júpiter le acompañara en un viaje nocturno de compras hasta San Luis Obispo. Bob se encontró ante la inesperada obligación de trabajar largas horas en la biblioteca, ya que uno de los empleados se había puesto enfermo. Y después de terminar sus tareas en el patio de los vecinos, Pete fue destinado a una limpieza a fondo en el garaje de su casa, tarea que había sido aplazada durante largo tiempo. Por tanto, pasaron dos días antes de que los frustrados muchachos pudieran reunirse en su puesto de mando secreto en el remolque poco después de las 11 de la mañana, para comenzar su investigación sobre los extraños tejemanejes del mayor Karnes.

—Pasé ante aquella tienda vacía la noche pasada —informó Júpiter— y el capitán Joy y Jeremy estaban allí, grabando su historia.

Se decidió de inmediato que Pete y Júpiter fuesen en bicicleta a la Cueva de los Piratas y que Bob regresara a la tienda de la calle de la Viña para vigilar al mayor Karnes y sus compinches. Bob llevaría consigo el último e ingenioso invento del Primer Investigador.

—Es un dispositivo de seguimiento invisible —explicó el corpulento jefe del grupo—. Con él podemos seguir a cualquiera, aunque no podamos verlo.

Con la duda pintada en su semblante, Pete examinó el pequeño aparato. Era un recipiente metálico del tamaño de una radio de bolsillo, lleno de un líquido espeso. En su base, un tubo se estrechaba para formar una punta hueca, parecida a un cuentagotas. Había una pequeña válvula en el tubo y un imán en un lado del recipiente.

—¿Qué hace esto, Primero? —preguntó Bob.

—Deja una pista Invisible para todos, excepto para nosotros. El imán adhiere la unidad a cualquier vehículo metálico. El líquido del recipiente es invisible hasta que se enfoca sobre él una luz ultravioleta. En la punta hay una válvula especial que deja caer una gota a intervalos regulares, dejando una pista que puede ser seguida fácilmente si se dispone de un foco de luz ultravioleta.

—¿Y nosotros poseemos ahora un foco de luz ultravioleta? —se aseguró Bob.

—Claro —contestó Júpiter sonriendo, y enseñó a Bob una pequeña linterna con una bombilla de extraño aspecto.

—Bueno, chicos, ¿y qué es la luz ultravioleta? —inquirió con cierta timidez Pete—. Supongo que es algo que en clase debió de pasarme por alto.

—Es una luz con una longitud de onda más corta que la de la luz que nosotros podemos ver, Pete —explicó Bob—. A veces la llaman luz negra porque hace que ciertos materiales iridiscentes brillen en la oscuridad. Si la enfocas sobre uno de estos materiales especiales en una habitación oscura, se ve brillar el material, pero no puedes ver el haz de luz.

—Ahora me acuerdo. ¿Verdad que la otra luz que no podemos ver es la infrarroja? —dijo Pete—. ¿Y tu aparato funciona a la luz del día, Jupe?

—Sí, pero la pista no brilla tanto, lo cual tal vez sea mejor —respondió el Primer Investigador—. Bob puede adherir el recipiente al coche del mayor y seguir la pista montado en su bici. El líquido seguirá goteando a intervalos regulares durante unas dos horas.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —exclamó Bob.

Bob metió el aparato detector y la linterna en un pequeño macuto y seguidamente los tres muchachos se arrastraron por el túnel número dos y fueron a buscar sus bicicletas. Bob se dirigió hacia el pueblo, mientras Pete y Júpiter lo hacían hacia el norte, o sea los límites de la población y el mar. Mientras él y Pete pedaleaban, Júpiter se puso a pensar en voz alta:

—Dudo de que se trate de una coincidencia, Segundo, que Karnes pidiera que sólo los de fuera de la ciudad grabasen sus historias.

—Otro truco para elegir a los Joy, ¿no crees?

—Parece lo más probable —admitió Júpiter.

