CAPÍTULO 2. ¡Estafados!

—¡Socorro! —volvió a gritar el mayor Karnes al rodearle los enfurecidos jovencitos—. ¡Hubert! ¡Socorro!

Pete se volvió bruscamente hacia Júpiter.

—Oye, esto se está poniendo feo. Mete al mayor en la casa.

Inmediatamente, el alto y musculoso Segundo Investigador trepó al techo de un coche aparcado allí cerca y señaló hacia la calle.

—¡La poli! —gritó—. ¡Viene la policía!

Los adolescentes se volvieron y miraron a Pete alarmados. Con toda celeridad, Bob y Júpiter se deslizaron entre el grupo y llegaron hasta el mayor.

—¡Venid conmigo! —seguía gritando Pete—. ¡Larguémonos de aquí!

Bajó del coche y echó a correr hacia el extremo más distante de la calle. En el acto, varios jovenzuelos empezaron a correr tras él, mientras otros titubeaban. Detrás de ellos, Bob abrió un poco las pesadas puertas de madera.

—Por aquí —dijo Júpiter mientras empujaba al mayor hacia dentro.

Unos momentos después, apareció Pete entre los jóvenes que se dispersaban y se coló en el patio, precedido por el mayor Karnes, Júpiter y Bob. Los tres muchachos volvieron a cerrar las pesadas puertas, mientras el mayor Karnes se apoyaba, jadeante, en el muro interior.

—¡Hubert! —rugió—. ¡Esos gamberros! ¡La policía debería meterlos a todos en la cárcel!

El patio estaba pavimentado desde muy antiguo con grandes piedras, entre las cuales crecían Jacarandas y pimenteros. La alta tapia, casi oculta por matas espléndidamente floridas, limitaba todo el patio y, en el lado más lejano había una breve hilera de tiendas. Todas parecían vacías y, frente a una de ellas, había una solitaria furgoneta.

El mayor sacó de su bolsillo un pañuelo rojo y se secó la frente.

—Gracias por ayudarme, muchachos, pero hubiera preferido ver cómo dispersaba la policía a aquella pandilla de granujas.

Pete se echó a reír.

—No había ningún policía, señor. Tuve que inventar algo para distraer su atención y atemorizarlos, a fin de que dejaran de amenazarle a usted.

—Y de que tuviéramos tiempo para abrir las puertas —dijo Bob.

El mayor se quedó boquiabierto.

—A fe mía que a eso se le llama pensar con rapidez. Pues bien, ahora seréis los primeros entrevistados, y no me importa donde viváis... ¡Hubert, idiota! ¡Ven de una vez!

—¡Muchas gracias, señor! —exclamaron Pete y Bob. —Es justo.

Júpiter frunció el ceño.

—Me temo que esos de ahí afuera creerán que esto es un tratamiento preferente.

—¡No permitiré que se me imponga un puñado de colegiales! —replicó secamente el mayor—. ¡Hubert, imbécil! ¿Dónde te has metido?

La puerta de una de las tiendas vacías se abrió por fin de par en par y apareció un gigante enorme que echó a correr hacia el pequeño mayor Karnes. Semejante a un elefante con un uniforme gris de chófer que le quedaba pequeño, el gigantesco recién llegado tenía una cara redonda que podía representar cualquier edad. Una pequeña y ridícula gorra de chófer se sostenía precariamente sobre su espesa cabellera rojiza y en sus ojos azules se leía el espanto.

—Lo... lo siento, ma... mayor.

—¡Idiota! ¡Han estado a punto de matarme ahí afuera! ¿Dónde estabas?

—Es... estaba ahí detrás probando la grabadora. Carl me estaba gritando y no oí...

—¡No importa! —rugió el mayor—. Ahora, saldrás tú y les dirás que dentro de diez minutos abriremos las puertas. Haz que formen una cola y diles que no entrevistaré a nadie que viva dentro de los límites de la población. Por tanto, quienes no cumplan esta condición no vale la pena que esperen.

Obedientemente, Hubert avanzó con paso pesado hacia las puertas de la tapia. Al abrirlas, hubo un aullido de la muchedumbre que se había vuelto a congregar frente a ellas. Los jóvenes volvieron a avanzar hasta que vieron al coloso y entonces se pararon en seco. El mayor sonrió mientras Hubert disponía en fila a los aspirantes a la entrevista.

—Es fantástico cómo se las arregla Hubert para disuadir a todo el que quiere armar jaleo, sólo con hacer acto de presencia.

—Desde luego, a mí me disuadiría —declaró Pete.

—¡Sería capaz de parar un tanque! —aseguró Bob.

—Supongo que sí —admitió el mayor con un gesto de desprecio—, si no fuese tan corto. Está bien, muchachos, seguidme.

El mayor les condujo hacia la tienda del centro y, atravesando la vacía sala exterior, entraron en una pequeña trastienda. Las ventanas daban a un amplio patio posterior, limitado al otro lado por la alta tapia. Todas estaban cerradas y en una de ellas zumbaba un acondicionador de aire. Aparte de una mesa escritorio, un teléfono y unas cuantas sillas plegables, la habitación estaba totalmente desnuda. Un hombre corpulento y de negros cabellos, vestido con un mono de trabajo, examinaba un magnetófono sobre la mesa.

