CAPÍTULO 14. El Pirata Púrpura ataca de nuevo

—¡Pronto! —susurró Júpiter—. ¡Detrás de la puerta!

Pero antes de que pudieran moverse, una sombra cruzó de un salto el umbral y se abalanzó sobre Júpiter. El forzudo jefe del trío y su misterioso atacante rodaron por el suelo en una maraña de brazos y piernas. Bob saltó sobre la espalda del desconocido y entonces los tres se revolcaron entre el polvo de la oscura habitación.

—¡Le tengo cogida una pierna! —gritó Bob.

—¡Lo tengo cogido por el pelo! —jadeó Júpiter.

—¡Lo tengo agarrado por el cuello! —gruñó Pete.

Lentamente, las tres figuras dejaron de moverse.

—¿Pete? —aventuró Bob.

—¿Se... Segundo? —tartamudeó Júpiter.

—Sí —suspiró débilmente el Segundo Investigador—. Soy yo. Acabo de llegar a la Madriguera. Oí a alguien dentro del museo y me acerqué para investigar. ¿Quieres soltar mis cabellos, Jupe?

Júpiter se levantó, con el rostro acalorado.

—Oímos que alguien se acercaba —explicó Bob.

—Si sueltas mi pierna, Archivos —dijo Pete—, yo te quitaré el brazo del cuello.

—Un pequeño error por parte de todos —comentó Júpiter—. ¿No te dijeron el capitán y Jeremy que estábamos aquí?

—Yo no he visto al capitán ni a Jeremy. ¿Qué ocurre? ¿Habéis descubierto dónde excavan Karnes y su pandilla?

Júpiter meneó la cabeza y contestó:

—No, pero todavía nos queda un cuarto por registrar en este edificio.

Los muchachos abrieron el último compartimiento del antiguo establo y el resultado fue el mismo. No había en él ninguna señal de excavación.

Afuera, donde la niebla empezaba a disiparse, Los Tres Investigadores caminaron por el terreno entre el edificio del museo y la arboleda que separaba la Madriguera del Pirata Púrpura de la torre de piedra de Joshua Evans. Pudieron ver una breve hilera de visitantes que cruzaban las puertas de la cerca y se dirigían hacia el Buitre Negro. La parada de refrescos ya estaba abierta, y el propio capitán se encontraba detrás del mostrador. Los tres chicos registraron palmo a palmo el terreno, desde el agua hasta la cerca y hasta los robles.

—Aquí, nadie ha cavado en ninguna parte —dijo Bob.

—Y sin embargo, Karnes y Hubert están cavando aquí —repuso Pete.

—Y es imposible que ambas cosas sean ciertas —concluyó Júpiter.

—A no ser —sugirió Pete— que Karnes regresara la noche pasada y lo llenase todo de nuevo.

—Entonces veríamos en algún lugar tierra revuelta —dijo Júpiter—. No, ya hemos mirado en todas partes, y no sé cómo se nos ha escapado... —murmuró Júpiter.

—En todas partes no, Jupe —exclamó de pronto Bob—. Todavía quedan la torre de piedra y la vieja caseta de barcas detrás de esos árboles.

A través de los viejos y retorcidos robles, miraron la torre y la destartalada caseta situada a la orilla de la ensenada. Entre los robles había huecos suficientes para que pasara una furgoneta.

—Pero ¿cómo se va a excavar en una torre de piedra o en una caseta para barcas? —preguntó Pete—. ¡Una es de piedra y en la otra sólo hay agua!

—Pero sí se puede ocultar una furgoneta en esa caseta si en su interior hay espacio suficiente junto al agua —dijo Júpiter—. Vamos allí, Bob tiene razón. Debemos echar un vistazo.

—¡Calma! —aconsejó Bob—. Ese Joshua Evans se puso como un loco al encontrarme ayer en sus terrenos. Tal vez sea mejor esperar al capitán Joy.

Júpiter suspiró.

—Es posible que tengas razón, Archivos.

—El señor Evans no está en la torre —anunció Pete—. Al llegar aquí, le vi salir en coche del aparcamiento.

—¡Pues entonces vamos a mirar qué hay allí! —gritó Júpiter.