* * *

La Ensenada de los Piratas era una entrada poco profunda del mar en la costa, a unos kilómetros al norte de Rocky Beach. Había allí un pueblecillo formado por unas pocas casas y tiendas, unas cuantas barcas de pesca y un servicio de taxis aéreos a lo largo de la parte superior de la ensenada. La atracción turística se encontraba en la parte inferior. Cuando los dos amigos enfilaron la carretera a lo largo de la ensenada, pudieron leer un tosco letrero que anunciaba: «LA MADRIGUERA DEL PIRATA PÚRPURA. ¡Una aventura emocionante para toda la familia!»

Encontraron la atracción turística poco después de una piscifactoría de marisco. La Madriguera estaba en una pequeña península de la ensenada, cerrada en la parte de tierra por una destartalada valla. Ante esta valla había dos zonas de aparcamiento para coches. Al otro lado de la carretera, a la derecha de los muchachos, se alzaba una densa arboleda, con una cerca más allá de ella.

A aquella hora temprana del día había tan sólo unos pocos coches en los polvorientos aparcamientos. Varias parejas tomaban refrescos y esperaban cerca de la taquilla ante las puertas de la valla, mientras sus chiquillos alborotaban, pegándose patadas y gritando. Un cartel de madera sobre la taquilla pregonaba: EL «BUITRE NEGRO» ZARPA CADA DÍA A LAS 12, 1, 2, 3 y 4. Dentro de la caseta de la taquilla había un hombre corpulento y de rostro muy curtido. Era difícil determinar su edad, ya que su piel estaba arrugada hasta las orejas, debido a la constante exposición al viento. Llevaba una camiseta marinera a rayas, un parche negro en un ojo y un pañuelo rojo atado alrededor de la cabeza, y estaba anunciando las emociones del recorrido.

—¡Todos a cubierta, marineros de agua dulce; cada uno es pirata por un día en la Madriguera del Pirata Púrpura!

¡Navegue a través de la Ensenada de los Piratas bajo la bandera de la calavera y los huesos cruzados, a bordo del siniestro bergantín Buitre Negro! ¿Quién se atreve? ¡Batalla entre las islas! ¡Huela la pólvora y presencie el ataque de los piratas! ¡Quedan ya pocas entradas! ¡El Buitre Negro zarpará dentro de veinte minutos! ¡No se queden en tierra!

Los componentes de las diversas familias se miraron entre sí como si se preguntaran quién había comprado los otros billetes, y después formaron una cola ante la taquilla. Pete y Júpiter se les unieron. Cuando Júpiter llegó frente a la ventanilla, habló con firmeza al malcarado taquillero, en voz baja y con una cara muy seria.

.—Debemos hablar en seguida con el capitán Joy, buen hombre. Se trata de un asunto urgente.

El único ojo visible del taquillero miró fijamente a Júpiter.

—¡El capitán no habla con nadie durante una función!

—Pero si la función no ha... —quiso protestar Júpiter.

—¡El capitán está a bordo! ¡Anna!

Y seguidamente el bravucón desapareció por la parte posterior de la caseta y una chica de unos quince años acudió corriendo para ocupar su lugar. Tenía la tez aceitunada y unas rígidas trenzas negras.

—¿Cuántos, por favor? —preguntó a los muchachos con un marcado acento español.

—Necesitamos localizar en seguida al capitán Joy, señorita —dijo Júpiter.

—No comprendo. ¿Dos entradas, no? —preguntó la chica, insegura.

—Bonito problema, Jupe —observó Pete—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Sugiero que compremos nuestras entradas y participemos en la travesía. Tal vez podamos hablar con el capitán Joy y averiguar algo acerca de este misterio.