—Mientras Carl acaba de arreglar la grabadora, muchachos, os hablaré de la Sociedad de la Justicia para Bucaneros, Bandidos y Salteadores —el mayor se sentó en una esquina de la mesa—. La sociedad fue fundada por mi tío abuelo, un hombre muy rico, como resultado de sus investigaciones sobre la verdadera vida de nuestro antepasado el capitán Hannibal Karnes, más conocido como Barracuda Karnes, un corsario que navegó por el Caribe en tiempos coloniales.

—Vaya —comentó Bob—, pues yo nunca había oído hablar de Barracuda Karnes.

—Ni yo tampoco —musitó Júpiter—. El único famoso pirata que conozco en esa zona era Jean Lafitte.

—¡Ahí está la cosa! —gritó el mayor—. Barracuda Karnes fue tan famoso y tan buen patriota, durante la guerra de Independencia, como Jean Lafitte lo fue durante la guerra de 1812, ¡pero la historia ha olvidado a Barracuda! Ni Lafitte ni Karnes fueron piratas; ellos fueron corsarios, hombres que atacaban a los buques de los enemigos de sus países. Karnes capturaba barcos británicos y entregaba sus valiosos cargamentos a los colonos norteamericanos durante la Revolución norteamericana. Lafitte era un contrabandista que sólo hostigaba a los barcos españoles y que se unió a Andrew Jackson para combatir a los británicos en la guerra de 1812. Nadie sabe por qué algunos hombres son recordados y otros son olvidados, pero mi tío abuelo decidió hacer algo al respecto. Empleó sus millones en la fundación de una sociedad que publicara libros y folletos para demostrar que muchos piratas, salteadores de caminos y ladrones fueron héroes y patriotas, mal comprendidos, como Lafitte y Robin Hood...

—Bueno, pero... —empezó a decir Júpiter, dudoso.

—¡Te llevarías una sorpresa mayúscula, muchacho! —aseguró el mayor—. Durante largos años, mi tío revolvió el mundo en busca de detalles sobre estos bandidos históricos y, cuando murió, yo decidí proseguir su noble tarea. Espero que California sea una mina de bandoleros históricos todavía no descubiertos. Y ahora, si mi amigo Carl lo tiene todo dispuesto... —el otro hombre asintió con la cabeza y el mayor preguntó—: Y bien, ¿quién va a ser el primero?

—¡Yo! —exclamó Pete—. ¡La historia del bandido el Diablo!

Júpiter, que ya tenía la boca abierta para hablar, se sentó en una silla junto a Bob y escuchó cejijunto la historia de Pete sobre el bandido mexicano que había atacado a los invasores norteamericanos después de la guerra de México. Pero apenas terminó Pete su descripción sobre quién era el Diablo, el mayor le interrumpió.

—¡Magnífico! ¡El Diablo me parece un candidato ideal para que la sociedad publique algo sobre él! Vamos a ver, ¿quién es el siguiente?

Júpiter no se hizo esperar.

—¡Yo tengo dos candidatos, mayor! El corsario francés Hippolyte de Bouchard y su lugarteniente, William Evans, que regresó mucho más tarde con el apodo del Pirata Púrpura. De Bouchard era un capitán francés a sueldo de Argentina, país que en 1818 estaba en guerra con España. Con la fragata Argentina, de 38 cañones, la Santa Rosa, que montaba 26 cañones, y 285 hombres pertenecientes a diez países, zarpó para atacar los buques y las colonias españoles. Tenía una fuerza muy superior a la de los coloniales de la Alta California, y por tanto incendió Monterrey, derrotó al gobernador Pablo Sola, y atacó la zona de Los Ángeles, donde...

—¡Bien! ¡Muy bien! —gritó el mayor Karnes, y se volvió hacia Bob—. ¿Y qué tienes tú para contar, muchacho?

Interrumpido tan bruscamente, Júpiter miró con incredulidad al menudo mayor. Él y Pete se cruzaron miradas mientras Bob empezaba a hablar sobre los soldados del general Fremont, que habían tratado de robar la espada de Cortés a don Sebastián Álvaro.

—¡Espléndido! Otra buena historia —no tardó en atajarle el mayor—. Muchachos, habéis hecho un buen trabajo. Carl lo tiene indo registrado, y cuando hayamos revisado todas las historias nos pondremos en contacto con vosotros.

—¿En contacto con nosotros? —murmuró Pete, decepcionado.

—Pe... pero... —tartamudeó Júpiter—, pero su anuncio decía que...

El mayor le dirigió una sonrisa radiante.

—Decidiremos qué historias vamos a utilizar y entonces OS llamaremos para una entrevista completa, a veinticinco dólares la hora. Una bonita suma para vosotros, muchachos, ¿no es así? Al salir, decidle a Hubert que haga pasar al siguiente candidato.

Estupefactos, los chicos se encaminaron hacia la salida y dieron a Hubert el recado de Karnes. Lentamente, caminaron junto a la larga cola que se había formado ante la tapia y fueron en busca de sus bicicletas. Fue Pete quien dijo lo que todos estaban pensando.

—Muchachos, ¡nos han estafado!

Bob dio rienda suelta a su indignación.

—¡Aquel anuncio decía que se pagaría a todo el que trajese una historia!

—Desde luego, esto sugería el anuncio, Archivos —asintió Júpiter.

—¡Deberíamos denunciarlo! —exclamó Bob. —Apuesto que lo ha hecho porque somos unos crios —rezongó Pete.

—Tienes razón —asintió Bob—. ¡Escuchará a los adultos!

—Pues si lo hace, entonces le denunciaremos —dijo Júpiter, encolerizado—. Creo que debemos vigilar al mayor Karnes y a sus amigos. ¡Vamos, chicos!