Mientras cruzaban con apresuramiento la hilera de robles, vieron que el capitán Joy se encontraba ahora en el barco, hablando con un grupo de clientes y consultando su reloj. Ante las puertas de la cerca, Anna todavía tenía abierta la taquilla. Los muchachos probaron primero en la vieja caseta de barcas. En la parte de tierra tenía doble puerta, pero no estaba cerrada con llave. Al otro lado de las puertas había espacio suficiente para aparcar una camioneta en el suelo de madera, pero no se veían vestigios de huellas de neumáticos ni gotas de aceite. El embarcadero del interior de la caseta, junto al agua oscura, tenía capacidad para cuatro barcas a cada lado, pero no había embarcación alguna. En el otro extremo, unas puertas lo suficientemente grandes para dejar pasar embarcaciones pequeñas estaban cerradas y casi llegaban a nivel del agua. Una especie de desván a lo largo del cobertizo y directamente encima del muelle contenía velas, mástiles y cuerdas. Bajo el muelle embarcadero, el agua lamía la madera. Tampoco allí había señales de excavación. Y en todo el camino hacia la torre de piedra, los muchachos tampoco encontraron la menor prueba de que se hubiera removido la tierra.

—Pete —decidió Júpiter—, tú monta guardia en los robles. Ahí está tu emisor-receptor y el macuto. Si ves que regresa Joshua Evans, avísanos. Nosotros pondremos nuestros aparatos en recepción, con el silenciador puesto.

Mientras Júpiter se encaminaba hacia la torre, sus ojos exploraron la parte exterior. La planta baja tenía dos puertas y varias ventanas. El primer y segundo piso tenían cada uno una sola ventanilla. La planta superior estaba acristalada, como la torre de un faro. Entre sus ventanas se proyectaban unas piedras escalonadas que conducían a! tejado plano.

Júpiter empujó la puerta principal de la torre. No estaba echada la llave y se abrió directamente a una pequeña sala de estar. Era idéntica a la mayoría de las demás salas de estar que habían visto los muchachos, excepto que su forma era la de un gran trozo de tarta, con una pared curvada. A su derecha había un dormitorio de la misma forma, y una cocina, también en forma de porción de tarta, a su izquierda. La puerta posterior que daba afuera se encontraba en la cocina, y tenía pasado un pestillo por dentro. Junto a una pared interior, una escalera de madera conducía de la cocina al sótano. En la otra pared de la cocina, hacia la punta de la porción de tarta, se abría una puerta a un pozo vertical, por el que una escalera conducía a la planta superior.

—Veamos primero el sótano —dijo Júpiter.

Bajaron por la desgastada escalera de madera al sótano, donde reinaba total oscuridad. Júpiter palpó la pared en busca de un interruptor, hasta encontrarlo.

Una débil bombilla en el techo les ofreció tan sólo una luz mortecina, pero los chicos pudieron ver que se encontraban en una habitación semicircular y de techo bajo, con un suelo de tierra y unas paredes de piedra sin ningún revestimiento. La tierra apisonada del suelo era tan lisa y sólida como el cemento, y las paredes de piedra estaban perfectamente secas y nadie las había tocado en un siglo.

—Aquí nadie ha excavado nada —declaró Bob.

—Así parece —admitió Júpiter de mala gana.

Una puerta en un tabique de piedra conducía a un local lleno de muebles grandes y antiguos, sobre los que se acumulaba el polvo. Los muchachos miraron debajo de los muebles, en busca de pruebas de que allí se hubiera removido la tierra,

—En este sótano, nadie ha tocado el suelo —dijo finalmente Bob.

Júpiter asintió con la cabeza y lanzó un suspiro de resignación.

—¡A aaahhhhhhrrrrrrgggggg!

Se volvieron en redondo. ¡El Pirata Púrpura estaba detrás de ellos! Su sable brillaba a la débil luz del almacén.

—Vamos, señor Davis —dijo Bob, disgustado—, ¡ya ve que somos nosotros otra vez!

El Pirata Púrpura no dijo nada. Con su grueso bigote negro y unos ojos centelleantes, les miró a través de su máscara púrpura.

—¡Señor Davis! —exclamó Júpiter.

El Pirata Púrpura levantó el sable de abordaje y, describiendo molinetes, cargó contra ellos. Bob se refugió detrás de una voluminosa cómoda y Júpiter detrás de unos sillones. El Pirata Púrpura tropezó con el pie de Bob y cayó a través de dos largas mesas de roble, deslizándose sobre ellas hasta la pared que había detrás.

Júpiter y Bob no esperaron. Sin pensar en otra cosa que en la fuga, salieron corriendo del pequeño almacén y subieron por la escalera hasta la cocina. Repentinamente, sonó en ésta la voz apagada de Pete:

—¡Alarma! ¡Evans regresa! ¡Alarma, muchachos!

¡La puerta posterior de la torre, además de cerrada con el pestillo, lo estaba también con llave! Los dos chicos pudieron oír al Pirata Púrpura, cualquiera que fuese su identidad, cruzar atropelladamente el sótano en dirección a las escaleras. Y fuera, Joshua Evans regresaba a la torre.

No tenían escapatoria,