Capítulo 4
El error de Jupiter
—¿La «Cadena Fantasma»? —se extrañó Hal—. ¡Pero si los fantasmas no existen!
—Algunos científicos no estén tan seguros —replicó Jupiter—. Claro que, en realidad, los fantasmas no tienen nada que ver con nuestro sistema.
—Pero los mayores sí creen que son los fantasmas los que nos ayudan —añadió Bob, riendo.
Unos instantes después, tío Titus llegó al «Patio Salvaje» conduciendo la camioneta, y Jupe y Bob estuvieron libres hasta después de cenar. Junto con Hal, los dos muchachos se deslizaron al puesto de mando de Los Tres Investigadores, que era un viejo remolque estropeado y escondido bajo un enorme montón de chatarra, a un lado del «Patio Salvaje». La entrada principal era un tubo ondulado, al que llamaban túnel dos, que por debajo de la chatarra llevaba a una trampilla que se habría en el suelo del remolque. Arrastrándose por el tubo, los muchachos surgieron a una estancia llena de aparatos y utensilios: una mesa escritorio, sillas, archivadores, un teléfono privado y varios artilugios que Jupiter había inventado para facilitar la labor de Los Tres Investigadores. Contiguos a la oficina general había un laboratorio y un cuarto oscuro para revelar fotografías.
Hal admiró el conjunto, mas, rápidamente volvió a referirse al tema que les mantenía ocupados.
—¿Cómo podréis encontrar las cosas del señor Cameron —quiso saber—, si no sabéis quién se las quedó?
—¿Cuántos amigos tienes, Hal? —Fue la sorprendente pregunta de Jupiter.
—¿Yo? Bueno… por lo menos cinco íntimos. ¿Por qué?
Jupiter le explicó que tenía que llamar a sus amigos y entregarles a cada uno una lista de los objetos que deseaban recuperar. Luego, cada amigo llamaría igualmente a otros cinco amigos, que a su vez llamarían a cinco más… y así sucesivamente. Jupiter, Bob y Pete harían lo mismo.
—Dentro de unas horas, todos los chicos de Rocky Beach estarán buscando esos objetos. Tal vez incluso los chicos de Los Ángeles u Oxnard.
—¡Cáspita! —exclamó Hal, maravillado. Mentalmente sumó los miles de muchachos que podían ocuparse de la búsqueda—. ¡Podéis poneros en contacto con todo el mundo!
—Bueno —admitió Jupiter—, todavía no hemos intentado nunca ponernos en contacto con el mundo entero, mas si solucionásemos el problema de los idiomas, seguramente nos ayudaría mucho en nuestras investigaciones.
—¿Cuándo obtendréis los resultados? —se interesó Hal—. Yo he de ir a casa a cenar, y papá me lleva esta noche a Los Ángeles.
—No será antes de mañana —decidió Jupiter—. Los chicos empezarán a buscar después de cenar, cuando casi todo el mundo está en casa. Nuestro mensaje llevará una lista de lo que queremos, lo que pagaremos y dónde hay que llevarlo todo. También especificaremos que los chicos han de llamarnos antes y describir los objetos encontrados. De este modo, podremos rechazar las cosas que no eran del señor Cameron, y los chicos no nos marearán aquí.
—Tendremos que ofrecer una recompensa —intervino Bob.
—Hum… —refunfuñó Jupiter—. Bien, a todo el que traiga uno de los objetos deseados podrá elegir alguna cosa del «Patio», que no valga más de un dólar. Y, naturalmente, pagaremos el valor de lo adquirido.
Entre los tres compusieron el mensaje con la lista de objetos, y Jupiter llamó a Pete para comunicarle lo que iban a hacer. Luego, los tres amigos se fueron a sus respectivos domicilios a cenar. A las ocho de aquella noche, todos los muchachos y muchachas de Rocky Beach buscaban los objetos que en vida pertenecieron al difunto señor Cameron.
* * *
A las nueve de la mañana siguiente, Los Tres Investigadores estaban ya reunidos en el puesto de mando, aguardando los resultados de la «Cadena Fantasma». Miraban el teléfono con expectación.
—Habrá muchas llamadas equivocadas —indicó Jupiter—, pero telefoneando los chicos, nosotros no perderemos tanto tiempo. Jupiter estaba orgulloso de su plan y su previsión, mas hacia las diez todo pareció salir mal. El teléfono del puesto de mando no había sonado ni una sola vez. La confianza de Jupiter empezó a desvanecerse, y Pete estaba enfurruñado.
Jupiter se tironeé del labio.
—Ya debía haber llamado alguien…
Hubo una súbita llamada en la trampilla del túnel dos. Los muchachos se miraron entre si inquisitivamente. Por fin, Bob se levantó y abrió la trampilla. Hal Carswell penetró en el remolque. —Caramba, chicos, ¿por qué estáis aquí? —preguntó el hijo del profesor—. ¡El «Patio Salvaje» está lleno de chicos que preguntan por vosotros!
—En el «Patio» —tartamudeé Jupe—. Si les dijimos…
—Oh, Jupe —le interrumpió Pete—, estaba tratando de recordar… En el mensaje decíamos que debían llamarnos por teléfono, mas nos olvidamos de poner nuestro número.