* * *

Después de comprar las entradas, Jupe y Pete atravesaron la amplia puerta de tela metálica de la valla y avanzaron por un amplio paseo central entre dos edificios largos y bajos. El paseo conducía a un muelle donde estaba atracado el Buitre Negro, con la pasarela a punto para embarcar. El buque era una versión en tamaño natural de un velero de dos palos, todo pintado de negro y enarbolando la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas en su palo mayor. Evidentemente, los dos edificios bajos a cada lado habían albergado en otro tiempo establos o garajes. El de la izquierda había sido dividido en tres departamentos separados; en uno de ellos se servían refrescos, en el del centro se vendían souvenirs, y en el tercero se ofrecía café y «perritos calientes». El edificio de la derecha estaba abierto a lo largo de su parte frontal y en él se exhibían artículos náuticos o relacionados con los piratas; era un museo. En ambos edificios ondeaba la bandera negra con la calavera y había otra sobre la valla. Todo era pequeño y ajado, y en todas partes hacía falta una mano de pintura.

A la derecha del paseo, detrás del museo, los chicos pudieron ver unas hileras de robles y más allá un embarcadero y una torre de piedra. Ante la costa comenzaba una cadena de cuatro islotes en la ensenada, ninguno de los cuales era lo bastante grande para resultar habitable. Detrás de las islas, los dos amigos divisaron un pequeño hidroavión que despegaba desde el servicio de taxi aéreo, en el lado más distante de la ensenada.

—La Madriguera del Pirata Púrpura no es muy impresionante —observó Júpiter.

—Bob nos dijo que el negocio del capitán Joy no va muy boyante —recordó Pete—. Tal vez esto tenga algo que ver con lo que Karnes anda buscando.

—Es muy posible, Segundo —admitió Júpiter.

Caminaron por el amplio paseo, contemplando el museo a su derecha. Contenía espadas polvorientas y armas de fuego oxidadas, figuras de piratas y capitanes de barco toscamente modeladas en cera amarillenta, y raídos trajes que más parecían disfraces de Carnaval que piezas de museo. Al acercarse los chicos al muelle del Buitre Negro, vieron un personaje pequeño con una camisa desabrochada y unos holgados calzones de bucanero.

—¡Mira! —exclamó Pete—. ¡Si es Jeremy Joy!

Sin que al parecer se fijara en Pete, el chiquillo subió ágilmente por la pasarela del Buitre Negro, atracado de lado al muelle. El capitán Joy en persona se encontraba en la cubierta de popa. El delgado propietario de la Madriguera del Pirata Púrpura llevaba una larga casaca negra, botas altas y un ancho cinturón de cuero, e iba armado con un sable de abordaje. Cubría su cabeza un tricornio como el de su hijo, adornado con una pluma roja enhiesta; ¡incluso exhibía lo que parecía ser un gancho de acero en vez de su mano izquierda! Llamaba a rugidos a los turistas para que subieran a bordo.

—¡Ojojoy, y una botella de ron! ¡Subid a bordo, compañeros, sin tardanza! Pasa por aquí un rico galeón y la marea está en su punto alto. ¡Levaremos anclas y nos haremos a la mar para apoderarnos de tan espléndido botín!

Obedientemente, Jupe y Pete subieron al barco con los turistas. De pronto, a través de los altavoces instalados entre el aparejo sobre cubierta se oyeron voces de piratas que entonaban canciones marineras y proferían aullidos escalofriantes, y en cubierta aparecieron figuras de cartón que representaban piratas con parches en los ojos y cuchillos entre los dientes. Una sola vela fue izada en el mástil principal y el Buitre Negro empezó a apartarse del muelle, obviamente impulsado por un motor.

—¡Caray! —comentó Pete—. No queda muy real que digamos con esas canciones en lata y el motor.

El reducido grupo de turistas sobre cubierta miraba a su alrededor, un tanto sombríos todos ellos, contemplando los piratas de cartón y la solitaria vela. De pronto brotó de los altavoces el sonido violento del viento y las olas encrespadas, y con el falso ruido de la tormenta, los estentóreos gritos de piratas grabados en cinta y las canciones enlatadas, el Buitre Negro se adentró, con el audible put-put-put de su motor, en la Ensenada de los Piratas.

—¿Qué puede interesar a Karnes y su pandilla de ese viaje tan tonto? —preguntó Pete.

—No lo sé, Segundo —dijo Pete—. ¡Tú ten los ojos bien abiertos!