—¡Cáscaras, pues es verdad! —reconoció Bob.
—¿El número del teléfono? —repitió Hal.
Jupiter enrojeció y repasó minuciosamente el original del mensaje redactado la noche anterior con destino a la «Cadena Fantasma».
—Yo… oh, sí, creo que me olvidé de ponerlo —confesó después—. Bien, será mejor salir al «Patio».
—¿Está tío Titus ahí fuera? —indagó Pete.
—Sólo he visto a esos forzudos ayudantes vuestros —respondió Hal—. Están rodeados de chicos.
—Yo no quiero salir —decidió Pete, atemorizado.
Jupiter respiró hondamente.
—Temo que tendremos que salir todos.
Salieron al escenario de aquel caos.
—¡Oh, no…! —gruñó Pete.
—¡Vaya! —se admiré Hal—. Todavía siguen llegando más.
Jupiter se limitó a mirar el panorama del «Patio».
Los chicos y las chicas de todas las edades se movían alborotadamente por todo el «Patio». Gritaban, corrían, y algunos trepaban a las pilas de chatarra. Había más de cien, y parecían hormigas. Giraban alocadamente alrededor de Hans y Konrad, mostrándoles los objetos conseguidos gracias a la «Cadena Fantasma». La mayoría de ellos iban montados en bicicletas, motocicletas y otros vehículos personales, y otros a pie.
—¡No sé qué queréis! —chillaba Hans.
—¡Nosotros no os hemos pedido que vinierais! —Le apoyaba Konrad.
De repente, algunos de aquellos chicos vieron a Jupiter y sus amigos.
—¡Allí! ¡Allí están! —vocearon todos a la vez.
En medio segundo, toda la horda se abalanzó hacia Los Tres Investigadores y Hal. Jupiter palideció. De niño, había sido una estrella de cine infantil, con el nombre de Bebé Fatty, y desde que en sus tiempos de triunfo se había visto aclamado por las multitudes, odiaba aquel alboroto.
—¿Qué hacemos, Jupe? —preguntó Bob.
—Yo… yo… —tartamudeó el aludido.
—¡Echemos a correr! —propuso el asustado Pete.
De pronto, Hal Carswell se subió encima de un depósito de gasolina. Por encima del griterío de los demás, Hal comenzó a chillar un extraño lenguaje y a agitar los brazos imperiosamente. Confusos y asombrados, todos los chicos vacilaron y le miraron con incertidumbre.
—De prisa, Jupe —le urgió Pete—, ¿qué podemos darles a todos como recompensa? ¡De prisa!
—¿Darles…? —balbuceó Jupe—. Bueno… tenemos un barril lleno de botones de una antigua campaña política. Tal vez…
—¡Eh! —gritó Pete—. ¡sostened vuestros sombreros!
Luego, Pete pasó por entre los grupos de chicos y chicas, cada cual con algún objeto que vender.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Un valioso botón de campaña política para cada uno! ¡Y nadie lo tendrá igual! El que quiera uno, que se ponga en fila ante nosotros. ¡Formad cinco filas, vamos! La primera a la izquierda con las maletas. La siguiente con los búhos disecados y las estatuas. La tercera con los prismáticos. La cuarta con los cubiertos de plata. La última con los cuadros. Sin empujar… que a todo el mundo le llegará el turno. Uno de nosotros se situará delante de cada fila e irá examinando todos los objetos presentados. Vamos… ¡a formar!
Los chicos, incluso los adolescentes, se apresuraron a formar filas. Hablan comprendido que era el modo más sencillo de acabar con aquel caos.
—Buen trabajo, Pete —alabó Jupiter.
—Gracias a Hal, que los ha hecho callar —replicó el muchacho—. Uno de nosotros examinará las filas, y Hal Irá entregando los botones.
Uno de los Investigadores comenzó a Inspeccionar rápidamente los objetos de cada fila, a medida que los muchachos iban pasando. Todos aquellos que llevaban un objeto equivocado, eran enviados a Hal para recoger el correspondiente emblema. Al cabo de una hora, el «Patio Salvaje» estaba casi vacío… y los muchachos tenían ya el búho disecado, las dos maletas, los prismáticos y los cubiertos de plata.
—Una niña me dio la dirección del sitio donde está la estatua de Venus —indicó Bob—, pero la señora que la compró no quiere devolverla. De todos modos, le di a la niña todo el premio ofrecido.
—Bob —ordenó Jupiter—, mira si puedes recuperar la estatua. Tú, Pete —añadió—, llama al señor Marechal y a la Condesa al Cliff House Motel y cuéntale lo que hemos conseguido.
Los dos investigadores se apresuraron a obedecer.
—Buena labor, Jupiter —alabó Hal Carswell, contemplando los objetos recobrados—. Lástima que no hayamos encontrado ninguno de los cuadros.
—Temo que los comprara alguien de otra población…
—Comenzó a decir Jupiter. De pronto calló.
Estaba mirando un coche muy brillante que acababa de entrar en el «Patio Salvaje».
Del vehículo saltó al suelo un joven flacucho y alto, no mucho mayor que el trío de investigadores. Se puso a mirar malévolamente a Jupiter… ¡y bajo el brazo llevaba un cuadro!